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Cosmos que se derrumban

Con H. P. Lovecraft. Fragmentos en gris escritos por Lovecraft.

Dam Bor pegó cada uno de sus seis ojos a las lentes del cosmoscopio. Sus tentáculos nasales estaban naranjas de miedo, y sus antenas zumbaban roncamente mientras le dictaba su informe al operador que tenía detrás.

—¡Ha llegado! —gritó—. Ese borrón en el éter no puede ser ni más ni menos que una flota de fuera del continuo espacio-tiempo que conocemos. Nunca ha aparecido nada igual. Debe de ser un enemigo. Da la alarma en la Cámara de Comercio Intercósmica. No hay tiempo que perder; a este paso, los tendremos encima en menos de seis siglos. Hak Ni ha de tener la oportunidad de poner en acción la flota de inmediato.

Levanté la vista del «Cajón Desastre de la Ciudad del Viento», que había cautivado mis inactivos días de tiempos de paz en la Patrulla Supergaláctica. El guapo y joven vegetal, con quien había compartido mi cuenco de natillas de oruga desde la más tierna infancia y con quien me habían echado de todos los antros de la ciudad intradimensional de Kastor-Ya, tenía un semblante de gran preocupación en su rostro lavanda. Después de haber dado la alarma, nos montamos en nuestras motos de éter y nos apresuramos al planeta exterior en el que la Cámara celebraba sus sesiones.

En el interior de la Cámara del Gran Consejo, que medía 2,6 metros cuadrados —con un techo bastante alto—, había reunidos delegados de las treinta y siete galaxias de nuestro universo inmediato. Oll Stoff, presidente de la Cámara y representante del Soviético del Sombrerero, alzó su hocico desprovisto de ojos con dignidad y se preparó para dirigirse a la multitud congregada. Era un organismo protozoario muy desarrollado de Nov-Kas, y hablaba emitiendo olas alternas de frío y calor.

—Caballeros —irradió—, nos acecha un terrible peligro del que debo haceros partícipes.

Todos aplaudieron ruidosamente mientras una oleada de nerviosismo se extendía entre el variado público; los que no tenían manos, culebreaban sus tentáculos hasta unirlos.

Continuó:

—¡Hak Ni, repta hasta el estrado!

Se hizo un silencio atronador, durante el que se oyó una leve indicación de la vertiginosa cumbre de la plataforma. Hak Ni, el valiente comandante de pelaje amarillo de nuestras filas a lo largo de numerosas entregas, ascendió a la imponente cima a centímetros del suelo.

—Amigos míos —comenzó, con un elocuente raspado de sus extremidades posteriores—, estas preciadas murallas y columnas no llorarán por mí…

En ese momento, uno de sus numerosos parientes lo aclamó.

—Recuerdo bien cuando…

Oll Stof lo interrumpió.

—Te has anticipado a mis pensamientos y órdenes. Ve y gana por la querida Intercósmica.

Dos párrafos más tarde, nos encontramos planeando entre innumerables estrellas hasta donde una tenue mancha de medio millón de años luz de longitud marcaba la presencia del odiado enemigo, al que no habíamos visto. No sabíamos qué clase de monstruos de grotesca deformidad pululaban entre las lunas de la infinidad, pero había una vil amenaza en el brillo que aumentaba de forma constante hasta abarcar todo el cielo. Muy pronto distinguimos objetos en la mancha. Ante todas mis áreas de visión horrorizadas se expandía un interminable despliegue de naves espaciales en forma de tijeras que nos resultaban totalmente desconocidas.

Entonces, desde la dirección en la que provenía el enemigo llegó un sonido terrorífico que pronto reconocí como una salva y un desafío. Me embargó una gran emoción en respuesta mientras recibía, con las antenas alzadas, la amenaza del combate con una monstruosa intrusión en nuestro bello sistema proveniente de abismos externos desconocidos.

Ante ese sonido, que era como una máquina de coser oxidada, pero más horrible, Hak Ni levantó el hocico desafiante, irradiando una autoritaria orden a los capitanes de la flota. Al instante, las enormes naves espaciales se colocaron en formación de combate, con solo cien o doscientas de ellas muchos años luz fuera de lugar.

La noche del océano y otros cuentos

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