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Introducción

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A comienzos del siglo XXI los investigadores en ciencias sociales nos vemos arrastrados por una marea cualitativa. Ya no bastan las estadísticas para describir a los conjuntos sociales porque, escuchamos decir, hay algo más en la gente que indicadores censales y encuestas de opinión. Los estudiantes de grado y, sobre todo, los de posgrado llegan a los cursos de “métodos” pidiendo “más herramientas” que les permitan dar cuenta de cómo piensan y viven los residentes en las ciudades, los empleados y los desempleados, los grupos de fe, los jóvenes y los ancianos, las mujeres y los inmigrantes. Puestos a esclarecer estas demandas, surge que el requerimiento no es por “más” herramientas, sino por “otras” percibidas acaso como más genuinas para penetrar en las muchas formas que los seres humanos tenemos de vivir y de pensar, incluso dentro de una misma sociedad. Entre esas “otras herramientas” el recurso a los métodos etnográficos ha tomado un carácter imperioso entre los graduados en educación, ciencias políticas, comunicación, trabajo social, sociología, economía y administración, por no incluir también a profesionales en ciencias médicas, derecho, veterinaria, arquitectura y diseño. La necesidad parece suplirse con la extensión de un curso sobre trabajo de campo, observación participante y entrevista en profundidad, que le brindará al novicio una sensibilidad o “mirada” capaz de recuperar “la perspectiva nativa”. Pues bien, ¿es esto efectivamente posible?

Las ciencias antropológicas en general –la etnología, el folclore, la arqueología, la antropología forense, la antropología biológica– y la antropología social en particular han recurrido a la etnografía para dar sentido a formas de vida extrañas a Occidente y a la era industrial. Desde fines del siglo XIX esas “herramientas alternativas” comenzaron a emplearse con pretensiones de sistematicidad y, aunque el primer y único texto fue, por mucho tiempo, la introducción de Bronislaw Malinowski a Los argonautas del Pacífico occidental, de 1922 texto de extraordinaria vigencia–, los artículos relatando experiencias, las autobiografías y los manuales de “cómo hacerlo” fueron ingresando, giro reflexivo mediante, a las secciones metodológicas de los fondos editoriales. Sin embargo, esta literatura no alcanza a dar cuenta de cómo usamos los antropólogos los métodos etnográficos en tanto que fase de la investigación (también) etnográfica.

Generalmente, y según puede inferirse de los programas de estudio, la unidad del proceso investigativo, incluso del antropológico, parece atribuirse a la teoría. Serían sus preceptos y conexiones los que, se cree, mueven al investigador a elegir su tema, establecer su problema, construir su objeto, e ir al campo para ver y escuchar aquello para lo cual esa teoría lo habilita. En esta línea, serían sus preceptos los que vendrían a organizar nuestro trabajo de campo y a perfilar cierto tipo de información que decimos “construir” como “datos”.

Es probable que la creciente popularidad de los métodos cualitativos en la investigación social provenga de la igualmente creciente insatisfacción con esta misma certeza que, premeditadamente o no, termina ubicando el trabajo de campo y el material resultante en un lugar epistemológicamente subsidiario. Esta insatisfacción es bastante lógica en antropología porque la subsidiariedad del trabajo empírico afecta no sólo el estatus de los datos sino también del proceso general de conocimiento. Ese proceso recibe el nombre de “etnográfico”. Un antropólogo suele emplear métodos etnográficos (trabajo de campo) para reunir material que expondrá en su etnografía (género textual académico) al cabo del proceso en que adopta un enfoque en el que requiere comprender teóricamente un fenómeno social desde la perspectiva de sus protagonistas (Guber, 2011). Desde esta postura, entonces, ¿dónde radica la unidad de su proceso de conocimiento? Si se responde “en la teoría”, ¿cómo justificar una prolongada estadía en el campo, repleta de incomodidades y de obstáculos? ¿Qué valor, más allá de su exotismo, tienen aquí los datos habidos en la cotidianidad de una población extraña? Y si, por el contrario, se esgrime que la unidad de la investigación y, más aún, su elemento distintivo proviene del campo, ¿cómo establecer y comunicar la significación de los datos, sin parecer diletante o impresionista?

Para salir de este aparente callejón, podemos aplicar la muy antropológica distinción entre lo que la gente hace y lo que dice que hace a los investigadores mismos. Más allá de discutir en términos teóricos con sus pares académicos acerca de lo que dice que ha hecho en su investigación, el investigador sabe que necesita ofrecer sus datos de campo a riesgo de perder credibilidad y sabe, también, que esos datos los obtuvo en formas bastante ateóricas (o preteóricas), intuitivas, inesperadas y hasta casuales. Más aún: sabe que el baño de teoría es un arreglo a posteriori, un dispositivo que comienza a operar después de haber llegado, haber visto, hablado y escuchado no todo pero sí lo suficiente. Así, buena parte de sus esfuerzos reside, precisamente, en asignarle un valor teórico a la información obtenida a lo largo de un proceso que tiene su propia dinámica, jalonada por procedimientos y enmarcada en situaciones que quedan bastante alejadas de la concienzuda y minuciosa discusión conceptual.

Afortunadamente, hace mucho tiempo que la antropología viene haciendo dialogar datos y teoría de maneras muy fructíferas, aunque tal diálogo suela entablarse predominantemente en torno al texto final. Quizá por eso el papel de la teoría aparezca sobredimensionado frente al de las otras etapas de la investigación. En las fases que preceden a la redacción etnográfica, conceptos y prácticas teóricos, de sentido común y nativos se topan en distintas dosis y con diversos impulsos, presentándose en disposiciones no siempre planificadas. Aún no sabemos cómo sucede esto a lo largo de la investigación, pero sí sabemos que el famoso “marco teórico” está lejos de explicarlo. Si lo hiciera, todas las investigaciones encuadradas en una misma corriente serían demasiado similares y descubrirían más o menos lo mismo. Sin embargo, los modelos de redacción etnográfica presentan cierto aire de familia en el interior de las corrientes y las épocas, lo cual no llega a opacar la originalidad y la creatividad que resultan de los actores y de los autores. Entonces, ¿no residirá la unidad del proceso de investigación más en esa referencia tripartita del término “etnografía” –abarcando, claro está, su dimensión teórica–, que en un solo punto o aspecto de ese proceso (“la teoría”, “el trabajo de campo”)?

Para averiguarlo hemos decidido analizar una investigación específica y concreta en cuyo recorrido intentaremos reconocer lo que hemos llamado aquí “la articulación etnográfica” de sus segmentos y dimensiones, desde su concepción hasta su conclusión. En este libro nos proponemos reconstruir una investigación socioantropológica para comprender cómo se integran sus partes desde la perspectiva de quien la ha llevado a cabo, la antropóloga argentina Esther Hermitte. Su camino académico y personal de posgrado se inició en 1958, año de su partida a Estados Unidos, y culminó en 1965, año de su regreso a la Argentina. En el ínterin obtuvo su Master of Arts (maestría) y su Philosophical Doctor (doctorado) en el Departamento de Antropología de la Universidad de Chicago. Las razones de esta elección tienen algo de personal, algo de práctico y algo de académico.

En cuanto a lo personal, es éste un reconocimiento a quien fue una verdadera maestra de trabajo de campo etnográfico para una generación de antropólogos argentinos. Ella identificó para nosotros los hilos dorados del maravilloso estandarte antropológico, las palabras mágicas para ingresar a la gruta donde el Alí Babá del mundo social esconde los grandes tesoros de ser humanos; la llave maestra de, por eso, una disciplina a la vez social y humanística: la antropología. Fue en sus cursos sobre “Técnicas de trabajo de campo” en el Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES) de Buenos Aires donde varios, al escucharla, ingresábamos a una dimensión que solía estar ausente de libros y artículos y, sobre todo, de los debates públicos en aulas y congresos.

En cuanto a las razones de orden práctico, después de su fallecimiento en julio de 1990, quienes integrábamos el Centro de Antropología Social que ella había fundado en el IDES, en 1974, procedimos a guardar sus papeles personales y sus manuscritos, incluyendo los materiales de sus dos principales investigaciones, la de Chiapas y la de Catamarca (con Carlos Herrán). Esto es: disponíamos de todos los recursos para emprender una investigación sobre otra investigación acotada en el tiempo (y en las cajas).

En cuanto a lo académico, y contra la objeción de que ya no se investiga como en la década de 1960, señalamos, en primer lugar, que esta investigación se encuadra en una de las líneas dominantes con que la antropología se constituyó y “universalizó” como una ciencia moderna. En segundo lugar, toda investigación adopta alguna perspectiva, de manera que lo que importará aquí no es tomar la investigación de Hermitte como un modelo a reproducir, sino como una lógica a reconocer. Y en tercer lugar, es sorprendente cómo el campo y la flexibilidad de la investigadora permitieron llegar a conclusiones que no condicen ni con el equilibrio ni con la integración que se le suele atribuir al marco estructural-funcionalista de entonces.

Así, aun cuando una investigación etnográfica no pueda estandarizarse, los puntos en común con otras investigaciones provendrán, precisamente, de su singularidad, la que la hará comparable con el desarrollo y los resultados de otros trabajos. Para que esto sea posible, necesitamos reconocer dónde reside la singularidad de una investigación etnográfica. Esa singularidad, sugerimos, reside en su articulación, es decir, una serie de puentes que en forma de preguntas y apuestas (o hipótesis) va tendiendo el investigador desde que esboza su objetivo inicial en el proyecto hasta que presenta su trabajo final tras la enésima corrección. Precisamente, nos referimos a “investigación etnográfica” en tanto: a) trabajo de campo, etapa crucial e inexcusable; b) un proceso de conocimiento que incluye, como otros, una conceptualización inicial o proyecto, la identificación de un problema central y de problemas secundarios, la selección y articulación de conceptos; c) la perspectiva comparada con otros casos, la organización de los materiales empíricos obtenidos en terreno y su aplicación para resolver los problemas planteados y para descubrir otros nuevos, y d) nos referimos, también, a organización textual con argumento y sucesión de capítulos y secciones, con la inclusión del material empírico.

Cuando hablamos de “trabajo de campo”, estamos refiriéndonos a más cuestiones que las aplicadas a la obtención de información. Hablamos también de la articulación de lógicas que suelen ser distintas y a menudo contradictorias; incluimos aquí lógicas teóricas y socioculturales del mundo del investigador y del mundo de los investigados o, como hemos dicho en otra parte, correspondientes a la reflexividad1 del investigador en tanto ser académico, la reflexividad del investigador en tanto ciudadano y las reflexividades de los sujetos de estudio (Guber, 2011). El trabajo de campo suscita, además, los tiempos de esa articulación, los procesos de reconocimiento e identificación de esas diversas reflexividades, hasta que el investigador se da cuenta de que la reflexividad de sus interlocutores no es la suya propia; ni la personal, ni la ciudadana, ni la académica. Cuando hablamos de trabajo de campo, aludimos a pistas encontradas, reconocidas, olvidadas y negadas, hablamos de advertir problemas nuevos y de cómo hacerles un lugar en nuestros esquemas conceptuales, hablamos de descubrir vetas promisorias y, sobre todo, de darnos cuenta de que las hemos descubierto. Y, por supuesto, hablamos de situaciones de interacción y de participación, de reconocernos en ellas y de convertirlas en nuestras vías de conocimiento tratando, en lo posible, de no imponer patrones de observación, presencia y comunicación que les resulten ajenos o violentos a nuestros interlocutores (de campo).

En este libro, entonces, intentaremos reconstruir la articulación etnográfica de una investigación antropológica concreta, planteando lógicamente las preguntas que nos permitan reconocer el proceso de conocimiento de Hermitte y las preguntas que nos permitan bucear en los dilemas reales que se le plantearon a la investigadora a lo largo de su trayecto. Recorreremos para ello las etapas, las instancias y los materiales de la investigación socioantropológica que llevó a cabo esta candidata doctoral en antropología en la Universidad de Chicago, entre 1959 y 1964, y dispondremos de los materiales del archivo personal y de una de las colecciones especiales de la Universidad de Chicago, correspondientes a la investigación Man in Nature.

La articulación etnográfica

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