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Diálogo

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Como lo expresé en el título, el punto central de mi interés es el del progreso en la espiritualidad que Freud atribuyó a la religión de Moisés: ¿fue el monoteísmo un avance en la capacidad de pensar, un avance en el nivel de abstracción y universalización de dicho pensamiento?

Comenzando el diálogo Freud nos dice que el pueblo judío es casi el único de “todos los pueblos que en la antigüedad vivieron en la cuenca del Mediterráneo que tanto por el nombre como por la sustancia existe todavía” (p. 212).

¿Qué quiere Freud decir con esta continuidad sustancial? ¿Cuál es la sustancia que hace que alguien sea judío a diferencia de los demás? ¿Hay una raza judía? Freud no desarrolló este tema y se centra en la continuidad cultural, si se quiere, en la sustancialidad cultural, y se pregunta “de dónde viene esta capacidad de sobrevivencia y cómo se relaciona su carácter con su destino...” (p. 212).

En lo que se refiere a sus rasgos de carácter,

“tienen una opinión especialmente alta de sí mismos, se tienen por más nobles, más encumbrados y superiores a los otros, de los cuales se diferencian por sus costumbres [...] se consideran a sí mismos como el pueblo elegido por dios [...] y esto los pone orgullosos y los hace confiables” (p. 212)

y

“según fuentes confiables se comportaban ya en el período helenístico como lo hacen hoy” y “fue el hombre Moisés quien les dejó impreso este rasgo significativo [...]. Pero la autoestima de los judíos experimentó gracias a Moisés un anclaje religioso [...]. Por medio de su relación especialmente íntima con su dios adquirieron una parte de su grandiosidad. Y como sabemos que detrás del dios que eligió a los judíos y los liberó de Egipto está la persona de Moisés [...] podemos decir que fue un hombre, Moisés, quien ha producido al pueblo judío”. (p. 213)

Pasa Freud a intentar dilucidar los significados que encierra la expresión “un gran hombre”. Un hombre puede recibir tal calificación ya sea por su personalidad o por la idea que transmite. En lo que se refiere a la idea, esta puede expresar una antigua expresión de deseos o indicar una nueva meta de deseos. En lo que toca a la personalidad, ésta ha de mostrar rasgos paternos. “La decisión de sus pensamientos, la fuerza de su voluntad, la violencia de sus hechos [...] ante todo su autosuficiencia [...] su divina imperturbabilidad” (p. 217). Y tal vez no le hubiera sido fácil al pueblo judío “diferenciar la imagen del hombre Moisés de la de su dios [...]. Y cuando mataron a un gran hombre, sólo repitieron un crimen” (p. 218), el del padre de la horda.

Pero, en lo que se refiere al progreso en la espiritualidad, dice Freud acerca de un factor de elevación de la autoestima por parte del pueblo judío, a pesar de que las situaciones por las que pasó después no habrían confirmado la noción de haber sido elegido por dios:

“La religión proporcionó a los judíos una representación más grandiosa de dios, o, dicho de un modo más sobrio, la representación de un dios grandioso. Quien creía en este dios, participaba hasta cierto punto de su grandiosidad, debió sentirse él mismo elevado” (p. 220).

Al enfatizarse aquí la representación de Dios por sobre la persona de Moisés se habría logrado un mayor nivel de abstracción y universalización. De todos modos no están aquí, por lo menos en la formulación de Freud, diferenciados la representación (Vorstellung), más cercana a la sensibilidad, de la idea (Idee) y me inclinaría a pensar que es la representación la que está unida al concepto de grandiosidad.

Sigue diciendo Freud:

“Entre las prescripciones de la religión mosaica se encuentra una que está más plena de significación que lo que de entrada se podría reconocer. Es la prohibición de hacerse una imagen de dios, es decir, la compulsión a honrar a un dios al que no se lo pueda ver. Suponemos que Moisés, en este punto, ha sobrepasado la severidad de la religión de Aton; tal vez sólo pensó él ser consecuente y su dios no tenía ni un nombre ni un rostro, tal vez era una nueva prevención contra abusos mágicos. Pero cuando se admitió esta prohibición, debió haberse producido un profundo efecto. Porque significó una postergación de la percepción sensorial ante lo que se llama una representación abstracta, un triunfo de la espiritualidad sobre la sensorialidad, en rigor una renuncia instintiva con sus necesarias consecuencias psicológicas” (p. 220).

Se refiere Freud acá a un menoscabo de la sensorialidad con un triunfo de la espiritualidad: es una renuncia instintiva (renuncia a ver y a tocar la imagen de un dios) pero no es, como se esperaría en un progreso en la espiritualidad, una integración de la sensorialidad en un nivel conceptual más abarcativo. Es una prohibición, una imposición por parte de la idea. Moisés (más persona sensible que idea) que conserva la sensorialidad como tal, pero no integrada y superada (aufgehoben en el sentido de Hegel) sino reprimida. Tal vez la idea de Aton hubiera originalmente correspondido a una integración de la sensorialidad en un nivel superior de abstracción, algo así como “el ser” en Parménides: tengamos en cuenta el nivel de desarrollo de la civilización egipcia que justificaría este desarrollo en la espiritualidad, a diferencia del pueblo judío, al que se le debió imponer como desde fuera; de ahí el hecho de que las medidas de Moisés hubieran sobrepasado la severidad de las de la religión de Aton. De ser así, la religión de Moisés habría implicado una imposición exterior al nivel de desarrollo del pueblo judío.

Vinculado al tema del progreso en la espiritualidad se refiere Freud al proceso de la adquisición del lenguaje. Hablando de la omnipotencia de los pensamientos, dice:

“A nuestro juicio es una sobreestimación de la influencia que pueden ejercer nuestros actos anímicos, en este caso los intelectuales, en la modificación del mundo exterior. En el fondo toda magia, precursora de nuestra técnica, descansa en esta presuposición. También todo el hechizo de las palabras pertenece a este campo y el convencimiento del poder que está ligado al conocimiento y al hecho de pronunciar un nombre. Suponemos que la ‘omnipotencia de los pensamientos’ era expresión del orgullo de la humanidad surgido a raíz del desarrollo del lenguaje, que tuvo por consecuencia un tal extraordinario impulso de las actividades intelectuales. Se abrió así el nuevo reino de la espiritualidad, en el que se hicieron decisivos las representaciones, recuerdos y deducciones en oposición a la actividad psíquica inferior, que tuvo por contenido las percepciones inmediatas de los órganos sensoriales. Fue por cierto una de las etapas más importantes en el camino a la humanización. Mucho más aprehensible se nos aparece otro proceso de una época ulterior. Bajo la influencia de factores exteriores, que aquí no necesitamos seguir, que en parte tampoco nos son suficientemente conocidos, sucedió que el orden social matriarcal fue sustituido por el patriarcal, con lo cual naturalmente se ligó un vuelco en las relaciones jurídicas imperantes hasta entonces [...]. Pero este volverse desde la madre al padre marca además una victoria de la espiritualidad sobre la sensorialidad, es decir, un progreso cultural, pues la maternidad se comprueba por el testimonio de los sentidos, mientras que la paternidad es una suposición construida a partir de una deducción y una hipótesis. La toma de partido que elevó el proceso de pensamiento por sobre la percepción sensorial, se conserva como un paso lleno de consecuencias” (pp. 221-222).

El orden social (o jurídico) matriarcal pasó al patriarcal. Pero, ¿se puede identificar el momento del descubrimiento de la función del padre en la fecundación con el pasaje al orden patriarcal? El descubrimiento de la paternidad en la concepción presupone un proceso de pensamiento, una deducción, inferencia o conclusión (posibles traducciones del término Schluss usado por Freud, en realidad la conclusión de un silogismo) que trasciende el nivel inmediatamente sensible, por lo que presupone la adquisición del lenguaje humano. Pero algo similar al orden patriarcal habría ya estado presente en la horda primitiva, lo cual no implicaba un proceso abstracto de pensamiento sino que era producto de la aplicación directa de la fuerza física. Se nos plantearía así la duda si el pasaje del orden social matriarcal al patriarcal presupone un progreso en la espiritualidad o una regresión desde el pensamiento a la aplicación directa de la fuerza. ¿No tendría que ver esta sustitución del orden matriarcal al patriarcal con la instauración del totemismo? Y si así fuese, ¿es la instauración del totemismo un progreso en la espiritualidad o es la invasión de la fuerza bruta ejercida por el hombre, en obediencia al totem, contra el hombre, fuerza que tiende a avasallar al pensamiento?

Agrega Freud, además de la omnipotencia del pensamiento y de la función fecundadora del padre, la admisión de “fuerzas espirituales, invisibles pero que ejercen efectos”.

“Si podemos confiar en los testimonios del lenguaje fue el aire movilizado lo que representó el prototipo de la espiritualidad, pues espíritu tomó el nombre del hálito del viento (animus, spiritus, en hebreo ruach, en alemán Hauch). Con lo cual se dio el descubrimiento del alma como principio espiritual en el individuo humano. La observación reencontró el aire movilizado en la respiración del ser humano, la que cesa con la muerte; aún hoy el moribundo exhala su alma. Pero ahora se abrió para el hombre el reino del espíritu; estaba preparado para conceder el alma, que él descubrió en sí mismo, a todo lo otro que está en la naturaleza” (p. 222).

Creo que el punto de partida del concepto de alma debió haber sido la exhalación del moribundo, el momento límite entre el ser y el no ser viviente, aquello que se desprende del cuerpo y trasciende a lo vivo y también a lo sensible: el momento en que lo sensible deja de serlo, que se percibe como el límite entre lo material y lo inmaterial.

“Todo el mundo devino animado, y la ciencia, que llegó tanto después y que tuvo bastante que hacer para desanimar nuevamente una parte del mundo, aún hoy no acabó con esa tarea” (p. 222).

El animismo, ¿se opone a la ciencia o es el fundamento de ella? ¿No es el animismo un nuevo nivel de investidura del mundo que se ha impregnado del aire, del soplo de las palabras humanas? El desarrollo de la ciencia implicaría, más que desanimar al mundo, poder diferenciar las palabras de las cosas que ellas significan, así como también diferenciar al sujeto emisor de las palabras de las cosas que ellas significan (por ejemplo, quitar la cualidad de vivientes a aquellas cosas que no la tienen). La ciencia ha de superar al animismo pero no dejarlo de lado, mantenerlo como un momento de su constitución ya que es la base de nuestra investidura del mundo. El amor que podemos tener a los objetos, inclusive inanimados, que amamos, presupone una base de animismo, lo que a su vez es aprovechado y desplegado en el terreno del arte.

Pero aparece la prohibición:

“Por medio de la prohibición mosaica fue elevado dios a un estadío más elevado de espiritualidad, se abre el camino para una ulterior modificación de la representación de dios” (p. 222).

Esto suena al esquema convencional de la educación: la elevación de la espiritualidad se logra a través de la prohibición, pero aparentemente en este fragmento quien alcanza un estadío más elevado de espiritualidad es dios; ¿y qué le pasa al pueblo judío?

“Todos estos progresos en la espiritualidad tienen por resultado elevar la autoestima de la persona, volverla orgullosa, de modo que se siente superior a los otros, los que han permanecido bajo el hechizo de la sensorialidad” (p. 222).

Pensando en la psicología individual, la sabiduría (no me refiero a la acumulación de conocimientos), expresión del progreso en la espiritualidad, no hace que uno se sienta más orgulloso ni se sienta superior a los demás, más bien busca reconocerse a sí mismo con sus potencialidades y limitaciones. En general, y en los pueblos en particular, el tema del orgullo y superioridad se refiere más a la potencialidad guerrera (Freud se refirió previamente al orgullo del ciudadano del imperio británico por formar parte de esta potencia). Creo que ese sentimiento de superioridad indica un bajo nivel de espiritualidad.

“Sabemos que Moisés transmitió a los judíos el sentimiento elevado de ser un pueblo elegido” (p. 222).

Esto se parece al sentimiento que Hitler transmitió al pueblo alemán; pero la superioridad en este caso era biológica (la raza superior) más que espiritual.

“... por medio de la desmaterialización de dios se agregó un nuevo y valioso fragmento al secreto tesoro del pueblo” (p. 222).

La desmaterialización de dios puede leerse de dos maneras: 1) un progreso en la espiritualidad; 2) la desmaterialización como un nuevo asesinato del padre. Esta contradicción puede resolverse dialécticamente: que todo progreso en la espiritualidad presupone la negación del momento anterior así como la negación de aquella primera negación y la conservación del momento primeramente negado formando parte de la historia de este nuevo momento o sea que la materia desmaterializada se presenta como un momento constitutivo del nuevo dios, lo que implica un progreso en la espiritualidad, progreso que incluye en sí y no deja de lado la historia que lo constituyó. En este caso la desmaterialización se produce en el plano del pensamiento y no en el de la acción directa. Desde este punto de vista lo que Freud plantea sería un progreso en la espiritualidad. Pero Moisés prohibió que la imagen de dios se materializase y esa prohibición fue impuesta al pueblo judío desde afuera. Pensando nuevamente en una analogía contemporánea podemos tomar a Moisés como antecedente de Stalin o Mao, queriendo imponer por la fuerza una idea para la que el pueblo no estaba preparado, cosa que lleva inevitablemente al contragolpe (lo que, según Freud, pasó con el pueblo judío y al que los profetas trataron de encarrilar).

“Los judíos conservaron la orientación hacia los intereses espirituales, la infelicidad política de la nación les enseñó a apreciar la única posesión que les quedó, su escritura” (pp. 222-223).

Supongo que la idea de un dios más cercano al concepto filosófico del ser, que provenía de Aton, nivel de conceptualización que la cultura egipcia podía haber logrado, se mezcló en el caso de Moisés y el pueblo judío con un sistema totémico, con sus prohibiciones y mandatos, que en sí presupone una regresión del pensamiento abstracto, reemplazándose la judicación por la represión. De todos modos, aquí se plantea el tema de sobre qué base se puede plantear una idea abstracta, puesto que no se puede esperar que un concepto como el del “ser” sea asimilado por la masa.

“La primacía que durante alrededor de 2000 años en la vida del pueblo judío les fue concedida a las aspiraciones espirituales ha producido, naturalmente, su efecto: ayudó a limitar la brutalidad y la tendencia a la violencia que suelen aparecer cuando el ideal del pueblo es la fuerza muscular. La armonía en el cultivo de las actividades espirituales y corporales que alcanzó el pueblo griego le fue negada a los judíos. En esta escisión se decidieron por lo menos por lo más valioso” (p. 223).

La pregunta que queda pendiente es de qué manera se limitó la brutalidad y la tendencia a la violencia: ¿se la integró en un mayor nivel de espiritualidad o se la volvió hacia adentro, deviniendo en sentimiento de culpa?

Pasa Freud al tema de la renuncia instintiva y nos dice:

“No es evidente ni es posible inteligir sin más el por qué un progreso en la espiritualidad y una desvalorización de la sensorialidad debieran elevar la autoconciencia de una persona como de un pueblo” (p. 223).

Entiendo que aquí el término “autoconciencia” (Selbstbewusstsein) está usado como sinónimo de “autoestima” (Selbstgefühl).

“Esto parece presuponer una determinada tabla de valores y otra persona o instancia que la manipula...” (p. 223).

Se presupone entonces un sistema de valores impuesto desde afuera.

“Pero mientras la renuncia instintiva que parte de condicionamientos exteriores sólo es displacentera, la que surge de condicionamientos interiores, por obediencia al superyó, tiene otro efecto económico. Trae, aparte de la inevitable consecuencia de displacer, una ganancia de placer para el yo, en cierto modo una satisfacción sustitutiva. El yo se siente elevado, se vuelve orgulloso por la renuncia instintiva como ante una valiosa realización” (p. 224).

En este caso el orgullo, la elevación de la autoestima no depende, por lo menos únicamente, del progreso en la espiritualidad, del nivel de abstracción logrado sino del cumplimiento de un deber.

“Si el yo le ha brindado al superyó la ofrenda de una renuncia instintiva, espera como recompensa ser más amado por él. La conciencia de merecer este amor la siente con orgullo [...] el gran hombre es precisamente la autoridad por la cual llevó a cabo tal realización y, puesto que el gran hombre mismo ejerce su efecto gracias a su parecido con el padre, no debemos sorprendernos si en la psicología de las masas recae sobre él el rol del superyó. Esto sería válido también para el hombre Moisés en relación con el pueblo judío [...]. El progreso en la espiritualidad consiste en decidirse contra la percepción sensorial directa a favor de los así llamados procesos intelectuales superiores, es decir de los recuerdos, reflexiones y deducciones” (pp. 224-225).

El gran hombre, sustituto del padre que se interiorizó como superyó, premia con su amor la renuncia al instinto y, en el caso del pueblo judío, impone una tabla de valores que jerarquiza lo intelectual sobre lo sensible. Como dije antes, considero que el verdadero progreso en la espiritualidad no sólo incluye al nivel sensorial sino que, a través de la constitución de universales, apunta a abarcar áreas más amplias de sensibilidad.

“Que se decida, por ejemplo, que la paternidad es más importante que la maternidad, aunque no sea, como esta última, comprobable por el testimonio de los sentidos” (p. 225).

Dejando de lado que se otorgue a la paternidad un rol más importante que la maternidad, expresión, creo yo, del totemismo que representa una regresión a la horda primitiva, el reconocimiento mismo de la paternidad implica un nivel de abstracción, producto seguramente de un proceso deductivo, pero que no deja de lado lo sensible sino que lo recupera a través de la representación del coito, ahora con función fecundante, en que tanto el padre como la madre tuvieron participación.

“Por esto el niño ha de llevar el nombre del padre y heredar de él. O: nuestro dios es el más grande y poderoso, aunque él es invisible como el viento de la tormenta y el alma” (p. 225).

El viento y el alma representan los límites entre lo material (el viento) y lo inmaterial (el alma); la magnitud y el poder, si bien en sí mismos son universales y como tal conceptos abstractos, están en este caso representados por un dios y un padre, tendiendo a materializarse: la magnitud (lo grande del padre) y el poder y la fuerza de lo que correspondería al padre de la horda primitiva. La idea como tal, del padre como fecundante, tiende a devenir en un tótem, representante del padre de la horda.

Pero, se pregunta Freud, ¿qué relación hay entre la elevación de la figura del padre y el aumento de la autoestima con el rechazo de las exigencias instintivas sexuales y agresivas?

“Tampoco en algunos progresos de la espiritualidad, por ejemplo en la victoria del derecho paterno se puede indicar cuál es la autoridad que dé la tabla de medidas de lo que puede ser considerado como más elevado. El padre no puede ser en este caso pues él se elevó como autoridad recién como producto de dicho progreso” (p. 226).

Creo que Freud acá, como dije antes, está superponiendo dos procesos diferentes: 1) el reconocimiento del rol del hombre (del padre) en la fecundación; 2) la instauración del derecho paterno y la elevación del padre como autoridad. El primero es claramente una toma de conciencia y por lo tanto un progreso en la espiritualidad, mientras que el segundo no lo es necesariamente y personalmente creo que debe considerárselo como una regresión a la horda primitiva. Por lo tanto no sería el progreso en la espiritualidad lo que impondría la autoridad del padre.

“Estamos entonces ante el fenómeno que, en el desarrollo de la humanidad la sensorialidad es poco a poco vencida por la espiritualidad y que los seres humanos se sintieron orgullosos y elevados gracias a tal progreso” (p. 226).

Acá no parece haber una superación e integración de lo sensible en la universalidad del concepto sino más bien una represión de lo sensible impuesta por una autoridad que parece ser más bien producto de la concretización inmediata de una idea.

“Además sucede luego que la espiritualidad misma es vencida por el fenómeno emocional totalmente enigmático de la fe...” (p. 226) que llega al Credo quia absurdum. La espiritualidad, vencedora de lo sensible, es a su vez vencida por lo emocional. Pienso que el verdadero progreso en la espiritualidad ha de integrar estos tres niveles: el sensible, el emocional y lo que acá se llama espiritualidad que aquí enfatiza lo intelectual.

“Tal vez lo común a todas estas situaciones psicológicas es otra cosa. Tal vez el hombre defina simplemente lo más elevado aquello que es lo más difícil y su orgullo sea simplemente el narcisismo aumentado por la conciencia de una dificultad superada” (p. 226).

Suena como una explicación no satisfactoria: una dificultad superada trae contento y alivio y la reiteración de esos logros constituye luego algo habitual y por lo tanto adquiere el carácter de natural.

“La religión que ha comenzado con la prohibición de hacerse una imagen de dios, se desarrolló en el curso de los siglos cada vez más en una religión de la renuncia instintiva. No exige la abstinencia sexual, se conforma con una notable cohibición de la libertad sexual. Pero dios es apartado completamente de la sexualidad y es elevado al ideal ético. Pero la ética es restricción instintiva. Los profetas no se cansaron de advertir que dios no pide otra cosa de su pueblo que la conducción de una vida recta y virtuosa, es decir, contención de todas las satisfacciones instintivas que aún son condenadas como viciosas por nuestra moral de hoy. Aún la exigencia de creer en él parece reducirse frente a la seriedad de estas exigencias éticas. Con lo cual la renuncia instintiva parece jugar un rol preponderante en la religión, aún cuando no se presentó desde el comienzo” (pp. 226-227).

Acá se refiere específicamente a la religión judía tal como se presentó en su comienzo: partió del monoteísmo que, más allá de la prohibición de producir imágenes, todavía en la idea misma expresaba ese progreso de la espiritualidad que posiblemente poseía la religión de Aton, pero la restricción instintiva ocupó un lugar cada vez mayor con respecto al progreso intelectual.

“Aquí se abre el espacio para una objeción, que ha de evitar un malentendido. Podría parecer que la renuncia instintiva y la ética fundada en ella no pertenecen al contenido esencial de la religión pero están ligadas a ella genéticamente hasta su más profunda interioridad. El totemismo, la primera forma reconocida de una religión, trae consigo como contenido indispensable del sistema una cantidad de mandatos y prohibiciones, que naturalmente no significan otra cosa que renuncias instintivas; el honrar al tótem que incluye la prohibición de dañarlo o matarlo, la exogamia, como la renuncia a las apasionadamente anheladas madre y hermanas de la horda, la aceptación de iguales derechos para todos los miembros de la alianza fraterna, es decir, la limitación de la tendencia a la rivalidad violenta entre ellos. En estas determinaciones debemos ver los primeros comienzos de un orden ético y social. No se nos escapa que aquí se hacen valer dos motivaciones diferentes. Las dos primeras prohibiciones tienen lugar en relación con el padre dejado de lado, continúan al mismo tiempo su voluntad; el tercer mandato, el de la equiparación de derechos entre los hermanos, no depende de la voluntad del padre, se justifica por la apelación a la necesidad de mantener duraderamente el nuevo orden que surgió luego del apartamiento del padre. De lo contrario inevitablemente se volvería a caer en el estado anterior. Aquí se separan los mandatos sociales de los otros que, podemos decir, provienen directamente de las relaciones intrínsecas a la religión” (p. 227).

¿No hubo orden social antes del totemismo? Lo hay en toda especie animal: hay una ética, si por ética entendemos el precipitado de las costumbres o hábitos creados en función de la adaptación al medio circundante y la supervivencia consiguiente. Si seguimos a Freud, el primer orden social humano conocido es el de la horda primitiva. No cabe duda que debió haber habido una progresiva transformación de dicho orden a lo largo de la adquisición del lenguaje humano, con la aparición de la omnipotencia del pensamiento y del animismo. Según Freud en esta época habría regido el matriarcado, previo al patriarcado y seguramente al totemismo. Estaría el orden matriarcal regido por mandatos y prohibiciones? Seguro por prohibiciones, pero no internas sino aquellas impuestas desde fuera por la fuerza, como en la horda primitiva. Pero ya con el lenguaje humano se debió haber introducido un nuevo orden social regido por la razón, el cual habría empezado a competir con la fuerza bruta. Aquí el instinto debió haber sido manejado por la razón y no por la represión. La represión se habría instalado a partir del establecimiento del totemismo, al interiorizarse la fuerza bruta del protopadre concentrada en el tótem y que empieza a luchar contra la razón de la conciencia (más estrictamente del preconsciente), obligando a que parte de nuestra razón consciente sea puesta fuera de acción (reprimida) generando automatismos (mecanismos de defensa) que actúan independientemente de la voluntad consciente.

“¿Qué hace que algo se nos aparezca propiamente como ‘sagrado’ destacándose de otras cosas que valorizamos en mucho y que reconocemos como plenas de significado? Por un lado es innegable la relación de lo sagrado con lo religioso [...] toda religión es sagrada y es precisamente el núcleo de lo sagrado [...]. Queremos empezar con el carácter prohibitivo que tan firmemente se vincula con lo sagrado. Lo sagrado es, evidentemente, algo que no debe ser tocado. Una prohibición sagrada está intensamente cargada por el afecto, pero en verdad sin fundamento racional. Pues ¿por qué debería ser un delito tan especialmente grave, por ejemplo cometer el incesto con la hija o la hermana, tanto más condenable que cualquier otro vínculo sexual? Si alguien pregunta acerca del fundamento de dicha condena, seguramente se le responderá que todos nuestros sentimientos se rebelan contra ello. Pero esto quiere decir que se tiene dicha prohibición como natural, que no se la sabe fundamentar” (p. 228).

En tanto la prohibición no tiene fundamento racional, aunque esté investida afectivamente, en principio no implicaría un avance en la intelectualidad. Se podría aducir que el afecto se puede adelantar al intelecto, señalando una vía para el conocimiento; no parece ser éste el caso en el que, según el desarrollo que hace Freud, aparece como una defensa contra el solo hecho de hacerse la pregunta.

“El mandato de la exogamia, cuya expresión negativa es el horror al incesto, reside en la voluntad del padre y la continúa luego de su destitución. De ahí la fuerza de su tonalidad afectiva y la imposibilidad de fundamentarlo racionalmente, es decir su sacralidad. [...] lo sagrado no es originalmente otra cosa que la prolongación de la voluntad del padre primitivo. Con lo cual se aclara la hasta ahora incomprensible ambivalencia de las palabras que expresan el concepto de lo sagrado. Es la ambivalencia que domina en general la relación con el padre. ‘Sacer’ significa no solamente ‘sagrado’, ‘consagrado’, sino también algo que podemos solamente traducir como ‘impío’, ‘aborrecible’ (auri sacra fames). Pero la voluntad del padre no era solamente algo que no se debía quebrantar, que se debía honrar, sino algo frente a lo cual uno se estremecía, puesto que exigía una dolorosa renuncia instintiva. Cuando oímos que Moisés ‘santificó’ a su pueblo a través de la introducción de la costumbre de la circuncisión, comprendemos ahora el profundo sentido de esta afirmación. La circuncisión es el sustituto simbólico de la castración, que el padre primitivo alguna vez con la suma de su poderío había impuesto a los hijos y quien asumió este símbolo, indicó con ello que él estaba dispuesto a someterse a la voluntad del padre, aun cuando éste le imponía el más doloroso sacrificio” (pp. 229-230).

Este es el modelo de la educación por el terror y no por la razón.

“Para retornar al campo de la ética, debemos, en conclusión, decir: una parte de sus preceptos se justifica de manera racional por la necesidad de limitar el derecho de la comunidad frente al individuo, el derecho del individuo frente a la comunidad y el de los individuos entre sí” (p. 230).

Hasta aquí se refiere al “tercer mandato, el de la equiparación de los derechos entre los hermanos, que no depende de la voluntad del padre” (p. 227) y que se funda en consideraciones racionales.

“Pero lo que en la ética se nos aparece de un modo místico naturalmente grandioso y pleno de secreto se debe a su conexión con la religión y su origen a partir de la voluntad del padre” (p. 230).

Por lo tanto hay dos éticas: una racional, la de la comunidad de los hermanos y otra mística, vinculada a la religión.

“[...] de dónde proviene el carácter particular del pueblo judío, el que probablemente ha posibilitado su preservación hasta el día de hoy. Hemos hallado que el hombre Moisés ha impreso este carácter por el hecho de haberle dado una religión, que elevó de tal modo su autoestima que hizo que sus miembros se creyesen superiores a los otros pueblos [...] lo que los mantuvo unidos fue un factor ideal, la posesión común de determinados bienes intelectuales y emocionales. La religión de Moisés tuvo este efecto puesto que 1) hizo que el pueblo participase de la grandiosidad de una nueva representación de dios; 2) porque afirmó que este pueblo fue elegido por este gran dios y fue destinado para la comprobación de su favor particular; 3) porque obligó al pueblo a avanzar en la espiritualidad, suficientemente plena de significación en sí misma abriendo además el camino para la alta valoración del trabajo intelectual y ulteriores renuncias instintivas” (p. 231).

Básicamente, expresión de infantilismo: yo soy el más grande porque mi papá es el más grande y soy el más bueno porque renuncio a mis instintos y a representarlo de un modo sensible. Está presente la idea abstracta pero indisoluble de la imagen paterna, pero no puedo representarlo, no puedo tocarlo, es como si estuviera muerto, pero tengo que aceptar que está en algún lado y lo tengo que obedecer. No es propiamente una idea abstracta, podemos decir que está en un nivel representacional pero no conceptual, es un particular de ese pueblo pero no es realmente un universal.

“[…] el pueblo judío abandonó nuevamente, luego de un cierto tiempo, la religión de Moisés […] a lo largo del tiempo de la ocupación de Canaán y de la lucha con los pueblos que allí habitaban no se diferenció esencialmente de la adoración de los otros Baalim [...]. Pero la religión de Moisés no se hundió sin dejar huellas, se había conservado una especie de recuerdo de ella, oscuro y deformado, tal vez en algunos miembros de la casta sacerdotal, sostenido por antiguos registros. Y esta tradición de un pasado grandioso, que continuó igualmente produciendo efectos desde el trasfondo, poco a poco ganó cada vez más fuerza sobre los espíritus y finalmente logró transformar al dios Jahvé en el dios de Moisés y revivir la religión que se estableció hacía siglos y que luego se abandonó” (pp. 232-233).

Luego de un capítulo en el que se refiere en general al tema del retorno de lo reprimido pasa a hablar de la verdad histórica y dice:

“Hemos emprendido todas estas disgresiones psicológicas para hacernos más creíble que la religión de Moisés ha tenido su efecto en el pueblo judío ante todo como tradición. Pero presumiblemente no hemos conseguido más que una cierta verosimilitud” (p. 236).

Por lo tanto el concepto de verdad (histórica) estará sometido a la verosimilitud de dichas disgresiones.

“Pero supongamos que hemos llegado a la plena comprobación; nos quedaría sin embargo la impresión que hemos satisfecho la exigencia con respecto al factor cualitativo pero no al cuantitativo. A todo lo que tiene que ver con el surgimiento de una religión, por cierto también de la judía, se liga algo grandioso, que no ha sido descubierto hasta el momento a través de nuestras explicaciones. Debió haber participado otro factor, en relación con el cual poco análogo puede haber y nada de la misma especie, algo único y algo de la misma magnitud que lo que de él devino, como la religión misma” (p. 236).

“[...] el poder de un dios no tiene su unicidad por presuposición necesaria [...] para esta evidente laguna en la motivación tienen los creyentes una explicación que la colma ampliamente. Dicen que la idea de un dios único ha tenido un efecto tan dominante sobre los seres humanos porque es un fragmento de la verdad eterna, la cual, largamente embozada, finalmente hizo su aparición y entonces arrastró a todos con ella” (p. 237).

“También nosotros creemos que la solución de los creyentes contiene la verdad, pero no la verdad material sino la verdad histórica [...] no creemos que haya hoy un único gran dios, sino que en tiempos primordiales se dio una única persona que entonces debió parecer grandiosa y que fue elevada a la divinidad y reapareció en el recuerdo de los seres humanos. Hemos supuesto que la religión de Moisés, al principio repudiada y medio olvidada, luego volvió irrumpiendo como tradición. Ahora suponemos que este proceso que se dio entonces era una segunda repetición. Cuando Moisés trajo al pueblo la idea de un dios único, no era ésta nada nuevo sino que significaba la reviviscencia de una experiencia de los tiempos primitivos de la familia humana, que hacía mucho había desaparecido de la memoria consciente de los seres humanos. Pero ha sido tan importante, ha producido o abierto el camino para una transformación tan profundamente radical en la vida del ser humano que no se puede menos que creer que ha dejado en el alma humana huellas de algún modo duraderas comparables a una tradición” (p. 238).

Con Moisés (incluyendo su hipotético asesinato por parte del pueblo judío) se dio la reviviscencia de un (o muchos) suceso traumático que quedó representado, simbolizado en el totemismo. Esto daría cuenta de la grandiosidad y el poder del dios, más allá de la unicidad.

Y refiriéndose a la infancia del individuo, continúa Freud:

“Sus más tempranas impresiones [...] manifiestan alguna vez efectos de carácter compulsivo sin que ellas mismas sean recordadas conscientemente. Nos creemos justificados a suponer lo mismo de las más tempranas vivencias de toda la humanidad. Uno de estos efectos sería la emergencia de la idea de un único gran dios, que se tuvo que reconocer como un recuerdo deformado pero completamente justificado. Una tal idea tiene un carácter compulsivo, debe creerse en ella. Hasta donde alcanza su deformación debe designársela como delirio, en tanto trae el retorno de lo sucedido, debe llamársela verdad” (pp. 238-239).

Si fuera el retorno de lo reprimido, la idea de ese dios grandioso tendría las características de un síntoma neurótico, una idea obsesiva por ejemplo. El delirio, en cambio, tal como lo consideró Freud hasta ahora, responde a lo que Freud llamó restitución psicótica y si bien no escapa al hecho de que se construya a partir de hechos históricos, no se sustenta en representaciones de cosa, o sea que está constituido sólo por representaciones verbales sin sustento de experiencias sensibles: éstas sucumbieron con la destrucción del mundo (vivencia de fin del mundo) de representaciones (de cosa) que culminó en la megalomanía. ¿Es la grandiosidad del dios la proyección en él de un delirio de grandezas? ¿Es esta megalomanía del dios el residuo de una historia en que la humanidad estuvo al borde de la destrucción, producto de guerras dentro de la horda (o las hordas) y que culminó en un delirio?

Ahora bien, esta verdad a la que se refiere Freud, ¿trasciende el mundo representacional? En principio, según Freud, retorna el recuerdo del protopadre pero cargado de contenido emocional y, por lo tanto, cargado de contenido sensible al cual el pueblo judío debe renunciar; por lo tanto, no tendría el carácter metapsicológico que Freud atribuyó al delirio (en Schreber y en “Lo inconsciente”). A menos que esta relación con dios tenga las características de lo que está contenido en el delirio paranoico, el contenido homosexual que Freud no terminó de definir (hasta donde yo sé) si es una restitución psicótica o una transferencia con contenido de representación de cosa.

“También el delirio psiquiátrico contiene un fragmento de verdad y la convicción del enfermo tiene que ver con esta verdad” (p. 239).

El problema a resolver sería bajo qué forma se conserva la verdad histórica: es difícil pensarlo como un recuerdo que se transmite de generación en generación, aunque sí bajo la forma de tradiciones que se mantienen a lo largo de los siglos. O bien (o “y también”) se transmite como un instinto, que está más allá del principio del placer y que se resignifica en cada circunstancia histórica.

“En el año 1912 he intentado reconstruir la vieja situación de la cual partieron tales efectos” (p. 239)

“debo preocuparme de llenar el largo lapso transcurrido entre aquel supuesto tiempo primitivo y la victoria del monoteísmo en tiempos históricos. Tras haberse instalado el conjunto del clan fraterno, derecho materno, exogamia y totemismo, se estableció un desarrollo que puede describirse como un prolongado “retorno de lo reprimido”. Usamos aquí el término “reprimido” en un sentido impropio. Se trata de algo pasado, desaparecido, superado en la vida de los pueblos, que nos atrevemos a equiparar con lo reprimido en la vida anímica del individuo. En qué forma psicológica este pasado se conservó durante el tiempo de su oscurecimiento, no sabemos, en principio, decirlo” (pp. 240-241).

El término reprimido, en el sentido del psicoanálisis individual, sí expresa algo pasado pero no algo desaparecido (sí de la consciencia) ni tampoco superado.

“No nos ha de ser fácil transferir los conceptos de la psicología individual a la psicología de las masas [...]. Provisoriamente nos arreglamos usando analogías. Los procesos que estudiamos aquí en la vida de los pueblos son muy parecidos a aquellos que conocemos a partir de la psicopatología, aunque no son los mismos. Finalmente nos decidimos a suponer que los precipitados psíquicos de aquellos tiempos primordiales han devenido un patrimonio que en cada nueva generación sólo necesita ser despertado, no adquirido” (p. 241).

Desde ya no es posible que dicho patrimonio persista a lo largo de las generaciones como representaciones (reprimidas) como en el caso de la represión individual. Parece en este caso apuntar a la herencia de una disposición a producir determinadas representaciones a partir de sucesos desencadenantes actuales, a interpretar de determinada manera ciertos estímulos actuales.

“Pensamos aquí en el ejemplo del simbolismo ciertamente ‘congénito’, que proviene de la época en que se desarrolló el lenguaje, que se le concedió a todos los niños sin que se los hubiera enseñado y que llega igual a todos los pueblos a pesar de la diversidad de lenguajes” (p. 241).

En resumen, el simbolismo congénito es una disposición congénita a expresiones universales, por lo tanto una especie de lenguaje universal que se originó a partir del desarrollo del lenguaje. Como dice enseguida, queda fijado como un instinto, producto de experiencias (traumáticas) de la especie, que luego son incluidas y repetidas.

“Lo que aún nos falta en cuanto a estar seguros, lo conseguimos a partir de otros resultados de la investigación psicoanalítica. Sabemos que nuestros niños, en una cantidad de relaciones significativas, no reaccionan como corresponde a su experiencia propia, sino de un modo instintivo (instinktmässig) comparable a los animales, de un modo que sólo puede esclarecerse por adquisición filogenética”. “El retorno de lo reprimido se lleva a cabo lentamente, seguramente no de un modo espontáneo, sino bajo la influencia de todas las modificaciones que se dieron en las condiciones de vida, que llenaron la historia de la cultura humana [...]. El padre devino nuevamente el jefe de la familia, pero por mucho no tan ilimitado como el padre de la horda primitiva” (pp. 241-242).

“El primer efecto del encuentro con el tan largo tiempo echado de menos y anhelado fue sobrecogedor tal como lo describe la tradición del otorgamiento de la ley en el monte Sinaí. Admiración, respeto y agradecimiento por el hecho de hallar la gracia en sus ojos, la religión de Moisés sólo conoce estos sentimientos positivos hacia el dios padre [...]. Los movimientos afectivos infantiles son de una intensidad y de una profundidad inagotables en una medida completamente diferente de los del adulto, sólo el éxtasis religioso puede revivirlos. De este modo la primera reacción ante la vuelta del gran padre es de embriaguez de devoción divina” (p. 242).

Pero Freud sigue diciendo que en la esencia de la relación con el padre estaba la ambivalencia y por lo tanto la hostilidad; la reacción contra ésta fue el sentimiento de culpa, el cual...

“...tenía aún otra motivación superficial que hábilmente enmascaraba su verdadero origen. Le iba mal al pueblo, las esperanzas puestas en el favor de dios no se cumplían, no era fácil mantener su máxima ilusión, la de ser el pueblo elegido por dios” (p. 243).

Para disculpar a dios por ese maltrato “No merecían nada mejor que ser castigados por él, porque no cumplieron sus mandatos y en la necesidad de satisfacer este sentimiento de culpa que era insaciable y que provenía de fuentes tanto más profundas, debió hacer que esos mandatos sean más severos, penosos y hasta nimios” (p. 243).

Habría entonces dos motivos de este sentimiento de culpa: 1°) formación reactiva frente a la hostilidad inherente a la relación con el padre; 2°) formación reactiva frente a la hostilidad generada por el maltrato al que el pueblo es sometido.

La primera es más primaria, la segunda es derivada: sería más superficial en sentido tópico, equivale a una post-represión, o sea secundaria a la anterior pero asentada en ella. En ambos casos la hostilidad se vuelve contra sí mismo (o el pueblo vuelve la hostilidad contra sí).

“En una nueva embriaguez de ascesis moral se impuso siempre nuevas renuncias instintivas y con esto se erigió por lo menos en doctrina y preceptos alturas éticas que fueron inaccesibles para los otros pueblos antiguos. En este desarrollo más elevado muchos judíos vieron el segundo carácter principal y el segundo gran logro de su religión” (p. 243).

El primer logro es el monoteísmo, el segundo la altura ética. De ambos emerge un sentimiento de culpa: del monoteísmo la represión de la hostilidad inherente a la relación con el padre; la altura ética es expresión de la formación reactiva contra la hostilidad generada por el maltrato del destino, o sea de dios.

“De nuestras consideraciones ha de surgir de qué modo ella [la altura ética] se liga con el primero [carácter principal], la idea de un dios único. Esta ética no puede negar su origen del sentimiento de culpa causado por la hostilidad coartada a dios. Ella tiene el carácter inconcluso e imposible de concluir de una formación reactiva neurótico obsesiva; se colige también que ella sirve a la secreta intención del castigo” (pp. 243-244).

La ética del pueblo judío correspondería, en este sentido, a una neurosis obsesiva. Tendría como base un delirio (?) universal, que conserva una verdad histórica ¿reprimida? ¿conservada de qué manera? Aparentemente conservada como un instinto, que guarda dentro de sí una experiencia traumática de la especie humana pero que a su vez tiene o adquiere o readquiere en las sucesivas experiencias de la especie un contenido representacional construido en la prehistoria humana (antes de la escritura pero con la adquisición del lenguaje hablado).

Freud termina la obra con la evolución de la idea mosaica a través del cristianismo: hay un acercamiento a la verdad histórica por medio del reconocimiento encubierto del asesinato del padre: se expía la culpa de la humanidad con la muerte de un hijo a la vez que lo repiten simbólicamente (y a veces no simbólicamente) al tratar de ocupar el lugar de la religión del padre.

Conversaciones con Freud

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