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Julián no necesita reloj para saber que ha hecho las cosas rápido. Subir el cerro, seguir el rastro de las llamas, agruparlas, obligarlas a desandar el camino. No es necesario contarlas. Son pocas y las conoce tanto que cuando alguna se adelanta o se atrasa, puede sentirlo en el cuerpo, así como se sienten los dedos en las manos.

Los animales van entrando al corral. Julián espanta a Bartolina con gritos y gestos de amenaza, una y otra vez. La cachorra se ha contagiado los apurones del pueblo y quiere escaparse.

En la casa, los padres están sentados a la mesa, esperándolo. Ciriaco habla. Julián quisiera hacer preguntas, pero hay algo, en la voz de su padre, que lo frena. Su hermana, que todavía no entiende las palabras, en brazos de la madre, se queda callada durante el tiempo que duran las explicaciones de Ciriaco. Lo mira fijamente, como si acabara de descubrir la cara de su padre.

—Hay que empacar —dice el hombre— ahora mismo. Mañana, temprano, no quedará nadie en el pueblo. Llevaremos lo que quepa en el carro: la ropa, el maíz, las papas y la verdura seca. Lo demás, se quema esta misma noche. Es orden del general.

—¿Adónde vamos?, pregunta Lorenza.

—A Tucumán, por lo menos. Tal vez más lejos.

—¿Y el ganado?

—Los animales grandes se vienen con nosotros. La cría se charquea y se carga en el carro.

El hombre se levanta sin dar lugar a otras preguntas. Sale de la casa por el patio trasero. Se acerca al sulqui, que duerme bajo una planta desde hace meses. Lorenza y Julián lo miran desde la puerta. La mujer dice a su hijo:

—Andá a casa de Lucio, a que te preste un burro, que le andará sobrando.

Más que nada

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