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CAPÍTULO SÉPTIMO
ОглавлениеEL MANTO Y LA CORONA
El enano, mandado por Amadís, llevó noticia a la Corte de cómo había sido encontrado don Galaor y de que era conforme en ser de los caballeros que servían a Lisuarte. El Rey fué muy alegre, teniendo en voluntad de fazer cortes las más honradas e de más caballeros que nunca en la Gran Bretaña se hicieran, y mandó apercebir a todos sus altos hombres que fuesen con él el día de Santa María de septiembre a las cortes, e la Reina asimismo a todas las dueñas e doncellas de gran guisa.
Mas es de saber que había en la Gran Bretaña un temible mago llamado Arcalaus el Encantador, cuyo nombre hemos oído en el capítulo precedente, el cual, consagrado siempre a malas obras, habíase propuesto desposeer del reino a Lisuarte, para lo cual, la de aquellas Cortes parecióle ocasión excelente y comenzó a tender las redes en que debían quedar presos el Rey y sus bravos caballeros.
Pues siendo todos en el palacio, con gran alegría hablando en las cosas que en las Cortes se habían de ordenar, acaeció de entrar en el palacio una doncella extraña asaz bien guarnida, e un gentil doncel que la acompañaba; e decendiendo de un palafrén, preguntó cuál era el Rey; él dijo:
—Doncella, yo soy.
—Señor —dijo ella—, bien semejáis rey en el cuerpo, mas no sé si lo seréis en el corazón.
—Doncella —dijo él—, esto vedes vos agora, e cuando en lo otro me probardes saberlo heis.
—Señor —dijo la doncella—, a mi voluntad respondéis, e miémbreseos esta palabra que me dais ante tantos hombres buenos, porque yo quiero probar el esfuerzo de vuestro corazón cuando me fuere menester, e a Dios seáis encomendado.
—A Dios vayáis, doncella —dijo el Rey.
La doncella se fué su vía, e el Rey quedó fablando con sus caballeros. Pues habiendo en muchas cosas hablado, queriéndose la Reina acoger a su palacio, entraron por la puerta tres caballeros, los dos armados de todas armas, y el uno desarmado, y era grande e bien fecho, e la cabeza casi toda cana; pero fresco e fermoso, según su edad. Este traía ante sí una arqueta pequeña, e preguntó por el Rey, e mostrárongelo; e decendió de su palafrén, e fincando los hinojos ante él, con el arqueta en sus manos, díjole:
—Dios os salve, Señor, así como al príncipe del mundo que mejor promesa ha fecho, si la tenedes.
El Rey dijo:
—Y ¿qué promesa es esta, o por qué me lo decís?
—A mí dijeron —dijo el caballero— que queríades mantener caballería en la mayor alteza e honra que ser pudiese. E porque oí decir que queríades tener cortes en Londres de muchos hombres buenos, tráigovos aquí lo que para tal hombre como vos a tal fiesta conviene.
Entonces, abriendo el arqueta, sacó de ella una corona de oro tan bien obrada e con tantas piedras e aljófar, que fueron muy maravillados todos en la ver. El Rey la cataba mucho, con sabor de la haber para sí, y el caballero le dijo:
—Creed, señor, que esta obra es tal, que ninguno de cuantos hoy saben labrar de oro e poner piedras no la sabrían mirar.
—Si me Dios ayude —dijo el Rey—, yo lo tengo así.
—Pues comoquiera —dijo el caballero— que su obra e hermosura sea tan extraña, otra cosa en sí tiene que mucho más es de preciar; y esto es que siempre el Rey que en su cabeza la pusiere será mantenido e acrecentado en su honra, e si vos, señor, la quisierdes haber, dárvosla he por cosa que será reparo de mi cabeza, que la tengo en aventura de perder.
La Reina, que delante estaba, dijo:
—Cierto, señor, mucho vos conviene tal joya como esa, e dad por ella todo lo que el caballero pidiere.
—E vos, señora —dijo—, comprarme hedes un muy hermoso manto que aquí traigo.
—Sí —dijo ella—, muy de grado.
Luego sacó de la arqueta un manto el más rico e mejor obrado que se nunca vió, que demás de las piedras e aljófar de gran valor que en él había, eran en él figuradas todas las aves e animalias del mundo, tan sotilmente, que por maravilla lo miraban.
La Reina dijo:
—Si Dios me vala, amigo, parece que este paño no fué por otra mano fecho sino por la de aquel Señor que todo lo puede.
—Cierto, señora —dijo el caballero—; bien podéis creer sin falla que por mano e consejo del hombre fué este paño hecho; e aun más vos digo, que conviene este manto más a mujer casada que a soltera; que tiene tal virtud, que el día que lo cobijare no puede haber entre ella e su marido ninguna congoja.
—Cierto —dijo la Reina—, si ello es verdad, no puede ser comprado por precio ninguno.
—Desto no podéis ver la verdad si el manto no hobierdes —dijo el caballero.
E la Reina, que mucho al Rey amaba, hobo sabor de haber el manto, e dijo:
—Caballero, daros he yo por ese manto lo que quisierdes.
Y el Rey dijo:
—Demandad por el manto e por la corona lo que vos pluguiere.
—Señor —dijo el caballero—, yo vo a gran cuita emplazado de aquel cuyo preso soy, e no tengo espacio para me detener ni para saber cuánto estas donas valen; mas yo seré con vos en las cortes de Londres, y entre tanto quede a vos la corona e a la Reina el manto, por tal pleito, que por ello me deis lo que vos yo demandare, o me lo tornéis, e habréislo ya ensayado e probado.
El Rey dijo:
—Caballero, agora creed que vos habréis lo que demandardes, o el manto e la corona.
El caballero dijo:
—Señores caballeros e dueñas, ¿oís vos bien esto que el Rey e la Reina me prometen, que me darán mi corona e mi manto, o aquello que les yo pidiere?
—Todos lo oímos —dijeron ellos.
Entonces se despidió el caballero e dijo:
—Adiós quedéis, que yo voy a la más esquiva prisión que nunca hombre tuvo.
Así se fueron todos tres, quedando en poder del Rey el manto e la corona.