Читать книгу El viaje más grande del mundo - Saúl Sánchez Pedrero - Страница 17
ОглавлениеDesolación
La noche estaba ya cayendo sobre Sané, mi aldea de Mali. Mi madre se dirigía con cara aterrada hacia nuestra casa, mi padre permanecía impasible mientras las camionetas se acercaban y yo, por mi parte, corrí a esconderme en la cabaña de los animales, detrás de la casa. Antes metí el sobre con el dinero en la mochila que me había dado mi madre y corrí a toda velocidad hasta allí. Los animales me recibieron con grotescos sonidos, como si mi presencia allí les perturbase e hice todo lo posible por calmarlos, sin preocuparme primero por calmarme a mí mismo.
Una vez que los animales se acostumbraron a mi presencia busqué un sitio donde poder observar lo que pasaba. Desde mi posición apenas veía la puerta de la casa, pero sí era capaz de ver la silueta de mi padre. Allí de pie, Moussa parecía un hombre valeroso y su figura desde mi escondrijo parecía la de un gigante que velaba por la seguridad de su familia. Las furgonetas tardaron un par de minutos en llegar hasta el punto en el que mi padre esperaba.
Se bajaron cuatro hombres armados y estimé que al menos otros seis permanecieron dentro de las cuatro furgonetas que habían venido, aunque desde mi posición no era capaz de distinguirlos con claridad. Mi pulso se aceleró y llegué a pensar verdaderamente que el corazón se me iba a salir del pecho. Ríos de sudor me chorreaban desde la frente hasta el torso y, pese a tener la cabeza afeitada, el poco pelo que tenía me parecía un gorro de lana que me daba un calor infernal. Pasaba la lengua una y otra vez por el hueco vacío de mi diente, cosa que hacía con asiduidad cuando estaba nervioso, y en aquel momento lo estaba, y mucho.
Escuché cómo le decían a mi padre que les diese el dinero que les debía, que no tenían tiempo que perder. Era una noche en la que apenas había ruido y todo se escuchaba con nitidez. Mi padre insistió en que ya sabían ellos que él no tenía dinero, que por favor les dejasen en paz, que si querían el camión se lo llevasen, pero que les dejasen tranquilos. Los hombres se reían ante las palabras de mi padre. Uno de ellos se le acercó y le cogió del cuello, le dijo que era su última oportunidad, que le diese el dinero o que se preparase para morir.
La silueta de gigante que me había parecido mi padre hacía unos segundos se convirtió de repente en la de un diminuto ser, sobre todo comparada con la corpulencia del tuareg. Yo no sabía qué hacer, dudé unos instantes en salir para ayudar a mi progenitor, pero sabía que eso no tenía ningún sentido. Me machacarían sin poder hacer nada y, encima, se quedarían con los ahorros de toda la vida de nuestra familia.
El gran Moussa insistió con voz solemne que no teníamos dinero y sacó las llaves del camión, ofreciéndoselas al hombre que portaba la ametralladora. Desde mi posición no le podía ver la cara, pero parecía el mismo que me había dejado mellado hacía unos días. El hombre abofeteó a mi padre y las llaves se le cayeron. Antes de que mi padre pudiese reaccionar, el hombre le disparó tres veces en el cuerpo. Mi progenitor cayó al suelo retorciéndose y, en unos segundos, dejó de moverse y yació inmóvil. Un cerco de sangre rodeó su cuerpo.
El aire no quería entrar en mis pulmones, no era capaz de respirar. Mi cuerpo quería llorar y gritar, pero eso me pondría en un gran peligro. Empecé a andar de un lado a otro sin sentido. «¡Han matado a mi padre! ¡Esos malnacidos han matado a mi padre! ¡Noooooooo!».
Tenía que hacer algo, pero, ¿qué?, ¿qué podía hacer? Mi lengua lijaba el hueco que había entre mis dientes a toda velocidad.
Traté de conservar la calma. Ríos de adrenalina y sudor inundaban mi cuerpo. Miré de nuevo por la ventana para tratar de controlar la situación desde mi escondrijo. Una oveja baló y me dio un susto de muerte, volví a mirar a través del sucio vidrio y vi a mi madre al lado del cuerpo sin vida de mi padre, gritando y llorando. Gritos desgarradores salían de la garganta de Kadiatou, mi madre, llena de dolor. Desde el interior de la casa llegaban débiles llantos de mis hermanas.
Le preguntaron a mi madre por el dinero, argumentaban que no eran tontos y que un comerciante como Moussa debía tener una gran cantidad de cfas 2. Kadiatou solo podía sostener el cuerpo sin vida de mi padre y darle besos, a la vez que gritaba y clamaba al cielo.
Los hombres, viendo el estado en que se encontraba mi madre, decidieron entrar en la casa.
Yo no podía verlos desde donde estaba, pero escuché los gritos de mis hermanas. Al rato salieron de nuestra choza y vi a dos de ellos que se llevaban a Faiatu sosteniéndola por los brazos, seguidamente la metieron en una de las camionetas. Mi pobre hermana estaba aterrorizada, no dejaba de chillar y de darles manotazos a los secuestradores, pero estos se zafaban como si de un mosquito se tratase. ¿Por qué se llevaban a mi hermana? ¿Qué tenía que ver ella en todo esto? Tan solo tenía quince años. La cólera y la locura se apoderaron de mí, no podía permanecer impasible ante lo que estaba viendo. Tenía que hacer algo, pero, ¿qué? La desesperación que sentía era desmesurada, a la falta de aire se unían los sollozos con los mocos que se me caían y los ojos hinchados por el dolor. «Calma, Amadou, calma», me decía a mí mismo.
Escuché pisadas y voces que se acercaban a la cabaña donde me encontraba. Noté como la sangre se me helaba, cogí la mochila, me metí debajo del heno y me eché unos sacos por encima para tratar de esconderme. Por suerte no había luz eléctrica en esa cabaña y, si no buscaban con meticulosidad, podría pasar desapercibido.
Traté de controlar mi acelerada respiración; la puerta se abrió y entraron en la cabaña tres hombres con las ametralladoras listas para ser usadas. Sus kalashnikov, como así me enteraría más tarde que se llamaban, eran imponentes. Al ver a las ovejas, dos de ellos empezaron a perseguirlas ante las quejas de los animales, que corrían despavoridos por la cabaña. Temí que en la huida revelaran mi escondite, pero los hombres les apresaron rápidamente, sin duda no era la primera vez que lo hacían.
Dos de los tuaregs se cargaron las ovejas a los hombros, ante las coces y protestas de estas. El tercero sacó un mechero y cogió un papel, lo encendió y lo arrojó al heno, apenas a un metro y medio de donde yo me encontraba. Salió y dejó la puerta abierta.
El fuego se empezó a propagar rápidamente. Salí de debajo del heno y me acerqué hasta la puerta de la cabaña, el calor que hacía era indescriptible. Cogí la garrafa de agua y pensé en intentar apagar el fuego con ella, pero valoré que era imposible, las llamas se multiplicaban con gran rapidez. Cogí la bolsa con comida que me había preparado mi madre y la dejé al lado de la puerta. Miré para afuera, a riesgo de que pudiesen verme, y vi que los hombres estaban entrando en los vehículos. Decidí esperar unos segundos hasta que se fueran y no corriese ningún peligro. Mi madre seguía en el suelo con el cadáver de mi padre, pero ahora alternaba la vista entre la cabaña que ardía, sabiendo que yo me encontraba en ella, y los coches, donde los tuaregs se estaban llevando a una de sus hijas.
Los hombres emprendieron camino hacia el sur, en dirección a las otras casas del pueblo. Recé para que no fuesen a la de Seidy, en la que su padre debería llevarme hacia Djianné y a la casa de Yaya. El asesino de mi padre recogió las llaves de su camión del suelo y se lo llevó detrás de las demás camionetas. El negocio y el sustento de toda nuestra familia se iban con él.
Salí de la cabaña cuando tenía las llamas casi encima. Dos ovejas que los tuaregs no se habían llevado salieron por la puerta antes que yo, y las gallinas que pudieron saltaron por la ventana, el resto quedaron atrapadas en el fuego. Yo arrastré la garrafa de agua hasta donde estaban mis padres. La bolsa de la comida que había preparado mi madre en caso de necesidad la metí en la mochila junto al dinero.
Mi madre me abrazó envuelta en un amasijo de babas y mocos, los ojos desorbitados. Hice amago de coger a mi padre, pero me indicó con la cabeza que fuese a la choza a ver cómo estaban Amina y Bintou. Dejé el agua y la mochila allí, y corrí hacia la casa. Encontré a Amina sujetando a Bintou, las dos estaban llorando, aterrorizadas. Les pregunté si se encontraban bien y Amina asintió.
Les advertí que no se les ocurriera salir de la casa, que enseguida volveríamos. Salí de nuevo y le comuniqué a mi madre que las chicas estaban bien. Le pregunté a dónde se habían llevado a Faiatu. Mi madre estaba en shock, tenía la cara desencajada, su belleza la había abandonado totalmente y me dio miedo que llegase a perder la cordura. La abofeteé y le volví a preguntar a dónde se habían llevado a Faiatu, la sacudí por los hombros y me enfocó con la mirada.
—Se la han llevado, Amadou, se la han llevado. Y han matado a tu padre, han asesinado a tu padre. —No paraba de llorar e iba a ser imposible razonar con ella.
Le pregunté qué íbamos a hacer y, de repente, su instinto protector de madre tomó el control de la situación. La sangre de mi padre tenía totalmente empapado su colorido vestido. Mi pantalón también se encontraba manchado con la sangre de mi progenitor, al igual que mis sandalias.
—Ayúdame a llevar a tu padre hasta la casa —me dijo.
Le cogimos entre los dos y arrastramos su cuerpo inerte hasta la choza, dejamos su cadáver en la estera donde ambos dormían. Mi madre recuperó la serenidad.
—Tienes que irte, Amadou, pueden volver en cualquier momento. Ve a buscar al padre de Seidy y busca a ese amigo de papá.
No sabía qué decir, en mi interior sabía que era lo más razonable y, sin duda, lo que tenía que hacer, pero no podía dejar a mi madre sola con todo lo que estaba pasando. Habría que encontrar a Faiatu, enterrar a mi padre, encontrar un plan para toda la familia, no podía abandonarles en ese momento.
—¡Corre hijo!, ¿a qué esperas?, ¿quieres que nos maten a todos? Ve a buscar a Babá, ¡ya! —Su voz sonó con todas sus fuerzas, me lo ordenó como si no hubiese otra alternativa e insinuando que, si me quedaba allí, podría acarrearles más problemas de los que ya tenían.
—Pero, ¿qué vais a hacer, mamá?, ¿dónde vais a ir ahora? No os podéis quedar aquí. ¿Y Faiatu?, ¿qué va a ser de ella? —Estas preguntas fueron las únicas que se me ocurrió formular de las miles que tenía en la cabeza.
—Voy a enterrar a tu padre con la ayuda de algún vecino, cogeremos lo que podamos y me llevaré a Amina y a Bintou a casa de mis tíos en Mauritania. Cuando se calme la situación volveremos aquí. Hijo, cuídate mucho, llámanos por teléfono a casa de los Keita cuando puedas, ellos nos darán noticias tuyas.
—¿Y sí los Keita se van también, mamá? —intervine, haciendo hincapié en un pensamiento que había rondado mi cabeza durante los últimos días. Si me iba a Europa y mi familia se iba a otro lugar, ¿cómo podría comunicarme con ellos?
—Ya encontraremos la forma, Amadou. Esperemos que esta locura cese pronto y podamos volver a la normalidad. —Mi madre estaba recobrando la serenidad y, aunque su rostro seguía desencajado por el dolor, sus palabras se hicieron reconocibles a mis oídos—. Debes irte ya, Amadou.
Me abrazó hasta hacerme chasquear la espalda. Su mirada traspasó mi alma, mezclándose la tristeza, la esperanza, el inmenso dolor y anticipando la gran melancolía que nos iba a invadir de aquí en adelante cuando nuestros pensamientos se conectaran entre sí.
Fui hasta la estancia donde estaban mis hermanas, las abracé y las besé en la frente. Les informé que debía irme. Bintou lloraba porque Amina lo hacía, pero era muy pequeña para entender lo que pasaba. Mis palabras iban dirigidas sobre todo a Amina.
—Tienes que ayudar mucho a mamá, Amina. Tengo que irme lejos, pero te prometo que volveré cuando pueda. Papá ha muerto, debes ser fuerte y portarte muy bien. Tienes que ayudar y proteger a Bintou. Ella os va a necesitar más que nadie. Los hombres que han matado a papá se han llevado a Faiatu, tenéis que ir con mamá a Mauritania. Tienes que ser muy valiente, hermanita.
Amina no pudo decirme ni una sola palabra, estaba en estado de shock. Yo cogí una muda de ropa que metí en la mochila y di un último beso a mi madre.
—Que Alá os proteja, mamá —dije con los ojos ardiendo en llamas.
—Que Alá te proteja, Amadou. Eres nuestra única esperanza, hijo. Cuídate y confía en Yaya, él te llevará hasta Europa sano y salvo.
Salí a la calle con la garrafa de agua y con la mochila en la espalda. Eché una última mirada hacia mi familia, esa instantánea se quedaría grabada en mi memoria para siempre: mi madre llorando desconsolada, con su vestido lleno de la sangre de mi padre, sosteniendo en brazos a Bintou, que lloraba por la inercia de la situación y ajena al dolor que estaban provocando sus propias lágrimas. Amina estaba de rodillas, abrazada a la pierna de mi madre con una mano y con la otra señalándome, no sé bien si porque quería que la llevase conmigo o acusándome de abandonarlas en aquel trágico momento. Ninguno de los cuatro sabíamos en ese entonces que tardaríamos mucho tiempo en poder volver a comunicarnos, y que las circunstancias, cuando por fin lo lográsemos, serían muy distintas…
Ya no miré más hacia atrás. Sabía lo que tenía que hacer, y en esos últimos días había trazado un plan mental de cómo debía ser mi salida del pueblo y mi llegada a la casa de Yaya. La oscuridad era total, miles de estrellas brillaban en el crepúsculo, como si esta fuese otra noche más, otra de las miles de noches normales y estrelladas que había vivido en mi vida. Pero esta no tenía nada de normal, los acontecimientos que se estaban desarrollando la tornarían con mucha diferencia en la peor noche de mi vida, y siempre que la evoco el aire deja de entrar en mis pulmones.
La luna apenas se veía, estaba en el inicio de fase creciente. El silencio era total, solo interrumpido por el sonido de las balas a lo lejos. Varios vecinos corrían en dirección a nuestra casa, sin duda a socorrer a mi familia. Algunos se quedaron extrañados de verme correr y huir del lugar en vez de quedarme allí, pero nadie se atrevió a preguntar nada.
En apenas tres minutos me encontraba en la puerta de entrada de la casa de Seidy. No tuve que llamar, enseguida salieron mi amigo y su padre. Mi rostro y la sangre de mis pantalones explicaban de sobra lo que había ocurrido. Seidy me abrazó y me dijo:
—Lo sisisi si sisiento mucho, Mellado —tartamudeó mucho hasta lograr decirlo. Sus palabras eran sinceras.
Babá, su padre, también me dio su pésame, pero nos apresuró para que subiéramos al coche.
—No hay tiempo que perder, esta gente se ha vuelto loca. ¡Hay que irse ya!
Yo no contaba con que Seidy nos acompañara, pero no dije nada. Babá condujo con las luces apagadas y, en aquella oscuridad, la visión se tornaba muy difícil; había que ir muy despacio. Mentalmente, calculé que los treinta kilómetros que separaban Sané de Djianné nos llevarían al menos dos horas en aquellas condiciones. Vimos varias casas ardiendo y un par de cadáveres con sus familias alrededor, rotas por el dolor. Una mujer que estaba llorando nos hizo señales para que parásemos, nos pidió que la ayudásemos. Babá la conocía y le dijo que a su vuelta lo haría, pero que ahora era de vital importancia ir a un sitio. No dio más explicaciones. La mujer entendió la situación y volvió a su casa.
¿Qué estaba pasando? Yo pensaba que solo iban a por mi padre, pero me di cuenta que no, que esto iba más lejos, el caos lo dominaba todo, era difícil pensar y mantener la calma. Mi padre asesinado, mi hermana secuestrada, mi madre y mis hermanas se iban a marchar a Mauritania, parte del pueblo en llamas, pero… ¿por qué? La gente de mi aldea y de las aldeas cercanas eran agricultores y ganaderos, en su mayoría de etnia bámbara, gente pacífica que no se metía en problemas. La violencia a la que estaban siendo sometidos carecía de toda lógica, no era justo, no tenía ninguna razón de ser. No podía entender lo que estaba pasando.
Dirigir el coche en aquellas condiciones no era tarea fácil, Babá mencionó un par de veces que debería encender las luces porque iba casi a ciegas, pero al mismo tiempo sabía el peligro que eso conllevaba, así que decidió bajar aún más la velocidad. El avance era fúnebre, a escasa velocidad y bamboleándonos sin parar en el viejo coche. Seidy y yo nos íbamos chocando de cuando en cuando, fruto de los enormes baches que Babá trataba de esquivar como podía. El asiento del copiloto iba vacío, a petición expresa del padre de Seidy.
Cuando las últimas luces del pueblo dejaron de verse a nuestras espaldas, Babá me preguntó abiertamente qué había sucedido. Yo empecé a hacerle un resumen, alternando mis palabras con llantos al recordar lo que había acontecido. Seidy tenía su mano en mi hombro a modo de consuelo y Babá me escudriñaba con lástima por el retrovisor. No era capaz de construir las frases sin echarme a llorar, ahora que nos alejábamos de la escena del crimen me empezaba a sentir muy culpable de haber abandonado a mi familia, y así se lo hice saber a mis dos acompañantes. Babá me dijo que era estúpido pensar así, que no tenía otra alternativa y que era una decisión meditada por mis padres, no una locura. En el fondo tenía razón, pero ese sentimiento no podía quitármelo de encima.
Los dos mostraron mucha preocupación por el rapto de Faiatu y Babá me prometió hacer averiguaciones para intentar encontrarla. Si así sucediese, él personalmente la llevaría a Mauritania, para que se reuniera con mi madre y mis dos hermanas pequeñas, ya que él conocía el pueblo adonde se dirigirían. Estas palabras fueron un bálsamo a mis oídos, aunque las probabilidades de arrancar a mi hermana de las garras de los hombres del desierto no me parecían muy altas.
El padre de Seidy continuó hablando y fue así como me enteré exactamente qué había provocado el asesinato de mi padre. Según Babá, mi padre había sido un insensato plantándoles cara a los tuaregs. Nos contó que, en uno de los repartos de mercancías de mi padre, los tuaregs le dijeron que debería hacerles un trabajo. Este consistía en transportar armas en su camión desde el norte de Mali, en la frontera de Argelia, hasta su campamento base, a unos 100 kilómetros al norte de nuestra aldea.
—Si tu padre hubiese tenido mano izquierda quizás nada de lo que ha ocurrido hubiese pasado, o quizás sí, pero tu padre se negó a colaborar en esos asuntos y pidió que le dejasen en paz. Le ofrecieron mucho dinero, según me contó Moussa, pero lo rechazó con desprecio. Fueron varios los ofrecimientos que le hicieron, y aún así él los ignoró todos. La gota que colmó el vaso fue un día en que le hicieron un encargo de mercancías normales, es decir, verduras y combustible, y tu padre se negó a hacerlo. Le dieron un fardo de dinero, pero tu padre se lo devolvió tirándolo al suelo con desprecio. Esos hombres son unos malnacidos, Amadou. Los hombres le dijeron que le habían pagado por el trabajo y que si él había decidido tirar el dinero era problema suyo, pero que querían sus mercancías por las que habían pagado en menos de cinco días.
Yo estaba visualizando todo lo que Babá estaba diciendo. Continuó:
—Si Moussa les hubiese tratado de otra forma… no sé, todo esto es muy raro. Tu padre trató de darles el camión en varias ocasiones, pero para ellos la ofensa ya estaba hecha. Le advirtieron que si no quería ayudarles a recuperar el Azawad, se convertiría en su enemigo declarado y que se atuviese a las consecuencias. Le reclamaban o el dinero o las mercancías… ¡Ay, viejo cascarrabias!, tendrías que haber colaborado con ellos —dijo con aire melancólico.
—¿Qué es el Azawad? —preguntó Seidy, que estaba escuchando con gran interés la historia que nos relataba su padre.
—El Azawad es el término con el que los tuaregs denominan al norte de Mali. Dicen que esta región les pertenece, e incluso se rumorea que si llegan a conquistarla quieren instaurar la Sharia, la ley islámica, y proclamar un estado independiente de Mali y del gobierno de Bamako.
»Muchas de estas personas son fundamentalistas —continuó Babá—, y si se les lleva la contraria puede pasar lo que está pasando, pero no entiendo que estén haciendo daño a pobres familias que no tienen nada o casi nada. No hay futuro en Mali. Es por esto que Seidy irá contigo a Europa, Amadou.
—¿Quéeee? —me salió del alma esta expresión ante la incredulidad de lo que acababa de escuchar.
—Sí, aquí se avecinan tiempos difíciles. Yo cogeré a mis esposas y a mis hijos e iremos a Burkina Faso hasta que las aguas vuelvan a su cauce.
A diferencia de mi padre, y como era normal entre los bámbara, Babá había desposado a tres mujeres y tenía cinco hijos. Con las dos primeras tenía una hija y un hijo, respectivamente, y con su última esposa, la más joven de las tres, tenía tres hijos varones. Seidy era el mayor de estos tres niños con su última mujer.
—¿Por qué no me dijiste nada? —le pregunté a Seidy.
—Tú tamtamtamtampoco me dijiste nada —me respondió ofendido y tartamudeando más de lo normal, teniendo en cuenta que cuando se encontraba con gente conocida apenas lo hacía.
—Era lo mejor —puso paz Babá—. Así es cómo tenía que pasar y así fue cómo lo decidimos tu padre y yo, Amadou. La visita que hicisteis a casa de Yaya hace unos días la hicimos nosotros al día siguiente. Es un buen hombre y él os llevará a Europa. Es posible que…
Interrumpió su discurso porque a escasos doscientos metros de donde estábamos había unos hombres bloqueando la carretera. Babá paró el motor y nos ordenó que nos callásemos. Mantuvimos la esperanza de que no nos hubiesen escuchado, pero el motor de ese viejo coche sonaba demasiado. Enseguida alumbraron el vehículo con las linternas y, gritando, ordenaron que continuásemos hasta su posición. Babá nos ordenó que saliésemos del coche sin hacer ruido y nos escondiésemos entre los matorrales que estaban a nuestra izquierda.
Dudamos un instante, pero le hicimos caso. Cogí la garrafa de agua y la mochila, abrí la puerta del coche con cuidado y eché a rodar hasta quedar fuera de la carretera y del alcance del foco de las linternas. Seidy salió del mismo después de mí, pero fue hacia el maletero. Le hice un gesto para que se diese prisa, pero no me vio. Abrió el maletero y sacó una garrafa de agua y una mochila parecida a la mía. Se echó a rodar y quedó a mi altura. Nos apretujamos y permanecimos inmóviles mientras veíamos cómo el coche en el que habíamos venido se ponía de nuevo en marcha y se dirigía hacia el puesto de control que bloqueaba la carretera.
Noté de nuevo cómo se aceleraba el ritmo de mi corazón, la cara de Seidy reflejaba auténtico terror, y pensé que la mía tendría que ser parecida.
—¿Qué hacemos aaaaahora? —me preguntó.
—Shhhhhhshhhhhh, cállate, con suerte no nos han visto. Tenemos que esperar…
El coche llegó hasta el puesto de control. No lo veíamos muy bien, pero había un par de vehículos cortando la carretera y al menos cinco hombres armados fuera de los coches. Vimos cómo hacían bajar a Babá y le interrogaban. Era muy difícil entender lo que decían, pero nos pareció escuchar que Babá decía que iba solo, lo repetía una y otra vez. Los hombres registraron el vehículo de Babá y continuaron interrogándolo, era imposible saber de qué estaban hablando. De repente, uno de los hombres le golpeó en la cabeza, Babá cayó de rodillas al suelo y se echó mano a la herida que le habían abierto en la frente. Seidy dio un pequeño respingo y lo tuve que sujetar.
—Quieto, no seas tonto —le dije en susurros.
Acto seguido, metieron a Babá en uno de los coches y salieron a toda velocidad hacia el norte, en la misma dirección que llevaba a Djianné. Otros tres coches se quedaron vigilando la carretera, junto al solitario coche de Babá.
La tranquilidad de la noche volvió de repente y los ruidos de los grillos se hicieron reconocibles a nuestros oídos. Permanecimos inmóviles entre los matorrales durante un par de minutos, asimilando lo que había pasado y repasando mentalmente nuestras opciones. Estábamos a unos diez o quince kilómetros de Djianné, por lo que andando tardaríamos unas tres o cuatro horas, si no teníamos más contratiempos. Con suerte llegaríamos aún de noche, tal y como nos había pedido Yaya.
—Tenemos que seguir a pie, hay que ir paralelos a la carretera a unos trescientos metros de distancia. Es posible que haya más controles de aquí a Djianné.
—¿Y mi padre?
—¿Qué quieres que hagamos?
Seidy asintió, dándome la razón. Abrió su garrafa de agua, le dio un sorbo y me la pasó, yo hice lo mismo y se la devolví.
—Tenemos que ser muy silenciosos, al menos hasta que estemos lejos del puesto de control —le dije a mi compañero, que a juzgar por su cara estaba valorando miles de posibilidades a la vez—. Tenemos que ser valientes, hermano. Hay que seguir, no tenemos otra opción.
Eché a andar de cuclillas y vi que Seidy no me seguía. Volví sobre mis pasos y le zarandeé.
—Ahora, hermano. Tenemos que irnos ahora de una vez.
Me miró con cara de pánico y pareció volver a la realidad.
—Sssssí… vamos, Mellado. Vamos.
Nos arrastramos por los matorrales, pinchándonos con las plantas secas por las que nos movíamos, y poco a poco nos fuimos alejando. Fue una huida penosa hasta que llegamos a lo que consideramos una distancia de seguridad. Por suerte, en ningún momento dirigieron el foco de sus linternas hacia nosotros, por lo que nos sentimos aliviados.
La temperatura de la noche era muy agradable, sentíamos calor por el peso de la mochila y la carga del agua. Nos pusimos en pie y nos dirigimos a toda prisa a Djianné, vigilando en todo momento la carretera por si veíamos algún vehículo o por si nos volvíamos a topar con otro control. A lo lejos, y transportadas por el viento, se oían las risotadas de las hienas en algún lugar a cierta distancia de donde nos encontrábamos. Aunque era un peligro potencial, y más de noche, no le dimos importancia. Íbamos sin nuestros palos antihienas, pero la determinación con la que avanzábamos hacia la casa de Yaya nos hizo olvidar esas risas de la noche de unas criaturas que siempre habían evocado en mí sentimientos encontrados.
Avanzamos en silencio, yo delante y Seidy a un par de metros detrás de mí. Cargábamos con nuestras mochilas y las garrafas de agua, pero, sobre todo, con la carga que más pesaba, la de los pensamientos hacia nuestras familias y todo lo que estaba pasando. Sin duda, no estábamos preparados para lo que nos estaba sucediendo; tratábamos de asimilarlo, pero nos resultaba imposible, y era precisamente esa carga la que nos hacía doblarnos de dolor.
Tras dos horas y media andando, más o menos, llegamos a las afueras de Djianné. La aldea estaba apenas iluminada, era un calco de cómo habíamos dejado Sané: algunas casas en llamas, el cadáver de un hombre y muchas mujeres a su alrededor llorando, y personas andando sin rumbo. Lo único que lo diferenciaba era que no se escuchaban disparos, pero los había tenido que haber, sin ningún tipo de duda, hacía unas horas. Fuimos hacia la casa de Yaya evitando las calles principales, no despertamos la curiosidad de las escasas personas con las que nos cruzamos.
Al llegar a la puerta principal llamé con los nudillos, mientras Seidy vigilaba, mirando en todas direcciones como un gato asustado. Nadie abrió, y el silencio fue todo lo que encontramos por respuesta. Por un instante, se me pasó por la cabeza que el viejo se hubiese ido y nos hubiese estafado. Insistí más fuerte, pero no hubo ninguna respuesta. Nos empezamos a poner nerviosos, sin saber bien qué hacer. Empezamos a llamarle, primero casi en susurros, para acabar dando voces, pero seguimos sin escuchar ninguna respuesta del interior de la casa.
Seidy tomó la iniciativa y empujó la puerta, que se abrió con un chirrido que nos heló la sangre. Todo estaba en silencio, ni siquiera se escuchaban los sonidos de los animales que tenía en el patio. Nos introdujimos en la casa y cerramos la puerta tras nosotros, tropecé con una mesa que había en el salón y varios utensilios de cocina cayeron al suelo y se esparcieron haciendo un ruido que delataba nuestra posición. Seidy me chistó para que no hiciese ruido y tuviese más cuidado. Nos dirigimos al patio, abrimos la puerta y lo que vimos acabó con todas nuestras esperanzas. Los sueños de llegar a Europa se desvanecieron de un plumazo. Todas las ilusiones de nuestras familias hechas humo. «¡No! No puede ser». Seidy y yo nos miramos con auténtico terror. «Esto sí que no». Lo que vimos en el patio de la casa de Yaya nos hizo perder todas nuestras ilusiones por completo. Estábamos perdidos.