Читать книгу No me olviden - Rodrigo Fica - Страница 6

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A fines de enero de 1997, Alfredo Suárez salió de Santiago de Chile con la intención de buscar trabajo en algún lugar que lo hiciera olvidar un poco la ingrata rutina que lo estaba asfixiando. Paz que en cierta medida encontró en los alrededores del pueblo de El Volcán, en el Cajón del Maipo, en donde permaneció todo aquel verano realizando diversas labores.

Pero nada es para siempre y, en la medida que el calor estival menguaba y llegaba el otoño, comprendió que debía buscar otro destino. Sin embargo, no quiso regresar a la capital, sino que tomó la decisión de atravesar la cordillera de Los Andes en dirección hacia Argentina; siguiendo un impulso que no supo explicar, pero que lo hizo hermano de tantos otros chilenos que también se han adentrado en nuestras montañas buscando respuestas.

Su viaje lo inició un día de mayo. Sin tener particular experiencia en saber cómo desenvolverse en terrenos de aventura, tuvo la entereza necesaria para resolver las dificultades que le plantearon las montañas, cruzar la frontera e iniciar el descenso hacia el oriente. Luego de lo cual, infortunadamente, se vio atrapado por una serie de fuertes nevazones que le hicieron luchar por su vida. Hasta que, desplazándose a duras penas, logró llegar a Real de la Cruz, un antiguo refugio militar argentino ubicado a la cuadra del Manzano Histórico; al oeste de la ciudad de Tuniyán.

Tras un descanso, Alfredo Suárez trató de continuar, pero la nieve caída y la llegada de nuevos frentes de mal tiempo lo obligaron a permanecer en dicho refugio; el único punto protegido del que disponía y que se transformó en hogar y también trampa al no poder avanzar o retroceder. Dado lo cual, se convenció de que lo más sensato era armarse de paciencia, puesto que tarde o temprano llegaría el momento en que las condiciones cambiarían y él podría escapar. Así es que eso fue lo que hizo. Esperar. Sin nunca perder la certeza que seguiría viaje.

No obstante, con el paso de los días y luego semanas, la comida se fue acabando. No le quedó más opción que racionar. Primero a la mitad, luego a un cuarto, después a un quinto. Aún así no fue suficiente y tuvo que comer raíces y cueros; también su cinturón. Y cuando ni eso quedó, buscó por sobras debajo de las camas, entre los tabiques y también en los alrededores del refugio.

Todo esto en medio de temperaturas tan insoportablemente bajas que lo forzaban a pasar la mayor parte del día dentro de su saco de dormir; a pesar de lo cual el frío seguía dominando. Sin más alternativas, debió quemar la madera que iba encontrando por el refugio. Unos palos por aquí, otros por allá; incluso la banca de madera que usaba para sentarse.

Pero los temporales se sucedieron uno tras otro y la oportunidad de escapar nunca llegó. Con cada amanecer Alfredo sintiéndose más débil, pasando sus tardes durmiendo en un estado de semi-inconsciencia y despertando con energías apenas suficientes para, a la luz de la única vela que le iba quedando, continuar escribiendo su historia en un diario de viaje que llevaba consigo. En donde expresaba su fe religiosa, su infancia, sus grandes amores, sus pensamientos más íntimos.

Solo y abandonado, sabiendo que no habría más atardeceres tibios que contemplar y sin haber tenido nunca esa oportunidad por la que tanto había luchado, Alfredo Suárez falleció en dicho sitio en algún momento de aquel crudo invierno de 1997.

Varios meses después sus restos fueron hallados por un grupo de visitantes argentinos que recorría la zona, quienes lo encontraron dentro de su saco de dormir, en el piso, al lado de un catre. Y, sobre los restos de lo que había sido aquella última vela... su libreta.

Una en la cual todavía se podía leer claramente las últimas dos frases que él escribiría en su vida: “Viva Chile” y “por favor, no me olviden”.

No me olviden

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