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Estudios sobre diferencias sexuales

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La afirmación de Ciccia de que los estudios sobre los niveles de testosterona y comportamiento tienen muestras pequeñas no está justificada, ya que la determinación de que una muestra es grande o pequeña depende del tamaño de efecto que se busca. El tamaño de efecto es una medida de la fuerza de un fenómeno, por ejemplo, tras una intervención experimental. Varios estudios tienen muestras mucho más grandes que las que ella utilizó como objetivos de su crítica. Es el caso del de Hines y otros (2002), con una muestra de 679 personas. En él, los niveles de testosterona prenatal correlacionaron con el juego típico de las niñas, y en el de Auyeung y otros (2009) se analiza la correlación entre altos niveles de testosterona en el útero de la madre y el autismo en una muestra de 235 personas. En otro estudio de Simon Baron-Cohen (2006), realizado con 193 participantes, a mayores niveles de testosterona en el útero materno se desarrollaban luego menores niveles de empatía. Por lo tanto, carecen de sustento las afirmaciones de Ciccia sobre la confiabilidad estadística supuestamente baja de los estudios que miden los niveles de testosterona y las diferencias de sexo, ya que no sólo cada uno de estos estudios tiene muestras considerables, sino que sus resultados son consistentes entre sí.

También es de destacar el metaanálisis de Blanchard y otros (2001), realizado con 26 estudios y 20.000 participantes, en el que cada hermano varón menor tiene 47 % más de posibilidades de sentirse atraído sexualmente por otros varones. La hipótesis que sugieren los investigadores para explicar este fenómeno es que la madre desarrollaría mecanismos para moderar el efecto de la testosterona.

Un estudio de resonancias magnéticas realizadas a 118 fetos mostró diferencias cerebrales entre hombres y mujeres antes de nacer, concretamente 16 redes FC fetales distintas utilizando un algoritmo de detección de la comunidad (Wheelock, 2019).

Ciccia niega el dimorfismo sexual –variaciones entre machos y hembras de una misma especie– a través de un estudio sobre diferencias de sexo de Janet Hyde (2005), en virtud de que, a su modo de ver, mediante un metaanálisis sería más difícil que los investigadores seleccionen “los programas que mejor se ajusten a su programa de investigación”. Sin embargo, también metaanálisis como el de Hyde pueden estar sesgados en virtud del agrupamiento, clasificación y selección de estudios efectuados. En su metaanálisis, Hyde concluyó que “la mayoría de las diferencias psicológicas de sexo son cercanas a cero (d = 0,10) o pequeñas (d = 0,11-0,35), unas pocas tienen un rango moderado (d = 0,36-0,65), y muy pocas son grandes (d = 0,66-1,00) o muy grandes (d = 1,00) (pág. 581)”. Pero la práctica de clasificar los tamaños de efecto como pequeños, medianos o grandes utilizando pautas fijas es objetiva, ya que lo que se considera “pequeño” o “grande” depende completamente del área de investigación, las variables bajo consideración y los objetivos de un estudio en particular (Del Giudice, 2019). Además, como señaló Lippa (2006) en su respuesta a Hyde (2005), hay omisiones sorprendentes en el trabajo de Hyde: algunos tipos de intereses y preferencias vinculadas a las ocupaciones muestran grandes diferencias (Lippa, 1998; 2010a; 2010b). Hay una revisión más reciente de Hyde (2014) que incluye las diferencias de sexo en las preferencias ocupacionales, pero la autora aún subestima la evidencia que respalda las explicaciones evolutivas de esas disimilitudes. Las mujeres tienden a preferir actividades centradas en personas y los hombres tienden a preferir actividades más centradas en objetos (Lippa, 1998; 2005). Por ejemplo, los hombres tienden a preferir más las ocupaciones centradas en objetos y sistemas, como la mecánica o la carpintería, y las mujeres prefieren más trabajos sociales y de cuidado, como la venta al público o la medicina. Como veremos más adelante, el hecho de que haya más enfermeras, docentes, psicólogas, veterinarias, biólogas y trabajadoras de la salud en general, secretarias, cajeras y vendedoras, todas ocupaciones centradas en personas, y que haya más mecánicos, técnicos en computación, choferes, físicos, matemáticos, economistas e ingenieros, todas carreras focalizadas en objetos y en sistematizaciones o abstracciones, es un fenómeno irreductible a la exclusiva influencia de la socialización. No estamos hablando aquí de capacidades promedio, sino de preferencias. Hay mujeres matemáticas con superlativos niveles de excelencia.

Los respaldos empíricos más grandes de lo que mencionamos en el párrafo anterior son un metaanálisis –revisión de investigaciones sobre un tema– de Richard Lippa realizado con medio millón de individuos y con un gran tamaño de efecto (d = 0,93), que mostró que en promedio los hombres prefieren trabajar con cosas y las mujeres con personas (Su y otros, 2009), y un estudio de Morris (2016), que encontró grandes diferencias sexuales en los intereses vocacionales en una muestra de 1.283.110 personas en los Estados Unidos.

Otras evidencias de dimorfismo sexual provienen de casos como el que registra Colapinto (2000), en el que un varón obligado a asumir la identidad de mujer mediante la educación recibida y la intervención quirúrgica, a los 14 años es informado sobre su historia médica y decide vivir como un hombre, y de niños con extrofia cloacal (malformaciones en el pene), operados y educados para parecer mujeres, que dijeron sentirse “hombres atrapados en cuerpos de mujer” (Reiner y otros, 2004). De 16 varones en esta situación, el 100 % tenían de moderados a marcados intereses típicos de hombres y la mayoría se identificaron como hombres (10 de 16; en el estudio la totalidad de los participantes fue seguida entre 34 y 98 meses).

Lippa también menciona numerosas diferencias de sexo en conductas problemáticas y trastornos mentales como la depresión, la ansiedad, el comportamiento antisocial, el abuso de sustancias, el autismo y diversos problemas de lenguaje (1998; 2005). Y advierte que minimizar estas diferencias de género puede acarrear más costos que advertir su existencia e investigar sus causas. También destaca grandes diferencias en un número de conductas infantiles como, por ejemplo, la tendencia a asociarse con otros del mismo sexo, los estilos de juego y otros intereses (Lippa, 2005; Maccoby, 1999).

La orientación sexual también muestra grandes diferencias entre hombres y mujeres (Lippa, 2005), así como el deseo sexual (Baumeister y otros, 2001) y las preferencias de pareja (Conroy-Beam, 2015). Las fantasías sexuales de los hombres son más frecuentes que las de las mujeres, incluyen una mayor variedad de parejas y se extienden a una variedad más amplia de actos sexuales que las fantasías de las mujeres (Baumeister y otros, 2001). Un metaanálisis reciente de 1788 artículos y 1600 participantes (Todd y otros, 2017) encontró que, desde una edad temprana, la mayoría de los niños eligen juguetes destinados a su propio género, pero la brecha parece estar disminuyendo en los últimos años. Los autores argumentan que las disimilitudes de sexo en la elección de juguetes en niños de 9 a 17 meses suma evidencia empírica de que aparecen antes de la socialización y no dependen del conocimiento de la categoría de género, sino que son reflejos de nuestra herencia biológica. También argumentan que es probable que cuando el niño o la niña comienzan a etiquetarse a sí mismos como varón o como mujer, esas tendencias previas sean alteradas, incrementando los juegos considerados aceptables para su sexo y desestimando los que no entran en esta categoría.

No podemos completar aquí la extensa enumeración de las diferencias de sexo (para otros ejemplos, ver Lippa, 2010a; 2010b; Geary, 2010), pero agregaremos algunos estudios más. Uno de los trabajos sobre los rasgos humanos universales, realizado por Donald Brown (2004), señala que los hombres y las mujeres son vistos como diferentes en todo el mundo: las mujeres aparecen más directamente relacionadas con los niños y los hombres aparecen, en promedio, más competitivos.

Ellis (2011) identificó 65 diferencias sexuales universales en rasgos cognitivos o de comportamiento, utilizando como criterio la presencia de al menos diez estudios publicados independientemente que han encontrado una diferencia sexual estadísticamente significativa en la misma dirección. Estas aparentes diferencias universales de sexo están relacionadas con el trabajo y las ocupaciones, el comportamiento social, de juego y asociado al consumo, la personalidad, las preferencias, los trastornos psicológicos y los patrones perceptivos y emocionales.

El patriarcado no existe más

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