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CAPÍTULO CUARTO

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LA GUERRA DE GAULA

El Doncel del Mar, con Agrajes y los otros caballeros que el rey de Escocia enviaba en favor de su cuñado Perión, pasada la mar, entraron en Gaula y se fueron a Baladín, un castillo donde el rey Perión era, donde mantenía su guerra, habiendo mucha gente perdido; que con su venida de ellos muy alegre fué, e hízoles dar buenas posadas; e la reina Elisena, hermana de la Reina de Escocia, hizo decir a su sobrino Agrajes que la viniese a ver. Él llamó al Doncel del Mar e otros dos caballeros para ir allá.

El rey Perión cató el Doncel, e conociólo que aquel era el que él hiciera caballero y el que le acorriera en el castillo; e fué contra él e dijo:

—Amigo, vos seáis muy bien venido, e sabed que en vos he yo grande esfuerzo, tanto, que no dudo ya mi guerra, pues vos he en mi compañía.

—Señor —dijo—, en la vuestra ayuda me habréis vos cuanto mi persona durare e la guerra haya fin.

Así hablando, llegaron a la Reina, e Agrajes le fué a besar las manos, y ella fué con él muy alegre, y el Rey le dijo:

—Dueña, veis aquí el muy buen caballero de que yo os hablé, que me sacó del mayor peligro en que nunca fué; éste os digo que améis más que a otro caballero.

Ella le vino a abrazar, y él hincó los hinojos ante ella e dijo:

—Señora, yo soy criado de vuestra hermana, e por ella vengo a vos servir, e como ella misma me podéis mandar.

La Reina gelo agradesció con mucho amor, e catábalo, como era tan hermoso; membrándose de un hijo, que había perdido, sin que pudiera saber qué habría sido de él, viniéronle las lágrimas a los ojos. Y el Doncel del Mar le dijo:

—Señora, no lloréis; que presto seréis tornada en vuestra alegría, con la ayuda de Dios y del Rey e deste caballero vuestro sobrino, e yo, que de grado vos serviré.

Ella dijo:

—Mi buen amigo: vos, que sois caballero de mi hermana, quiero que poséis en mi casa, e allí vos darán las cosas que hobierdes menester.

La mañana venida fueron el rey Perión e su mujer a ver qué hacía el Doncel del Mar, e halláronlo que se levantaba e lavaba las manos, e viéronle los ojos bermejos e las haces mojadas de lágrimas; así que bien parescía que dormiera poco de noche, e sin falta así era, que membrándose de su amiga, considerando la gran cuita que por ella le venía, sin tener ninguna esperanza de remedio, otra cosa no esperaba sino la muerte.

La Reina llamó a Gandalín e díjole:

—Amigo, ¿qué hobo vuestro señor, que me paresce en su semblante ser en gran tristeza? ¿Es por algún descontentamiento que aquí haya habido?

—Señora —dijo él—, aquí recibe él mucha honra y merced; mas él ha así de costumbre que llora dormiendo, así como agora veis que en él parece.

Y en cuanto así estaban, vieron los de la villa muchos enemigos e bien armados cabe sí, e daban voces:

—¡Armas, armas!

El Doncel del Mar fué muy alegre, y el Rey le dijo:

—Buen amigo, nuestros enemigos son aquí.

Y él dijo:

—Armémonos e vayamos los ver.

Y el Rey demandó sus armas y el Doncel las suyas, e desque armados fueron e a caballo, fueron a la puerta de la villa. Como llegaron, dijo el Doncel del Mar:

—Señor, mandadnos abrir la puerta.

Y el Rey, a quien no placía menos de se combatir, mandó que la abriesen, e salieron todos los caballeros. Los irlandeses, que contra sí los vieron venir, aparejáronse de recebirlos, así como aquellos que mucho los desamaban. El Doncel del Mar se firió con un capitán que delante venía, y encontróle tan fuertemente, que a él e al caballo derribó en tierra, e hobo la una pierna quebrada, e quebró la lanza e puso luego mano a su espada, e dejóse correr a los otros como león sañudo, faciendo maravillas en dar golpes a todas partes; así que no quedaba cosa ante la su espada; que a la tierra derribar los facía, a unos muertos e a otros feridos. El rey Perión llegó con toda la gente muy esforzadamente, como aquel que con voluntad de ferirlos gana tenía, e Daganel, jefe de los irlandeses y amigo del rey Abíes, los rescibió con los suyos muy animosamente; así que fueron los unos e los otros mezclados en uno. Allí veríades al Doncel del Mar haciendo cosas extrañas, derribando e matando cuantos ante sí hallaba, que no había hombre que lo osase atender, e metíase en los enemigos, haciendo dellos corro, que parecía un león bravo.

Agrajes cuando le vió estas cosas facer tomó consigo muy más esfuerzo que de ante tenía, e dijo a grandes voces por esforzar su gente:

—Caballeros, mirad al mejor caballero e más esforzado que nunca nasció.

Cuando Daganel vió cómo destruía su gente, fué para el Doncel del Mar, como buen caballero, e quísole ferir el caballo, porque entre los suyos cayese, mas no pudo, e dióle el Doncel tal golpe por cima del yelmo, que por fuerza quebraron los lazos e saltóle de la cabeza. El rey Perión, que en socorro del Doncel del Mar llegaba, dió a Daganel con su espada tal herida, que lo hendió fasta los dientes. E yendo así heriendo en los enemigos el rey Perión e su compaña, no tardó mucho que paresció el rey Abies de Irlanda con todos los suyos, y venía diciendo:

—Agora a ellos; no quede hombre que no matéis.

El rey Abies no dejó caballero en la silla en cuanto le duró la lanza, y desque la perdió echó mano a su espada e comenzó a herir con ella tan bravamente, que a sus enemigos hacía tomar espanto. De manera que los del rey Perión, no lo pudiendo ya sufrir, retraíanse contra la villa.

Cuando el Doncel del Mar vió que la cosa se paraba mal, comenzó de facer con mucha saña mejor que antes, porque los de su parte no huyesen con desacuerdo, e metíase entre la una gente y la otra; y firiendo e matando en los de Irlanda, daba lugar a los suyos que las espaldas del todo no volviesen. Agrajes y el rey Perión, que lo vieron en tan gran peligro e tanto hacer, quedaron siempre con él; así que todos tres eran amparo de los suyos.

El rey Abies mucho pesar hobo de Daganel e los demás de su ejército que supo que eran muertos; y llegó a él un caballero de los suyos e díjole:

—Señor, ¿vedes aquel caballero del caballo blanco? No hace sino maravillas, y él ha muerto vuestros capitanes e otros muchos.

Esto decía por el Doncel del Mar. El rey Abies se llegó más e dijo:

—Caballero, por vuestra venida es muerto el hombre del mundo que yo más amaba; pero yo haré que lo compréis caramente, si os queréis más combatir.

—Si vos queréis vengar como caballero ese que decís —dijo el Doncel del Mar— e mostrar la gran valentía de que sois loado, escoged en vuestra gente los que más os contentaren, e yo en la mía, e seyendo iguales, podríades ganar más honra que no con mucha sobra de gente e soberbia demasiada venir a tomar lo ajeno sin causa ninguna.

—Pues agora decid —dijo el rey Abies— de cuántos queréis que sea la batalla.

—Pues que en mí lo dejáis —dijo el Doncel— moveros he otro partido, e podrá ser que más os agrade. Vos tenéis saña de mí por lo que he fecho, e yo de vos por lo que en esta tierra hacéis; pues en nuestra culpa no hay razón por qué ninguno otro padezca, y sea la batalla entre mí e vos, e luego si quisierdes, con tal que vuestra gente asegure, e la nuestra también, de se no mover hasta el fin della.

—Así sea —dijo el rey Abies; e fizo llamar diez caballeros, los mejores de los suyos, e con otros diez que el Doncel del Mar dió, aseguraron el campo, que por mal ni por bien que les aconteciese no se moverían.

Concertada la batalla para el día siguiente, el Doncel del Mar entró por la villa con el rey Perión e Agrajes, y levaba la cabeza desarmada, e todos decían:

—¡Ay, buen caballero, Dios te ayude y dé honra que puedas acabar lo que has comenzado! ¡Ay, qué hermosura de caballero! En éste es caballería bien empleada, pues que sobre todos la mantiene en la su grande alteza.

Otro día de mañana la Reina se vino a ellos con todas sus damas, e hallólos hablando con el Rey, e comenzóse la misa, e dicha, armóse el Doncel del Mar, no de aquellas armas que en la lid el día ante trajera, que no quedaron tales que pudiesen algo aprovechar, más de otras muy más hermosas y fuertes. E despedido de la Reina e de las dueñas e doncellas, cabalgó en un caballo holgado que a la puerta le tenían, y el rey Perión le llevaba el yelmo e Agrajes el escudo. E saliendo por la puerta de la villa, vieron al rey Abies sobre un caballo negro, todo armado. Los de la villa e los de la hueste todos se ponían donde mejor la batalla ver pudiesen, y el campo era ya señalado, el palenque hecho con muchos cadahalsos en derredor dél. Y desque ambos tomaron sus armas, salieron todos del campo, encomendando a Dios cada uno el suyo, y se fueron acometer sin ninguna detenencia a gran correr de los caballos, como aquellos que eran de gran fuerza e corazón. A las primeras heridas fueron todas sus armas falsadas, y quebrando las lanzas, juntáronse uno con otro, así los caballos como ellos, tan bravamente, que cada uno cayó a su parte, e todos creyeron que eran muertos, e los trozos de las lanzas tenían metidos por los escudos, que los hierros llegaban a las carnes; mas como ambos fuesen muy ligeros e vivos de corazón, levantáronse presto, e quitaron de sí los pedazos de las lanzas, y echando mano a las espadas, se acometieron tan bravamente que los que al derredor estaban habían espanto de los ver. La batalla era entre ellos tan cruel e con tanta priesa, sin se dejar holgar, e los golpes tan grandes, que no parescían sino de veinte caballeros. Ellos cortaban los escudos, haciendo caer en el campo grandes rajas, e abollaban los yelmos y desguarnecían los arneses, de manera que lo más cortaban en sus carnes; e salía dellos tanta sangre, que sostenerse era maravilla; mas tan grande era el ardimento que consigo traían, que cuasi dello no se sentían.

Así duraron en esta primera batalla fasta hora de tercia, que nunca se pudo conocer en ellos flaqueza ni cobardía, sino que con mucho ánimo se combatían. El rey Abies, como muy diestro fuese por el gran uso de las armas, combatíase muy cuerdamente, guardándose de los golpes e hiriendo donde más podía dañar. Las maravillas que el Doncel hacía en andar ligero e acometedor y en dar muy duros golpes, le puso en desconcierto todo su saber, e a mal de su grado, no le pudiendo ya sofrir, perdía el campo. Tanto fué aquejado, que volviendo casi las espaldas, andaba buscando alguna guarida con el temor de la espada, que tan crudamente la sentía; pero como vió que no había sino muerte, volvió, tomando su espada con ambas las manos, y dejóse ir al Doncel, cuidándolo ferir por cima del yelmo, y él alzó el escudo donde rescibió el golpe, e la espada entró tan dentro por él, que la no pudo sacar; e tirándose afuera, dióle el Doncel del Mar en descubierto en la pierna izquierda tal herida, que la mitad della fué cortada, y el Rey cayó tendido en el campo.

El Doncel fué sobre él, e tirándole el yelmo, díjole:

—Muerto eres, rey Abies, si te no otorgas por vencido.

Él dijo:

—Verdaderamente muerto soy, mas no vencido, e bien creo que me mató mi soberbia, e ruégote que me fagas segura mi compaña, sin que daño reciban, y llevarme han a mi tierra, e yo perdono a ti e a los que mal quiero, e mando entregar al rey Perión cuanto le tomé, e ruégote que me hagas haber confisión, que muerto soy.

Muerto el rey y partidos los irlandeses con su cadáver, la Doncella de Dinamarca, enviada por Oriana, y que había visto el final de la pelea, entregó al Doncel del Mar el pergamino en que iba escrito su nombre y le dió el recado de su señora de que lo antes que pudiera se partiera para la Gran Bretaña. E leyendo el Doncel del Mar la carta, conoció por ella que el su derecho nombre era Amadís. Acabada la habla, fué tomado el Doncel del Mar por el rey Perión e Agrajes e los otros grandes de su partida, e sacado del campo con aquella gloria que los vencedores en tales autos levar suelen, y entrando por la villa, decían todos:

—Bien venga el caballero bueno, por quien habemos cobrado honra e alegría.

Así fueron hasta el palacio, e hallaron en la cámara del Doncel del Mar a la Reina con todas sus dueñas e doncellas, haciendo muy gran alegría, y en los brazos della fué él tomado de su caballo, y desarmado por la mano de la Reina, e vinieron maestros, que le curaron de las feridas, e aunque muchas eran, no había ninguna que mucho empacho le diese.

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