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1965-1990: un regreso sin gloria

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Las razones de su vuelta debieron ser varias y caen en el terreno de la especulación: quizá ser hija única de una madre añosa y largamente viuda devolvió a Esther al Río de la Plata, hecho que coincidió con las primeras graduaciones en la licenciatura en Ciencias Antropológicas de la Universidad de Buenos Aires, con la misma orientación oficial que Esther había dejado siete años antes. Sin embargo, las preocupaciones de estos flamantes graduados eran bastante diversas y, en unos cuantos casos, divergían de la orientación filosófica del Departamento.

Estados Unidos no era buena palabra para los universitarios argentinos (y latinoamericanos) en proceso de veloz radicalización y encantamiento con la revolución cubana (1959) y proporcional rechazo a la naciente guerra contra el gobierno de Vietnam del Norte y la guerrilla comunista del Vietcong (1959). La permanencia de Esther en Estados Unidos no pudo ser más contemporánea de las ominosas intervenciones del aparato estatal norteamericano en el plano internacional y en las conciencias de los ciudadanos de ese país. La Guerra Fría (1946-1964) y la paranoia macarthista contra los reds (rojos) en las ciencias, las humanidades, la prensa y las artes, las denuncias de la Thailand Controversy (Wakin, 1992) y del Camelot Project en Chile (1964), conllevaron un movimiento inverso de prevención generalizada de cierto espectro intelectual latinoamericano contra toda presencia estadounidense en forma de visita de profesores, financiamiento, respaldo de fundaciones y envío de jóvenes a sus prestigiosos posgrados. ¿Cómo ponderar las vinculaciones entre el mundo académico de un país con las razones de Estado? ¿Cómo delimitar la ciencia aceptable de la inaceptable en un contexto académico que derramaba dólares creando fundaciones, expertos y universidades, que cobijaron tanto a colaboradores de la Guerra Fría –George Murdock, Karl Wittfogel, Michael Moerman entre otros (Price, 2004, 2008)– como a sus tenaces críticos– Eric Wolf, Carl Jorgensen o Gerald Berreman? Si el NIMH, la Comisión Fulbright y la National Science Foundation eran excelsos productos de la segunda posguerra y la difusión del americanismo (Patterson, 2000), ¿acaso quienes fueron financiados por estas poderosas entidades participaban de su afán imperialista? (ver Gil, 2010, acerca del debate argentino sobre el Proyecto Marginalidad, financiado por la Fundación Ford).

Una vez más, las cuestiones no se dirimen en términos abstractos ni universales. Los criterios para establecer la polución o la pureza de las actividades y los conocimientos son histórico-contextuales. ¿Habría que juzgar la labor académica de Esther en función de sus fuentes de financiamiento, o atendiendo a sus conclusiones, su perspectiva teórica y su articulación entre datos y conceptos? ¿Acaso por su sagaz descubrimiento chiapaneco?

Nuestra respuesta a este tipo de interrogantes fue tratar de quitar a Esther de un absoluto moral y reintegrarla a una generación cuyos intelectuales, nacidos en la década del 20, tomaron cierta distancia de los “antropólogos comprometidos” de los 60-70 (nacidos entre fines de los 30 y en los 40). Quizá Esther había labrado su ser académico a la sombra de un liberalismo renuente a toda injerencia de la política nacional en el mundo universitario. Esta actitud estaba fundada en su nefasta experiencia durante la década peronista, cuando su profesor Francisco De Aparicio que era, a su vez, director del Museo Etnográfico, profesor de arqueología y presidente de la Sociedad Argentina de Antropología, fue apartado de sus cargos para morir poco después en el mayor ostracismo. El grupo de estudiantes y recién graduados que ella integraba (Akida, en Lafón, 1976; Guber, 2004) quedó desmembrado, y ella se apartó de la Facultad y del Museo Etnográfico para buscar otros horizontes. Su liberalismo antiintervencionista no nació en 1966, cuando de todos modos fue la única con cargo de “profesor” en Ciencias Antropológicas que renunció en protesta contra el vandalismo policial de la llamada “noche de los bastones largos”. Ese liberalismo nació frente a Juan Domingo Perón, en un clima donde los jerárquicos cuerpos profesorales denostaban el carácter improvisado y obsecuente, que apodaban “flor de ceibo”, de quienes decidían quedarse en la universidad. Si a esto se le agrega la inserción concreta de esta extranjera “hispana” y divorciada, sin hijos, en uno de los mejores departamentos de antropología de la academia metropolitana, con sus lúcidos y dedicados profesores, sus amplísimas bibliotecas y un dinero en apariencia infinito con el cual solventar lo que su nativo Conicet ya no podía darle, es quizá comprensible el silencio que Esther mantuvo el resto de su vida acerca de la persecución ideológica estatal y los servicios prestados por algunos colegas al Departamento de Estado. Allí estaban los debates que suscitaban en la American Anthropological Association sus admirados Eric (Wolf) y Gerry (Berreman), autores que nunca cesó de recomendar a sus estudiantes argentinos y que ella misma utilizó en sus investigaciones posteriores.

En suma, haberse graduado en Estados Unidos no le reportó grandes dividendos académicos ni económicos, ni tampoco le aseguró una apacible vida en la academia del Río de la Plata, pese a que le facilitó el logro de algunos éxitos puntuales. En 1965 fue incorporada por el Instituto Torcuato Di Tella, donde llevó a cabo investigaciones en el noroeste, el nordeste y la Capital Federal de la Argentina. En el noroeste, la experiencia catamarqueña la desarrolló con su asistente y entonces joven colega Carlos A. Herrán, como investigación y consultoría al Consejo Federal de Inversiones. Allí trató de determinar por qué las cooperativas que alentaba el gobierno federal para tejedoras de poncho y chales, y para minifundistas pimentoneros, no remediaban la desigualdad ni la emigración (Hermitte y Herrán, 1970, 1977; Hermitte, 1972a, 1972b, 1984; Hermitte y Klein, 1972-1979). En el nordeste relevó la situación aborigen en la provincia del Chaco, como coordinadora de un extenso equipo de campo del cual ella misma era parte, para demostrar que los aborígenes no necesitaban integrarse a la sociedad nacional, sino hacerlo de otra manera (Hermitte e Iñigo Carrera, 1977; Hermitte y equipo, 1996; Vecchioli, 2002). Toda esta producción, sin embargo, fue siempre marginal a las universidades centrales de la Argentina –Buenos Aires y La Plata–, a las que no pudo ingresar como profesora regular, y al Conicet. En el ostracismo impuesto a la antropología social por los etnólogos que condujeron las instituciones académicas públicas entre 1975 y 1983, Hermitte residió en el IDES, donde creó un centro de discusión y formación superior, el Centro de Antropología Social. Durante el Proceso de Reorganización Nacional permaneció en la Argentina dando cursos sobre temáticas y autores que, salvo en Misiones, no se impartían en las pocas carreras de antropología que quedaban en pie. Así, pese a su distancia premeditada de las cuestiones político-académicas, fue más una víctima que una triunfadora en el mundo institucional antropológico argentino. Con este volumen esperamos suscitar cierto reconocimiento a su olvidada o desconocida obra.

La articulación etnográfica

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