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2. Constitucionalismo principialista y constitucionalismo garantista

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Si bien la constitución desempeña un papel central en la construcción de su teoría del Derecho, Ferrajoli se distancia claramente de la versión del constitucionalismo quizás hoy más extendida en la filosofía jurídica, inicialmente conocida como neoconstitucionalismo y que hoy adopta distintos nombres, como postpositivismo o principialismo6. En el fondo se trata de un debate a propósito de la vigencia teórica de las tesis fundamentales del positivismo, desde la separación conceptual entre derecho y moral a la primacía del punto de vista externo, pero que tiene su reflejo inmediato en casi todos los aspectos de una teoría del Derecho. Tal vez la diferencia más genérica gire en torno al papel de la argumentación jurídica y la posible apertura a un derecho jurisprudencial o de juristas. Por ejemplo, resulta llamativo que en la visión que llamaremos neoconstitucionalista, confirmada además por la práctica de muchos sistemas dotados incluso de un tribunal constitucional, la resolución de las lagunas y de las antinomias generadas por la divergencia entre constitución y ley son confiadas a la labor interpretativa, bien mediante técnicas desaplicadoras (de las normas antinómicas), bien incluso mediante sentencias aditivas (que colmen al menos algunas lagunas). Pero no parece ocurrir así en Ferrajoli, quien, tal vez como homenaje al principio de positividad, considera que unos y otros vicios han de ser denunciados por la teoría o la dogmática, pero resueltos solo de forma autoritativa: por el legislador o por un Tribunal constitucional. Por ello creo que es equivocado el reproche de fomentar el activismo judicial que popularmente se dirige al garantismo. Si acaso, existirían más motivos para dirigirlo al neoconstitucionalismo.

Asimismo, el neoconstitucionalismo es «conflictualista», esto es, tiende a concebir las cláusulas materiales de la constitución y, en especial, los derechos fundamentales como razones tendencialmente contradictorias en la resolución de los casos concretos, confiando de nuevo en la interpretación (el juicio de ponderación) como fórmula para otorgar el triunfo a uno u otro de los principios o derechos en juego, pero sin que ello impida una solución contraria en otros casos que presenten propiedades distintas. Con la particularidad además de que cualquier conflicto jurídico puede transformarse en un conflicto constitucional entre derechos merced al llamado efecto impregnación o irradiación7. De nuevo aquí Ferrajoli se distancia de este género de planteamientos al establecer un orden de prelación bastante riguroso entre los derechos que son solo derechos (las inmunidades, las facultades y los derechos sociales) y aquellos otros que son también poderes (los derechos de autonomía política y privada), de manera que estos últimos no es que propiamente entren en conflicto con los primeros, sino que más bien representan la fuente de su violación8. En suma, el modelo de jurista del neoconstitucionalismo principialista se muestra mucho más abierto al desarrollo de una argumentación que se quiere jurídica y moral al mismo tiempo; y es seguramente la necesidad de compensar el déficit de legitimidad de ese jurista una de las razones que explican el recurso al objetivismo moral, entendiendo por tal (en la más razonables de sus presentaciones) aquella posición que en primer lugar concibe que «los juicios morales son racionalmente fundamentables o justificables y, en segundo lugar, que la afirmación de que un juicio moral está racionalmente justificado excluye la justificabilidad racional del juicio opuesto»9.

Así pues, la primera diferencia entre el constitucionalismo garantista y las posiciones neoconstitucionalistas gira en torno al significado y alcance de la interpretación y de la argumentación. La «teoría pura» de Kelsen, que representa seguramente la culminación del positivismo jurídico clásico, puede decirse que fue también una teoría del derecho sin teoría de la interpretación, al menos si la comparamos con la función capital que esta última desempeñó luego en planteamientos como los de Dworkin, Alexy o Nino. Desde la óptica neoconstitucionalista el derecho, en efecto, más que un sistema de reglas autoritativamente «puestas», es un conjunto no del todo coherente de principios y prácticas argumentativas que se decantan en la doctrina jurídica y singularmente en la acción jurisdiccional10; su esfuerzo teórico por eso se ha orientado principalmente hacia la argumentación, es decir, hacia la tarea de justificación de normas y decisiones, una tarea que por lo demás se reconoce como abiertamente valorativa, aunque como he dicho termine asumiendo un marcado objetivismo moral. En este punto, sin embargo, Ferrajoli se encuentra mucho más cerca de Kelsen, pensando que en la aplicación del derecho lo que existe es subsunción más discrecionalidad judicial y mostrando un notable escepticismo hacia los juicios de ponderación (cf. Atienza 2007: 205); la esfera de la discrecionalidad judicial será mayor o menor, pero en todo caso representa un momento valorativo sobre el que, desde el positivismo, poco se puede decir o teorizar, justamente porque esas valoraciones indispensables en todo juicio de ponderación no son susceptibles de verificación. Tengo la impresión de que las múltiples discusiones entre estas dos versiones del constitucionalismo descansan en un problema que se halla curiosamente fuera del derecho, el objetivismo moral, esto es, la posibilidad o no de calificar nuestros juicios morales como verdaderos o falsos.

Esta diferencia entre el neoconstitucionalismo principialista y el constitucionalismo garantista se proyecta de modo particular en el capítulo de la interpretación de los derechos fundamentales y de su modo de operar ante limitaciones o conflictos con otros derechos o principios. La visión conflictualista, que concibe los derechos como razones en recíproca tensión que debe ser resuelta en cada caso por el juez mediante un juicio de ponderación, difumina las propias fronteras conceptuales de los derechos y propicia el desarrollo de cierto particularismo jurídico. Dicho de otro modo, la esfera de las posiciones iusfundamentales efectivamente tuteladas nunca es definitiva, sino que queda abierta a la incidencia en el caso de otros derechos o principios y al peso que la ponderación les atribuya (también en el caso), es decir, a la presencia de razones justificatorias de sentido contrario. Ello permite sin duda una extensión del ámbito de los derechos y de ahí, por ejemplo, el papel que desempeña el derecho general de libertad como fórmula de clausura o cierre del sistema (vid. Alexy 2007: 299 ss.); pero por los mismos motivos permite también un sacrificio o reducción de su ámbito tutelado cuando ello venga justificado a través del juicio de ponderación (que es un juicio consecuencialista) por la presencia de otros principios más fuertes en el caso. En suma, creo que el neoconstitucionalismo principialista es incompatible con la idea de derechos absolutos, esto es, de derechos llamados a triunfar ante cualquier conflicto o intento de cercenamiento. Al contrario, los derechos adquieren en el constitucionalismo garantista una fuerza granítica, al menos en su contenido esencial, aunque sea al precio de impedir o dificultar la extensión de su ámbito tutelado: los espacios que para el principialismo pueden llegar a ser objeto de protección mediante el derecho general de libertad, para el garantismo representan la esfera natural de lo decidible mediante el ejercicio de los derechos de autonomía política y negocial. Puede decirse entonces que el neoconstitucionalismo hace posible una mayor extensión del ámbito de los derechos, aunque ello suponga sacrificar la idea de derechos definitivos y absolutos antes de la ponderación, mientras que el constitucionalismo de Ferrajoli garantiza una mayor intensión de los derechos tutelados, aunque con ello se renuncie a una ilimitada apertura o extensión de las posiciones protegidas mediante el derecho general de libertad.

En otro orden de cosas, hemos insistido en que uno de los rasgos característicos de la democracia constitucional contemporánea consiste en la incorporación de normas sustantivas o materiales, singularmente de derechos fundamentales, cuya procedencia es sin duda moral; más concretamente, su origen no es otro que el iusnaturalismo racionalista que, impulsado por la doctrina del contrato social, dio vida a las «declaraciones de derechos» que enarbolaron las revoluciones de finales del siglo XVIII y que, desde entonces, siguen representando la filosofía política del Estado constitucional. Como también se ha dicho, la moralidad que antes se situaba fuera del derecho, ahora forma parte del mismo y esto significa que lo que antes eran juicios externos o de justicia ahora son juicios internos o de validez. Pero de aquí se deduce una conclusión que pocos podrán negar, y es que uno de los criterios clásicos de distinción entre derecho y moral se desvanece.

Me refiero a la distinción entre sistemas estáticos (morales) y dinámicos (jurídicos): en los primeros una norma es válida o pertenece al sistema cuando su contenido constituye una deducción de otra norma del sistema, del mismo modo que lo particular puede ser subsumido en lo general o universal; en cambio, en los segundos una norma es válida cuando el acto de su producción está simplemente autorizado y regulado por otra norma superior del sistema (cf. Kelsen 1986: 203 ss.); de ahí que «la validez de una norma jurídica no pueda ser discutida sobre la base de que su contenido es incompatible con algún valor moral o político». Justo lo contrario ocurre en el Estado constitucional sustancial o rematerializado: la validez de sus normas puede ser discutida no solo porque se hayan vulnerado las reglas de habilitación relativas al órgano y al procedimiento de producción, sino también porque su contenido no se muestre conforme con lo prescrito por ciertos valores morales o políticos, porque mande o permita lo que no debería mandar o permitir y penetre en la esfera de lo indecidible, o porque no mande lo que sí debería mandar y penetre en la esfera de lo indecidible que no. Si puede decirse así, el Estado constitucional del garantismo descansa en un sistema jurídico también estático y no solo dinámico11. Y esto porque los principios y derechos fundamentales que articulan esa dimensión estática o sustantiva de las constituciones no tienen un valor solo justificatorio, sino resueltamente normativo frente a la legislación, en el sentido de que «su violación por comisión genera antinomias y, al mismo tiempo, imponen la obligación de producir leyes de actuación cuya violación por omisión genera lagunas»12.

Este acercamiento entre el modo de ser del sistema jurídico y el modo de ser del sistema moral representa una muy fuerte tentación a la que pocos se resisten. La tentación, obvio es decirlo, consiste en impugnar una tesis central del positivismo, aquella que sostiene la separación conceptual entre el derecho y la moral: si los principios morales quedan incorporados al derecho —viene a decirse— y por tanto la argumentación jurídica es también irremediablemente también una argumentación moral, entonces existe una necesaria conexión entre el derecho y la moral. Desde esta perspectiva, al menos allí donde existen constituciones rematerializadas (es decir, de manera contingente y no conceptual, aunque de este detalle suele prscindir el constitucionalismo principialista) la tesis positivista conduce a la esterilidad de todo esfuerzo hermenéutico que no tenga presente esa feliz reconciliación entre el derecho y la moral pública de la modernidad, una moral que «ya no flota sobre el derecho [… sino que] emigra al interior» del mismo (Habermas 1981: 168): el sistema jurídico genera legitimidad, fundamenta un autónomo deber de obediencia (a un derecho que se supone que ya es justo, claro está) y reclama de los operadores jurídicos y en general de los juristas una actitud comprometida o militante con un derecho positivo al fin y al cabo preñado de moralidad. Más o menos, esta es la tentación del constitucionalismo ético, otra de las aportaciones de esa concepción un tanto difusa que hemos denominado neoconstitucionalismo13.

También en este capítulo Ferrajoli se muestra como un autor muy poco neoconstitucionalista, no cansándose de reiterar que «la doctrina ilustrada de la separación entre derecho y moral constituye el presupuesto necesario de cualquier teoría garantista» (DR 231); doctrina que equivale a postular tanto la «laicidad del derecho» como la «laicidad de la moral»14. Es más, la teoría jurídica del garantismo no solo reposa en la autonomía de la moral, sino que reclama la «primacía del punto de vista externo» o crítico respecto del derecho positivo, un punto de vista que impide «aquella variante del legalismo ético y del iuspositivismo ideológico que sería el constitucionalismo ético» (Ferrajoli 2002: 19). En este punto la discrepancia con el neoconstitucionalismo resulta patente en Principia iuris desde la misma Introducción: «la autonomía del punto de vista externo» cierra el paso «a las dos opuestas confusiones entre derecho y moral presentes en gran parte del moderno ‘neoconstitucionalismo’: a la confusión del derecho con la moral operada por las distintas versiones del iusnaturalismo; a la confusión de la moral con el derecho operada por las distintas versiones del constitucionalismo ético»15. Nada, pues, de una complaciente asunción de las opciones morales y políticas del derecho como horizonte último de la ética pública, nada de presunciones de justicia a favor de la legalidad, incluida la legalidad democrática, nada, en fin, de fundamentos morales a favor de la obligación jurídica de obediencia.

A mi juicio, este saludable distanciamiento moral respecto del derecho representa una de las peculiaridades más valiosas del constitucionalismo de Ferrajoli. Y es que, aunque sea muy consciente de que el criterio estático o sustantivo del que antes hemos hablado ofrece un cierto parecido de familia con el iusnaturalismo, Ferrajoli considera que aún la más óptima forma de organización política no deja de ser una utopía de derecho positivo que jamás será realizable a la perfección: una vez más, aparece la idea de divergencia entre el «deber ser» (en este caso moral) y el «ser» (en este caso jurídico y hasta constitucional). El argumento no expresa ninguna opinión intuitiva o superficialmente positivista, sino que responde a una concepción profunda a propósito de la naturaleza del Estado y de las instituciones. Como manifestación de la Ilustración consecuente, para el constitucionalismo garantista el derecho y su fuerza son un «mal», acaso un mal necesario, pero un mal al fin y al cabo que conserva siempre un irremediable residuo de ilegitimidad y, por tanto, una necesidad de justificación ante una instancia superior, que es justamente la moral, siempre crítica y externa al derecho positivo. Todos los totalitarismos comportan una visión optimista del poder; «por el contrario, el presupuesto del garantismo es siempre una concepción pesimista del poder como malo, sea quien fuere quien lo posee, puesto que se halla expuesto en todo caso, a falta de límites y garantías, a degenerar en despotismo»16.

Ciertamente, en Principia iuris no se encuentra una construcción de filosofía moral externa y crítica frente al modelo de democracia constitucional, algo así como una teoría de la justicia de tipo iusnaturalista. Lo que sí se encuentra es una crítica a la democracia constitucional realmente existente elaborada desde la óptica de su propio modelo teórico. La tesis de la divergencia no se detiene pues en el análisis de los divorcios entre validez y vigencia, entre «deber ser» constitucional y «ser» legal, sino que su fecundidad se prolonga incluso en una teoría normativa de la democracia. Este es el objeto de la cuarta parte de la obra, es decir, del volumen segundo: una teoría no ya formal y axiomática, sino una teoría normativa que, a partir del examen de los principios incorporados por los sistemas que se reclaman democráticos (sus principia iuris et in iure), muestra y censura sus múltiples violaciones y faltas de actuación o realización; una teoría capaz de proyectar sobre la realidad de las democracias constitucionales las exigencias y requerimientos que reclama su papel garantista precisamente mediante la aplicación de los dos grandes principios de la teoría, la plenitud y la coherencia (los principia iuris tantum). Como he dicho, el resultado no es una filosofía puramente axiológica o externa, sino una teoría jurídica que «refleja la normatividad del derecho de las modernas democracias en relación consigo mismo» (PiI 28); sus valores son sin duda los de la tradición iluminista, pero merced a su constitucionalización situados no ya fuera, sino dentro del propio orden jurídico.

Para Luigi Ferrajoli

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