Читать книгу El viaje más grande del mundo - Saúl Sánchez Pedrero - Страница 14

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Desconcierto

Mi padre me despertó muy pronto en nuestra aldea de Mali, lo que me sorprendió, porque la noche anterior no me había dicho nada, tal y como acostumbraba a hacer cuando necesitaba ayuda para ir a repartir sus productos con el camión. Me pidió que no hiciese ruido y que me diese prisa. Le obedecí aún medio dormido y, en menos de un minuto, estaba en la puerta de la choza vestido con mis viejos pantalones largos, una camisa a la que le faltaban varios botones y las sandalias que completaban mi peculiar uniforme de trabajo.

No pasamos por el almacén a recoger la mercancía tal y como siempre hacíamos, en un ritual que por esperado no dejaba de gustarme. Me encantaba entrar en aquel lugar que olía a viejo, pero que tenía mucho encanto, y en el que depositaban las mercancías muchos mercaderes de la zona. Cada uno tenía su hueco, en el que dejaban de todo: sillas de plástico, pienso para animales, garrafas de gasolina, utensilios de cocina y cualquier cosa que uno pueda imaginar. Pero no; esta vez fuimos directamente por la carretera hasta un pueblo que estaba en el límite del que se consideraba territorio seguro. Justo antes de la zona que controlaban los hombres del desierto. El pueblo se llamaba Djennai, había oído hablar de él, pero nunca había estado.

Mi padre estuvo muy callado durante el camino, no es que fuese una persona muy charlatana, pero siempre le gustaba hablar sobre cosas triviales como el tiempo, las cosechas, el fútbol. Asuntos con los que romper el hielo y que hacían que los interminables viajes por las carreteras desiertas se hiciesen más amenos. El viejo Moussa, con su aspecto de haber vivido desde el principio de los tiempos, inspiraba seguridad, su sola compañía me hacía sentir tranquilo, me proporcionaba la paz que en ese momento necesitaba.

Rompió su silencio cuando vislumbramos a lo lejos la aldea a la que nos encaminábamos. Me contó que la situación se estaba poniendo muy peligrosa y muy fea, que los tuaregs del desierto querían provocar una guerra contra las gentes pacíficas del sur, y que debíamos estar preparados por si esto sucedía.

Estas palabras provocaron un miedo atroz en mí, escuchar a mi padre hablándome con esa franqueza me hizo temblar en el asiento del copiloto. Continuó diciendo que me iba a presentar a una persona a la cual tendría que buscar enseguida si a él le pasaba algo. ¿Significaba eso que podrían matar a mi padre? Tenía que seguir dormido aún o el viejo Moussa debía de estar delirando, eso no podía ser verdad.

—Si tardo mucho en aparecer por casa, o me encuentran muerto, tendrás que ir a casa de Yaya. Él ya tiene instrucciones sobre lo que tienes que hacer.

Traté de articular palabras de consuelo, como que eso no iba a pasar o que estaba equivocado, pero mi padre me cortó llevando la mano a mis labios. Me pidió que no hablase, que me limitase a escucharle y a memorizar todo lo que debía hacer. De eso dependía el futuro de mi vida, la de mi madre y hermanas. Se echó a un lado de la carretera y apagó el motor.

—A mí me van a matar, Amadou —me lo dijo con una tranquilidad que me heló la sangre por completo—. Me he negado a venderles productos porque sé qué harían con ellos, también me he negado a hacerles de transportista y me han declarado persona non grata. Van a matarme y se van a quedar con mi camión; y, antes de que me preguntes por qué no les damos el camión y nos vamos, te diré que ya lo he intentado.

»Al día siguiente de lo que pasó en casa fui a buscarlos para decirles que nos dejasen en paz, que les daríamos todo lo que quisieran. Uno de ellos se rio diciendo que los muertos no hablaban y que yo ya estaba muerto. Siguió diciendo que tú también merecías morir por haberte atrevido a plantarles cara y que, solo dando lecciones de este tipo, los demás aprenderían. No sé si será una bravuconada, Amadou, pero hemos de ser precavidos y estar preparados para lo peor.

No sé cómo describir lo que sentí ante esas palabras. Escuchar que mi padre asumía su muerte como algo inevitable y que mi vida también corría peligro, me dejó paralizado. Solo alcanzaba a soltar sonidos guturales, empecé muchas preguntas que se me entrecortaban antes de formularlas, eran demasiadas emociones juntas. Noté un nudo en el estómago y en la garganta, y me dieron arcadas, aunque no llegué a vomitar.

Mi padre me abrazó. El mayor abrazo que nunca antes me había dado nadie, secó las lágrimas que brotaban de mis ojos con su mano arrugada, y me sonrió con la sonrisa del que se sabe muerto y no puede hacer nada para evitarlo. Como buen patriarca bámbara que era, nunca mostraba afecto hacia sus hijos en público y se cuidaba mucho de expresar sus emociones delante de los demás; pero en ese momento intuía que no le quedaba demasiado tiempo, sabía que su vida corría peligro real y no quería dejar pasar esta oportunidad para tratar de consolar a su primogénito.

—¿Por qué no nos vamos, papá? Vayámonos hoy mismo hacia Senegal o hacia Guinea, o a donde sea.

—Esta es nuestra tierra, hijo. Yo ya soy mayor. Podríamos hacerlo, lo he pensado y es lo que tu madre quiere hacer, pero yo pienso que no es buena idea, los ahorros que tengo los vamos a invertir en otra cosa. Es importante que prestes mucha atención a todo lo que vamos a hacer hoy, hijo. De ello depende el futuro de nuestra familia, pero sobre todo el tuyo. Sé que va a empezar una guerra en nuestro país, de hecho, ya ha comenzado. También sé que nuestra aldea es pequeña y no creo que se metan con tu madre y tus hermanas, pero no hay ningún futuro para ti, Amadou. A muchos de los varones que quedéis en Mali os reclutarán para pelear y tú no eres un asesino. Ni tu madre ni yo queremos que te conviertas en asesino, por mucho que los hombres del desierto sean malos, crueles y arrogantes. Nosotros no te educamos para matar y sí para amar.

»Es por eso que necesitamos que llegues a Europa con los ahorros que tenemos. Es la mejor inversión que podemos hacer, y desde allí tendrás que mantener a tu familia hasta que la situación se arregle. Esperemos que sea pronto. En esta aldea te voy a presentar a un hombre que te va a ayudar para llegar a Europa. Es amigo mío, pero también conoce a los hombres del desierto, ya que ha comerciado con ellos durante años. Tienes que confiar en él. El día que a mí me pase algo tendrás que venir hasta su casa. Hazlo de noche. Te estarás preguntando cómo podrás recorrer los treinta kilómetros que separan Djennai de nuestra casa. La solución es sencilla: ya he hablado con Babá, el padre de tu amigo Seidy, él te traerá hasta aquí y te llevará a casa de Yaya. Desde ese momento estarás en las manos de mi amigo. Confía en él como si fuera yo mismo. Nos conocemos desde pequeños, aunque nunca te he hablado de él, es un hombre de honor. Un buen musulmán que hará todo lo que esté en su mano para ayudarte. ¿Lo has entendido bien?

Asentí secándome las lágrimas de los ojos.

—¡Pero tiene que haber otra solución, papá! —le dije gritando con la rabia que se estaba acumulando en mi interior—. Yo no sé nada sobre Europa, mi familia y mis amigos están aquí en Mali. ¿Qué voy a hacer para ganar dinero cuando llegue allí? ¿Cómo voy a poder llegar? ¡Europa está muy lejos!

Mi padre perdió la mirada en el horizonte y apostó a que yo lo conseguiría, tanto mi madre como él creían ciegamente en mí; me dijo que confiaban en su instinto de padres para saber que su hijo tenía la fortaleza física y mental para llegar a Europa y convertirse en el cabeza de familia.

«¿Yo, a mis diecisiete años, el cabeza de familia?». Me parecía una idea absurda, pero no podía contradecir al viejo y sabio Moussa, y mucho menos teniendo en cuenta la suerte que iba a correr irremediablemente.

Me hizo jurar que lo haría, que llegaría a Europa y que mantendría a mi familia trabajando de lo que hiciese falta; trabajando duro para conseguirlo. Y así lo hice, le juré que así lo haría, pero yo no estaba convencido de lo que decía, no estaba convencido de la locura que pronto tendría que hacer, no estaba convencido de nada en absoluto. Pero aquel día, parados en la carretera desértica que conducía a la aldea de Yaya, le juré a mi padre que me haría cargo de mi familia y que sería capaz de llegar a Europa.

Mi progenitor me miró con orgullo: «Sé que lo harás», me dijo tranquilizadoramente. Encendió de nuevo el motor de su camión y nos adentramos despacio en esa aldea que no había visto nunca en mi vida para buscar la casa de un hombre del que nunca había oído hablar, pero en el que tenía que confiar mi vida y la de mi familia, llegado el momento en que a mi viejo padre le pasase algo…

La casa de Yaya estaba a las afueras del pueblo; se trataba de una aldea polvorienta, como casi todas en esa zona de Mali; las casas eran de adobe y paja, algunas forradas con los excrementos de los animales. Espacios para el ganado y para personas se mezclaban muchas veces con un olor característico que me era muy familiar. No tenía que ser mucho mayor que nuestra aldea y, si algún viajero viniese desde lejos, bien podría pensar que se trataba de nuestra misma población. La mezquita era el único edificio que destacaba del resto, aunque la de nuestra pequeña aldea me parecía más bonita, mi padre me indicó que eran iguales.

El calor lo impregnaba todo, los perros callejeros estaban tirados en las sombras que encontraban, y no ladraban a los forasteros que nos internábamos en sus dominios. Un gallo entonaba su canto al paso de nuestro convoy. Atravesamos todo el pueblo como fantasmas dentro de un pueblo fantasma. Un par de viejos que estaban tomando el té a la puerta de una de las chozas saludaron a mi padre con aire cansado. En realidad, todo en ese pueblo resultaba cansado y viejo; no vi a ningún niño corriendo como era habitual en los pueblos malienses, no se oía ni una sola palabra. Parecía que, por arte de alguna hechicería, hubiesen arrancado de cuajo la vida y la felicidad de esa triste aldea.

Al bajar del camión, una bofetada de calor nos dio la bienvenida, un calor que no por ser conocido dejaba de incomodarme; debería haberme puesto los calzones cortos, pensé, aunque ese pensamiento se fue rápido de mi cabeza cuando recordé de nuevo en lo que íbamos a hacer allí, y la gravedad del asunto precisaba de unos pantalones largos, viejos pero solemnes.

Yaya salió a la puerta para recibirnos. Era la última casa del pueblo y la más grande, un poco más digna que el resto. Era un hombre de una edad incierta, sería unos años más joven que mi padre, pero tenía la piel tan curtida como él. Sin duda, el sol durante toda la vida hacía estragos entre los hombres malienses. Llevaba una túnica larga y blanca al estilo de muchos de los hombres de esa parte del país. Recibió con un cordial abrazo a mi padre, después fijó su mirada en mí, me dijo que yo debía ser Amadou, mi padre asintió y nos invitó a entrar en su casa.

Era más grande de lo que yo había juzgado en un primer momento, tenía alfombras solemnes por todo el suelo y unas tazas de té con decoraciones muy bonitas. Nos hizo salir a un amplio patio en el que dos burros y cuatro corderos se cocían, literalmente, por el sofocante calor. Nos colocamos debajo de un toldo, sentados sobre una estera con dos cojines que a mí me parecieron muy cómodos.

—Esperad aquí.

Yaya entró en la casa, mi padre y yo permanecimos en silencio durante los cinco minutos que tardó en salir de nuevo. Lo hizo con un narguile y una tetera, empezó a marear el té de un vaso a otro para darle cremosidad, el aroma a hierbabuena impregnó el patio rápidamente. Sirvió un té para cada uno y empezó a fumar el narguile.

—Bueno, ¿qué tal la familia? —preguntó Yaya para romper el hielo.

—Muy bien, aquí tienes a mi hijo Amadou, ¿no te dije lo guapo que era? —y ambos echaron una risotada.

Yaya me cogió de la mandíbula inferior e hizo que le enseñase el hueco que había dejado mi diente en la boca.

—Vaya, estos tuaregs no respetan ya ni a los niños.

—Con todos mis respetos, no soy un niño, ya tengo diecisiete años.

Esta respuesta sorprendió mucho a mi padre, el respeto hacia los mayores es algo sagrado en Mali, y el viejo Moussa no se esperaba que yo respondiera con esa gallardía; sin embargo, a Yaya no pareció importarle.

—Ya lo creo que lo eres —respondió, mientras expulsaba el humo por la boca y pasaba la manguera a mi padre para que fumase—. Aunque espero que llegado el momento estés a la altura.

Mi padre fumó y, aunque yo sabía que fumaba a veces cuando se juntaba con amigos, hacía mucho tiempo que no le veía hacerlo y me resultó extraño. Después de tres caladas, me pasó el narguile a mí, lo que me descolocó del todo. Hubo un momento de duda, pero Yaya me hizo un gesto para que fumase, miré a mi padre y este asintió con toda naturalidad. Yo no había fumado nunca, pero era algo que despertaba mi curiosidad, así que aspiré por el tubo. Enseguida empecé a toser ante la risa de mis dos acompañantes.

—Le queda mucho por aprender —le dijo Yaya a mi padre.

—Es un chico inteligente, aprenderá rápido —agregó mi padre, mientras le daba un sorbo largo a su espumeante té.

—Te lo diré sin rodeos, Moussa —empezó diciendo Yaya—. Ya han tomado dos de los cinco pueblos que componen esta comarca. Y esto es solo el principio; según dicen, están muy bien armados. —Hizo una pausa para beber un sorbo y continuó—: Es solo cuestión de tiempo que tomen también los tres pueblos restantes y, una vez que hagan eso, empezarán a bajar un poco hasta lo que ellos consideran los límites de sus territorios.

—Pero, ¿qué es lo que quieren? —preguntó mi padre.

—La independencia, quieren hacer un estado independiente de Mali, un estado tuareg, en el que campen a sus anchas y en el que ellos tengan el poder y el control de estas tierras, sin depender para nada del yugo de Bamako. Quieren dominar por entero el Azawad1.

—Pero si aquí no hay nada, ¡aquí solo hay polvo! —intervine lleno de ira.

—No te falta razón, hijo —dijo Yaya—. Pero ellos lo consideran su polvo, dicen que llevan viviendo aquí desde hace muchísimos siglos y no quieren que sus costumbres se pierdan, quieren perpetuar su modo de vida. Yo los conozco bien y son tozudos, sé que no cejarán en su intento hasta que lo consigan o hasta que los aniquilen a todos.

—¿Tú qué crees que pasará? —preguntó mi padre.

—¿Con sinceridad? —Hizo una leve pausa, reflexionó mientras expulsaba el humo en círculos y añadió—: Creo que va a haber una guerra civil y que habrá muchos muertos. En mi opinión, la cosa cambiaría si Francia, nuestros antiguos jefes, nos ayudasen; pero, sinceramente, no creo que lo hagan. Como dijo tu hijo, aquí solo hay polvo. Y tampoco creo que a occidente le interese mucho que nos matemos en esta parte del mundo. El asunto es muy delicado.

—Pero el ejército de Mali es poderoso y puede plantarles cara. —Mi padre dijo esto más por darme esperanza que porque verdaderamente lo creyese.

—No será una guerra al uso —siguió Yaya—. Será una guerra de guerrillas. Ellos conocen el desierto mejor que nadie e irán tomando los pueblos que ellos consideren legítimos uno a uno. No será una guerra en terreno abierto, donde tendrían las de perder, y no creo que se les ocurra ir a Bamako, allí el ejército los arrasaría. Pero se rumorea que en poco tiempo tomarán Tombuctú y Kidal. Esta gente del desierto no tiene escrúpulos y ya he escuchado historias terribles de lo que han hecho en los dos pueblos que han tomado. Moussa, deberías haber colaborado con ellos. Has sido un viejo estúpido.

Yo miré a mi padre para que me diese explicaciones, pero no pude arrancarle ni una sola palabra. Mi padre enseguida cambió de tema para no continuar por ese camino la conversación, pero ante lo evidente de la tensión de mi mirada le dijo a Yaya:

—Eso nunca, no quiero ser cómplice y vivir con esa losa el resto de mi vida.

—Son solo negocios, Moussa. Tú y yo somos gente de negocios, si cambiases de idea yo creo que a lo mejor se apiadarían de ti.

—La decisión está tomada. Hoy estoy aquí con mi hijo para lo que habíamos hablado, sigue en pie, ¿no es así?

—Claro que sí, soy un hombre de palabra. ¿Has traído el dinero?

—Sí, pero vamos adentro. Amadou, hijo, quédate aquí un momento.

Los dos hombres entraron en la casa y yo me quedé fumando y bebiendo solo. La situación me parecía de lo más surrealista. Por un lado, me sentía bien porque estaba siendo tratado como un adulto, pese a que no me habían permitido entrar en la casa para el intercambio del dinero; pero, por otro lado, me estaba enterando que en mi pacífico y tranquilo país se estaba declarando una guerra civil. ¿Qué sería de mi familia y de mis amigos? ¿Qué sería del futuro de Mali? Negaba dentro de mi cabeza lo que acababa de oír, no podía ser verdad. Pero, en el fondo de mi corazón, sabía que sí lo era. ¿Qué era eso de lo que hablaba Yaya, que mi padre se había negado a colaborar? Conocía a mi padre y sabía que no mencionaría lo sucedido, y menos delante de Yaya, pero en cuanto estuviésemos solos en el camión le abordaría a preguntas hasta sonsacarle la verdad.

Los oí discutir durante un rato, no lograba entender de qué hablaban, aunque escuché varias veces la palabra Marruecos y, alguna vez, la palabra Mauritania. Mi padre, un hombre inmutable, estaba elevando el tono de voz, en un registro que yo no conocía. Al cabo de unos quince minutos, los dos hombres salieron al patio como si no hubiese sucedido nada. Terminaron sus tés y fumaron del narguile. Permanecimos en silencio durante un buen rato. Cuando el humo del narguile empezó a ser casi inexistente dejaron la manguera a un lado.

Empezó mi padre:

—Amadou, como te dije en el camión, si a mí me pasa algo, debes ir de inmediato a buscar a Babá, el padre de Seidy, y te traerá hasta aquí. Yaya te llevará hasta la costa de Marruecos, donde en una barca llegarás a las Islas Canarias, territorio español y europeo.

—Pero… —empecé a decir.

—No hay peros que valgan, hijo —me cortó de raíz.

—He dado mi palabra a tu padre, Amadou, y así lo haremos —zanjó Yaya.

Sentí ganas de rebatirles, pero hubiese sido una gran falta de respeto, así que opté por guardar silencio.

—Acabo de pagar lo acordado a Yaya para que así sea. Cuando lleguemos a casa te daré más dinero para los imprevistos del camino, pero a Yaya ya no tendrás que pagarle nada. Es importante que lleguéis al pueblo de noche. Babá ya lo sabe, de día sería muy peligroso. No puedes hablar de esto con nadie del pueblo, ni con tus hermanas, cuanto menos sepan, mejor, ni siquiera con Faiatu. Tu madre sí lo sabe, pero te recomiendo que actúes como si no pasase nada.

—Es lo mejor —puntualizó Yaya.

Me parecía estar viviendo un sueño, mejor dicho, una pesadilla. Si no fuese por la solemnidad con la que hablaban estos hombres, pensaría que me estaban gastando una broma de mal gusto. La intervención de Yaya me hizo salir de mi aturdimiento mental.

—Es hora de que os vayáis, Moussa. No conviene que os vean en mi casa. Últimamente las paredes tienen oídos.

Los dos hombres se dieron un abrazo sincero. Sabían que sería la última vez que se verían con vida. Al separarse, se quedaron un rato mirándose a los ojos, sin decir nada, pero expresando una multitud de emociones. Aquel hombre al que debería acudir si a mi padre le pasaba algo tendría que haber sido un gran amigo de Moussa; sin duda, habrían compartido infinidad de momentos y anécdotas, su complicidad era evidente. Sabía el aprecio que mi padre me tenía y, aunque nunca me lo había dicho, sabía que me quería mucho y que no dejaría mi vida en las manos de nadie que no fuese de su total confianza.

—Que la paz sea contigo, Yaya. Protege a mi hijo.

—Y contigo la paz, Moussa. Lo haré con mi vida si es preciso. Te he dado mi palabra, viejo amigo. Mucha suerte. —Después, se dirigió hacia mí y, con una mirada desgarradora, me dijo—: Recuerda que has de venir de noche, entrad en el pueblo con las luces apagadas. Trae lo justo e indispensable, no vamos a tener mucho espacio. No olvides traer agua y comida. Cruzar el desierto no es nada fácil, mi joven amigo. Que la paz sea contigo —me dijo mientras me ponía la mano en el hombro.

—Y contigo la paz —le respondí.

Nos metimos en el camión entre un silencio sepulcral. Atravesamos el pueblo ante la aburrida mirada de quienes nos encontrábamos, ajenos a la suerte que iban a correr dentro de muy poco tiempo, como si aquello que nos acababa de contar Yaya no fuese con ellos. Y, en realidad, así lo parecía. Nada en sus caras hacía presagiar miedo o preocupación, aquellas gentes vivían en su propio mundo. Su tranquilo mundo rutinario, tal y como lo habían hecho durante generaciones y generaciones. No sabían que en menos de una semana su aldea quedaría reducida a cenizas.

La vuelta a casa transcurrió con un silencio muy incómodo. Una vez que dejamos Djennai en el retrovisor del camión, interrogué a mi padre sobre lo que Yaya había mencionado. Le pregunté sin rodeos por qué no había querido colaborar con los tuaregs y que, según su amigo, podría salvarle de su tétrico destino. Necesitaba saber qué era aquello con lo que, según mi padre, no podría vivir en el supuesto caso de haber colaborado. Lo único que recibí como respuesta fue una negativa, alegando que cuanto menos supiese del asunto mejor para mí, para mis hermanas y mi madre.

Insistí con la pregunta, mil ideas de las hipótesis que yo barajaba se apoderaban de mi mente, pero mi padre no dio su brazo a torcer. El resto del camino lo pasamos en absoluto silencio, y solo fue interrumpido por mi padre para cerciorarse de que había entendido bien lo que debería hacer llegado el momento.

Cuando apagó el motor y nos disponíamos a bajar del camión, mi padre me cogió del brazo, me miró fijamente y me pidió que no hablase de esto con nadie. No convenía involucrar y preocupar a la gente, ni siquiera a Seidy ni a Faiatu. Me hizo jurarlo, y así lo hice.

Al entrar a casa, mi madre nos escudriñó sin decir ni una sola palabra, pero sin duda ella sabía los asuntos que habíamos ido a tratar ese día. Faiatu nos recibió más fría de lo normal, y yo intuí que mi madre podría haber hablado con ella. Mis dos hermanas pequeñas estaban en la calle.

Los días siguientes fueron días de máxima tensión. Mi padre se iba a trabajar temprano y yo notaba cómo se despedía de todos y cada uno de nosotros con un afecto inusual, sabedor de que cualquier abrazo que nos daba podría ser el último. Mi madre y yo hacíamos lo propio, mientras que para mis hermanas formaba parte de la rutina.

Estábamos de vacaciones en la escuela coránica a la que íbamos, por lo que pasábamos los días en la calle con los amigos, a ratos jugando al fútbol, a ratos hablando sobre los rumores que se escuchaban de los tuaregs; pero la mayoría del tiempo lo pasaba con Seidy, nos gustaba ir al río que había a unos dos kilómetros de casa. Era raro que las hienas se acercaran a beber a las horas que íbamos nosotros, ya que hacía mucho calor; pero, por si acaso, siempre íbamos con nuestros mejores palos. Por suerte nunca tuvimos que utilizarlos.

Nos zambullíamos en el agua, pero sin meternos donde cubría demasiado, pues no sabíamos nadar bien ninguno de los dos y era mejor no tentar a la suerte. Todos los años moría algún chico del poblado fingiendo saber nadar mejor de lo que en realidad sabía, o podía, delante de los demás chicos del pueblo. Solían hacer saltos y competiciones, que algunas veces terminaban en tragedia; era por eso que a mí me gustaba estar solo con Seidy, mojarnos y secarnos al sol.

Era una gran suerte contar con un amigo como él, nuestra amistad era verdadera, conocía todos sus sueños, emociones y secretos; al igual que él conocía los míos. Teníamos una forma de ser muy similar, siempre había sido un chico tranquilo, que evitaba meterse en problemas, tímido hasta unos niveles insospechados. Sentía vergüenza de tener que hablar con desconocidos. Su tartamudez le confería cierto aspecto cómico ante los demás chicos, no ante mí, que le apreciaba como a un hermano. Habíamos compartido muchísimo tiempo juntos, no nos hacía falta hablar para saber lo que estaba pensando el otro, y esto era una gran ventaja a la hora de comunicarnos. Para Seidy, yo era su gran apoyo, no se relacionaba prácticamente con nadie más. No es que yo tuviese muchísimos amigos, pero al menos interaccionaba con el resto de los chicos de la escuela y no tenía problemas por hablar con todo el mundo. Se podría decir que, en ciertos momentos, Seidy sentía una especie de celos cuando yo jugaba con otros chicos de la escuela y no directamente con él. En esos momentos, él prefería quedarse al margen para no tener que hablar y que los demás se burlasen de su defecto en el habla.

Un día al atardecer, ya casi de noche, al llegar a casa, encontré a mis padres discutiendo en la puerta de entrada, habían salido fuera para no despertar la atención de mis hermanas. Al verme, me cogieron del brazo y me llevaron hasta el camión. Nos metimos los tres y cerraron las puertas. Mi padre sacó de la guantera un sobre, me lo entregó y me pidió que lo abriera.

Seguí sus instrucciones y me di cuenta de que había mucho dinero, eran euros. Yo no estaba muy familiarizado con ese dinero europeo, pero a juzgar por el número de billetes me pareció que había muchísimo.

—Hay dos mil quinientos euros, Amadou —dijo mi padre—. Son los ahorros de toda nuestra vida. Con esto deberías tener suficiente para llegar a Europa. A Yaya no hay que darle nada, pero llegado el momento deberás pagar a un hombre en Marruecos para que te lleve en barca hasta Canarias. Confío al máximo en Yaya, él te dejará en buenas manos y, hasta llegar a la costa de Marruecos, costeará todo el transporte y la comida con el dinero que le di.

—Son todos los ahorros que tenemos —continuó mi madre—. No los malgastes, hijo, y cuida bien de este dinero que tanto esfuerzo nos ha costado reunir. —Su mirada era una mezcla de melancolía, pena y un atisbo de esperanza.

Yo no sabía qué decir, me sentía avergonzado por recibir esa cantidad de dinero, dinero que tanto esfuerzo le había costado reunir a mi familia y que me era confiado para afrontar una difícil misión. Esperaban que gracias a ese dinero yo pudiese llegar a Europa y sostener a mi familia, con un trabajo que tenía que conseguir pronto.

Los miré a los ojos durante un rato sin saber qué decir, no encontraba las palabras, pero algo tenía que comentarles para que les diese esperanzas en esos momentos tan difíciles.

—No os preocupéis por mí —dije—. Llegaré a España sin ningún problema y trabajaré de lo que sea para que este esfuerzo no haya sido en vano —solté esto sin ninguna convicción y temí que mis padres se percatasen.

—Sabemos que así será —dijo mi padre—. Confiamos en ti, Amadou.

—No hagas ninguna locura, hijo, sé prudente y cuídate mucho, haz todo lo que te diga el amigo de papá y no habrá nada que temer —añadió mi madre. A la vez sacó de la parte de atrás del camión una mochila, según ella para que metiese algo de ropa y un poco de comida para los primeros días. También añadió que, en la parte de atrás de la casa, en la cabaña de los animales, había un bidón de cinco litros de agua que debía llevar y algo de fruta, mantequilla y pan para meter en la mochila. Todo esto debía cogerlo antes de ir a buscar a Babá, el padre de Seidy. Me recomendó que guardase el dinero en un sitio bien oculto y no en los bolsillos.

La tristeza se apoderó de los tres, pero ninguno lloró, ni siquiera mi madre, que era de lágrima fácil. Nos cogimos de la mano en silencio, acariciándonos, con una ternura poco frecuente, pero reconfortante en esos momentos. Mi madre no podía apartar los ojos del rostro de mi padre. La tristeza que exhalaba aquel camión se podía tocar con los dedos. Mi padre rompió el silencio para sugerir entrar en casa y que mis hermanas no empezasen a sospechar nada.

Bajamos del camión y nos dirigimos hacia casa, antes de entrar escuchamos unos ruidos de cláxones. Unas camionetas venían a toda velocidad en nuestra dirección, dejando un rastro de humo producido por la alta velocidad. La noche estaba empezando a cerrarse. Mi padre besó a mi madre a la vez que le hacía un gesto para que entrase en casa, a mí me dijo que guardase bien el dinero y me escondiese rápidamente en algún sitio en la cabaña detrás de la casa.

Esa sería la última vez que vería a mi padre con vida…

1 Término referido a una zona del Norte de Mali que los tuaregs consideran su territorio.

El viaje más grande del mundo

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