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[15 de mayo]

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A pesar de mi propósito de ser parco en visitas de museos, esta mañana me fui al Louvre otra vez. Me metí directamente en la galería de pinturas y me estuve 3 ½ horas con la boca abierta ante tanto cuadro célebre. Las paredes están completamente cubiertas por los cuadros y la galería, en muchos trechos doble o triple, tiene tres o cuatro cuadras. Pude ver a mis anchas los cuatro cuadros más deseados, a saber: La Inmaculada de Murillo, La Gioconda de Vinci, La Fuente y La Lectora. El cerebro, los ojos y los pies se fatigan en aquel mar de cosas que se contempla; todos los pintores célebres, todas las escuelas, todos los tiempos. Además de los citados cuadros me llamaron especialmente la atención: Cleopatra con al áspid sobre el pecho, el autorretrato de Rembrandt, San Sebastián acribillado a flechazos, la coronación de Napoleón y un cuadro que representa a las mujeres sabinas poniendo paz entre los romanos y los sabinos. Predominan en este museo los motivos religiosos, los históricos y los mitológicos. Poco más hay de idea propiamente dicha. Pues mañana muy temprano iré a ver las esculturas. No me quedaba yo sin conocer la Venus manca. Y con esto terminé ya el Louvre, o más bien, me contentaré con lo visto.

En la tarde fui a ver la Feria de París, exposición industrial que se está celebrando en la puerta llamada de Versalles. Otro museo: allí está todo lo que se puede inventar. Máquinas que cosen, que bordan, que tejen; muebles de todos géneros; galerías enormes con solo licores y conservas; maquinaria, marmolería, química, electricidad, tapicería. Y no anduve sino un pabellón. Total que voy a comer; vuelvo al hotel y me acuesto rendido. Pero a medida que voy entrando en esta vida de París, voy cogiendo el mal tan conocido: “París y nada más”. Ya llevo diez días y creo que llegué ayer.

Memorias de viaje (1929)

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