Читать книгу La noche del océano y otros cuentos - Robert H. Barlow - Страница 10
ОглавлениеHasta en los mares
Con H. P. Lovecraft
En lo alto de un acantilado erosionado descansaba el hombre, mirando a lo lejos, al otro lado del valle. Así tumbado veía a una gran distancia, pero en toda la seca extensión no había ningún movimiento visible. Nada se movía en la polvorienta llanura, la desintegrada arena de lechos de ríos secos desde hacía mucho, por los que antaño fluyeron los torrentes de la juventud de la Tierra. Había poco verdor en ese mundo definitivo, esa fase final de la prolongada presencia de la humanidad en el planeta. Durante incontables eones, la sequía y las tormentas de arena habían arrasado todas las tierras. Los árboles y arbustos habían dejado lugar a pequeños matorrales que persistieron gracias a su robustez; pero estos, a su vez, perecieron antes de la arremetida de ásperas hierbas y vegetación fibrosa y dura de extraña evolución.
El calor, siempre presente a medida que la Tierra se acercaba al sol, marchitaba y mataba con rayos implacables. No había llegado enseguida: habían transcurrido largos eones antes de que nadie hubiera podido notar el cambio. Y, a través de esas primeras eras, la forma adaptable del hombre había seguido una lenta mutación y se había modelado para encajar en el aire cada vez más tórrido. Entonces había llegado el día en que los hombres solo toleraban mal sus ardientes ciudades, y comenzó una recesión gradual, lenta, pero deliberada. Los primeros habían sido los asentamientos y las ciudades más cercanas al ecuador, por supuesto, pero luego hubo otras. El hombre, reblandecido y exhausto, ya no podía seguir soportando el calor, que aumentaba implacable. Lo abrasaba, y la evolución era demasiado lenta como para darle forma a nuevas resistencias en él.
Sin embargo, al principio las grandes ciudades del ecuador no se dejaron a las arañas y los escorpiones. En los primeros años hubo muchos que se quedaron, ideando curiosos escudos y corazas contra el calor y la sequía letal. Esas almas intrépidas, para proteger ciertos edificios contra el calor invasor, hicieron mundos en miniatura como refugio en los que no hacían falta corazas protectoras. Elaboraron objetos increíblemente ingeniosos, de modo que, durante un tiempo, el hombre persistió en las torres oxidadas, esperando así aferrarse a viejas tierras hasta que el ardor finalizase. Pues muchos no querían creer lo que los astrónomos decían y esperaban que volvieran los mundos templados de antaño. Pero, un día, los hombres de Dath, de la nueva ciudad de Niyara, hicieron señales a Yuanario, su capital inmemorialmente antigua, y no obtuvieron respuesta de los pocos que seguían allí. Y, cuando los exploradores llegaron a esa ciudad milenaria de torres unidas por puentes, solo hallaron silencio. No había ni el horror de la corrupción, pues los lagartos carroñeros habían sido rápidos.
Solo entonces se dio cuenta del todo la gente de que esas ciudades ya estaba perdidas; supieron que debían abandonarlas para siempre a la naturaleza. Los otros colonos de las tierras abrasadoras huyeron de sus valientes puestos, y el silencio total reinó en el interior de las altas murallas de basalto de mil ciudades vacías. De las densas muchedumbres y actividades multitudinarias del pasado al final no quedó nada. Ya solo se alzaban contra los desiertos sin lluvia las abultadas torres de casas, fábricas y estructuras vacías de todo tipo, que reflejaban el fulgor cegador del sol y se secaban con el calor, cada vez más insoportable.
Sin embargo, muchas tierras aún habían logrado huir de la maldición abrasadora, de modo que los refugiados pronto se adaptaron a la vida de un mundo más nuevo. Durante unos siglos extrañamente prósperos, las viejas ciudades abandonadas del ecuador se medio olvidaron y se entrelazaron con fábulas fantásticas. Pocos pensaban en esas torres espectrales que se pudrían… Esos montones de paredes deslucidas y calles repletas de cactus, siniestramente silenciosas y abandonadas…
Llegaron las guerras, inmorales y prolongadas, pero los tiempos de paz eran mayores. Sin embargo, el sol engordado incrementaba su fulgor a medida que la Tierra se acercaba a su llameante padre. Era como si el planeta quisiera regresar a la fuente de la que se había arrebatado, eones antes, mediante las casualidades del crecimiento cósmico.
Tras un tiempo, la maldición se expandió más allá del cinturón central. El sur de Yarat ardió como un desierto sin inquilinos… Y luego el norte. En Perath y Baling, aquellas ciudades ancestrales en las que habitaron siglos taciturnos, solo se movían las siluetas escamosas de la serpiente y la salamandra, y al final en Loton resonó solo la intermitente caída de capiteles tambaleantes y cúpulas desmoronadas.
Constante, universal e inexorable fue el gran desahucio del hombre de los reinos que siempre había conocido. No se salvó ninguna tierra del cinturón atacado, que se iba ensanchando; ningún pueblo quedó por desarraigar. Fue una tragedia épica y titánica cuya trama no se reveló a sus actores: el abandono a gran escala de las ciudades de los hombres. No llevó años, ni siglos, sino milenios de cambio implacable. Y continuó; lúgubre, inevitable, salvajemente devastador.
La agricultura se paralizó; el mundo se volvió rápidamente demasiado árido para los cultivos. Esto se remedió con sustitutos artificiales, que pronto se utilizaron de forma universal. Y, a medida que se abandonaban los viejos lugares que habían conocido la grandeza de los mortales, el botín saqueado cada vez era menor. Las cosas de mayor valor se quedaron en museos inertes, perdidas entre los siglos, y al final el legado del pasado inmemorial se abandonó. Una depravación tanto física como cultural se estableció junto con el pérfido calor. Pues el hombre había vivido tanto tiempo con comodidad y seguridad que aquel éxodo de escenas pasadas era difícil. Tales acontecimientos tampoco se recibieron sin emoción; su misma lentitud fue aterradora. La degradación y el libertinaje pronto fueron comunes; el gobierno estaba desorganizado y las civilizaciones retrocedieron sin rumbo al salvajismo.
Cuando, cuarenta y nueve siglos después de la maldición del cinturón ecuatorial, todo el hemisferio oeste quedó despoblado, el caos fue completo. No hubo rastro de orden ni decencia en las últimas escenas de esa migración titánica e increíblemente impresionante. La locura y el frenesí los siguieron sigilosamente, y los fanáticos gritaron sobre un Armagedón al alcance de la mano.
La humanidad era entonces un lamentable remanente de las razas ancianas; una fugitiva no solo de las condiciones predominantes, sino de su propia degeneración. Quienes pudieron se fueron a las regiones septentrionales y antárticas; el resto permaneció durante años en unas Saturnales increíbles, dudando vagamente de los desastres venideros. En la ciudad de Borligo tuvo lugar una ejecución masiva de nuevos profetas tras meses de expectativas incumplidas. Creían que era innecesario huir a las regiones septentrionales y dejaron de buscar el fin que amenazaba con llegar.
Su forma de perecer tuvo que ser terrible; esas criaturas vanas y estúpidas que pensaron que podían desafiar al universo. Pero las ciudades ennegrecidas y chamuscadas son mudas…
Sin embargo, no hay que escribir una crónica sobre tales sucesos, pues hay cosas más importantes que tener en cuenta antes que la compleja y lenta caída de una civilización perdida. Durante un largo período la moral estuvo en su punto más bajo entre los pocos valientes que se establecieron entre el extraño ártico y las orillas antárticas, ahora cálidas como lo fueron las del sur de Yarat en un pasado muerto tiempo ha. Pero aquí había un respiro. El suelo era fértil, y a las olvidadas artes pastoriles se dio uso de nuevo. Hubo, durante un largo tiempo, un satisfecho pequeño epítome de las tierras perdidas, aunque no había ni vastas multitudes ni grandes edificios. Solo un escaso remanente de la humanidad sobrevivió a eones de cambio y pobló esas dispersas poblaciones del último mundo.
No se conoce por cuántos milenios continuó así. El sol era lento invadiendo este último refugio; y las eras pasadas habían desarrollado una sana y robusta raza, que no guardaba memoria o leyendas de las viejas y perdidas tierras. Poca navegación se practicaba por este nuevo pueblo, y la máquina voladora fue completamente olvidada. Sus aparatos eran del tipo más simple, y su cultura era simple y primitiva. Aun así, estaban satisfechos, y aceptaban el cálido clima como algo natural y ordinario.
Pero, ignorado por este simple pueblo campesino, todavía se estaban preparando mayores rigores de la naturaleza. Mientras pasaban las generaciones, las aguas del vasto y descorchado océano iban desperdiciándose lentamente; enriqueciendo el aire y el suelo desecado, pero hundiéndose más y más cada siglo. El chapoteante oleaje todavía relucía brillante, y los remolinos aún estaban allí, pero la maldición de la aridez planeaba sobre toda la extensión acuática. A pesar de ello, la merma solo podría haber sido detectada por instrumentos mucho más precisos que cualquiera conocido por aquella raza. Incluso si la gente se hubiera dado cuenta de la contracción del océano, no era probable que se hubiera producido una gran alarma o perturbación, ya que las pérdidas eran tan leves, y los mares tan anchos… Solo unos centímetros durante muchos siglos —pero muchos siglos; incrementándose.
* * *
Así que finalmente los océanos desaparecieron, y el agua se convirtió en una rareza en un globo de aridez curtida por el sol. El hombre lentamente se había dispersado por todas las tierras árticas y antárticas; las ciudades ecuatoriales, y muchos de aposentación más tardía fueron olvidadas, incluso sus leyendas.
Y ahora de nuevo la paz se veía perturbada, ya que el agua era escasa, y se encontraba solo en profundas cavernas. Incluso de esta había poca; y los hombres morían de sed vagando por lugares lejanos. Pero estos cambios mortales eran tan lentos que cada nueva generación de hombres estaba poco dispuesta a creer lo que sus padres les contaban. Nadie quería admitir que el calor había sido menor o que la cantidad de agua en los viejos tiempos había sido mayor, ni aceptar el aviso de que días de más ardiente amargura y sequía estaban aún por venir. Esto se hizo más evidente al final, cuando solo unos pocos centenares de criaturas humanas jadeaban por respirar bajo el cruel sol; un lastimoso puñado acurrucado, de todos los millones incontables que una vez moraron en el planeta condenado.
Y los centenares mermaron, hasta que el hombre se podía contar solo por decenas. Estas decenas se aferraron a la menguante humedad de las cuevas, y supieron al fin que el desenlace estaba cerca. Tan pequeño era su alcance que ninguno de ellos había visto nunca los pequeños y legendarios pedazos de hielo cercanos a los polos del planeta, si es que seguían ahí. Incluso si habían existido y sido conocidos por el hombre, ninguno podría haberlos alcanzado a través de los formidables desiertos sin caminos. Y, así, los últimos y patéticos humanos fueron desapareciendo…
No puede describirse esta asombrosa cadena de acontecimientos que despobló por completo la Tierra; el alcance es demasiado inmenso para abarcar o imaginarlo. De las gentes de las eras afortunadas de la Tierra, miles de millones de años antes, solo unos pocos profetas y locos podrían haber concebido lo que había de acontecer; podrían haber intuido visiones de las inertes y muertas tierras, y de los lechos marinos, vacíos desde ya hacía mucho. El resto habría dudado… Dudado por igual de la sombra del cambio sobre el planeta y de la sombra de la maldición sobre la especie. Pues el hombre siempre ha pensado en sí mismo como en el señor inmortal de la naturaleza…
ii
Cuando hubo aliviado los agonizantes dolores de la anciana, Ull deambuló en un temeroso aturdimiento por las deslumbrantes arenas. La anciana daba miedo, tan marchita y seca como hojas mustias. Su cara era del color de las enfermizas hierbas amarillas que crujían en el aire caliente, y era aborreciblemente vieja.
Pero había sido una compañera; alguien a quien balbucear vagos temores, a quien hablar de esta cosa increíble; una camarada con la que compartir las esperanzas de socorro de las otras silenciosas colonias de más allá de las montañas. Él no podía creer que nadie viviera en otro lugar, pues Ull era joven, y no tan seguro como lo están los viejos.
Por muchos años no había conocido a nadie salvo a la anciana, cuyo nombre era Mladdna. Había llegado aquel día en su undécimo año, cuando todos los cazadores fueron a buscar comida, y ninguno volvió. Ull no tuvo madre que pudiera recordar, y había pocas mujeres en el reducido grupo. Cuando los hombres desaparecieron, esas tres mujeres, la joven y las dos viejas, gritaron con miedo, y gimieron largo tiempo. Entonces la joven se volvió loca, y se mató con un palo afilado. Las viejas la enterraron en un hoyo poco profundo cavado con sus uñas, así que Ull estaba solo cuando la anciana Mladdna llegó.
Caminaba con la ayuda de un nudoso cayado, una inestimable reliquia de los viejos bosques, dura y brillante por los años de uso. La anciana no dijo de dónde venía, sino que entró trastabillándose en la cabaña mientras la joven suicida estaba siendo enterrada. Allí esperó a que las otras dos volvieran, que la aceptaron sin curiosidad.
Así fue durante muchas semanas, hasta que las dos cayeron enfermas y Mladdna no pudo curarlas. Extraño fue que las dos más jóvenes se vieran afectadas, mientras que ella, anciana y enclenque, siguió viviendo. Mladdna cuidó de ellas durante largos días hasta que finalmente murieron, así que finalmente Ull quedó solo con la extraña. Él lloró durante toda la noche, así que ella tuvo que armarse de paciencia, y amenazó con morirse también. Entonces, prestando atención al fin, se calló; pues no deseaba estar completamente solo. Después de aquello, vivió con Mladdna y recogían raíces para comer.
Los dientes podridos de Mladdna eran inapropiados para la comida que recogía, pero idearon un método para picarla hasta que consiguiera ingerirla. Esta extenuante rutina de buscar y comer fue toda la juventud de Ull.
Ahora él era fuerte y determinado, en su decimonoveno año, y la anciana estaba muerta. No había nada por lo que quedarse, así que decidió inmediatamente buscar esas legendarias cabañas de más allá de las montañas y vivir con la gente de allí. No había nada que llevarse en el viaje. Ull cerró la puerta de su cabaña —por qué, no sabría decirlo, pues hacía años que no se veía ningún animal— y dejó a la mujer muerta dentro. Medio aturdido, y temeroso de su propia audacia, caminó largas horas entre las hojas secas, y finalmente alcanzó la primera de las laderas. Llegó la tarde, trepó hasta cansarse y se acostó sobre las hierbas. Tumbado allí, pensó en muchas cosas. Se preguntaba sobre la extraña vida, emocionantemente ansioso por descubrir la colonia perdida allende las montañas; pero finalmente se durmió.
Cuando despertó sintió la luz de las estrellas sobre su rostro y se sintió descansado. Ahora que el sol se había ido por un tiempo, viajó más rápidamente, comiendo poco y decidiendo apresurarse antes de que la falta de agua se hiciera difícil de soportar. No había traído ninguna, pues las últimas gentes, al vivir en un solo lugar y sin tener que acarrear su preciada agua, no crearon recipientes de ningún tipo. Ull esperaba alcanzar su objetivo en un solo día y así escapar a la sed; así que se dio prisa bajo las brillantes estrellas, corriendo a veces bajo el aire cálido, y a un trote lento, otras.
Así continuó hasta que salió el sol, pero aún se encontraba en las colinas pequeñas, con tres grandes picos que se cernían ante él. A su sombra descansó de nuevo. Después escaló durante toda la mañana, y a mediodía superó el primer pico, donde se tendió por un tiempo, contemplando el espacio que lo separaba de la siguiente cordillera.
En lo alto de un acantilado erosionado descansaba el hombre, mirando a lo lejos al otro lado del valle. Así tumbado veía a una gran distancia, pero en toda la seca extensión no había ningún movimiento visible...
La segunda noche llegó, y encontró a Ull entre los rugosos picos, el valle y el lugar donde había descansado muy atrás. Ya estaba casi fuera de la segunda sierra, y aún se apresuraba. La sed le había llegado aquel día y se arrepentía de su locura. Pero no podía haberse quedado con el cadáver, solo en las praderas. Procuró convencerse a sí mismo de ello y se apresuró aún más, esforzándose a pesar del cansancio.
Y ahora solo estaba a escasos pasos de que muro del acantilado se dividiera y le permitiera divisar la tierra que había más allá. Ull tropezó cansado por el camino pedregoso, cayéndose y magullándose incluso más. Estaba justo ante él aquella tierra donde se rumoreaba que los hombres se habían establecido; esa tierra sobre la que había oído historias en su juventud. El camino era largo, pero el objetivo era grande. Un peñasco de gigantesca circunferencia obstruía su visión; trepó ansiosamente sobre él. Ahora por fin podía contemplar bajo el sol decreciente su largamente buscado destino, y olvidó su sed y sus doloridos músculos al ver con alegría que un pequeño grupo de edificios se aferraba a la base del acantilado más lejano.
Ull no descansó; por el contrario, espoleado por lo que vio, corrió y se tambaleó y gateó el más de medio kilómetro que quedaba. Se figuró que detectaba formas humanas entre las ordinarias cabañas. El sol casi se había puesto; El odioso, devastador sol que había matado a la humanidad. No podía estar seguro de los detalles, pero las cabañas no tardaron en estar cerca.
Eran muy viejas, pues los bloques de arcilla duraban mucho en la inerte sequedad del agonizante mundo. Poco, en efecto, cambiaba excepto los seres vivos: las hierbas y los últimos hombres.
Ante sí una puerta abierta se balanceaba sobre rudimentarias clavijas. A la menguante luz, Ull entró con un cansancio mortal, buscando dolorosamente los esperados rostros.
Entonces cayó sobre el suelo y lloró, pues sobre la mesa se apoyaba un seco y antiguo esqueleto.
* * *
Se levantó por fin, enloquecido por la sed, insoportablemente dolorido y sufriendo la mayor decepción que cualquier mortal pueda conocer. Él era, pues, el último ser vivo del mundo. Suya la herencia de la Tierra… De todas las tierras, y todas igualmente inútiles para él. Se tambaleó, sin mirar la tenue forma blanca en la reflejada luz lunar, y cruzó el umbral. Deambuló por el pueblo vacío, buscando agua e inspeccionando con tristeza el largo tiempo vacío lugar, tan espectralmente preservado por el aire invariable. Aquí y allá había una vivienda, allí un primitivo lugar donde se habían fabricado cosas como vasijas de arcilla que contenían tan solo polvo, y en ningún lugar líquido con el que aplacar su ardiente sed.
Entonces, en el centro de la pequeña ciudad, Ull vio la boca de un pozo. Sabía lo que era, pues Mladdna le había hablado de cosas así. Con lamentable alegría, se tambaleó hacia adelante y se inclinó sobre el borde. Allí, por fin, estaba el final de su búsqueda. Agua —viscosa, estancada y poco profunda, pero agua— ante sus ojos.
Ull lloró con la voz de un animal torturado, buscando a tientas la cadena y el cubo. Su mano resbaló en el borde viscoso; y cayó de frente por encima del borde. Por un momento se quedó allí; entonces, sin un ruido, su cuerpo se precipitó hacia el oscuro pozo.
Hubo un leve chapoteo en la turbia superficie cuando se golpeó con una largamente sumergida piedra, desprendida eones antes de la enorme albardilla. El agua perturbada fue calmándose hasta recuperar su quietud.
Al fin la Tierra estaba muerta. El último y lamentable superviviente había perecido. Todos los rebosantes miles de millones; los lentos eones; los imperios y las civilizaciones de la humanidad culminaron de esta pobre y retorcida forma. ¡Y que titánicamente sin sentido había sido todo! Ahora, en efecto, habían llegado a su clímax final todos los esfuerzos de la humanidad; ¡que monstruoso e increíble clímax, a ojos de aquellos pobres necios autocomplacientes de los días prósperos! Nunca más el planeta conocería las atronadoras pisadas de los millones de humanos; ni siquiera el arrastrarse de los lagartos o el zumbido de los insectos, pues estos también habían desaparecido. Ahora había llegado el reino de las ramas sin savia y los interminables campos de endurecidas hierbas. La Tierra, como su fría e imperturbable luna, se entregó al silencio y la negrura para siempre.
Las estrellas siguieron silbando; todo el despreocupado plan continuaría durante desconocidas infinidades. Ese trivial fin para un insignificante episodio no les importó a las distantes nebulosas ni a los soles recién nacidos, florecientes, o agonizantes. La raza del hombre, demasiado nimia y momentánea como para tener una función o propósito real, desapareció como si nunca hubiera existido. A esa conclusión habían llegado los eones de su fatigosa y absurda evolución.
Pero, cuando los primeros rayos del mortal sol iluminaron el valle, una tenue luz encontró el camino hacia el agotado rostro de una figura rota tendida en el fango.