Читать книгу La noche del océano y otros cuentos - Robert H. Barlow - Страница 11
ОглавлениеEl experimento
Por fuera era un modesto edificio nuevo de ladrillo, puede que hasta algo pequeño, teniendo en cuenta la ciudad, con una pulcra placa de latón en la puerta que rezaba Marcus Edwards, Médico. Sin embargo, quienes tenían cita con el médico quedaban invariablemente sorprendidos con sus métodos de tratamiento poco convencionales, que le habían granjeado rápidamente la reputación de locura. Las sociedades médicas lo repudiaban, pese a que algunos de sus hallazgos superaban a los realizados en los cuatro siglos anteriores. Lo habían acabado conociendo, en ciertos grupos esotéricos, como un experimentador independiente en el acervo popular de enfermedades y procesos mentales desconocidos, que, extrañamente, se basaba en runas ancestrales y prácticas mágicas salvajes.
Si alguien entraba, percibiría de inmediato que, aunque la estancia era grande, carecía de adornos y muebles innecesarios. Vitrinas de vidrio pulcramente pulido cubrían las blancas paredes, con estanterías de libros incongruentes entre ellas. Las encuadernaciones de los tomos eran antiguas, mucho más de lo que se podía esperar fuera de una biblioteca de incunables, y los títulos en latín eran inusuales para un sanatorio privado. No había obras médicas, sino, en su lugar, los tratados más extravagantes y fantásticos sobre brujería y nigromancia, entremezclados con obras sobre hipnotismo y temas relacionados. Ese lote aparentemente heterogéneo estaba cuidadosamente ordenado y etiquetado, y daba muestras de consulta frecuente.
Las vitrinas también estaban repletas de cosas que no eran instrumental quirúrgico. Es cierto que este también estaba presente, pero entre ellos se podía descubrir, totalmente fuera de lugar, algún dispositivo salvaje para exorcizar espíritus malignos o un cilindro de arcilla con curiosos grabados de una antigüedad increíble.
Sin embargo, de inmediato la vista se dirigía al objeto central: una mesa plana parecida a las que se utilizaban en salas de operaciones. Sobre ella reposaba una silueta de hombre: el joven Edwin Coswell, también estudiante, de medios independientes por su meritoria labor. Había conocido a Edwards tiempo atrás, después de que se hubieran cruzado sus caminos con frecuencia. Al ver que sus estudios se solapaban sin necesidad, habían aunado esfuerzos.
Junto a la mesa había un hombre alto y con barba — Edwards— dedicado a elaborar un extraño mejunje con el que alimentó un brasero llameante.
Todo estaba en silencio; las luces brillaban sobre el extraño casco que Coswell llevaba en la cabeza. Coswell estaba tumbado inmóvil, pensando tal vez en el experimento; el punto álgido de sus estudios.
Terminando los preparativos abruptamente, Edwards habló. Tenía una voz gutural.
—¿Estás preparado del todo?
El hombre de la mesa de operaciones asintió.
—Sí.
—Entonces cierra los ojos y relájate.
Así lo hizo. El humo del brasero se elevaba de forma constante.
—Pon la mente en blanco. No pienses en nada. Estás durmiendo… Durmiendo… Durmiendo…
Pese a su disposición, la mente de Coswell se rebeló. Sus pensamientos no dejaban de afirmarse, protestando y luchando con los del doctor. Edwards empezó a sudar y se pasó la mano con cansancio por la frente. Después, se inclinó hacia delante y se concentró atentamente en su esfuerzo telepático.
El cuerpo de Coswell se quedó lacio de repente. Durante un instante, Edwards permaneció a su lado, tambaleándose ligeramente por el gran esfuerzo mental. Luego dijo:
—¿Me oyes?
—Sí, te oigo —fue la grave respuesta.
—¿Estás despierto?
Hubo una breve vacilación.
—No.
El humo se retorció hasta formar siluetas fantásticas, aunque el aire seguía quieto.
—¿Pero estás consciente?
No hubo respuesta. Repitió la pregunta.
—Solo estoy consciente en el sentido de que puedes darme órdenes —fue la respuesta.
Edwards sonrió.
—Sigues estando profundamente dormido, pero tu ego abandonará su cuerpo. Te comunicarás conmigo. ¿Lo entiendes?
—Lo entiendo.
Durante un largo instante no hubo cambio aparente en la figura de la mesa. Después, todo color fue desvaneciéndose gradualmente de ella. Edwards se inclinó para observar la leve respiración con satisfacción. El corazón seguía latiendo lenta y tranquilamente.
Durante el periodo de tiempo en el que el alma de Coswell abandonó su hábitat, un cambio perceptible de lustre se hizo evidente en el extraño casco. Al principio mate y frío, se iluminó rápidamente hasta ser de un dorado vivo y palpitante.
—¿Estás fuera de tu cuerpo?
Un murmullo inaudible salió de los labios.
—¡Habla! —El semblante del doctor era tenso.
—¡Sí!
—¿Ahora estás consciente? —El humo flotaba en pesadas nubes narcóticas.
—¡Sí!
—¿Dónde estás?
—En un vacío gris que gira.
—¿Cómo es estar ahí fuera?
—Estoy solo. Un inmenso zumbido llena el universo… Puedo ver todo mi pasado y mi futuro. Y el pasado y el futuro de todo el orden natural de las cosas.
—¿Hay alguna… razón… en esta disposición ilógica? — preguntó el doctor con curiosidad.
—Sí, muy en el futuro. Es tenue, pero hay un resplandor.
—Trata de penetrarlo.
—No puedo.
—¿Qué te lo impide?
—No lo sé. Parece que me detengo en un punto determinado; a eones en el futuro.
—¿Puedes ver el pasado?
—Sí. Claramente.
—¿Qué hay?
—Una vorágine de llamas brillantes… que es el vasto sol que escupió a la Tierra.
—¿Y antes de eso?
—Vacío.
—Acércate más a nuestro tiempo.
—Parece que camino por una calle pavimentada con piedras gastadas. Visto prendas orientales…
—La escena cambia… Estoy en una selva de increíble belleza… Mi forma aún no es humana…
—Un esclavo cristiano bajo el dominio de Nerón…
—Un sacerdote druida en la antigua Bretaña. Se está llevando a cabo una ceremonia. No debo describirla.
—Las escenas no dejan de cambiar; ahora lo hacen más rápidamente.
—Un monje en una celda deprimente…
—Un salvaje africano…
—¡Las grises paredes de piedra de un castillo feudal!
Estas últimas palabras se pronunciaron con una intensidad tensa. Entonces, se calló, aunque sus manos se retorcían.
El rostro de Edwards se retorcía de agonía.
—¡Rápido, habla! ¿Qué ves?
Coswell estaba en silencio. De nuevo llegó la orden.
Emitió un sonido incoherente. Después, con evidente esfuerzo, empezó a hablar, solo para murmurar algunas palabras en una lengua extraña. De nuevo quedó en silencio, aunque sus labios se movían.
Después, en voz baja, llegaron las siguientes palabras:
—…foso. Hay muchos vestidos como yo, y todos están armados con ballestas. Unos pocos tienen armaduras. Estamos en las murallas, y desde la torre puedo ver las profundidades del bosque. Es primavera, y los extremos de las ramas se mecen como si hubiera brisa. Aguardamos el ataque, nerviosos. El hombre que nos dio la noticia esta mañana está abajo; muriéndose, quizás. Mejor sería. Luchar con enemigos humanos sería un juego de niños en comparación con los monstruos que tenemos que combatir. ¡Qué criaturas tan infames! Como si las medusas emularan a la humanidad; una repugnante parodia de las leyes naturales. Sus tentáculos son terroríficas cosas que se retuercen. Somos muchos, pero tengo miedo…
—El sol aún está alto. Desearía que combatiéramos antes del anochecer, pues mi valor flaqueará en un encuentro tras el crepúsculo.
El doctor interrumpió.
—¿Qué año es? ¿Qué país? —preguntó ansiosamente.
—Hace mucho; o tal vez no. No lo sé. Puede que sea el futuro, el Armagedón de la humanidad. El país es Illoe. Soy…
Su rostro se contorsionó, y su voz natural se abrió paso, atormentada, entre la monotonía sin vida.
—¡Despiértame, Edwards! ¡Por amor de Dios, despiértame!
Entonces, el apagado discurso continuó mientras Edwards se esforzaba en vano por despertar a su amigo. Apagó el brasero, lo agitó con violencia, ajustó rápidamente un pequeño dial en el casco, pero la voz muerta siguió inexorablemente.
—Ahora los vemos con bastante claridad. Tengo miedo, un miedo mortal. Son como habíamos esperado, pero ninguno de nosotros puede vencer las náuseas. Avanzan en manada ante el bosque. ¡Ojalá hubiéramos huido! ¿Pero a dónde?
—¿Cuando todo el mundo estará infestado? Qué inutilidad. Aquí está el último puesto remoto de nuestra especie, y estamos indefensos. ¿Debe ser exterminada nuestra raza? ¡Ay, si nuestros antepasados hubieran destruido a los primeros de ellos! O si tuviéramos las viejas máquinas de muerte… Pero se han desintegrado, como la raza.
—Se oye un tumulto lejano. El muro lejano se acerca. El sol está bajo; rojo. Hay miles de ellos, cada vez más cerca. Como temíamos, nuestras flechas apenas tienen efecto.
—Nuestros hombres se matan unos a otros. Es pura clemencia. ¡Cruzan el foso!
—Se llena de sus cuerpos mientras otros rezuman.
—¡Suben por las murallas!
Un único alarido de terror insoportable se arrancó de él. Entonces, se quedó quieto, mientras el casco de metal pasaba rápidamente a un tono apagado.
Tenía marcas extrañas, y su expresión era de lo más chocante.