Читать книгу Cadena de mentiras - Rowan du Louvre - Страница 10
ОглавлениеCrucé el río Garonne por el Pont Neuf que une el centro de Toulouse con la barriada Saint Cyprien. Estacioné el vehículo cerca de la Pièce, una cafetería que acostumbraba a frecuentar con mis amigos, solo que en esta ocasión, como en tantas otras, me disponía a tomar algo sin compañía. Abrí la puerta de cristal y me dispuse a entrar en aquel salón que normalmente estaba saturado de gente. Casualmente, detrás de mí entró un hombre que aparentaba algunos años más que yo. No sabría explicar los motivos que me indujeron a fijarme en él. Era absurdo negar que aquel tipo gozaba de atractivo físico para los ojos de cualquier mujer, sin embargo, no era capaz de entender por qué no tenía la fuerza de voluntad necesaria para dejar de mirarle. Por alguna razón tenía la sensación de haberle visto antes. Me deleité contemplándole. Era alto, de complexión media, cabello castaño, nariz recta, labios carnosos y ojos… ¡Qué ojos! ¡Eran verdes! De un verde que invitaba a perderse en ellos.
Ambos tomamos asiento en la barra del café con una separación prudencial de poco más de medio metro, para esperar pacientemente que alguna de las tres camareras decidiese hacer acto de presencia. Durante la espera, que aunque imagino que fue breve a mí se me hizo eterna, traté en vano de concentrarme en cosas triviales como el azul del mar, la brisa de la montaña, en cómo había amanecido hoy la ciudad… Pero nada de eso lograba sacar de mi cabeza la profundidad de aquellos ojos. Para colmo, ahora había comenzado a llegarme también el olor de su perfume. Una esencia intensa difícil de olvidar. Me dejé embriagar, sin ofrecer demasiada resistencia, por aquel aroma que me abordó a traición, logrando eclipsarme.
Mientras tanto, al otro lado de la barra y tras servir un par de cafés a una pareja, por fin una camarera se percató de nuestra presencia y se acercó a nosotros. Lo primero que me desagradó de aquella mujer fue que no saludó, tan solo se dignó a sacar su libreta y un bolígrafo y preguntar en un tono simple y bastante seco:
—¿Qué va a ser?
—Un cappuccino —respondí tímidamente antes de asegurarme de que aquella pregunta fuese dirigida a mí.
Y así, tras esas palabras, el peor día de toda mi vida se tornó más tétrico si cabía. Pese a que mi respuesta fue formulada en el mismo tono que había empleado ella, algo más había sucedido. Algo que sin demasiado esmero consiguió hacer mi pudor mucho más palpable de lo que acostumbraba: ¡habíamos contestado los dos a la vez!
Por momentos, comencé a sentir que una oleada de calor ascendía por mi espalda hasta instalarse en mis mejillas. Estaba convencida de que debía llevar un buen rato ruborizada y, para colmo, no es que ayudase demasiado sentir cómo aquel extraño recién aparecido clavaba esa imponente mirada en mí. La situación comenzaba a ser algo deplorable, puesto que el rojo no era precisamente un color que me favoreciese demasiado, y menos en la cara, donde todo el mundo podía verlo. En mi fuero interno traté de culpar de toda aquella lamentable puesta en evidencia a esa camarera de mediana edad carente de modales. Me atrevería incluso a garantizar que si por lo menos se hubiese dignado a mirarnos mientras formulaba aquella pregunta, seguramente no nos habríamos dado ambos por aludidos. Sin embargo, cuando menos lo esperaba, mis cavilaciones fueron nuevamente interrumpidas por aquella mujer:
—Entendido. ¿Será uno para compartir o uno para cada uno?
Esas palabras solo lograron importunarme todavía más. Y para colmo, proseguía sin dignarse a levantar la cabeza de su libreta cuando hablaba. Si se esforzase un poquito más, quizás otras personas, como nosotros en estos momentos, podrían ahorrarse pasar por este tipo de situaciones bochornosas.
—¿Te apetece compartirlo? —me preguntó entonces con una seguridad abrumadora aquel hombre, haciendo un gesto con la mirada para señalarme.
—¡Oh!... no… ¿Cómo?... no… —Es todo lo que mi voz logró articular a duras penas—. Claro… que no…
—Por favor…
—¿Es… es en serio?
—No me hagas suplicarte —insistió para mi sorpresa.
Aquel hombre logró fascinarme desde la primera hasta la última sílaba. Su voz era perfecta. El tono conciliador, la seguridad intimidadora, la pronunciación moderada y respetuosa. Me había dejado hipnotizada con su expresión entre huraña y desconfiada, y a la vez, tan cargada de dulzura.
—Lo siento… pero… no puedo…
—¿No puedes qué? —rebatió, extrañado por mis palabras.
Me quedé mirándolo unos instantes completamente ida, como si nada ni nadie fuese más importante que aquel rostro de facciones perfectas. Pero mi dicha fue breve y terminó en el momento exacto en que de nuevo me sentí ridícula al percatarme de que tanto la camarera como él, me observaban detenidamente. Parecían dudar de mi cordura.
—Lo siento… no sé… no… —comencé a titubear de nuevo cuando comprendí que toda aquella conversación con aquel hombre no había tenido lugar. Tan solo había ocurrido en mi cabeza—. Creí que… es igual… no tiene importancia…
—¿Estás bien? —Trató de averiguar él—. No has dejado de mirarme desde que te has sentado.
—¿Yo?... no te miraba… —Intenté excusarme en vano—. Bueno… no fijamente, claro…
Evidentemente, mi tono de voz no resultó ser ni la mitad de convincente que la de aquel hombre. Ni siquiera logré sonar coherente entre el corte que sentí cuando me vi descubierta boqueando por aquel misterioso recién aparecido, los nervios de no dar pie con bola y la vergüenza del conjunto.
—No es lo que a mí me ha parecido —respondió complacido por mi expresión de aturdimiento, logrando acentuar todavía más el rojo de mis mejillas—. Supongo que entonces tendrán que ser dos.
Tras esa última frase, que iba dirigida a la camarera y no a mí, me quedé callada. De nuevo me hizo dudar. Ahora ya no tenía tan claro que la conversación anterior en realidad no hubiera existido.
A pesar de su inesperado desconcierto y a pesar también de mi suplicio, pude advertir que se esforzaba en no perder el contacto. Sentí cómo sus ojos verdes capturaban los míos azules, logrando dejarme totalmente desarmada. Aunque quizás era más acertado decir que me encontraba completamente idiotizada.
—Me llamo Derek —se presentó sin más.
—Yo soy… soy Rowan… —le dije estrechándole la mano.
En nuestro primer contacto físico debo admitir que la calidez de su mano me sobrecogió. No es que esperase que la tuviese congelada, como si se tratase de un vampiro, aunque tampoco era una idea tan descabellada, teniendo en cuenta que se trataba de un hombre espectacular. O por lo menos, eso era lo que me parecía a mí.
Sentí mariposas en el estómago por el simple hecho de tocar su piel. Rozaba lo absurdo sentirse tan aturdida por un completo desconocido, pero lo más extraño de todo era que aquella mirada profunda continuaba recordándome a alguien.
Permanecimos cogidos de la mano más tiempo de lo estrictamente necesario y, en consecuencia, me volvió a traicionar el subconsciente. Un calor sofocante se apoderó de mí, haciendo que mis mejillas se colorearan de nuevo. A causa de eso me desprendí de su mano con un gesto algo más brusco de lo que en realidad pretendía.
—Lo siento… yo…
—No tienes por qué justificarte. En parte es culpa mía —respondió amablemente—. Me sorprendió tu nombre y perdí la noción del tiempo.
—Supongo que suena… algo extraño…
—Supones mal —me corrigió—. No es ni mucho menos extraño. En todo caso es diferente. Y lo diferente, en mi opinión, es especial.
—¿Lo dices en serio?
—Unas dosis de autoestima no te vendría nada mal —dijo serio. Luego añadió—: No trato de halagarte. Obviamente no es un nombre muy común en Francia, pero es precisamente ahí donde radica su encanto. Su denominación de origen. Cuatro letras que unidas te diferencian del resto de personas. Además, creo que te pega.
Esa última frase me cogió desprevenida. Sus argumentos prácticamente me habían convencido, hasta que añadió ese «creo que te pega». ¿Qué diablos significaba eso?
—Lo que intento decir es que a simple vista pareces una mujer paradójica…
—Vas de mal en peor —le interrumpí sin saber si realmente quería saber cómo terminaba lo que fuese que trataba de explicar.
—Es solo que el color oscuro de tu pelo, en combinación con el blanco aterciopelado de tu piel, te da un aire enigmático. No sé cómo explicarlo. Es como si hubieses salido de un libro. ¿Las brujas de Mayfair?
—¿Las brujas de Mayfair? —repetí incrédula a media voz—. ¿Es que acaso pretendes desmoralizarme?
¿Debía suponer que mi nombre me venía como anillo al dedo por el hecho de que mi apariencia se semejara a la protagonista de una novela? ¡Pues vaya! Desde luego lo estaba arreglando…
—¡Me considero algo mayor para creer en brujas!
—No te enfades. No estoy diciendo que seas…
Derek interrumpió sus palabras en el momento exacto en que la camarera se acercó hasta nosotros para servirnos lo que habíamos pedido. Dejó el cappuccino de Derek delante de él sin mediar palabra y, cuando fue a hacer lo mismo con el mío, me advirtió sin ninguna amabilidad:
—Está muy caliente. Le aconsejo que sople si no conoce ningún hechizo para enfriarlo.
¡Aquello ya era más de lo que estaba dispuesta a soportar! Observé de soslayo a mi improvisado acompañante mientras la camarera se retiraba de nuestra presencia y le descubrí riéndose de mí.
—¡Te ha escuchado! —le hice saber bastante molesta—. ¿Eres siempre tan cínico?
—¡Por supuesto que no! —prosiguió mofándose—. Es un privilegio que concedo solo a las chicas guapas.
—¡Deja de hacerlo!
—¿El qué?
—Reírte de mí.
Pero a pesar de mi demanda, aquel tipo de aspecto arrogante no borró el rastro de aquella sonrisa insolente. Parecía estar divirtiéndose a mi costa y eso me indignó. Llegados a este punto, opté por levantarme del asiento que ocupaba fingiendo indiferencia.
—Por favor, no te enfades —dijo entonces mientras colocaba su mano sobre mi hombro intentando detenerme.
—Es un poco tarde para eso, ¿no crees?
—Tan solo bromeaba. No he querido insinuar que seas una bruja. Ni siquiera que lo parezcas. Puede que no haya estado de lo más correcto contigo desde un principio, pero puedo asegurar que tampoco pretendía ridiculizarte. Tengo un mal día, además de que es indiscutible que no se me da muy bien hacer cumplidos. Pero mi intención era hacer un comentario bonito, haciendo referencia a la casualidad de tu nombre y el parecido de tus facciones con…
—¡Déjalo! —le interrumpí tajante, comenzando de nuevo a titubear, solo que esta vez era consecuencia de que estaba terminando de perder los papeles—. Ha sido un error creer que… Bueno… Solo olvídalo, ¿quieres?...
En el fondo albergaba la esperanza de que sus verdaderas intenciones, para conmigo, no hubiesen sido compararme con nadie por el simple placer de discutir. Puede que realmente estuviese poco cualificado para hacer comentarios agradables y que fuese yo la que estaba siendo injusta con él.
Beep… beep… beep…
Cuando más o menos había decidido olvidar los comentarios de Derek, el busca que llevaba en el bolso, y que ya formaba parte de mi outfit diario, optó por interrumpir nuestra extrovertida conversación. En ese momento me arrepentí de no haberlo apagado antes de salir de casa.
—¿Un marido celoso? —bromeó, sonriendo abiertamente.
—Peor… —respondí importunada por la interrupción—. Es del hospital.
—¿Del hospital?
—Sí, bueno… es que yo… trabajo allí…
Mis palabras, aunque de nuevo un poco torpes, le cogieron desprevenido. De repente me pareció que incluso fruncía el ceño. Parecía haberse quedado pensativo. La nueva expresión de su rostro me incitó a fijarme todavía más en él.
—¿He dicho algo que te ha molestado? —le pregunté.
—No… —dijo dubitativo, evitando mi mirada—. No esperaba que pudieras ser tú…
—¿Qué pudiera ser yo, quién?
—Tu profesión —trató de corregir su comentario inmediatamente—. No esperaba que ser matasanos pudiera ser tu trabajo…
Fingir que aquel eufemismo de mi profesión no me había molestado era inútil. No era la primera vez que lo escuchaba, pese a que se sobreentendía que los pacientes acudían a nuestras consultas para buscar soluciones a su malestar general y no para empeorarlo sin remedio, motivo por el que decidí rebatir su desafortunado comentario, bastante ofendida:
—Mi especialidad, para ser más concreta, no es la que mencionas, sino la neurocirugía —pronuncié con vehemencia—. Y para ser sincera, debo decir que me decepciona terriblemente que hables de esa manera del servicio sanitario en general.
—¿Te decepciona? —repitió con suspicacia.
—Sí, claro. En realidad te creía más original.
—¿Sí? ¡Esta sí que es buena! —dijo entonces eufórico—. ¿Así que primero te parezco el ser más impertinente y arrogante de la faz del planeta y ahora mi falta de creatividad se pone en entredicho?
—Francamente, tu creatividad o la falta de ella, me da exactamente igual —expresé sin ninguna amabilidad—. Pero admito que sí tengo curiosidad por averiguar a qué te dedicas, ya que te permites el privilegio de menospreciar mi profesión.
—Prefiero escuchar tus teorías —me desafió sonriente.
—Pues las posibilidades que barajo están entre príncipe encantado y asesino en serie.
—¿En serio? —Se sorprendió llevándose las manos a la cabeza—. ¿De verdad te parezco un príncipe sicario? ¡Menudo negocio podríamos montar! Yo les disparo y tú les curas con tus pociones y hechizos.
—¿No puedes dejar de ser tan sarcástico todo el tiempo? —protesté exasperada—. Tus cambios de humor son como…
—¡Deberías aprender a relajarte! —me cortó tajante—. Estoy completamente seguro de que detrás de esa cara de pocos amigos hay una sonrisa capaz de desarmar al más valiente.
—¡No estoy enfurruñada si es lo que intentas decirme!
—¡Sí lo estás! —afirmó con seguridad, observándome con sutileza—. Además, me ratifico en mi sugerencia sobre tu autoestima. Está claro que va en declive últimamente.
—¿Me estás psicoanalizando?
—No me ha hecho falta —añadió mostrando con una sonrisa una perfecta hilera de dientes blancos—. Salta a la vista, Hechizos. Cada vez que intento hacerte un cumplido te pones a la defensiva, convenciéndote a ti misma de que trato de ser cruel contigo. Sin embargo, lo único que pretendo es ser sincero. En mi anterior comentario has resaltado lo de tu cara de pocos amigos, cuando la clave estaba en que debías tener una bonita sonrisa, pese a que todavía no te habías molestado en…
Beep… beep… beep…
Las amables palabras del Príncipe Sicario fueron interrumpidas de repente por el inoportuno sonido del busca, que trataba de llamar mi atención nuevamente.
—Lo siento.
—Deja de pedir disculpas constantemente —dijo con severidad—. No has hecho nada malo.
—Es solo que me sabe fatal que en el hospital no entiendan que los médicos también somos personas y no máquinas sin sentimientos ni vida privada.
—Si alguien te da algún problema ya sabes que puedes contratarme… —ironizó mientras me tendía su mano nuevamente, para presentarse: —Príncipe Sicario a tu entera disposición.
Vale. Sinceramente debía admitir que su ironía había tenido gracia, por lo que resultó inevitable echarme a reír por fin. Pero a pesar de que lo había logrado, Derek se mostraba desconfiado y me miraba de soslayo. Parecía extrañado por mi repentino cambio de humor, sin embargo, cuando comprobó que realmente me había liberado de la innegable tensión que cargaba, me acompañó sin resentimiento. La vaga sensación de que detrás de tanta amabilidad, su mirada afable ocultaba algo, cruzó mi mente sin previo aviso. A pesar de ello, dejé de torturarme para lograr entregarme a aquel agradable momento, convenciéndome de que por lo menos no estaba todo perdido. Quizás, una pequeña parte del día se iba a poder salvar.
Algunos minutos más tarde de lo que finalmente resultó ser una velada entrañable, llegó la hora de despedirse. Derek, a diferencia de lo sarcástico que había estado desde el inicio, abrió la puerta de la cafetería e inmediatamente después me hizo un gesto con la mano, para cederme el paso. Asentí con la cabeza en señal de agradecimiento antes de pasar al exterior.
Aunque aquel hombre era un completo desconocido, no tenía ganas de despedirme de él, y mucho menos si debía hacerlo para ir a trabajar. Derek, por su parte, ajeno a mis divagaciones, captó de nuevo la atención de mi mirada. Tenía la extraña sensación de que más que mirarme, me observaba. Era como si detrás de aquellos ojos verdes hubiese algo más…
Por alguna razón había comenzado a atormentarme la duda de si volveríamos a encontrarnos en algún otro lugar, e incluso me descubrí exhalando un suspiro, contrariada ante la posibilidad de que la respuesta a mi pregunta fuese una negación. Sentía que éramos imanes de polaridades opuestas, ya que había alguna cosa en aquel hombre que me atraía hacia él peligrosamente. Derek se presentaba ante mis ojos como el ser más irresistible que había conocido hasta el momento. Todo en él me empujaba a admirarle, incluso a idolatrarle. Sus rasgos duros, su pelo castaño, su barba de tres o cuatro días, la perfección de su mandíbula, sus labios bien delineados, la seguridad de sus gestos, su prominente voz y hasta su olor.
—Ha sido un placer compartir este instante contigo, Hechizos —dijo Derek devolviéndome a la realidad mientras me tendía su mano educadamente.
—El placer ha sido mío —respondí encajando mi mano temblorosa en la suya, deseando sentir de nuevo su contacto.
—Tengo la extraña sensación de que ya nos habíamos visto antes, pero es absurdo… —comentó entonces, como si tratase de convencerse precisamente de lo contrario.
—¿Podría ser?
—Es poco probable. De ser así imagino que te recordaría.
—¿Por qué? —pregunté aturdida por su afirmación.
—Porque sería imperdonable haberte olvidado.
Tras aquel comentario que logró sonrojarme, Derek me obsequió una vez más con su bonita sonrisa. Tardé en caer en la cuenta, pero debía admitir que sabía muy bien cómo halagar a una mujer, y entendí entonces que durante nuestra improvisada conversación tan solo había estado interpretando un papel. Se trataba de un hombre que conseguía seducir con sutileza, y era consciente de ello.
Encaminó sus pasos hacia la izquierda, mientras que yo anduve en sentido contrario, puesto que era justamente donde permanecía estacionado mi coche. No sé exactamente qué rondaba por la cabeza del Príncipe Sicario en ese momento pero, en mi caso, caminé anormalmente despacio. Era como si me supusiera un enorme esfuerzo el simple hecho de alejarme. Mientras lo hacía, mi mente funcionaba a la velocidad del rayo. Me ofrecía ideas descabelladas, como la de detenerme en seco y girarme hacia él… Y luego, ¿qué?... ¿Debía mirar cómo se alejaba? ¿Debía llamarle y…? ¡Toda esta situación era tan absurda! Ni siquiera le conocía. Tan solo habíamos hablado a duras penas un par de horas y tampoco es que hubiese estado excesivamente amable conmigo, para que ahora me estuviese planteando la opción de volverme para llamar su atención. Sin embargo, a pesar de eso, mi cerebro maquinaba cuál sería el momento oportuno para hacerlo sin que él me descubriese. Un paso, otro paso y tras cinco o seis más, no logré contenerme ni un segundo más. Me detuve en seco y cerré los ojos con la intención de prepararme para lo que estaba a punto de hacer, mientras las dudas me abordaban sin compasión.
—Uno… dos… —seguí contando— tres… cuatro…
El corazón me latía a mil por hora. Las palpitaciones resonaban en mis oídos como tambores desbocados. Tuve que concienciarme de que lo que estaba a punto de hacer no era tan absurdo como parecía. Y así fue como después de todo ese despliegue de incertidumbre e indecisión, logré armarme de valor. Puse la mente en blanco para acallar todas aquellas voces que casi me ensordecían, di media vuelta y…
—… cinco…
Allí estaba Derek, como yo había supuesto, pero lo que más me sorprendió fue que también se había girado hacia mí. No obstante, se me hizo extraña la manera en que me observaba. Su expresión permanecía anormalmente seria, como si estuviese molesto por algo. Tardé apenas algunos segundos en caer en la cuenta de que no estaba enfadado conmigo, precisamente. Al parecer, ni siquiera me miraba a mí. Al contrario que yo, Derek no se había girado para verme. En su semblante se reflejaba ahora un atisbo de preocupación. Algo le había cogido desprevenido y le había puesto en alerta. Observándole con detenimiento, también pude apreciar una mueca de horror en su mirada. Posiblemente estaba asustado. Y fue en aquel preciso instante cuando me percaté de algo más. Un importante detalle en el que antes no había reparado.
Detrás de él había dos hombres. Ambos ocultaban sus rostros bajo unos pasamontañas y vestían ropas oscuras similares, pero lo más impactante de todo aquello fue que empuñaban sus pistolas en mitad de la calle y a plena luz del día…