Читать книгу El viaje más grande del mundo - Saúl Sánchez Pedrero - Страница 9
ОглавлениеImpotencia
Era una tarde algo fría —para estar en Malí, me refiero—, lo recuerdo porque llevaba una vieja chaqueta puesta sobre los hombros. En Sané, mi pueblo de la etnia bámbara, el frío no era una de las cosas que se pudieran considerar típicas, sino más bien todo lo contrario. Aun así, en esa tarde de principios de diciembre del año 2012 estaba refrescando. Estábamos en el umbral de nuestra pequeña choza: mi madre, mis tres hermanas pequeñas y yo. De repente, escuchamos un motor a lo lejos y enseguida pensamos que podría tratarse de nuestro padre, y su viejo y destartalado camión. Se dedicaba al comercio de toda clase de productos, tanto en nuestra aldea como en los pueblos y ciudades que se situaban a un radio de unos doscientos kilómetros. Presté atención y me di cuenta de que el sonido no era el de su convoy —tal y como acostumbraba a referirse a su Volvo. Un trasto que había comprado por un precio relativamente bajo a un amigo hacía ya tiempo, y al que él mismo había hecho mil reparaciones para que funcionara correctamente—. De hecho, no se trataba de un solo vehículo, sino de tres camionetas repletas de hombres.
Nos pareció muy raro, ya que no era frecuente ver ese tipo de vehículos por nuestra aldea. Mis hermanas y yo nos quedamos mirando maravillados algo que nos sacara de nuestro profundo aburrimiento, pero en el rostro de mi madre se reflejaba preocupación. Una preocupación de la que me percaté de inmediato. A medida que los vehículos se acercaban a nuestra casa, mi madre empezó a ponerse nerviosa y nos hizo entrar en la choza. La tensión en su cara y los gestos de una mujer de carácter amable y bondadoso, como ella lo era, nos hizo percibir que algo no andaba bien. Sus bellas facciones, finas y estilizadas, se fruncieron al mirar los vehículos que se acercaban, y fue por eso por lo que obedecimos sin rechistar. Nos amontonamos en una silla que había en la casa mientras ella permanecía de pie, en la puerta de la entrada, mirando a los recién llegados que empezaban a bajarse de las camionetas. Vestían túnicas blancas con tonos azulados y llevaban un turbante en el pelo. La mayoría portaba ametralladoras colgadas de los hombros, que les proporcionaba un aspecto feroz y hostil. Yo nunca había visto un arma de fuego hasta ese día, aunque por desgracia las vería con demasiada frecuencia en los años siguientes.
—Hola, buena mujer, venimos buscando a Moussa —dijo un hombre armado, que parecía ser el cabecilla de aquella gente.
Mis hermanas y yo nos apretamos más si cabe y empezamos a sentir una especie de miedo que se hacía plausible en nuestras ingenuas miradas.
—No está —contestó mi madre, tratando de aparentar tranquilidad. Una tranquilidad que hacía tiempo había desaparecido de su rostro.
—Ya lo veo, su camión no está aquí —apuntó un segundo hombre, que también sostenía una ametralladora—. ¿Cuándo volverá?
—No lo sé, posiblemente mañana. Está comerciando. En esta ocasión ha ido a Bamako, y cuando trabaja en la capital pasa más tiempo que cuando está por los pueblos cercanos. —La voz de mi madre parecía sólida, al menos a los ojos de aquellos hombres.
Los observé con detenimiento para intentar saber qué venían buscando. Carecían de uniforme, por lo que no podían ser militares. Su forma de actuar no me daba más datos para entender qué hacían en la puerta de casa. Mucho menos las armas que llevaban. Me recordaban a los hombres del desierto —así les llamábamos en la aldea—, sujetos que se dedicaban a asaltar a comerciantes que iban a los pueblos del Norte, forajidos de la justicia y que, según parecía, llevaban un tiempo armándose y preparando un ejército. Esto era lo que escuchaba en las conversaciones de mi padre cuando, en ocasiones, le ayudaba en el reparto de sus mercancías por los pueblos cercanos.
—¿Sabe que el cerdo de su marido nos debe mucho dinero? —Empezó a entrarme calor por todo el cuerpo. Ese hombre que acababa de llegar se atrevía a insultar a mi padre, un hombre honrado, trabajador y que lo hacía todo por poder alimentar a su familia. ¿Cómo podía atreverse a hablar así sobre el gran Moussa?
El hombre que había insultado vilmente a mi padre empezó a acercarse mucho a mi madre, más de lo que en nuestra cultura podría considerarse políticamente correcto entre un hombre y una mujer que no están unidos por el sagrado matrimonio. Se paró delante de ella, le cogió bruscamente la cara, se volvió a los demás y les dijo:
—Eh, este viejo de Moussa no tiene mal gusto, ¿verdad? —No sé si me molestó más ese comentario o las risas de sus compañeros de fechorías. El caso es que se empezó a apoderar de mí una cólera que no había sentido nunca en mi vida.
Mi madre le apartó la mano bruscamente y le dijo con una voz fuerte y decidida:
—¡Déjame en paz! ¡No me toques! Eres un mentiroso, mi marido no os debe nada. ¡Es un buen hombre!
—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? ¿El viejo Moussa no te ha enseñado modales, zorra?
Sentía cómo la rabia se apoderaba de mi cuerpo. Primero insultaba a mi padre y ahora se atrevía con mi madre. Estaba furioso con aquel hombre que se estaba propasando con mi familia e instintivamente agarré un palo con el que solía jugar por las calles y que estaba al alcance de mi mano. Mi hermana Faiatu intentó agarrarme para que no lo hiciera, pero yo era más fuerte que ella y conseguí eludir sin problemas su mano temblorosa. El hombre seguía con su retahíla de insultos y empezó a manosear a mi madre descaradamente. Eso ya era demasiado para mí. No pude contenerme y salí con el palo, gritando que la dejase en paz. Mi madre trató de retenerme, pero yo me zafé y conseguí darle en las costillas con toda la fuerza que podía un chiquillo delgado de diecisiete años. El hombre emitió un pequeño grito y, como acto reflejo, me dio con la culata de la ametralladora en la cara. Todo lo que sucedió después lo recuerdo como si fuesen fotografías: mi madre llorando, los hombres riendo, mis hermanas chillando dentro de la casa, y yo sintiendo un extraño sabor a sangre en la boca. Antes de desmayarme, logré escuchar cómo decía uno de aquellos hombres:
—Dile al viejo que volveremos, y esperamos que para entonces tenga listo todo el dinero que nos debe.
Luego escuché, entre los sollozos de mi madre y de mis hermanas que acudieron a ver cómo me encontraba, el sonido de los motores de los vehículos que se alejaban.