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Cadena de mentiras


El sonido del teléfono rompió de improviso el silencio de mi habitación. Mi mano pálida y perezosa apareció de debajo del edredón de rayas blancas y negras y buscó con torpeza el terminal por encima de la mesita de noche. Tras varios intentos fallidos, finalmente logré topar con él y sopesé seriamente mis posibilidades: estrellarlo contra la pared o conformarme con responder la llamada.

—¿Sí? —opté por contestar.

No obstante, mi voz sonó más bien como un murmullo tosco y casi imperceptible, puesto que era presa aún del más profundo sueño.

—¿Se puede saber dónde demonios te has metido?

Sin necesidad de volver a escucharle deduje de quién se trataba. Podía reconocer su voz entre un millón ya que me había pasado veintiocho años de mi vida escuchándola en aquel mismo tono. Por esa sencilla razón y otras que de momento prefería no mencionar, sabía que se trataba del ilustre Andru du Louvre, juez del Tribunal Supremo. ¡Cualquier nombre le pegaba más que papá!

Aturdida por aquel contratiempo y también contrariada por los agravios que sabía que me iba a traer aquella llamada, me incorporé bruscamente en la cama sin dejar tiempo al riego sanguíneo a llegar hasta mi cabeza. En consecuencia, me mareé.

Mi corazón palpitaba desbocado, golpeando mi pecho con fuerza, e inmediatamente después comenzó a faltarme el aire. En parámetros médicos estaría sufriendo una crisis de ansiedad, y no era precisamente una reacción exagerada, ya que conocía lo suficiente a mi progenitor como para presagiar que se mostraría reacio a escuchar mis explicaciones.

Antes de mediar palabra alguna y mientras adaptaba mis sentidos a la luz del día, busqué el reloj despertador por encima de mi mesita de noche. Por alguna razón no había sonado, aunque también cabía la posibilidad de que me hubiese olvidado de programar la alarma. El caso fue que para cuando lo encontré, mis ojos terminaron de abrirse por completo.

—¡Joder! —exclamé sin ninguna moderación—. Lo siento, Andru, tuve guardia doble ayer y…

—¡Déjate de excusas! —exigió tajante—. ¡Haz el favor de aparecer inmediatamente en Les Délices! ¡Debí imaginar que harías lo imposible por no venir!

—¡No seas injusto! ¡Te estoy diciendo la verdad! —traté de defenderme de sus conjeturas infundadas—. En el hospital falta personal y a los pocos que quedamos nos toca doblar las guardias.

Sin embargo, el padre no escuchaba y para el juez cualquier alegato no era más que una excusa demasiado pobre, razón por la cual no dio su brazo a torcer y prosiguió deshaciéndose en elogios hacia mí.

—Patrona de las causas perdidas… —comenzó a ensañarse con sátira—. ¡La grandeza de tu alma radica en ayudar a los más desfavorecidos! ¡Amar al prójimo como buena samaritana y, sin embargo, siempre dispuesta a ponerme en evidencia!

—-¡Juez y verdugo! No podía ser de otra manera —rebatí, dolida por su derroche de cinismo—. ¡Me declaro culpable de los cargos que se me imputan, aunque tampoco habría estado de más que, por una sola vez, te hubieras molestado en contemplar un posible caso de enajenación mental transitoria debido al consumo masivo de alcohol y estupefacientes!

—¡Al parecer debí invertir mucho más en tu educación!

—¿Y menos en mujeres?

—¡No deberías morder la mano que te alimenta!

—¡Ni tú tratar de darme lecciones de humildad cuando eres el primero que no predica con el ejemplo! —concluí visiblemente irritada—. ¿Pretendes que me ciña a un protocolo disciplinario que tú ni siquiera te has molestado en contemplar? ¡Pues creo que para empezar lo mejor va a ser declinar tu invitación para almorzar hoy, puesto que ya ni siquiera recuerdo si los cubiertos se utilizan de dentro para afuera o si es a la inversa! Pero no sufras, estoy totalmente convencida de que tus colegas asimilarán mi ausencia enseguida, teniendo en cuenta que es nada menos que la mano de un juez del Tribunal Supremo la que, como dices, me sustenta.

—¿Cómo te atreves?

—¡No! ¿Cómo te atreves tú? ¡Deja de juzgarme! ¡Yo no soy como esa pandilla de usurpadores y viejos lascivos a los que llamas amigos! ¡No puedes pretender comprarme para pasearme en público y acallar así a las masas! ¡Acepta de una vez que tú y yo nos distanciamos desde la muerte de mamá!

Sus argumentos, habitualmente, lograban sacarme de mis casillas, pero en esta ocasión, además, había encontrado la horma de mi zapato, y claro está, ya era demasiado tarde para pretender contenerme.

—¡Te exijo que vengas o enviaré a Brahms a buscarte!

—¡No puedes obligarme a ir! ¡No tienes jurisdicción sobre mí!

—¡No intentes ponerme a prueba! —me increpó desafiante—. ¡Todavía no sabes de qué soy capaz!

—¡Qué pases un buen día, Andru! —exclamé a modo de despedida—. Aunque sinceramente, me da igual lo que hagas.

Después de dar por terminada la llamada, el teléfono sonó de nuevo. Casi había olvidado lo insistentemente molesto que podía resultar Andru cuando no se cumplían sus expectativas. Evidentemente no tenía intención ninguna de descolgar y comenzar de nuevo con aquella guerra semántica para ver quién hacía más daño a quien. Por el contrario, estrellé el aparato contra la pared, observando como caía al suelo poco después. Solo entonces dejó de sonar.

A continuación de aquel arrebato de ira me arrepentí de mi gesto, puesto que era el tercer teléfono que fulminaba literalmente en lo que iba de año.

Era evidente que Andru conocía la fórmula exacta para hacerme sentir desdichada, y lamentablemente lo conseguía con demasiada facilidad. A estas alturas de mi sufrida existencia todavía me sorprendía el hecho de no tener el valor suficiente de dejar sonar la llamada cuando reconocía su número, en lugar de contestar al teléfono como si me fuera la vida en ello.

Tras la tormenta opté por tranquilizarme y dejar de flagelarme, aunque la disputa familiar había logrado inquietarme y resultaba difícil volver a conciliar el sueño. Sin embargo, debía ser realista y centrarme en el hecho de que se trataba de mi único día de libertad provisional, tras la guardia doble del día anterior en el hospital, y quizás lo más oportuno era que me levantase. Deambulé descalza por el suelo de parquet de mi dormitorio sorteando, con una agilidad que generalmente no me caracterizaba, la ropa que la noche anterior había quedado esparcida por el mismo. Era perfectamente consciente de que aquel desorden no decía demasiado a mi favor…

Pese a que el invierno había llegado este año con mucho frío, sentía calor, y eso que tampoco había estado abusando de la calefacción e iba más bien escasa de ropa. Una camiseta de tirantes finos y una braguita a juego conformaban mi improvisado pijama. No era que sintiese aversión por la ropa de dormir, ni mucho menos, pero después de cuarenta y ocho horas de jornada intensiva, ¿quién invertía tiempo en pensar en semejantes trivialidades?

Dirigí mis pasos al cuarto de baño con la intención de asearme antes de programar el día, sin embargo, una vez allí opté por convertir la ducha rápida que había planeado en un relajante baño por todo lo alto. Abrí el grifo para llenar la bañera, mientras echaba generosamente sales de baño en el agua templada. Después me lavé los dientes, me despojé de la poca ropa que vestía y, en tan solo unos minutos más, mi cuerpo largo y delgaducho y mi melena ondulada estaban en remojo.

Totalmente sumergida en el agua, mientras el vapor de la misma se apoderaba de la estancia y el olor a lavanda deleitaba mis sentidos, imaginé la cara de incredulidad que se le debía haber quedado a Andru en el restaurante en el que acababa de darle plantón. Pese a que no compatibilizaba demasiado con mi terapia de relajación, no conseguía dejar de darle vueltas a la indignación que sabía que debía sentir tras probar el amargo sabor de la derrota.

Andru detestaba que le humillasen de tal modo, pero, a fin de cuentas, ¿no trataba él de la misma manera a todos cuantos le rodeaban? Ahí estaba yo, un claro ejemplo de alguien con quien poner en práctica todo su empeño a la hora de confraternizar.

Desde que tengo uso de razón, siempre había sido demasiado inflexible conmigo. Me hizo la vida imposible para que me diera por vencida y siguiera sus pasos. Nunca he sabido por qué era tan intransigente. A lo largo de los años me había planteado varias teorías: un trastorno paterno filial, que resultara ser tan narcisista que sus preferencias se hubiesen decantado por un sucesor varón, o incluso la misoginia.

Mi trabajo en Toulouse como cirujana le sabía a láudano. Hubiese sido menos humillante para él que acabara siendo la mujer de algún narcotraficante colombiano. ¡Menos mal que por aquel entonces todavía contaba con el apoyo de mamá para seguir con mi deseo de estudiar medicina!

Después de más de media hora de tortura psicológica por el recuerdo de mi más tierna infancia, y una vez logrado el estado de relajación emocional que precisaba, resolví que quizás iba siendo hora de vestirme. Un vaquero gastado y una camiseta blanca de algodón era la elección más cómoda puesto que todavía no había concretado cuál iba a ser el plan del día, como de costumbre. Por último, mi bolso y las llaves del coche complementaban mi indumentaria. Estaba suficientemente agobiada con la inesperada llamada de Andru como para desear perder más tiempo cavilando nada más. En aquel momento lo que realmente me apetecía era huir de casa y de mi catastrófica vida.

Convencida de mis propios argumentos, abrí la puerta del garaje con el mando a distancia. Tendía a quedarse enganchada y en algunas ocasiones no se abría siquiera, pero mi tiempo era tan limitado que no me había molestado en buscar la manera de solucionar el problema. Aparcado en el interior se hallaba el pasaporte de mi libertad. Un Jeep Liberty rojo.

Mi afán por el coche era más bien pura obsesión, pues ya no concebía una vida sin aquel medio de transporte. Tener un vehículo a mi entera disposición era equivalente a tener alas. En cualquier instante de amargura temporal podía disponer de aquellas cuatro ruedas hasta donde alcanzase el depósito de gasoil. Por ese motivo lo consideraba una vía de escape muchos días como este. Una vez en el interior del mismo, giré la llave en el contacto para poner el motor en marcha y, segundos después, salí por fin al exterior.

Cadena de mentiras

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