Читать книгу El viaje más grande del mundo - Saúl Sánchez Pedrero - Страница 15

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Remordimientos

—Amadou Koulibaly, tiene que acompañarme. —Un policía que no había visto hasta entonces me vino a buscar a la sala donde nos encontrábamos unas veinte personas. Había otras tantas camas, en un espacio donde si estuviésemos la mitad ya se podría decir que era un espacio reducido para tanta gente. Todos éramos negros, exceptuando cuatro chicos magrebíes.

Bajé de mi litera, del Centro de Internamiento de Extranjeros de Aluche, ante la mirada de mis compañeros. Dos de ellos me dieron un abrazo y me desearon suerte, me sonaban sus caras, pero no me acordaba de sus nombres.

Seguí al policía por un corredor hasta llegar a una pequeña sala en la que había otros dos agentes y una mujer de unos cuarenta y pico años, pelo corto y moreno recogido en una coleta. Me hicieron sentarme al lado de la mujer, a la que no conocía, pero que enseguida me dio la mano y se presentó como Raquel, la abogada de la asociación Parterre. Me preguntó si me encontraba bien, asentí y me tranquilizó diciéndome que me sacaría de allí enseguida. Su voz sonaba sosegada y segura, transmitiéndome una confianza que sin ninguna duda necesitaba.

Hacía unas dos horas que había ingresado en el cie, detenido por haberme colado en el metro, y me sorprendió la rapidez con la que se habían movido desde la asociación para venir a sacarme de aquel problema. La anterior vez había pasado cuarenta de los peores días de mi vida y la idea de que eso volviese a sucederme me estaba torturando por dentro. Raquel y los policías estuvieron hablando durante unos minutos. Yo solo lograba entender palabras sueltas, estaban utilizando palabras técnicas y, aparte, mi cabeza estaba funcionando a mil por hora con múltiples pensamientos al mismo tiempo.

Los policías en ningún momento se dirigieron a mí, todas las preguntas se las hacían a la abogada, que de cuando en cuando me formulaba alguna cuestión sobre mis datos personales, o sobre el tiempo que llevaba en el piso nuevo y el tiempo que había estado antes en este mismo lugar. Las preguntas me las formulaba en español, utilizando el francés cuando yo no era capaz de comprender.

La conversación llegó a su fin cuando me pusieron delante una hoja, primero la revisó detalladamente Raquel y, una vez la leyó, me pidió amablemente que la firmara y que, una vez firmado, nos podríamos ir de allí. Accedí y firmé la hoja sin leerla, confié plenamente en aquella señora que decía ser mi abogada. Los policías me dijeron que no me metiese en problemas y que esperaban no tener que verme otra vez por allí. Yo no supe qué decir y Raquel me echó una mano diciendo que no se preocuparan, que así sería.

Salimos a la calle y allí estaba Mohamed con un señor que se presentó como el director de la asociación. Mohamed me dio un abrazo y se disculpó por lo que había pasado. El director, Javier, un hombre de unos sesenta años y pelo cano, me miró con aire distraído tras sus gafas minúsculas que dejaban ver unos ojos azules pequeños. Con una voz vivaracha me dio un empellón en el hombro y soltó un «¿Cómo estás, chaval?». Sin esperar a mi respuesta, sugirió que nos fuésemos a una cafetería para comer algo, ya que debíamos de tener mucha hambre.

Dentro de una cafetería comimos unos bocadillos de tortilla de patatas con una Coca-Cola cada uno de nosotros. Una vez acabamos, Javier pidió a Mohamed que nos esperase fuera un momento. Raquel y Javier me explicaron que el papel que acababa de firmar era una orden de expulsión, pero que no me preocupase, que muchos chicos tenían una orden como esta, pero que rara vez se lleva a cabo. Me dijeron que esta orden se iba a recurrir en los siguientes días, y que mañana por la mañana acudiera a la oficina de Raquel con Verónica y un chico maliense que ejercería de traductor para ayudarme. Todo esto lo logré entender tras muchas repeticiones, ya que mi español no era tan bueno en aquel momento. Precisamente por eso, al día siguiente se me proporcionaría la ayuda de un traductor de bámbara, mi lengua natal.

Escuchar que tenía una orden de expulsión no me gustó nada, pero la tranquilidad que transmitían Javier y Raquel me hicieron aplacar mis sensaciones. Por lo visto, y así lo pude comprobar más tarde, era de lo más normal entre chicos africanos y, lo raro, según me dijeron, era que no tuviese una orden de expulsión de mi anterior paso por este mismo lugar hacía solo unos días. Lo cierto es que yo había firmado unos documentos, pero no sabía exactamente lo que eran. Lo hice para que me dejaran salir, bien podría haber sido mi sentencia de muerte, pero lo único que deseaba era salir de aquella comisaría.

Javier se levantó y pagó la cuenta. Ya en la calle, Raquel me dio la mano para despedirse y yo le agradecí un montón de veces que me hubiese sacado de la cárcel. Ella respondió que para eso estaba, que era su trabajo, pero aun así se lo volví a agradecer en español, en francés y hasta en bámbara, incluso a sabiendas de que no me comprendería. Antes de irse me volvió a recordar que al día siguiente por la mañana me vería en su despacho y que, mientras tanto, se quedaba el documento que yo acababa de firmar para ir adelantando cosas.

Nos metimos en el coche de Javier y fuimos hasta el piso. Por el camino, Javier y Mohamed estuvieron hablando animadamente, lo que denotaba la buena relación que había entre ambos. Al llegar al portal, el director me preguntó si me encontraba bien y si necesitaba algo, yo le contesté que no y le di las gracias. Esperaba una reprimenda. La verdad es que la esperaba desde el primer momento por haberme colado en el metro, pero ni se produjo por parte de Raquel, ni por parte de Javier; simplemente me recomendó que pidiese un metrobús a mis educadores. Me estrechó la mano y me dijo que en esos días ya nos iríamos conociendo mejor, que de momento descansase y olvidase lo ocurrido. Chocó la mano amistosamente con Mohamed y se alejó lentamente con su coche blanco por la calle Alcalá.

La verdad es que si me hubiesen dado una buena reprimenda me sentiría mejor, me sentía como que había hecho algo muy malo, tenía grandes remordimientos de conciencia y parecía que la gente apenas daba importancia a este hecho. El caso es que estaba de nuevo en el piso, ya era tarde. Cuando entramos en casa los compañeros vinieron a interesarse por mí.

Fabrice, el cuidador, me contó que él también tenía una orden de expulsión y que no me preocupara, que no pasaba nada. Baillou también me dijo que tenía una y que en Madrid todos los negros que conocía tenían una, a lo que Youssef, el chico palestino, dijo en un tono jocoso que «los negros no éramos de fiar y que él no la tenía». Hablábamos en francés, ya que los educadores no estaban en casa para recriminárnoslo. Souleymane le tiró un cojín del sofá a modo de broma y le vaciló con que «al menos los negros teníamos países, no como él, ya que era palestino». Todos los demás se rieron, incluido el propio Youssef.

Me gustaba ese tono familiar que se respiraba en el piso entre todos los chicos. A Mohamed le recriminaron su papel como guía, ya que el primer día había logrado que al nuevo le hubieran detenido y puesto una orden de expulsión, y me advirtieron con tono de guasa que no me juntase con el moro. Ninguno se ofendía de los comentarios de los demás y esto fue algo que llamó poderosamente mi atención.

Fabrice me llevó hasta la cocina y me invitó a que cenase una hamburguesa con patatas fritas. Yo le respondí que ya había cenado un bocadillo con Javier y Raquel, pero no hubo manera; insistió tanto que tuve que comérmela. Cuando terminé, pasé un rato con mis compañeros viendo una serie que yo no comprendía, pero que el resto de chicos, especialmente Yakub, se partían de la risa. Esa noche me fui a la cama sintiendo que en Madrid había encontrado a una segunda familia y que no tenía que desaprovechar la oportunidad que la vida me estaba ofreciendo. Coincidió que esa noche dormí como un niño pequeño, con un sueño profundo y sin pesadillas, por primera vez en mucho tiempo.

Me despertó la voz de Verónica…

El viaje más grande del mundo

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