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Prólogo

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Este libro es el resultado de una investigación sobre un descubrimiento antropológico que mi maestra, Esther Hermitte, antropóloga social de nacionalidad argentina, concibió hace cincuenta años para su tesis doctoral en la Universidad de Chicago, Estados Unidos. Su extraordinaria experiencia en los Altos de Chiapas, la “zona fría” de ese mosaico cultural que fue objeto de la dura conquista española y de la no menos dura nacionalización mexicana, además de campo de la mejor antropología social anglosajona de mediados del siglo XX, es un capital del que no podemos prescindir en la construcción de las antropologías del continente y en el aprendizaje del oficio de “hacer etnografía”.

Para comprender aquella experiencia que derivó en el descubrimiento de un gobierno sobrenatural que esquivaba con cierto éxito los tentáculos del poderoso aparato estatal mexicano, fue necesaria, además de las fuentes escritas que dejó Esther, la disposición a imaginar, casi arqueológicamente, un rumbo que se hizo camino al andar. Vista de cerca su investigación, como probablemente la mayoría de su estirpe etnográfica, no discurrió en línea recta, aplicando las consignas teóricas sobre “el material empírico recolectado”. En los años que le llevó concretarla –1959-1965– Esther tomó una serie de grandes y pequeñas decisiones que, vistas desde el siglo XXI, requirieron de nuestras hipótesis interpretativas para reconstruir su desenvolvimiento. Estas hipótesis resultaron, además de los materiales propiamente dichos –acaso rotulados como “fuentes secundarias”–, de diversos intercambios intelectuales y afectivos que mantuve con antropólogos sociales argentinos, mexicanos, brasileños y norteamericanos, investigadores consolidados y candidatos de maestría y doctorado en antropología y ciencias sociales. Y porque fui enhebrando sus aportes en mi composición, decidí redactar esta obra en la primera persona del plural. Convergieron aquí colegas y estudiantes de distintas épocas: los jóvenes contemporáneos de Esther que asistíamos a sus cursos en el Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES) de Buenos Aires, Argentina, entre 1977 y 1982, como Mauricio Boivin, Victoria Casabona, Nora Garrote, Carmen Guarini, Blanca Carrozzi, Ana Rosato, Fernando Jaume, Martha Rombo, Claudio Paleka, Carlos González, Mirta Barbieri, Juan Carlos Radovich, Mónica Berón, entre los muchos que buscábamos hacer una antropología menos exotista, más aplicada y actual; también los colegas de Esther que la acompañaron antes de partir a Chicago –Elena Chiozza, Amalia Sanguinetti de Bórmida, Zunilda van Domselaar– y desde su regreso –Leopoldo Bartolomé, Carlos Herrán (h.), Beatriz Alasia de Heredia, Alejandro Isla–; además, los investigadores que apenas la conocieron o que supieron de ella por comentarios y por sus escritos, que integraron conmigo el Grupo Taller de Trabajo de Campo Etnográfico del IDES entre 1993 y 2004, y con quienes hicimos un primer artículo sobre su investigación –“De las notas de campo a la teoría. Descubrimiento y redefinición de «nahual» en los registros chiapanecos de Esther Hermitte” (1998)–: Virginia Vecchioli, Andrea Mastrangelo, Sabina Frederic, Rolando Silla, Carolina Feito, Alejandro Grimson, Brígida Renoldi, Iris Fihman, Elías Prudant, Eugenia Ruiz Bry, Patricia Durand y Christine Danklemaer. Algunos encuentros con June Nash, veterana antropóloga de Chiapas, y también con las compatriotas Judith Freidenberg y María Laura Lagos, residentes por largo tiempo en Estados Unidos, ayudaron a contextualizar aquel emprendimiento.

Cuando empecé a enseñar con los materiales que Esther nos legó –diarios de campo, esquemas, mapas, listados, notas, transcripciones, cintas grabadas, papeles sueltos y unas pocas fotos–, se incorporaron las voces de mis alumnos de Métodos de Investigación Etnográfica en la maestría de Antropología Social del IDES-IDAES/UNSAM (desde 2004), y en los posgrados antropológicos de Misiones, Córdoba y Norte de Chile (desde 2008), y también los estudiantes del posgrado de Ciencias Sociales del IDES-UNGS (2010-2011), de algunas clases en la ENAH de México (2009), en la UFRGS de Brasil (2010) con los estudiantes del curso regular de las queridas colegas Cornelia Eckert y Ana Luiza Carvalho da Rocha, y los colegas y estudiantes del flamante doctorado en Antropología de la Universidad Nacional de Colombia (2011). Este plural mundo de interlocutores al que debo sumar a Esteban Krotz de la Universidad de Yucatán y la UAM-Iztapalapa, a Carlos Uribe Tobón de la Universidad Javeriana de Colombia y a los miembros del Centro de Antropología Social del IDES que Esther Hermitte creó en 1974 y yo continué desde 1992, me viene acompañando en sucesivas exposiciones y discusiones que me ayudaron a reconstruir una investigación formidable que, según creo coincidimos, vale la pena exponer en el formato más estable de un libro.

Cuando estaba dando los toques finales de esta composición, el rector de la Universidad Intercultural de Chiapas y antropólogo Andrés Fábregas Puig me invitó a participar en el segundo foro de “Las ciencias sociales en Chiapas” (2010). En 2006 Fábregas había tenido la grandiosa gentileza de publicar, con el Centro de Antropología Social del IDES, su diario de campo bajo el título Chiapas en las notas de campo de Esther Hermitte. Su invitación en 2010 me permitió conocer, al menos someramente, el ambiente chiapaneco, algunos sitios importantes para la antropología mesoamericana y algunas fisonomías con las que Esther debió intimar durante sus casi dos años de estadía. “Estar ahí” me obligó a reparar en la enorme presencia de Chiapas en la realidad de ese país, pero no sólo como excusa para el desarrollo teórico de una disciplina; también, quizá fundamentalmente, ese viaje me sumergía en una realidad que era, también por entonces y en sí misma, poderosamente académica.

No puedo remediar, con tan breve acercamiento, mi relativa ignorancia sobre otra antropología latinoamericana que albergó a tan destacados intelectuales cuando la academia de mi país los expulsaba. Por eso le pedí a un compañero de Esther en el equipo de Chicago, además de extraordinario conocedor y estudioso de la antropología mexicana, que nos explicara el mundo intelectual-antropológico de 1950-1960. Andrés Medina Hernández, a quien conocí en ese foro de 2010, accedió gentilmente a mi solicitud. Su reconstrucción pormenorizada y minuciosa de las redes académicas y personales –expuestas en el estudio preliminar que escribió para este libro– da cuenta de un clima que excedía a la poderosa Chicago. México y Mesoamérica no eran sólo “el campo” de las academias metropolitanas, sino también muy activos protagonistas de la creación teórica fundada en el trabajo de campo etnográfico, labor en la que participaron mexicanos, argentinos, colombianos y una cubana. Parte del registro fotográfico de Andrés Medina ilustra este volumen y ojalá contribuya a abreviar las distancias entre nuestras antropologías y nuestras épocas, y a revisar las nociones acerca de los posicionamientos que nuestras academias ocuparon en el pasado.

A todos y cada uno de ellos, a quienes deseo sumar a Santiago Álvarez quien aceptó reeditar Poder sobrenatural y control social en 2004, y a mis amigos y colegas Diana Milstein, Ester Kaufman, Patricia Vargas, Ana Domínguez Mon, Beatriz Ocampo y Sergio Visacovsky les agradezco su presencia y sus puntos de vista, a sabiendas de que la responsabilidad de este escrito me corresponde en sus aciertos y en sus deficiencias.

Si el conocimiento, sobre todo el etnográfico, no puede ser impersonal, es porque se sitúa entre las personas, entre las realidades y entre las distintas capacidades que desarrollamos los seres humanos –no sólo sus científicos sociales– para vivir y, como una de las actividades vitales, para conocer. Por eso este texto busca desentrañar los tesoros escondidos y las honduras acaso inconfesables de una investigación etnográfica que discurre por varios pasajes que no son de exclusivo arbitrio del investigador. Espero pues ayudar a reconstruir la lógica que Esther debió crear para entender una realidad exóticamente próxima. Quizá el principal hallazgo de esta (nuestra) investigación sea demostrar que Esther se volvía más sabia cuanto más la permeaban sus pinoltecos y más se reconocía afectada por ellos en sus recelos, simpatías y temores. Su investigación se tornaba más profunda cuanto más evidente le resultaba su propia ignorancia, y tomaba cauces más resueltos cuando admitía sus incertidumbres. ¿Dónde quedaría el puente que uniría estos azares con las certezas requeridas en la presentación de una tesis doctoral? ¿Qué hacer ante las eventualidades del campo sobre las que nada dicen los manuales ni los artículos académicos? ¿Cómo incorporarlas a la comprensión y enunciación del proceso de conocimiento? Escuchando a aquellos con quienes estamos y a quienes queremos conocer; a nuestros colegas locales, a los baquianos profesionales y a los menos experimentados; incluso a los advenedizos, a los improvisados, a los fatuos y a los mentirosos; a todos los que “estando allí” nos hacen la vida posible y a veces también imposible… en fin, a quienes nos enseñan que la arrogancia académica con la que fuimos en su busca puede revertirse en gratitud y sabiduría gracias a su tolerancia y a su íntima fortaleza.

ROSANA GUBER

Buenos Aires, 13 de agosto de 2011

La articulación etnográfica

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