Читать книгу El viaje más grande del mundo - Saúl Sánchez Pedrero - Страница 12
ОглавлениеConfusión
Al escuchar ruidos en el salón me sequé las lágrimas, no quería que en mi primer día dentro del piso en Madrid me viesen llorar. Verónica estaba saludando a algunas personas, no entendí bien lo que decían, pero a los pocos segundos tocaron en la puerta de mi habitación y acto seguido entró Verónica, junto a dos chicos y otro hombre. Me los presentó: Mohamed y Souleymane serían mis compañeros de piso; Gerardo, otro de los educadores. Los tres me dieron la mano. Verónica me presentó como el chico nuevo, y pidió que me ayudasen a integrarme. Después, Gerardo y Verónica se fueron al despacho y yo me quedé en la habitación con Mohamed, marroquí, y Souleymane, guineano.
Mohamed, que era un chico alegre y extrovertido, tomó la iniciativa y me preguntó si me gustaba el fútbol, y de qué equipo era, al tiempo que me mostraba una foto que tenía colgada de Messi. La habitación que íbamos a compartir era bastante grande, tenía cuatro camas en fila y cuatro armarios empotrados. También observé que todos ellos estaban decorados con fotografías de futbolistas. Había una mesa grande con cuatro sillas, el suelo de parquet y una alfombra enrollada detrás de la puerta para los rezos. Al fondo había dos ventanas grandes que daban a la ruidosa calle Alcalá.
Le contesté, con una mezcla de español y francés que le costó entender, que era del Barcelona, y que mi jugador favorito también era Messi. Eso le hizo mucha ilusión, me dio un apretón de manos y se burló de Souleymane, que era del Madrid.
Yo recelaba bastante de los chicos marroquíes, ya que mis experiencias en Marruecos habían sido muy traumáticas y me habían tratado fatal en aquel país. Siempre solía decir que los marroquíes eran mala gente, pero tengo que decir que tratar con Mohamed me hizo cambiar esa visión y, al final, con el tiempo, terminaría convirtiéndose en mi mejor amigo dentro de la casa.
En ese momento, Mohamed tenía veinte años y llevaba dos en el piso, al que llegó de un centro de menores cuando cumplió los dieciocho. Había llegado a España en los bajos de un camión, en una experiencia que le había resultado fallida en tres ocasiones anteriores. Me contó que era de Tánger, el menor de tres hermanos varones, un metro setenta de estatura y delgado. Hablaba bastante bien el castellano y apenas se le notaba el acento marroquí, cosa que me sorprendió un poco. Estaba estudiando mecánica de motos y soñaba con poder convertirse en piloto profesional.
Souleymane, por su parte, venía de la capital de su país, Conakry. Era de complexión fuerte e introvertido, tenía varias cicatrices visibles en la cara y en los brazos, y nunca me habló de cómo había logrado entrar en España; aunque Mohamed me contó que había llegado en patera hasta Canarias, hecho que me resultó familiar, como os contaré más adelante. Llevaba en el piso un año y medio, y hablaba el español de forma peculiar, le costaba construir las frases, pero se hacía entender bastante bien.
Mohamed me mostró de nuevo la casa. Había tres habitaciones: la nuestra, que era la más grande; otra más pequeña en la que vivían Yakub, guineano, y que me había traducido con Verónica, y Youssef, de Palestina. La tercera habitación tenía una sola cama, en la que vivía Fabrice, de Camerún. Según me explicó Mohamed, Fabrice era el cuidador del piso, algo así como el responsable de la casa cuando los educadores no estaban. Los demás estaban en clase y ya los conocería más tarde.
La cocina era amplia, con muchas cosas que yo no sabía para qué servían: un microondas, un horno, una cafetera y demás aparatos que había visto alguna vez en la televisión de Tenerife, pero que nunca había visto en persona. El espacio también disponía de una mesa y varias sillas para poder comer sin salir de la propia cocina.
Había un cuarto de baño grande con tres duchas, dos váteres y dos espejos enormes. Me sorprendió su tamaño, ya que nunca había visto espejos tan grandes. El salón era bastante espacioso, con un ordenador con conexión a internet, un sofá grande, varias sillas y una mesa. La televisión era tan antigua que no tenía mando a distancia. También se encontraba colgado un panel de corcho en el que estaban pinchados los cuadrantes con las tareas de la casa, así como el menú de las comidas y de las cenas. Varias fotos de chicos que no conocía decoraban las paredes.
Por último, estaba el despacho de los educadores, un espacio donde había una mesa y cuatro sillas, un ordenador con impresora y un teléfono; disponía también de un armario donde había un botiquín y un extintor.
El piso era un tercero sin ascensor, y los vecinos, según me contó Mohamed, eran bastante mayores, por lo que no había ninguna chica guapa. Mohamed me dijo que no me preocupara, que ya me presentaría a alguna amiga de las muchas que tenía. He de decir que se portó muy bien conmigo y me hizo de cicerone, tanto en el piso como en la ciudad. Gracias a él aprendí español muy rápido. Descubrí los secretos de Madrid, una ciudad que me encantó desde el principio. Me presentó a mucha gente y siempre se interesó por mí. Desde ese primer día nos hicimos inseparables dentro del piso y compartimos mucho tiempo fuera.
Ese primer día comimos Yakub, Souleymane, Mohamed y yo con Verónica y Gerardo. Nos apretujamos en la mesa de la cocina y devoramos un plato de espaguetis con atún que había cocinado Yakub. Estaba muy bueno, pero todos los demás bromearon diciéndole que le habían quedado muy mal. Cuando terminamos de comer, los educadores se fueron a una reunión y, en el transcurso de una hora, fueron llegando los demás chicos. Fue así como conocí a Youssef, un chico palestino, alto, moreno, que hablaba español perfectamente, muy educado, pero que apenas se relacionaba con el resto de los chicos del piso. Estaba estudiando peluquería, cosa que me llamó la atención, pues yo consideraba que eso era una cosa de chicas, pero que por lo visto en España lo hacían muchos varones. Youssef había llegado a España en avión con un pasaporte falso, huyendo del conflicto eterno que vivía su país. También conocí ese día a Bailou, mi otro compañero de habitación. Venía de Senegal, era muy alto y fuerte, estaba estudiando cocina y, según me contó Mohamed, todos los chicos se relamían cuando le tocaba preparar la comida a él. Entró a Europa saltando la valla de Melilla, y tenía varias cicatrices en los brazos y en las piernas. De todos, era el que menos tiempo pasaba en casa, ya que, palabras de mi nuevo amigo alcahueto «tenía una novia española y estaba todos los días en casa de ella, ya que sus padres solo volvían para dormir». Por último conocí a Fabrice, el cuidador, un chico muy alegre y que se llevaba bien con todo el mundo. Llevaba en el piso tres años. Al igual que Bailou, estaba estudiando un curso de cocina y ahora estaba realizando las prácticas en un restaurante de un pueblo de las afueras de Madrid. Era una persona que imponía respeto, tenía nuestra misma edad, pero se le veía más maduro; una de esas personas a las que la vida le ha dado una responsabilidad antes de tiempo. Días después, en una de las charlas que tuve con él, me contó que se tuvo que hacer cargo de su familia cuando apenas contaba con doce años. Guardaba todos y cada uno de los diez euros que le daban en el piso semanalmente para mandárselos a su madre y a sus dos hermanos pequeños. Un buen tipo, sin duda, que me enseñó muchas cosas en esos primeros días y al que le estaré siempre agradecido.
Los educadores llegaron al piso al cabo de una hora. Me pidieron que volviese a entrar al despacho para que les contara qué tal había sido la primera toma de contacto. Verónica, que me había parecido una chica atractiva desde el primer momento, ahora me lo pareció aún más. Utilizaba las gafas para conducir y leer, por lo que en ese momento no las llevaba puestas. El pelo le llegaba hasta la cintura, de un rubio que a mí me llamaba mucho la atención, rasgos finos, delgada y medía uno setenta. Una mujer alta, o por lo menos para mí lo era. Se podría decir que era bella. Como pude comprobar más tarde, tenía treinta y dos años, y un novio con el que vivía y que, de vez en cuando, pasaba por el piso a recogerla.
Gerardo, por su parte, tenía la misma estatura que Verónica, también llevaba gafas, pero al contrario que su compañera, las llevaba puestas todo el día. Era de complexión normal, ni gordo ni delgado, con el pelo negro y ensortijado. Inspiraba confianza nada más verlo, con cara de buena persona y de trato afable.
Me dijeron que en dos días conocería a María, la educadora de los fines de semana. Por lo visto, Verónica trabajaba por las mañanas, Gerardo por las tardes y María los fines de semana.
Al comunicarme que debían marcharse, me dieron los números de teléfono del director de la asociación, al que ya conocería, y el teléfono del cuidador, al que me remitieron en caso de que necesitase algo en su ausencia. Les dije que no tenía teléfono y me explicaron que debería ahorrar de mis pagas semanales si quería conseguir uno. En esos momentos ignoraba que mi nuevo amigo Mohamed me conseguiría uno en un tiempo récord y a un precio muy bueno, aunque de dudosa procedencia.
Me desearon buenas noches y me dieron la bienvenida por enésima vez, a la vez que me dijeron que los primeros días conociese a los compañeros y que, poco a poco, empezarían a hacer cosas conmigo, como estudiar español, enseñarme el barrio, etc.
El resto de ese primer día lo pasamos en la casa. Estaba lloviendo, algo que era poco común en esa época del año, según me dijeron, ya que estábamos en el mes de junio, por lo que nos dedicamos a ver el partido de fútbol del Sevilla contra un equipo que no recuerdo bien. El día dio para entablar conversación con mis compañeros, con mezcla de francés y español. Cuando finalizó el encuentro me fui a la cama sin comer nada. Fabrice me dijo que tenía tortilla de patata para cenar, pero entre vergüenza, timidez, cansancio y una sensación rara que no sé describir me fui al cuarto. La idea era dormir, pero estaba muy excitado por todo lo que había sucedido durante el día. Estaba feliz, ¡lo había conseguido! Estaba en Madrid, había hablado con mi madre y, aunque por el tono de su voz había percibido que las cosas no iban demasiado bien en casa, al menos estaban vivas, y dada la época que atravesaba mi país en aquellos tiempos ya era mucho…
Me había costado muchísimo esfuerzo, casi tres años intentándolo, vagando de aquí para allá. Mi vida había corrido peligro en varias ocasiones, pero ahora estaba en el madrileño barrio de Pueblo Nuevo, en una asociación que iba a ayudarme a conseguir mi sueño, con unos compañeros que me comprendían porque habían pasado historias parecidas a la mía, y con unos educadores que me daban muy buena espina. Además de Verónica, tan guapa ella… Su cara bonita aparecía en mi mente a cada rato…
A mis diecinueve años, no había tenido ninguna relación sexual, tampoco había besado a una mujer, y en los últimos tiempos no había dedicado mucho tiempo a pensar en ello, ya que había asuntos muchos más importantes para mí y para mi familia. ¿Qué se sentiría al besar a una mujer?, ¿cómo sería eso de hacer el amor?, ¿sabría hacerlo bien? Mohamed me acababa de decir que me iba a presentar a amigas suyas, ¿querría alguna ser mi novia? En Mali, un chico de mi edad ya se consideraba preparado para desposar a una mujer. En alguna ocasión, mi madre me había dejado entrever la posibilidad de casarme con Kadiatou, una vecina de la aldea, tocaya de mi madre y que parecía muy buena chica, aunque apenas había cruzado con ella algunas palabras en el barrio y, por supuesto, nunca había estado a solas con ella. Casarme no estaba entre mis planes inmediatos, ahora lo más primordial era encontrar un trabajo para poder ayudar a mi madre y a mis hermanas. No había otro pensamiento en mi cabeza. Esa era la prioridad, ya estaba en España. «El trabajo lo encontraré en cuestión de días», pensaba, ingenuo de mí, «y más con la ayuda de esta asociación que me ha acogido». Ese falso pensamiento de que en Europa el trabajo nos caería al doblar la siguiente esquina era algo muy generalizado en Mali y en toda África. Todos los niños de la aldea soñábamos con ser como Kanouté, o como Samuel Eto´o o Didier Drogba, grandes futbolistas que triunfaban en Europa, y hacían proyectos de beneficencia en sus respectivos países. Los que no éramos buenos en el fútbol, pensábamos que podríamos trabajar de cualquier cosa y ganar muchísimo dinero, y en unos años regresaríamos a nuestras aldeas cargados de regalos, como los Reyes Magos o Papá Noel, como hacen aquí en el primer mundo. Lo que nunca llegué a imaginar es lo difícil que me resultó conseguir un empleo, me lo llegaron a advertir algunos amigos que hice por el camino, pero no quise escucharlos, las ganas y la imaginación siempre podían mucho más que la cruda realidad. Tampoco podía imaginar, que tanto yo como mis compañeros habíamos llegado a Europa en plena crisis, sobre todo en España. Con algo que ya contaba, pero para lo que no estaba preparado, fue con el racismo de algunas personas, que me hicieron sentir mal, muy mal…
María me encontró tumbado en el sofá del salón viendo dibujos animados.
—Hola, debes de ser Amadou, ¿verdad? —me dijo con un tono tan amable que parecía forzado.
—Sí —respondí, con una voz que me sorprendió a mí mismo por lo bajo que había sonado.
—Yo soy María —me contestó aquella chica bajita, algo regordeta, de pelo castaño, con cara redonda y ojos pequeños.
Debía de ser la más joven de los tres educadores, no llegaría a los treinta años, aunque por poco. Me preguntó si había desayunado, a la vez que sacaba de una bolsa unos dulces alargados a los que llamó churros. Youssef y Fabrice salieron de sus cuartos con cara de sueño y bromearon con ella diciendo que cómo se notaba que había un chico nuevo, porque ya hacía mucho tiempo que no llevaba churros para desayunar. Me gustaron mucho, y los devoré rápidamente; no intervine mucho en la conversación porque su español en aquellos momentos era demasiado bueno para mí. Lo que sí percibí fue la buena relación que había entre María y mis compañeros. Cuando terminaron de desayunar, me llevó al despacho de los educadores y me preguntó cómo iba todo, si estaba a gusto, si ya conocía a todos y más preguntas por el estilo. Me propuso enseñarme un poco el barrio y fuimos a dar un paseo por los alrededores de la vivienda para que me empezase a ubicar. Todas sus palabras las acompañaba de gestos para facilitar mi comprensión. Fue así como descubrí dónde había que comprar el pan, dónde estaba la frutería, la ubicación del metro más cercano. Fuimos andando hasta la plaza de toros de Las Ventas, el edificio me impresionó mucho, nunca había visto nada igual. Pero más me impresionó lo que creí entender que María me dijo que allí se hacía. «¡Estos españoles están locos!», pensé. «Mira que ponerse delante de un toro…». Todo era nuevo para mí: los edificios tan altos, el tráfico…, y eso que María me dijo que al ser fin de semana la cosa estaba tranquila. «Menos mal», pensé sin atreverme a compartirlo con ella. Cogimos el metro para volver hasta Pueblo Nuevo y la verdad es que aluciné. Lo había visto alguna vez en películas, pero las escaleras mecánicas, para una mente como la mía que estaba acostumbrada a vivir en el medio rural durante casi toda la vida, eran simplemente impresionantes. María sonreía ante mi cara de asombro, aunque ella sonreía por casi todo, siempre estaba de buen humor y era algo que se nos contagiaba al resto cuando estábamos a su lado. Me costó subirme a las escaleras mecánicas porque me daba impresión, no sabía cómo tendría que hacer para bajarme una vez llegase abajo. Mi educadora trató de explicarme cómo orientarme con un mapa que me entregó, yo le dije que lo había comprendido, aunque la verdad es que no me enteré de nada y me imagino que ella lo sabía, pero los dos seguimos el juego como que me había enterado. Al llegar al piso, ya estaba todo el mundo en pie limpiando la casa. María me explicó que al ser mi primer fin de semana no me habían metido en el cuadrante para limpiar, aun así le eché una mano a Mohamed con la habitación, gesto que mi compañero marroquí agradeció y que María también apreció.
De nuevo a solas con María, me explicó qué iba a hacer en la siguiente semana, aunque la verdad es que me enteré de muy poco. Intuí que iba a empezar a dar clases de español y que iba a ir a varios sitios más, aunque no entendí ni a dónde ni para qué.
El domingo lo pasé con Mohamed, me llevó a que le viese jugar un partido con su equipo de fútbol 7, una modalidad que yo desconocía completamente. En la puerta del metro había quedado con sus amigos y amigas, los cuales me presentó, aunque no conseguí retener ninguno de los nombres. Bueno, solo me quedé con el nombre de María, yo creo que porque era igual que el de la educadora y eso me facilitó el trabajo. En total éramos un grupo de once personas: dos marroquíes, cinco españoles (tres chicas y dos chicos), dos chicos latinoamericanos, Mohamed y yo. No entendía nada de lo que hablaban, lo hacían muy rápido y solamente captaba palabras sueltas. Llegó la hora de coger el metro y todos tenían unas tarjetas con las que pasaban. María me había dicho que me daría un ticket de diez viajes para el metro, pero cuando se fue se olvidó de dármelo. No tenía dinero ni ticket, y así se lo comuniqué a Mohamed, que con una sonrisa me dijo que no me preocupase, que en Madrid mucha gente se colaba en el metro sin pagar y no pasaba nada. A mí la idea no me gustaba, mi educación no me permitía hacer esas cosas y, sobre todo, no quería meterme en líos; pero Mohamed le contó mi problema a los demás y todos me alentaron para que me colase.
El plan sería el siguiente, cuando Mohamed introdujese su ticket yo pasaría detrás de él, muy pegado, antes de que se cerrase el torniquete. Todo esto me lo explicó con gestos, ya que no lograba entenderle. Dudé, no estaba muy convencido de hacer eso y estuve a punto de darme la vuelta y volver para casa, pero tampoco quería causar mala imagen delante de los demás chicos, así que me armé de valor e hice lo que me dijeron. Fue muy fácil, y Mohamed me dijo:
—¿Has visto como es no es para tanto? No hay de qué preocuparse. —Al mismo tiempo echaba una mirada de complicidad al resto del grupo. Los demás me dieron palmaditas en el hombro a modo de felicitación. Todos iban muy tranquilos, pero yo no dejaba de mirar en todas direcciones esperando a que viniese un policía a por mí.
El partido me resultó aburrido. El equipo de mi amigo, en el que jugaban los demás chicos que nos acompañaban, perdió por tres a dos. Mohamed marcó uno de los goles y corrió a dedicárselo a una de las chicas. Yo me había quedado con ellas en la banda, sin nada de lo que hablar porque estaba muy cortado y porque mi español no daba para mucho. Además, las chicas estaban muy concentradas hablando sobre los jugadores, decían cosas y se reían. De vez en cuando me miraban para comprobar si yo había entendido algo de lo que habían dicho, pero hacían gestos como diciendo «tranquilas, que este no se entera de nada»; y qué razón tenían, porque para mí eso era misión imposible.
Cuando terminó el partido pasamos el tiempo en un parque muy grande, me gustó mucho el sitio. Había personas que paseaban a sus perros con una correa, algo que a mí personalmente me parecía muy ridículo. Gente que corría, parejas besándose, grupos de jóvenes bebiendo cerveza. Mis compañeros, al ver al grupo de chicos bebiendo, me preguntaron si me gustaba la cerveza, yo les contesté que era musulmán y que mi religión no me permitía beber alcohol. Mohamed me dijo que la pregunta era si bebía, no si era musulmán, porque él también lo era y bebía cerveza de vez en cuando. Me dijo que una cosa no estaba reñida con la otra, y que en el Corán no ponía nada al respecto. Yo no hice caso a sus palabras y le contesté un no rotundo.
Los chicos latinoamericanos se fueron a una tienda y al rato volvieron con tres botellas de cerveza muy grandes que se pasaban los unos a los otros, para mi sorpresa las chicas también bebían. ¡Qué país más extraño! Los chicos cocinaban y hacían la limpieza, las chicas bebían alcohol…, pero al estar en otro país que no era el mío tenía que aprender y respetar sus costumbres. Mi madre me había recalcado eso mismo antes de salir de Mali, además de decirme que no me metiera en líos, algo que incumpliría en muy poco tiempo, aunque aún no lo supiera…
Cuando terminaron de beber las cervezas, Mohamed me preguntó si quería volver a la casa. Mi nuevo amigo se estaba dando cuenta de que no estaba muy cómodo y mostró interés hacia mí, sintiéndose un poco mi protector. Yo no le contesté, pero mi cara debía de ser un poema, así que sin mediar palabra se despidió de todos y les dijo que nos íbamos. Y, aunque Mohamed se había despedido de los chicos con apretones de manos y con besos a las chicas, yo tan solo solté un adiós generalizado.
«He sido un estúpido», pensé. «Qué impresión les habré dado a los amigos de Mohamed, el primer día que salgo a conocer Madrid y he estado callado todo el tiempo». La mano de Mohamed en el hombro me hizo salir de mis pensamientos.
—Al principio cuesta entender el español, ¿eh? —me soltó de repente—. No te preocupes, a todos nos pasa lo mismo y, aunque creas que el español es muy difícil, ya verás cómo lo acabas hablando perfectamente.
—Hablar mucho difisil para yo —le contesté en español. Quería hacer caso a los educadores y practicar el idioma. Desde aquel momento Mohamed se dirigió a mí siempre es español, cosa que agradecí.
—Ya lo sé, encima algunas palabras que usan los latinoamericanos son diferentes a las que usan los españoles, te acabarás acostumbrando. ¿Qué te han parecido?
—Ser buena mucho gente —dije de un modo que no sonó demasiado convincente.
—¿Y el partido?
Mis titubeos provocaron una risa en Mohamed.
—Ja, ja, no te preocupes, sé que somos muy malos, pero nos lo pasamos muy bien. Menudo golazo he metido, ¿eh? —me dijo a la vez que me daba con el codo de modo amistoso.
—Sí, muy buen gol. —Aunque a mí me había parecido bastante normalito.
—¿Tú juegas al fútbol?
—Yo jugar fútbol, pero yo no bueno. En Mali el balón no bueno como España. El balón no balón de verdad —me esforzaba por chapurrear las cuatro palabras de español que sabía y me daba confianza percibir que Mohamed me entendía.
—Ya veo, ya.
—Si en Mali yo no bueno, en España yo menos bueno porque gente jugar mucho bien en España. —Me empezaba a sentir cómodo con aquel chico marroquí al que apenas conocía, y me sorprendía a mí mismo hablando en español. La conversación no era muy fluida, pero yo hacía esfuerzos por hablar y él por comprenderme. Llegamos de nuevo a la boca del metro y me echó una mirada de complicidad, como indicándome que haríamos de nuevo la misma operación de colarnos. No me vio muy decidido y me dijo que no me quedaba más remedio, porque andando hasta casa desde ese sitio había al menos una hora, según él. Así que no me quedó más que resignarme y accedí a seguirle.
Esta vez la cosa resultó muy diferente. Nada más pasar detrás de él, apareció un vigilante de seguridad que nos dijo que le enseñáramos el billete. Mohamed le enseñó el suyo, cuando me preguntó dónde estaba el mío le respondí que no tenía.
Mohamed habló con el guardia de seguridad, no les entendí muy bien, pero debía de ser algo así como que yo acababa de llegar a España y que tenía que regresar a casa, que no volvería a suceder. El vigilante no accedió a las peticiones de Mohamed.
Sin darnos cuenta, vino otro vigilante de seguridad; este tenía peores formas que el primero y, nada más llegar, me dijo que me iba a poner una multa. Yo no sabía muy bien lo que me estaban diciendo y me entró un pánico muy grande que me hizo quedarme bloqueado. Me hicieron un montón de preguntas, pero no sabía qué contestarles. Mohamed se portó muy bien y trató de interceder por mí en todo momento, pero los guardias de seguridad no cedían. Me metieron en la oficina del metro, dejando a Mohamed fuera pese a las súplicas de este diciéndoles que no sabía español y que me necesitaba para que le tradujese.
Me pidieron la documentación, el pasaporte o algo que me identificase para poder remitirme la multa. Yo les dije que no tenía nada.
El segundo de los vigilantes, un tipo muy alto, calvo y con cara de pocos amigos, se puso muy agresivo. El que me había parado en primer lugar trataba de calmarlo. Discutían entre ellos acaloradamente, me imaginaba que estaban viendo los pasos que seguirían a continuación. Yo los miraba con cara aterrada y desde fuera Mohamed trataba de tranquilizarme con la mirada.
Pude entender algo referente a los negros, el calvo repitió esa palabra varias veces, y luego soltó una frase en la que aparecía la palabra policía. Mohamed desde fuera también lo escuchó y trató de abrir la puerta para poder hablar con ellos. Todo fue en vano, cerraron la puerta y me dijeron que iban a llamar a la policía, tal y cómo les dictaba el protocolo, para identificarme y que me pudiesen hacer llegar la multa que me iban a poner. Aunque eso me lo explicó posteriormente Mohamed, porque yo no entendía apenas nada.
Los minutos se me hacían eternos, yo no sabía qué hacer ni qué decir, me sentía muy impotente. No podía venir la policía, otra vez no. Tenía que haber otra solución. Al poco, llegaron dos agentes de la Policía Nacional, me saludaron respetuosamente, eran jóvenes, ambos con el pelo corto y morenos, y me pidieron de nuevo el pasaporte. Mohamed les explicó que vivía en una asociación y les ofreció su teléfono para hablar con el director si no le creían. Educadamente, le dijeron a mi amigo que me iban a llevar a Aluche para identificarme y que me iban a recluir en el cie (Centro de Internamiento de Extranjeros). Yo les dije que del mismo cie había salido hacía dos días en dirección a la asociación Parterre. Mohamed insistió en mi argumento, pero no hubo manera. Cada policía me cogió de un brazo y me sacaron del metro hacia el coche patrulla, que estaba con las luces de emergencia, aparcado en doble fila. Mohamed me aconsejó que llamase al director del centro y me dio una tarjeta, la misma que yo tenía con los teléfonos del director y del cuidador del piso. Me calmó diciéndome que no me preocupara, que él también iba a llamar al director para que me pusieran en libertad. A mí se me saltaban las lágrimas, estaba aturdido, había salido del cie hacía dos días, después de otros cuarenta encerrado allí. Días en los que la sombra de la deportación me acechaba a cada instante y, ahora que había conseguido salir tras solo cuarenta y ocho horas, me llevaban allí de nuevo.
¿¡Cómo podía haber sido tan tonto!?, ¿¡en qué estaba pensando!? Si mi madre me viese así, en el coche patrulla, se avergonzaría de mí. ¿Me irían a expulsar del país?, ¿me deportarían? No, no podía ser, no merecía esta suerte.
Quería odiar a Mohamed por haberme metido en este jaleo, pero recordé las palabras de mi padre y tenía razón: yo era el único responsable. Mohamed solamente había intentado ser amable conmigo y se había portado muy bien, no era justo culparle a él; pero fuera de quien fuera la culpa, ahora era lo de menos, la cuestión era que iba de nuevo hacia el cie, donde las condiciones de vida eran muy duras y donde seguramente acabaría deportado a Mali. No, otra vez no, por favor. Los policías me pidieron a través del espejo retrovisor que me calmara, fue en ese momento cuando me di cuenta de que estaba llorando como una magdalena.
El viaje duró apenas quince minutos, que yo pasé entre sollozos y pensamientos malísimos: deportación, deportación, prisión, prisión. ¿¡Cómo podía haber sido tan estúpido!? La rabia era incontrolable y, por unos instantes, sentí una presión muy grande en el pecho que me impedía respirar. Esperaba al menos que Mohamed hablase con alguien para que me pudiesen sacar rápido de aquella pesadilla.
Llegamos al cie y me hicieron pasar a una sala donde había más policías. Tras unas preguntas que no supe contestar, porque no les entendía, me volvieron a preguntar por el pasaporte. Yo les dije que no tenía, pero que estaba en la asociación Parterre y les entregué la tarjeta con el teléfono del director. Les imploré que le llamasen. Accedieron a mis peticiones, no sé si porque se apiadaron de mi estado o porque era un derecho que me correspondía.
El caso es que llamaron tres veces y el teléfono del director del centro estaba ocupado, debía estar hablando con alguien. «¡Qué mala suerte!, ¿cómo puede ser?». Me calmaron diciéndome que no me preocupara, que luego llamarían de nuevo. Me cogieron el dedo índice y me tomaron la huella dactilar. De inmediato me devolvieron a la celda que me era familiar y donde continuaban muchos de mis ex compañeros, los cuales me reconocieron al instante y vinieron a hablar conmigo.
Yo no quería hablar con nadie, solamente quería salir de allí, tan solo quería despertar de esta pesadilla…