Читать книгу Sal - Rebecca Manley Pippert - Страница 6
Encontrar la sed
ОглавлениеPoco después de convertirme al cristianismo me marché de casa para ir a la universidad. Era una joven cristiana con muy poco conocimiento de la Biblia, pero sabía que los cristianos debían hablar de Jesús a los demás. El problema era que me faltaba el valor para hacerlo. Como muchos cristianos hoy en día, asumí que compartir mi fe significaba proclamar el mensaje a todas las personas que me encontrara, sin respiro. No tenía ni idea de cómo sacar el tema de la fe de forma natural. Me preocupaba ofender a la gente y no poder responder a sus preguntas. Así que nunca decía nada, esperando que la gente viera algo diferente al observar mi vida.
En mi primer año en la universidad tuve dos experiencias muy significativas. En el primer semestre asistí a un encuentro cristiano. El tema del mismo era la evangelización, y fui con la esperanza de que disipara mis miedos y me diera la valentía que me faltaba. La primera charla fue sobre el imperativo bíblico de la evangelización y me sentí inspirada y retada. En la segunda charla, sin embargo, empecé a pasarlo mal. El tema era “Cómo ser un testigo” y el conferenciante presentó tres puntos:
1 Comparte el evangelio con tantas personas como sea posible en un día. Nos dio algunas frases útiles para introducir el tema.
1 Apunta siempre a que se entreguen a Cristo. Si no están interesados, entonces pasa a otra persona.
1 Piensa en sus preguntas como cortinas de humo: cosas que la gente usa para no considerar la fe. Responde a sus preguntas si es posible, pero entiende que sus preguntas probablemente indican una falta de apertura espiritual.
Nos enviaron a un centro comercial con instrucciones para hablar con la mayor cantidad de gente posible sobre Jesús. No debíamos perder el tiempo conversando, sino que debíamos tratar de llevarlos a Cristo.
Sin embargo, decidí seguir mis propios instintos y pasé toda la tarde charlando con una sola persona, con quien tuve una conversación espiritual muy estimulante. No la presioné para que entregara su vida a Cristo porque me pareció prematuro. Al final de nuestra conversación intercambiamos direcciones para continuar nuestro diálogo espiritual.
Cuando regresamos, tuvimos un tiempo para compartir cómo nos había ido. Me di cuenta de que el “éxito” se definía por la cantidad de gente que había hecho profesión de fe, y por esa regla de tres, yo había fracasado. No obstante, seguía muy contenta por la conversación espiritual que había tenido esa tarde.
Aquellos conferenciantes eran creyentes fieles que amaban al Señor de forma sincera. Sin embargo, ¡salí del encuentro confundida y con más preguntas que cuando llegué! ¿Qué significa ser testigo de Jesús? ¿Cómo hablaba Jesús a la gente sobre la fe? ¿Es la conversión la única medida del “éxito” evangelístico? ¿Son los “resultados” algo que nosotros podemos provocar?
Salí de aquel encuentro convencida de dos cosas: sí, era evidente que Dios nos llama a ser sus testigos, pero ahora tenía que averiguar cómo hablaba Jesús a la gente sobre la fe.
Así que empecé a estudiar los Evangelios. Me impresionó profundamente la tremenda compasión que Jesús tenía por la gente. Mostraba respeto escuchando atentamente a los demás. Hacía preguntas sugerentes y era tan atrayente que despertaba la curiosidad de la gente y querían escuchar más.
No importaba lo apremiantes que fueran las demandas que rodeaban a Jesús: nunca tenía prisa por pasar a la siguiente persona. Nunca trataba a la gente como “proyectos” evangelísticos. Tampoco compartía el evangelio siguiendo el mismo patrón con todos. La forma en que Jesús hablaba de la fe, las metáforas e ilustraciones que usaba, dependían de la persona con la que hablaba. Ni siquiera “predicó el evangelio” a todas las personas que se cruzaron en su camino.
No descubrí ninguna fórmula, pues Jesús no tenía una serie de preguntas que usaba siempre, hablara con quien hablara. Aprendí mucho observando cómo Jesús hablaba sobre la fe, pero también me quedó claro que daba testimonio de forma personalizada.
Quería aprender a compartir mi fe de la manera en que Jesús lo hizo. Así que le pedí a Dios que me guiara a las personas que él estaba buscando: en mi residencia, en mis clases, allí donde mi vida se cruzaba de forma natural con otras personas. Siempre dejaba abierta la puerta de mi habitación. Llegué a todo tipo de personas: personas que parecían muy lejos del reino de Dios y personas muy diferentes a mí.
Cada día le pedía a Dios que me llenara de nuevo con su amor y compasión por los demás. Invitaba a gente no creyente a hacer cosas conmigo. Les hacía preguntas para entender mejor quiénes eran y cuáles eran los obstáculos que les mantenían alejados de la fe. Comencé a mencionar a Dios si venía a cuento para ver si eso despertaba su curiosidad por la fe, como había visto hacer a Jesús. Oraba para que Dios me usara. Sobre todo, le pedía a Dios que les abriera los ojos y les hiciera ver la belleza y el asombro del evangelio.
En poco tiempo había entablado amistades auténticas con escépticos que compartían sus vidas conmigo, al igual que yo compartía la mía con ellos. Gracias a las muchas conversaciones, descubrí sus puntos de vista sobre diversos temas, lo que me permitió entender mejor sus creencias. Poco a poco, comenzaron a preguntarme sobre mis creencias. Les expliqué por qué Jesús era tan irresistiblemente atractivo y cómo había llegado a creer que el cristianismo era verdad.
Cuando me preparaba para ir a casa por Navidad, tres estudiantes de mi residencia se me acercaron y me dijeron: “Becky, la forma en que hablas de la fe nos provoca mucha curiosidad. Ninguno de nosotros ha leído la Biblia antes. ¿Estarías dispuesta a leer la Biblia con nosotros? Queremos entender qué viste que cambió tanto tu vida”.
Les dije que ni hablar.
En contra de lo que predico ahora, les dije que era muy nueva en la fe e incapaz de dirigir un estudio bíblico. “¡Yo misma sé tan poco sobre la Biblia!”, les comenté. A lo que respondieron: “¡Entonces aprenderemos juntos!”. Después de que me lo pidieran tres veces, acepté a regañadientes.
Durante las vacaciones de Navidad estuve muy preocupada y oré mucho. La única conclusión a la que pude llegar fue que Dios había provocado aquello. Ya de regreso en la universidad, esa misma semana nos reunimos los cuatro para leer una historia sobre Jesús.
Decir que yo era inepta como líder de estudios bíblicos sería quedarse corto. Nunca había estado en un estudio bíblico, ¡mucho menos dirigido uno! Escoger los pasajes ya fue todo un desafío para mí. Para mi asombro, ellos lo disfrutaron… ¡y yo también! La segunda semana un estudiante más se unió a nosotros y la tercera semana éramos seis.
Si me hubieran preguntado entonces qué pensaba de la evangelización, habría dicho: “Me sorprende decir esto, ¡pero la evangelización no es tan difícil! Si oras, si eres auténtico y te preocupas de verdad por las personas, y si escuchas respetuosamente y tratas de entender sus preguntas y dificultades con la fe y estás dispuesto a compartir tus creencias... ¡descubrirás que tener conversaciones espirituales es algo que ambos disfrutáis! ¡La verdad es que la evangelización es mucho más fácil de lo que pensaba!”.
Todavía lo creo. Incluso hoy, cuando nuestra cultura occidental es cada vez más hostil a la fe y los desafíos en la evangelización son mayores, creo que compartir nuestra fe es más fácil de lo que solemos pensar. Por lo general, los escépticos responden de forma positiva al amor genuino y aprecian nuestro deseo de mantener un diálogo respetuoso. La verdad es que la gente está sedienta de algo a lo que no le acaban de poner nombre, pero que está ahí.
Entonces llegó la segunda experiencia. Las cosas iban a ponerse más difíciles.