Читать книгу Libros de caballerías - Ramón María Tenreiro - Страница 11
CAPÍTULO NOVENO
ОглавлениеLOS ARDIDES DE ARCALAUS
Con tal compaña estando el rey Lisuarte, en tanto placer como oídes, queriendo ya la fortuna comenzar su obra con que aquella gran fiesta en turbación puesta fuese, entró por la puerta del palacio una doncella asaz hermosa, cubierta de luto, e fincando los hinojos ante el Rey, le dijo:
—Señor, todos han placer, sino yo sola, que he cuita e tristeza, e la no puedo perder sino por vos.
—Amiga —dijo el Rey—, ¿qué cuita es esa que habéis?
Entonces la doncella refirió, llorando, que su padre sufría injusta prisión de que sólo podían hacerle libre los dos mejores caballeros del mundo. Tanto impresionaron sus palabras y lágrimas a la Reina y al Rey, que le dieron a don Galaor y a Amadís para que fueran a libertar al prisionero, ya que otros mejores caballeros en parte alguna se podrían hallar.
Armados éstos e despedidos del Rey e de sus amigos, entraron en el camino con la doncella. Así andovieron por donde la doncella los guiaba fasta ser medio día pasado, que entraron en la floresta que Malaventurada se llamaba, porque nunca entró en ella caballero andante que buena dicha ni ventura hobiese; e tanto que alguna cosa comieron de lo que sus escuderos levaban, tornaron a su camino fasta la noche, que facía luna clara. La doncella se aquejaba mucho, e no facía sino andar.
Amadís le dijo:
—Doncella, ¿no queréis que folguemos alguna pieza?
—Quiero —dijo ella—; mas será adelante, donde hallaremos unas tiendas con tal gente, que mucho placer vuestra vista les dará.
Siguieron caminando y llegaron, en efecto, a unas tiendas donde, a pretexto de que descansaran, desarmaron a los caballeros, y ya sin armas, estando separados Amadís y don Galaor, cada cual en tienda diferente, cayó sobre ellos una gran partida de gentes de guerra, que al cabo de descomunal combate lograron dominarlos y prenderlos. Los llevaron amarrados, los días siguientes, hacia el lugar donde pensaban darles muerte; pero Galaor, a fuerza de astucia y malicia, consiguió librarse de sus cadenas y libertar a su hermano, tras lo cual y a más andar, retornaron los dos por el camino de Londres.
Estando el rey Lisuarte e la reina Brisena, su mujer, en sus tiendas con muchos caballeros e dueñas e doncellas, al cuarto día que de allí partieran Amadís e don Galaor, su hermano, entró por la puerta el caballero que el manto e la corona le dejara, como ya oístes; e fincando los hinojos ante el Rey, le dijo:
—Señor, ¿cómo no tenéis la fermosa corona que yo vos dejé, e vos, señora, el rico manto?
El Rey se calló, que ninguna respuesta le quiso dar, y el caballero dijo:
—Mucho me place que os no pagastes della, pues que me quitarán de perder la cabeza o el don que por ello me habíades a dar; e pues así es, mandádmelo dar, que no me puedo detener en ninguna guisa.
Cuando esto oyó el rey, pesóle fuertemente e dijo:
—Caballero, el manto ni la corona no os lo puedo dar, que lo he todo perdido; mas me pesa por vos, que tanto os hacía menester, que por mí, aunque mucho valía.
—¡Ay, cativo! Muerto so —dijo el caballero.
E comenzó a hacer un duelo tan grande, que maravilla era, diciendo:
—¡Cativo de mí sin ventura! Muerto soy de la peor muerte; que nunca murió caballero que la tan poco mereciese.
E caíanle las lágrimas por las barbas, que eran blancas como la lana blanca. El Rey hobo dél gran piedad e díjole:
—Caballero, no temáis de vuestra cabeza; que toda cosa que yo haya vos la habréis para la guarecer; que así os lo he prometido e así lo terné.
El caballero se le dejó caer a sus pies para gelos besar, mas el Rey lo alzó por la mano e dijo:
—Ahora pedid lo que os placerá.
—Señor —dijo él—, verdad es que me hobistes a dar mi manto e mi corona, o lo que por ello vos pidiese; e Dios sabe, señor, que mi pensamiento no era demandar lo que agora pediré; e si otra cosa para mi remedio en el mundo hobiese, no os enojaría en ello; mas no puedo hi al hacer. A vos pesará de me lo dar, e a mí de lo recebir.
—Agora demandad —dijo el Rey—; que tan cara cosa no será que yo haya que la vos no hayades.
Entonces el caballero dijo:
—Señor, yo no podría ser quito de muerte sino por mi corona e mi manto, o por vuestra fija Oriana; e agora me dad dello lo que quisierdes; que yo más querría lo que os di.
—¡Ay, caballero! —dijo el Rey—, mucho me habéis pedido.
E todos hobieron muy gran pesar, que más ser no podía; pero el Rey, que era el más leal del mundo, dijo:
—No vos pese; que más conviene la pérdida de mi hija que falta de mi palabra, porque lo uno daña a pocos e lo otro al general.
E mandó que luego le trajesen allí su fija.
Cuando la Reina e las dueñas e doncellas esto oyeron comenzaron a fazer el mayor duelo del mundo; mas el Rey las mandó acoger a sus cámaras, e mandó a todos los suyos que no llorasen, so pena de perder su amor. En esto llegó la muy fermosa Oriana ante el Rey como atónita, y cayéndole a los pies, le dijo:
—Padre, señor, ¿qué es esto que queréis facer?
—Fágolo —dijo el Rey— por no quebrar mi palabra.
E dijo contra el caballero:
—Veis aquí el don que pedistes; ¿queréis que vaya con ella otra compaña?
—Señor —dijo el caballero—, no traigo comigo sino dos caballeros e dos escuderos, aquellos con que vine a vos a Vindilisora, e otra compaña no puedo llevar; mas yo vos digo que no ha de qué temer fasta que la yo ponga en la mano de aquel a quien la he de dar.
—Vaya con ella una doncella —dijo el Rey— si quisierdes, porque más honra e honestidad sea, e no vaya entre vos sola.
El caballero lo otorgó.
Cuando Oriana esto oyó cayó amortecida; mas esto no hobo menester, que el caballero la tomó entre sus brazos, e llorando, que parecía hacerlo contra su voluntad, e dióla a un escudero que estaba en un rocín muy grande e mucho andador; e poniéndola en la silla, se puso él en las ancas, e dijo el caballero:
—Tenedla, no caya, que va tollida; e Dios sabe que en toda esta corte no ha caballero que más pese que a mí deste hecho.
Y el Rey fizo venir la doncella de Denamarca e mandóla poner en un palafrén, e dijo:
—Id con vuestra gran señora, e no la dejéis por mal ni por bien que vos avenga en cuanto con ella os dejaren.
—¡Ay, cativa! —dijo ella—, nunca cuidé hacer tal ida.
E luego movieron ante el Rey; y uno de los caballeros que muy membrudo era, tomó a Oriana por la rienda; e sabed que este era Arcalaus el Encantador; e al salir del corral sospiró Oriana muy fuertemente, como si el corazón se le partiese, e dijo así como tollida:
—¡Ay, buen amigo!, por esto somos vos e yo muertos.
Mabilia, que a unas finiestras estaba haciendo muy grande duelo, vió cerca del muro pasar a Ardian, el enano de Amadís, que iba en un gran rocín e ligero, e llamólo con gran cuita que tenía, e dijo:
—Ardian, amigo, si amas a tu señor, no huelgues día ni noche hasta que lo falles e le cuentes esta mala ventura que aquí es fecha; e si lo no faces, serle-ías traidor; que es cierto que él lo querría agora más saber que haber esta cibdad por suya.
—¡Por santa María! —dijo el enano—, él lo sabrá lo más ahína que ser pudiere.
E dando del azote al rocín, se fué por el camino que viera ir a su señor a más andar.