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CAPÍTULO SEXTO
ОглавлениеDON GALAOR
Después de correr diversas aventuras por aquel reino y haber armado caballero a su hermano don Galaor, sin sospechar quien era, llegó Amadís cerca de Vindilisora, donde estaba la corte del rey Lisuarte, y Oriana en ella. Subió a un otero, desde donde le pareció que la villa mejor se podría ver; se asentó al pie de un árbol, e comenzó a mirar la villa, e vió las torres e los muros asaz altos, e dijo en su corazón:
—¡Ay, Dios! ¡Dónde está allí la flor del mundo! ¡Ay, villa! ¡cómo eres agora en gran alteza, por ser en ti aquella señora que entre todas las del mundo no ha par en bondad ni fermosura! E aun digo que es más amada que todas las que amadas son, y esto probaré yo al mejor caballero del mundo, si me della fuese otorgado.
Después que a su señora hobo loado, un tan gran cuidado le vino, que las lágrimas fueron a sus ojos venidas, e falleciéndole el corazón, cayó en un tan gran pensamiento, que todo estaba estordecido, de guisa que de sí ni de otro sabía parte.
Por mandato de su señora, después de haber vencido y muerto en desafío, en defensa de una dueña desamparada, a Dardán el Soberbio, uno de los caballeros más fuertes de aquel reino, presentóse Amadís en la Corte del rey Lisuarte. Mucho se maravillaban todos de la gran fermosura de Amadís, e cómo siendo tan mozo pudo vencer a Dardán, que tan esforzado era, que en toda la Gran Bretaña le temían.
El Rey quería que tan buen caballero no saliera de su Corte; pero Amadís, aunque otra cosa no deseara, no lo otorgó hasta que se lo pidió también la Reina, y Oriana le hizo señas de que accediera a su deseo. Dijo Amadís a la Reina y su hija:
—No seré de otro sino vuestro, e si al Rey en algo sirviere, será como vuestro e no como suyo.
—Así vos recebimos yo e todas las otras —dijo la Reina.
Luego lo envió decir al Rey, el cual fué muy alegre, y envió un caballero que gelo trajese e así lo fizo; e venido ante él, abrazándolo con gran amor, le dijo:
—Amigo, agora soy muy alegre en haber acabado esto que tanto deseaba, e cierto yo tengo gana que de mí recibáis mercedes.
Amadís gelo tuvo en merced señalada. Desta manera que oís quedó Amadís en la casa del rey Lisuarte por mandado de su señora.
De allí a poco comenzaron a saberse las maravillosas hazañas que venía realizando don Galaor por todas aquellas tierras, pobladas de castillos y florestas. Amadís deseaba ardientemente conocer a su hermano y, con licencia de Oriana, seguido de su fiel escudero Gandalín, fué a recorrer el reino por ver si lograba dar con él y traerlo consigo a la Corte del rey Lisuarte.
No podemos detallar aquí, como lo hacen los antiguos autores de esta historia, las continuas aventuras que corrió Amadís en aquellas andanzas, en todas las cuales desplegó la más asombrosa bravura y el más completo dominio de las armas; sólo sí diremos que en una de las en que mayor riesgo corrió, ganó para su servicio un enano que nunca más dejó de acompañarle en sus viajes y al que cobró grande afecto.
Don Galaor, por su parte, seguía recorriendo también aquella comarca sin querer presentarse ante su heroico hermano hasta que el número y fama de sus hazañas lo hubieran hecho digno de ello.
Cierto día, un caballero le robó su caballo, mediante vil engaño, y cuando don Galaor iba en su seguimiento, ardiendo en deseos de venganza, topó con una doncella que le prometió llevarle ante su burlador si le ofrecía cumplirle un don que había de demandarle más tarde, sin que por el momento le explicara en lo que había de consistir. Mas esta doncella era amiga del caballero, y quería llevar a don Galaor a su poder para que, tomándolo de improviso, además del caballo le quitara las armas, dejándolo así totalmente burlado. Sin embargo, no fueron las cosas tal como ella pensaba: don Galaor dió muerte al falso caballero, y la doncella, en su desesperación, juró no apartarse del matador hasta encontrar tal ocasión para pedirle el don que le tenía prometido, que no pudiera menos de perder la vida en la demanda o quedar por falso y traidor.
Cierta vez, atravesaba un bosque Amadís y el Enano iba delante, e por el camino que ellos iban venía un caballero e una doncella; e siendo cerca del caballero, puso mano a su espada, e dejóse correr al Enano por le tajar la cabeza.
El Enano, con miedo, dejóse caer del rocín, diciendo:
—Acorredme, señor, que me matan.
Amadís, que lo vió, corrió muy ahína e dijo:
—¿Qué es eso, señor caballero? ¿Por qué me queréis matar mi enano? No pongáis mano en él, que amparar os lo he yo.
—De vos lo amparar —dijo el caballero— me pesa; mas todavía conviene que la cabeza le taje.
—Antes habréis la batalla —dijo Amadís; e tomando sus armas, cubiertos de sus escudos, movieron contra sí al más correr de sus caballos, y encontráronse en los escudos tan fuertemente, que los falsaron, e las lorigas también, e juntáronse los caballos y ellos de los cuerpos e de los yelmos, de tal guisa, que cayeron a sendas partes grandes caídas; pero luego fueron en pie, e comenzaron la batalla de las espadas tan cruel e tan fuerte, que no había persona que la viese que dello no fuese espantado, e así lo era el uno del otro, que nunca fasta allí hallaron quien en tan gran estrecho sus vidas pusiese.
Así anduvieron, hiriéndose de muy grandes y esquivos golpes una gran pieza del día; tanto que sus escudos eran rajados e cortados por muchas partes; e asimismo lo eran los arneses, en que ya muy poca defensa en ellos había, e las espadas tenían mucho lugar de llegar a menudo e con daño de sus carnes, pues los yelmos no quedaban sin ser cortados e abollados a todas partes. Pues estando en esta gran priesa que oís, llegó acaso un caballero todo armado donde la doncella estaba, e como la batalla vió, comenzóse a santiguar, diciendo que desque nasciera nunca había visto tan fuerte lid de dos caballeros; e preguntó a la doncella si sabía quién fuesen aquellos caballeros.
—Sé —dijo ella—; que yo los fize juntar, e no me puedo ende partir sino alegre; que mucho me placería de cualquiera dellos que muera, e mucho más de entrambos.
—Cierto, doncella —dijo el caballero—, no es ese buen deseo ni placer; antes es de rogar a Dios por tan buenos dos hombres; mas decidme por qué los desamáis tanto.
—Eso vos diré —dijo la doncella—; aquel que tiene el escudo más sano es el hombre del mundo que más desama Arcalaus, mi tío, e de quien más desea la muerte, e ha nombre Amadís; y este otro con quien se combate se llama Galaor, e matóme el hombre del mundo que yo más amaba; e teníame otorgado un don, e yo andaba por gelo pedir donde la muerte le viniese; e como conocí al otro caballero, que es el mejor del mundo, demandéle la cabeza de aquel enano. Así que, este Galaor que muy fuerte caballero es, por me la dar, y el otro por la defender, son llegados a la muerte, de que yo gran gloria e placer recibo.
El caballero, que esto oyó, dijo:
—Mal haya mujer que tan gran traición pensó para facer morir los mejores dos caballeros del mundo.
E sacando su espada de la vaina, la mató e fué cuanto el caballo llevarle pudo, dando voces, diciendo:
—Estad, señor Amadís; que ese es vuestro hermano don Galaor, el que vos buscáis.
Cuando Amadís lo oyó, dejó caer la espada y el escudo en el campo, e fué contra él, diciendo:
—¡Ay, hermano! Buena ventura haya quien nos fizo conocer.
Galaor dijo:
—¡Ay, cativo malaventurado! ¿Qué he fecho contra mi hermano e mi señor?
E hincándosele de hinojos delante, le demandó llorando perdón. Amadís lo alzó e abrazólo, e dijo:
—Mi hermano, por bien empleado tengo el peligro que con vos pasé, pues que fué testimonio que yo probase vuestra tan alta proeza e bondad.
Entonces se desenlazaron los yelmos por folgar, que muy necesario les era, y el caballero les dijo:
—Señores, mal llagados sois; ruégoos que cabalguéis, e nos vamos a un mi castillo, que es aquí cerca, e guareceréis de vuestras feridas.