Читать книгу El viaje más grande del mundo - Saúl Sánchez Pedrero - Страница 10

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Libertad

—¡Bienvenido, Amadou! Esta es tu nueva casa. Aquí tienes el salón, la cocina, el cuarto de baño y tu habitación. Dormirás con tres chicos más: Mohamed, de Marruecos; Baillou, de Senegal; y Souleymane, de Guinea Conakry. Ahora están en la escuela, pero luego por la tarde podrás conocerlos. Estoy segura de que os llevaréis muy bien. Toma tus sábanas y prepárate la cama. En cuanto lo hagas, ven al despacho y te explicaremos las normas de funcionamiento del piso.

Esto me lo acababa de decir Verónica, la chica que había ido a recogerme al Centro de Internamiento de Extranjeros (cie), en Aluche. Allí, una trabajadora social me explicó que me trasladarían a una residencia en la que podría empezar una nueva vida. Me comentó que mi calvario había llegado a su fin. No me dio mucha información al respecto, apenas que se llamaba Asociación Parterre, situada en el centro de Madrid, y que conviviría con más chicos que habían pasado por lo mismo que yo. Habían pasado casi tres años desde el incidente en Mali, en el que me habían partido un diente de un culatazo, y ahora me encontraba en Madrid. Verónica y yo nos habíamos metido en su coche pequeño y de color blanco, desde el que había podido observar su cara linda. Sus ojos claros y mirada firme, pero tierna, se escondían detrás de unas gafas finas, acorde a la harmonía de su rostro. Se podría decir que era una chica bien parecida, me gustó desde el primer momento en que la vi. En el transcurso del camino hasta nuestro destino apenas hablamos. Me dijo que al llegar al piso ya me contaría más detalles sobre mi nueva vida y mi nueva residencia, en la que había más chicos africanos.

Lo primero que llamó mi atención fue que una mujer fuera la jefa del piso, aunque según me habían comentado eran tres los jefes de mi nueva residencia. Imaginaba que los demás serían hombres. En ese momento, el nombre de ella me parecía imposible de retener en mi aturullada cabeza, pero, con el tiempo, Verónica se convertiría para mí en un gran apoyo; además de ser una de mis educadoras, como así me enteré más tarde que se llamaba, y no jefa.

Hice lo que me pidió, coloqué las sábanas lo mejor que pude sobre el colchón, pero no fui al despacho porque me daba vergüenza, así que Verónica vino a la media hora para ver si estaba todo bien. Noté cómo se reía entre dientes y entre los dos rehicimos la cama. Por lo visto no había colocado las sábanas bien, ya que, a decir verdad, era la primera vez que afrontaba esa difícil misión en mi vida. Tras este momento embarazoso que me hizo ruborizar le acompañé al despacho, donde empezó a explicarme las normas del centro. Pasados unos minutos, se dio cuenta de que no me estaba enterando de nada; yo asentía todo el rato porque no quería ser descortés. Ella me tocó en el hombro, recuerdo que un calor me recorrió todo el cuerpo. Era la primera vez que una mujer que no fuese de mi familia me había tocado, y la verdad es que, aunque apenas fue un instante, yo me sentí extraño, pero me gustó.

—Espera un momento, voy a buscar a Yakub para que te traduzca.

Yakub era un chico guineano que también vivía en el piso. «¿Cuántos chicos seremos en total?», pensé.

—¡Hola! —me estrechó la mano. Era un chico muy alto y delgado, yo diría que tan delgado como yo. Me dio la bienvenida en francés y me explicó las normas del piso. He de decir que mi francés no era muy bueno, pero bastante mejor que el español.

La conversación fluyó de manera que primero Verónica le decía algo a Yakub y este me lo traducía. Me llamó la atención el hecho de que Verónica, aunque hablase con Yakub, me miraba a mí. Esto me hacía sentir raro, pero con el tiempo me acabé acostumbrando. A juzgar por cómo se trataban, parecía que Yakub y mi nueva educadora se llevaban muy bien. Se notaba la confianza que había entre ambos, cosa que me tranquilizó bastante, y me dieron muchísima información, la cual agradecí encarecidamente. De entre todo lo que me dijeron, me quedé con que no era una prisión, tal y como había estado hasta ahora desde mi llegada a España, sino que era libre y podía salir cuando quisiera. De hecho, me dieron unas llaves de la casa, lo cual me hizo mucha ilusión, ya que en mis diecinueve años de vida jamás había tenido llaves de nada.

Me informaron de que era una asociación que se dedicaba a trabajar con inmigrantes y refugiados que se llamaba Parterre, y que podría estar aquí si cumplía las normas y aprovechaba mi estancia durante mucho tiempo. Eso me alivió en gran medida. Me dijeron que me ayudarían a aprender español y a buscar trabajo. Por supuesto, tenía responsabilidades como cocinar y limpiar la casa. Yo nunca había hecho ni lo uno ni lo otro, pero no me importó porque, por primera vez en mucho tiempo, me sentía feliz. En aquel momento, esas dos personas me hicieron recobrar las esperanzas. Esperanzas que había perdido durante mi duro viaje hacia Europa y que, en algún momento, sentí que jamás iba a recuperar ya que en ciertas ocasiones consideré seriamente que nunca podría llegar a España.

Me explicaron un montón de cosas más, como que había una reunión semanal de toda la gente que vivíamos en el piso a la que era obligatorio asistir. Que me proporcionarían una tarjeta de transporte y que me darían una paga semanal de diez euros. No entendía nada, ¿se suponía que eso era un trabajo? Me dieron tanta información que era difícil procesarla. Y mi cara debía de ser un poema porque Verónica me dijo que no me preocupara y que poco a poco me irían comentado más cosas. Yakub, a través de mi educadora, me preguntó si tenía alguna cuestión. La verdad es que tenía más de mil y ninguna al mismo tiempo, ¿cómo podía ser? El caso es que respondí que no y entonces Verónica me acercó el teléfono y me dijo que podía llamar a mi casa para hablar con mi familia, y poder decir que me encontraba bien y a salvo.

Llevaba tiempo sin poder hablar con mi madre, y las veces que había hablado con ella últimamente era para dar malas o muy malas noticias. Pero esta vez era diferente. Tenía unas ganas locas de poder contarle que por fin estaba en Madrid, que lo había logrado después de tantas vicisitudes, que en breve podría empezar a mandarles dinero, o al menos eso esperaba; pero, sobre todo, que mi vida había dejado de correr peligro al fin, que me encontraba en un lugar seguro.

Marqué el número muy nervioso. Tras un rato que me pareció eterno se puso mi vecina, ya que en mi casa no había teléfono, y le expliqué muy excitado que fuese a buscar a mi madre, que tenía muy buenas noticias que darle. Me pidió que esperase un segundo; al cabo de lo que me pareció un siglo retomó el aparato para decirme que mi madre no estaba, pero que su hija había ido corriendo a buscarla y que llamase de nuevo dentro de unos diez minutos. Le comenté que lo intentaría, pero que tendría que pedir permiso y no sabía si eso sería posible.

Cuando colgué, Verónica adivinó por el gesto de mi cara que no había podido hablar con mi madre. Le conté como pude, ya que Yakub había salido del despacho, lo que me había dicho mi vecina, y me respondió que no me preocupara, que en diez minutos podría volver a intentarlo. Se lo agradecí profundamente y me quedé con ella durante ese tiempo. Ella trataba de decirme cosas y algunas las entendí y otras muchas no, la verdad es que mi cabeza solo estaba pensando en qué iba a decirle a mi madre cuando por fin hablase con ella.

Me ofreció de nuevo el teléfono diciéndome que ya habían pasado quince minutos y que volviera a intentarlo. Marqué y esperé:

—¿Amadou? ¿Amadou, eres tú?

—¿Mamá?

—¿Estás bien, hijo? —A continuación se echó a llorar.

Tuve que controlarme para no llorar yo también. Fue difícil, pero lo logré. No quería que Verónica viese aflorar mis sentimientos, ¡qué iba a pensar de mí!

—Mamá, cálmate, estoy bien. Lo conseguí, por fin lo conseguí, estoy en Madrid.

Tuve que repetírselo muchas veces porque mi madre no paraba de llorar desconsolada.

—¡Ay, Amadou! He rezado mucho por ti, para que no te sucediese nada. ¡Ay mi chico! Dime cómo estás, por favor.

Me mostré más enérgico y le imploré que se calmara y me escuchase. Fue así como le hice un breve resumen desde la última vez que pude hablar con ella. Hice énfasis en los acontecimientos de los últimos días y, sobre todo, recalqué que ahora estaba en Madrid, y que estaba libre en una asociación donde viviría con más chicos africanos y donde me ayudarían a aprender español y a buscar trabajo. La conversación se centró luego en cómo estaban mis hermanas y ella, y por las evasivas de mi madre intuí que no demasiado bien, pero su felicidad y la mía en ese momento hizo que nos centráramos de nuevo en hablar sobre mí.

Mi madre me aconsejó muchas cosas, que estudiase y me esforzase, que por favor les mandase dinero, que realmente lo necesitaba, y que no hiciese tonterías; que siguiera rezando siempre, y no me olvidase de quién era y de dónde venía. Tras un rato más de conversación la llamada se cortó. Verónica me hizo saber que la tarjeta telefónica se había agotado, pero que no me preocupase porque en los próximos días me darían una para que la pudiese utilizar cuando yo quisiera. La amabilidad con la que me trataba esta chica sin conocerme de nada me abrumaba y, a pesar de no entendernos bien a través del lenguaje, la comunicación era fluida. La expresividad de su cara me daba confianza y me hacía sentir confortable.

Le di las gracias a la educadora y me fui para la habitación, me tumbé en la cama y lloré y lloré. Toda esa emoción y rabia contenida salió como un torrente fuera de mí, no sabía por qué, no podía comprenderlo, pero lloré y lloré. Eran lágrimas diferentes a todas las que había derramado hasta entonces en mi vida, no podría explicarlo mejor. Lloré y lloré con todas mis fuerzas.

Unos ruidos en el salón hicieron que me recompusiera.

El viaje más grande del mundo

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