Читать книгу Más que nada - Raúl Tamargo - Страница 8
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ОглавлениеLas mañanas todavía son frías, pero Julián presiente los brotes en las plantas. Hay otra luz y el aire huele más amable. Va cerro arriba. Aunque se ha acostumbrado a ver soldados en el pueblo, esta mañana, al atravesar la plaza, le parecieron muchos más. Le pareció que estaban más inquietos. Ha notado que otros hombres, sin uniformes ni armas, los rodeaban. En estas cosas piensa mientras sube, pero así como el paisaje va cambiando (hay más piedras ahora que unos minutos antes), también su pensamiento se desvía. Y recuerda. Se recuerda hace unas horas, después del desayuno. Los animales saliendo del corral y Bartolina tratando de escurrirse detrás de la manada. Está creciendo, piensa. Tiene ganas de cerro, piensa. Sonríe. Es entonces cuando mira hacia abajo. A esa distancia, las personas que ocupan la plaza se ven como manchitas de colores. Son muchas. Decide no avanzar con el rebaño. Se queda allí, mirando.
Algo importante ocurre, pero no es posible saber de qué se trata desde esta distancia. Solo gente que se mueve, jinetes que entran y que salen del pueblo. El cielo también se muestra inquieto. Pero eso no es extraño. Puede llover ahora y salir el sol más tarde y volver a llover luego. Para cubrirse de esos caprichos de las nubes tiene poncho. Es marrón, con vivos claros. Lorenza lo tejió para él. Piensa que tiene suerte de tener casa para cobijarse de la noche y poncho para resguardarse del frío y de la lluvia. Pero estos movimientos allá abajo, sin que sepa muy bien por qué, no lo dejan disfrutar del pensamiento. Entonces decide regresar. Más tarde volverá por los animales. No elige el sendero que lo lleva hasta la casa; elige otro, algo más largo, que desemboca en la plaza. El alboroto continúa. Sin embargo, solo para la vista es alboroto porque no hay voces que provengan de allí. Los paisanos se reúnen alrededor del algarrobo. Son de Humahuaca, pero también de otros lugares. Caras que Julián apenas conoce. Cree recordar a uno u otro, de alguna fiesta, de algún mercado. Todos hombres.
Cuando llega a la plaza, se escurre entre los cuerpos hasta llegar al pie del árbol. Entonces, la voz del militar se hace bien clara. No habla. Lee en voz alta, para la gente del pueblo, que no sabe leer. Julián no entiende lo que escucha. Mira las caras de los vecinos reunidos y le parece que ellos tampoco entienden. O que no les gusta lo que entienden. Arrugan la frente.
Cuando el soldado termina de leer, apoya el papel sobre el tronco del algarrobo y lo sujeta con clavos. Otro soldado, de menor rango, lo sostiene para que pueda martillar. Es tan intenso el silencio de la plaza que los golpes suenan y vuelven a sonar y vuelven a sonar y los oídos de Julián distinguen cada anillo del eco.
Los militares montan sus caballos y salen al galope. Los paisanos rompen el silencio. Se ponen en movimiento y vociferan. La multitud se desparrama por las calles. Julián desconoce todavía los motivos de tanta urgencia. Alguien lo sujeta del pelo, desde atrás.
—¿Qué hace usted aquí? —dice Ciriaco.
Julián sabe que cuando su padre lo trata de usted, algo anda mal.
—Vine a ver el festival —responde.
—Se equivocó de sitio. Aquí no hay fiesta. ¿Dónde ha dejado el rebaño?
—En el cerro, padre.
—Vaya a buscarlo. Y apúrese que nos vamos.
—¿Adónde?
—Ya lo sabrá. Ahora haga lo suyo.