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2. Precisiones

Ese fue el día en que las dudas desaparecieron y mi decisión se hizo obvia. En vez de escribir humanas historias o hacer estudios de casos, haría una recopilación; una que contuviera la máxima información posible de todos los accidentes que hubieran ocurrido en nuestras montañas.

Ahora, ¿qué significaba exactamente eso, cómo lo iba a llevar a cabo y qué resultado concreto originaría? Ni idea. Tanto así que me tomó una década adicional de idas y vueltas formalizar tal impulso.

Probablemente la primera gran determinación que surgió fue que, dada la cantidad de años que llevaba estudiando el tema, lo iba a implementar sin la participación de otros autores o instituciones. Por tres razones principales. Primero, porque ya estaba desarrollando una visión de la problemática de la accidentabilidad que no parecía tener símil en la comunidad local; lo que, en caso de asociarme con terceros, se expresaría en retrasos debido al desgastante proceso de conciliación que típicamente se da en grupos con puntos de vista heterogéneos. Segundo, que dada la cantidad de intereses creados que rondan a este tema (por ejemplo, a ningún centro de esquí le gustaría salir liderando algún ranking de accidentabilidad), por ningún motivo quería que la investigación perdiera el carácter de independiente con la que se iba a desarrollar; propósito que podría diluirse, sutil o brutalmente, si surgían conflictos de intereses que después tendrían que ser zanjados por un colectivo. Tercero, y no tengo problemas en admitirlo, si al hacerse público este trabajo llegaban reconocimientos, yo deseaba que estos se asociaran directamente a mi persona; o sea, nada más que el natural anhelo por retribución cuando un proyecto demanda severos esfuerzos por extensos períodos de tiempo.

Con eso claro, lo siguiente que se me hizo evidente fue que era demasiada ambiciosa esa idea de recopilar todos los accidentes producidos en montaña; tanto los fatales como los no-fatales. No era solo que los recursos de los cuales yo disponía para investigar eran finitos, sino que además existía la limitante planteada por la referida falta de datos históricos.

Deben entender que en montaña la gran mayoría de los accidentes no letales suceden sin dejar huella. Si un excursionista sufre un esguince, puede irse a su casa a tratarse por su cuenta; o si un escalador se fractura un brazo debido a la caída de una roca, el centro hospitalario al que acuda no tiene forma de establecer lo ocurrido (el herido perfectamente puede decir que se cayó por una escalera). Y eso es hoy; imagínense ochenta años atrás.

En cambio, los eventos con resultado mortal sí causan repercusiones públicas que pueden ser identificadas y contabilizadas. Consideración que, a fin de cuentas, fue la definitiva para tomar la decisión que el estudio solo se iba a enfocar en estos últimos: es decir, los accidentes de tipo letal. Lo que, dicho sea de paso, justificaba comenzar a rotular el incipiente trabajo como una “aproximación” al tema, dado que un importante segmento de eventos que también influyen en la accidentabilidad general (los casos no-fatales) no serían parte de él.

Con respecto a cuál marco conceptual emplearía, me tomó un poco más de tiempo resolverlo. Al principio quise usar algunos creados para otro tipo de actividades que también actúan en las montañas (como los de las operaciones mineras), pero estos resultaron ser inadecuados debido a lo radicalmente diferente que son las dinámicas de tipo industrial. Luego evalué replicar otros existentes en el extranjero vinculados a los deportes de aventura, pero, de nuevo, ninguno de ellos me pareció apropiado; ya sea porque eran demasiado alejados a nuestra realidad, no incorporaban el concepto del riesgo, o, incluso, varios de ellos eran más informales de lo que se hubiera esperado (haciendo de sus análisis convenientes comodines que podían explicar todo pero prevenir nada). Dado lo cual no me quedó más alternativa que el camino propio; o sea, crear un marco conceptual nuevo. Uno que no pretendería ser definitivo, pero al menos sí útil al fenómeno que modelaría.

La siguiente determinación fue una derivada de la anterior. Y es que, a pesar de que estaban los cimientos para desarrollar este trabajo como una investigación científica, preferí no seguir tal vía. Por cuatro razones. Primero, porque era irrealista pretender que una persona natural que no pertenecía al mundo académico pudiera en Chile acometer una tarea así bajo tal paradigma. Segundo, tenía mis dudas acerca de si tendría el tiempo y la capacidad para cumplir las exigencias del método científico. Tercero, publicarlo bajo la rígida formalidad de un paper me quitaría la libertad necesaria para comunicar lo realizado de la manera como me parecía más adecuada; esto es, una conversación ilustrada donde se comparten ideas y se educa al mismo tiempo que se es educado. Y cuarto, así tendría más opciones para resolver el laberinto que planteaba el problema de las definiciones; un aspecto fundamental que rara vez la gente visualiza y que requiere ser explicado.

Por si no lo habían notado, si se hace el esfuerzo de indagar dónde se originan los desacuerdos en la mayoría de las discusiones que pasan por honestas, se descubrirá que normalmente se debe a que hablan de cosas distintas. Sí, las palabras que utilizan los involucrados pueden estar conformadas por la misma secuencia de letras, pero eso no implica que para ellos tengan igual significado. Para el interlocutor 1 la palabra “XYZ” es “abcd”; para el 2, “abcdE”.

En el fondo, es un problema de comunicación. Situación que si bien se extiende a todos los aspectos de la vida, en lo que son los afanes diarios no resalta porque aquí la mayoría de los mensajes tratan de asuntos sencillos (si voy a un restaurante y pido una sopa, no me detendré a debatir con el mesero acerca del verdadero sentido de la palabra “sopa”). Sin embargo, cuando son temas más complicados, donde los análisis incluyen niveles de elaboración más abstractos (¿vivimos en democracia?, ¿es aceptable la pena de muerte?), de no establecerse acuerdos en el plano de las definiciones, será inevitable que surjan divergencias irreconciliables en la conversación.

Ante problema complejo, solución radical. Dado que no era realista definir cada uno de los conceptos que iban a ser utilizados en esta investigación, solo se especificarían aquellos que estaban llamados a desempeñar un rol central en el estudio (tales como “incidente”, “drogas” o “montañismo”); dejando el significado del resto de los términos (“accidente”, “turismo”, “riesgo”, “peligro”, etcétera) a aquello que la mayoría de las personas en nuestro país entiende por ellos.1

La última gran decisión tomada fue que, en base a lo explicado, y para evitar los errores en los cuales habían caído los intentos anteriores, este trabajo haría el máximo esfuerzo posible por centrarse nada más que en los hechos; sin indicar negligencias, hacer juicios o incluir valoraciones de ningún tipo. Hechos. Solo hechos. Simplemente hechos. Tratando de corroborarlos tanto como se pudiera, indicando las fuentes (idealmente testigos presenciales) y con el manifiesto deseo que al final el conjunto de datos fuese considerado un material verosímil.

¿El resultado de todo esto? Pues... aquí está. El libro que Ud. ahora tiene en sus manos.

Nada más y nada menos que el concluyente eslabón de una larga cadena de veinte años de elaboraciones, iniciada con una libreta de hojas blancas, una lapicera negra y una frustración que nunca terminó de incomodar.

1Un buen ejemplo de este problema de las definiciones son estas dos últimas palabras: “riesgo” y “peligro”. Porque, si bien para varios modelos de accidentabilidad utilizados en ámbitos laborales tales términos son nociones diferentes (el peligro se identifica, el riesgo se cuantifica), para la mayoría de la gente son sinónimos. Luego, consecuentemente, para este estudio también. Una aproximación que, en todo caso, se respalda en la Real Academia Española (RAE), la cual define “peligro” como un “riesgo o contingencia inminente de que suceda algún mal”.

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