Читать книгу El viaje más grande del mundo - Saúl Sánchez Pedrero - Страница 11
ОглавлениеPerturbación
Me desperté muy desorientado en el hospital, estaba dolorido, debían de ser entre las 18:00 y las 20:00 h, ya que era de noche pero no muy cerrada aún. A mi lado se encontraban mi madre, mi padre y mi hermana menor.
Lo primero que noté fue un hueco entre mis dientes, una extraña sensación, no podía dejar de pasar mi lengua entre el hueco del incisivo que me faltaba. La cabeza me dolía muchísimo, como si estuviesen martilleándome desde dentro; he de reconocer que me encontraba fatal. De repente, mi madre me dio un abrazo como si acabase de resucitar y enseguida se echó a llorar, me acercó hacia su pecho como hacía bastantes años que no lo hacía y yo agradecí ese afecto. Mi padre retiró a mi madre a un lado y me preguntó cómo me encontraba con un leve gesto de la cara, sin saber bien qué decirme, pero que interpreté de una forma afectuosa. Le respondí que bien, aunque era obvio que no lo estaba.
Mi padre era quince años mayor que mi madre y la diferencia de edad se acentuaba aún más porque mi padre estaba muy desmejorado debido al intenso trabajo físico que había realizado durante toda su vida y a la exposición al sol, que hacía que su piel estuviese curtida y agrietada. En cambio, mi madre, la bella Kadiatou, tenía un aspecto mucho más juvenil; a veces parecía la hija de mi padre en vez de su esposa, poseía una belleza que era la envidia de las vecinas, las mismas que no dejaban de pedirle sus ungüentos para la piel. Mis padres se querían muchísimo, y así lo sentíamos nosotros en el calor del hogar.
Era la primera vez que yo estaba en el hospital como paciente, acababa de recibir un culatazo en la boca por parte de los hombres del desierto al intentar defender a mi madre de sus ofensas. Se trataba de un edificio ruinoso de camas sucias y paredes desconchadas; ciertamente tenía un aspecto fantasmagórico, un olor nauseabundo impregnaba el ambiente. Todos estos elementos juntos hacían que la permanencia en el mismo resultase de todo menos cómoda. La última vez que había estado en el hospital fue acompañando a mi madre con la menor de mis hermanas para que le pusiesen una inyección, algo muy rápido, pero que tuvo a mi hermana todo el día llorando.
Conforme me iba recobrando del aturdimiento, un sentimiento de culpa tremendo iba reptando poco a poco en mi interior. Si estaba en el hospital significaba que mis padres tendrían que pagar una suma de dinero muy elevada que seguramente no podríamos permitirnos. ¡Qué estúpido había sido!, seguro que me llevaría una buena reprimenda por parte de mis padres, y bien merecida. Ellos rara vez me regañaban, nunca les había dado motivos serios, pero cuando alguna vez había hecho una trastada me habían puesto en mi sitio, como cuando de pequeños mi amigo Seidy y yo robamos golosinas en la tienda del viejo Mamadou. Recuerdo que ese día mi padre me cogió de la oreja y me llevó a rastras hasta detrás de la casa. Su cara estaba encolerizada y la reprimenda se oyó en toda la aldea, hasta tal punto que los chicos de la escuela se estuvieron burlando de mí durante toda la semana imitando la bronca de mi padre. Cuando traté de explicar que había sido idea de Seidy, mi padre me levantó la mano y pensé que me iba a abofetear. En lugar de eso me dijo una frase que aún tengo grabada a fuego en mi memoria: «Nunca eches la culpa a alguien de algo que es solamente responsabilidad tuya y de nadie más».
Mientras me encontraba sumido en estos pensamientos, el médico hizo su aparición en la estancia, un hombre de mediana edad, con la cabeza afeitada y una perilla al estilo de los actores de Hollywood. Explicó a mis padres que había perdido un diente incisivo y que tenía el otro bailando, que como era joven no hacía falta que lo quitásemos, pero que me dieran mucha leche para fortalecerlo con el calcio. Me palpó la cara con suavidad, pero aun así sentí un intenso dolor por debajo del ojo. Siguió diciendo que había tenido suerte, que podía haber sido mucho peor, y dijo algo así como que había sido muy valiente, pero que con ese tipo de hombres más valía ser cobarde y no plantarles cara, porque nunca se sabía por dónde podrían salir. Mi padre asintió ante la afirmación del doctor.
Me dio unas pastillas para el dolor y otras para bajar la inflamación. Por último, me preguntó cómo estaba, y no sé por qué motivo no contesté, aunque mi padre lo hizo por mí.
—Está bien, doctor. Muchas gracias por todo, no se preocupe que le daremos las pastillas tal y como nos dijo. ¿Cuánto le debemos?
—Nada —contestó el médico—, pero tengan mucho cuidado con esos hombres, no es la primera vez en este mes que viene alguien con una historia similar a la suya. Si no se les pone freno, que Alá nos proteja, porque no sé qué pueden llegar a hacer.
Mi padre se ruborizó y le dio las gracias, mi madre hizo lo mismo e hicieron que yo también se las diese. El viejo Moussa, mi padre, era muy querido en la comunidad, se había ganado el respeto de todos ayudando con su camión a quien lo necesitaba y, seguramente, sería el motivo por el que ahora el médico nos devolvía el favor.
De camino al camión, mi madre le dijo que menos mal que no nos habían cobrado, porque si no, no sabían cómo hubiesen podido sobrevivir ese mes.
Ya dentro del vehículo mi padre me dio un fuerte abrazo, me dijo que había sido muy valiente, pero que si volvían a venir esos hombres que fuese a buscar ayuda y ni se me ocurriese volver a plantarles cara. Este comentario me dejó la sangre helada, sonaba a profecía. ¿Quería decir que iban a volver?, ojalá que no, no me gustaría tener que pasar por lo mismo otra vez. No, eso no podía pasar de ninguna de las maneras. Creo que fue la primera vez que mi padre me habló como a un hombre, aunque él recalcase que cuando llegásemos a casa, y me encontrase mejor, hablaríamos de hombre a hombre para darme instrucciones precisas de lo que deberíamos hacer a partir de ahora. Recuerdo que esas palabras de mi progenitor me llegaron con una sensación agridulce. Por una lado, que el gran Moussa me hablase de ese modo me llenaba de orgullo, pero por otro lado sabía en lo más profundo de mi corazón que nada bueno iba a acontecer a partir de ahora; y hoy puedo decir que, después de ese comentario, mi niñez se dio por acabada y pasé a ser un adulto omitiendo un periodo que en Europa llaman juventud, pero que en mi aldea de Malí se da con muy poco frecuencia.
El trayecto hacia casa fue lento y tedioso. Los cinco kilómetros que separaban el hospital de nuestro hogar se tornaron en más de mil. Al dolor que sentía en el rostro se sumaban los baches de la destartalada carretera, aumentados por la incomodidad del viejo camión. No podía entender cómo mi padre podía estar todo el día en ese trasto y que no se le desmontasen los huesos.
Cuando llegamos a casa, mi amigo Seidy estaba en la puerta con cara de preocupación. Seguramente mis hermanas habrían exagerado un poco la historia, porque cuando me vio descender del camión su cara se tornó más alegre.
—Uff, pe pennsé que ttttte había pasado algo, hermano —dijo tartamudeando.
Siempre nos llamábamos hermanos, aunque no éramos ni parientes lejanos, algo extraño en una aldea como Sané, con unos doscientos cincuenta habitantes. Su familia vivía en la choza más cercana a la nuestra y, al ser de la misma edad, nos habíamos criado juntos. La relación entre nuestras familias había propiciado que siempre estuviésemos cerca y unidos; y, aunque no fuésemos hermanos de sangre, sí lo éramos de espíritu. Tenía mi misma estatura, su complexión era un poco más fuerte que la mía, lo que no era difícil, ya que yo siempre he sido tremendamente delgado. Seidy era un chico algo introvertido, al igual que yo, y quizás por eso hicimos buenas migas. Podíamos pasarnos tardes enteras sin apenas hablar, pero disfrutábamos de la compañía que nos brindábamos el uno al otro. Los chicos en la escuela se burlaban de él porque tartamudeaba, sobre todo cuando estaba nervioso, y si encima los niños se reían de él su tartamudez se acentuaba. Conmigo era diferente, mis padres siempre me habían educado diciéndome que todos éramos iguales y que nunca había que reírse de los defectos de los demás, porque cualquier día nos podía pasar a nosotros. El caso es que era mi mejor amigo y me gustó encontrarlo al llegar a casa, pero lo que no me hizo tanta gracia fue su comentario, no sé cómo se imaginaría que me encontraría.
—¿Cómo querías que estuviese? ¿Muerto? —Y le enseñé la ausencia de mi diente.
Soltó una risotada ingenua y me dijo que me quedaba bien, que estaba más guapo mellado. No sabía que a partir de ese día mucha gente me llamaría Mellado. Algo que al principio me dio mucha rabia, pero terminé comprendiendo que cuanta más ira mostraba ante eso, más me lo llamaban, así que con el tiempo lo asumí con naturalidad.
—Muchas gracias, Seidy, era justo lo que necesitaba.
—No, en serio herrrrrrmano, me alegro de verte, y de verte así ddde de bien, aunque no te lo creas. Hace dos días a un primo de mi padre le ma-ma-mataron y le robaron todo su gggganado los hombres del desierto, por eso cuando tus hermanas me contaron que habían sido ellos…
Mi padre cortó la conversación de golpe y me dijo que nos metiésemos en casa, que necesitaba descansar. Extendió a Seidy un sobre con el recado de que se lo entregase a su padre y le dio una palmadita en el hombro.
—Vete a casa, Seidy, es tarde. Mañana ven a ver a Amadou, seguro que ya estará mejor —le dijo mi padre a mi amigo.
Seidy asintió, nos hizo el gesto de despedida y salió caminando silenciosamente hacia su casa hasta que se perdió en la oscuridad de nuestra aldea.
Mis hermanas, Faiatu, la mayor después de mí, y Amina, la mediana, se abalanzaron sobre mí y me dieron un largo abrazo con los ojos llorosos. Mientras Bintou, que nos había acompañado al hospital y apenas balbuceaba, estaba empezando a quedarse dormida, ajena a la situación que acontecía en mi casa.
Siempre he estado muy unido a mis hermanas y he tratado de cuidar de ellas, ya que soy el mayor. Con Faiatu tengo una conexión muy especial, soy dos años mayor que ella, no nos hace falta más que una mirada para saber lo que estamos pensando los dos. Con Amina también hay conexión, pero la diferencia de edad hace que no tengamos tantos temas de conversación, a ella le saco cinco años. Es la más inteligente de mi familia, aunque ella no lo crea y no tenga expectativas de seguir formándose cuando acabe la escuela. Bintou es apenas un bebé, con unos ojos vivarachos. Yo creo que mis padres no querían tener más hijos, pero como ellos dicen cuando hay invitados en casa: «es un regalo del cielo.» Es la mascota del hogar y la que últimamente se lleva todas las atenciones.
Decía que mis hermanas me estaban dando un abrazo, traté de tranquilizarlas forzando una sonrisa y enseñando así el diente mellado. Pensaba que se iban a reír, pero todo lo contrario, pusieron una expresión seria. Faiatu me preguntó si me dolía mucho. Su bello rostro, que había heredado de mi madre, se mostraba retorcido por la enorme preocupación que sentía. A mi hermana no le pude mentir y le dije que sí, pero que pronto se me pasaría con la comida que nos habían preparado, un arroz con pollo que se olía a un kilómetro a la redonda. Mi madre me dijo que no podía comer esa comida sólida, que debería probar solamente leche esta noche para reforzar el diente tambaleante, tal y como nos había aconsejado el doctor. Esas palabras me sentaron como un jarro de agua fría, ¡con el hambre que tenía! Mi padre intervino para poner un poco de cordura en la conversación, diciendo que un poco de leche no era comida para todo un hombre que había plantado cara a los hombres del desierto, comentario que me encantó y me hizo subir el ego. Como mi padre había intervenido, mi madre no rechistó y me sirvió un buen plato de arroz con pollo. Me costó comerlo, no podía masticar, y al dolor de la cara y al de los dientes se sumó el de la mandíbula; no había hecho cuentas yo con ese dolor que se sumaba a los anteriores. Me costó mucho acabar con mi plato, algo de extrañar, ya que siempre era el primero en terminar de comer. Mi madre me regañaba y ponía mala cara a la vez que decía: «hasta que no te atragantes no vas a comer como una persona normal».
En mi casa, a diferencia de las demás casas bámbaras, cada uno comía en su plato y no todos de una fuente central, ya que según mi padre así controlaba mejor lo que comía cada uno de nosotros. Una vez terminada la cena, mis padres mandaron a dormir a mis hermanas y allí me quedé yo con mis padres, como un adulto más, custodiando el sueño de ellas.
Nuestra choza no era muy grande. Era todo diáfano, con dos cortinas, una para separar la estancia de mis padres y otra para separar la cocina. Todos dormíamos en esteras y, desde hacía un tiempo, los animales dormían en una pequeña cabañita que había construido mi padre con mi torpe ayuda de niño pequeño. Esto era un verdadero alivio, ya no solo por el olor de los animales, sino también por el ruido y por no despertarse por la noche mil veces con un pollo encima de las rodillas. Yo dormía en la misma sala que mis hermanas, contradiciendo una norma entre los bámbara, en la que los chicos y las chicas deben dormir en distintos habitáculos, pero que mis padres no hacían cumplir debido a las pequeñas dimensiones de nuestra infravivienda.
Comparadas con otras familias no teníamos muchos animales, solamente gallinas y ovejas. Otrora habíamos tenido dos vacas, pero se murieron de hambre y ya no pudimos comprar más.
Aquella noche, en que mis padres mandaron a dormir a mis hermanas y a mí me permitieron quedarme con ellos, la recordaría durante toda mi vida. Si ahora mismo cerrara los ojos, podría visualizar las miradas de tristeza que se proferían mis progenitores, las caricias que se dieron en las manos, el cariño que se respiraba en el ambiente. Pero nada bueno podía acontecer a partir de aquel momento. Mi padre hizo el ademán dos o tres veces para empezar a hablar, pero otras tantas se calló sin haber empezado. El viejo Moussa no encontraba palabras que decirle a su esposa Kadiatou y a su hijo. Eso me entristeció, porque mi padre siempre fue un hombre muy sabio, conocía todas las respuestas, siempre encontraba las palabras adecuadas para cada situación. Muchas fueron las veces en que los vecinos del pueblo venían a pedirle ayuda sobre infinidad de asuntos y él, siempre con una calma pasmosa, aconsejaba a todo el mundo. Nadie le contradecía, lo que Moussa decía era siempre una verdad incuestionable, pero aquel momento era diferente.
No sé el tiempo exacto que pudo transcurrir cuando, por fin, mi madre dijo que era hora de ir a descansar. Me dio las pastillas que me había recetado el médico y un beso en la frente. Me espetó un «gracias por defenderme» casi inaudible y corrió la cortina de su estancia. Mi padre me estrechó entre sus brazos y me recomendó que tratase de dormir, y que ya hablaríamos al día siguiente. Corrí la cortina hacia mi habitáculo, allí estaban Amina y Bintou, que acurrucada en el pecho de su hermana roncaba plácidamente. Faiatu se despertó, aunque sospecho que no había estado durmiendo. No me dijo nada, pero desde su estera me ofreció su mano. Yo la cogí y la estreché con fuerza, al rato ella se quedó dormida y sentí su respiración acompasada. Sin embargo, yo esa noche no pude dormir. No dejaban de sucederse en mi mente las imágenes del día. Ahora, podía ver mucho mejor los turbantes de los hombres que nos habían asaltado esa tarde. Podía dibujar sus caras barbudas en mi mente, visualizar los cañones de sus ametralladoras y el sonido de sus risotadas, así como el tintineo de sus camionetas mientras se alejaban de la aldea. Fue curioso, porque esas imágenes eran más nítidas al recordarlas en mi mente que cuando sucedieron en realidad.
La historia que Seidy me había empezado a contar, con muertos de por medio, y que mi padre había cortado para protegernos, no era nada halagüeña. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué se metían con gente pacífica, honrada e inocente? Fuera lo que fuese no tenía buena pinta. ¿Volverían a venir aquellos hombres a casa? ¿Les debería algo mi padre? No, eso sí que no, eso era imposible.
El dolor en mi cara se llevó gran parte de mis pensamientos aquella noche. Era la primera vez que me agredían y, por desgracia, no sería la última. La impotencia de no haber podido hacer nada, la desolación por haber visto cómo manoseaban a mi madre e insultaban a mis padres me quemaba por dentro. Una rabia hasta ahora desconocida se apoderó de mí. Y en el silencio de la noche, en nuestra choza, lloré. Lloré para adentro para no despertar a mis hermanas y mis padres, pero lloré. Lloré con el alma y unas lágrimas tántricas brotaron de mis ojos hacia dentro, mientras el aroma del arroz con pollo aún impregnaba todas las instancias de la casa.
El día siguiente lo pasé en casa con mis hermanas y mi madre. Mi padre salió rápida y misteriosamente, me dijo que debía hacer un transporte de mercancías que lo tendría alejado del poblado varios días, aunque yo pensé que su verdadera intención era pasar unos días fuera visitando a algunas personas que pudiesen ayudarles a elaborar un plan contra los hombres del desierto. Cuando pregunté a mi madre si estaba en lo cierto no supo qué contestarme, aspecto que yo interpreté como un «sí». Antes de subirse a su camión, me prometió que a su vuelta hablaríamos largo y tendido, pero que ahora tenía que partir deprisa y así me daría un poco más de tiempo para que me recuperase de mis dolores.
Ese día, mi madre me pidió que acompañase a Faiatu al mercado a por algunas verduras, ya que mi hermana estaba visiblemente afectada por lo acontecido el día anterior. Fuimos en silencio hasta el mercado; nuestra aldea, como ya os dije anteriormente, pertenecía a la etnia bámbara, una etnia numerosa en Malí. Teníamos la mala suerte de estar cerca de donde moraban los hombres del desierto, lindando con el norte, cerca de la ciudad de Goundam, y a poca distancia de Mauritania. En mi país se podían encontrar numerosas etnias y, aunque no nos mezclábamos demasiado, sí que había bastante respeto entre todas, exceptuando los hombres del desierto, nómadas que no se relacionaban con los demás. Pero, ¿por qué esa violencia repentina?, ¿por qué ese afán de hacerse notar precisamente ahora? Esperaba poder hablar con mi padre sobre esto cuando volviese.
Llegamos al mercado, atravesando las estrechas calles, con casas de adobe y techumbres de paja, levantando polvo a nuestros pasos. Las mujeres mayores enseguida se interesaron por mi estado de salud. En una aldea tan pequeña las noticias corrían como la pólvora, y el altercado del día anterior no había pasado desapercibido. Agradecí aquella preocupación, pero me hicieron sentir un poco raro, ya que mi timidez no jugaba a mi favor tras haberme convertido en el protagonista del pueblo. Estábamos de vacaciones escolares y eso favorecía que muchos chicos de mi edad estuvieran ayudando a sus madres con las compras. Muchos de aquellos chicos con los que apenas había hablado en la escuela vinieron a interesarse también, yo creo que con más ganas de cotillear que por interesarse de verdad por mí. El caso es que esa mañana todo el mundo quería hablar conmigo.
Faiatu llevaba la voz cantante a la hora de comprar las verduras. Aunque varios años menor que yo, era una auténtica mujer bámbara que se manejaba en todas las tareas domésticas como una auténtica veterana. Yo simplemente me limitaba a apilar las verduras en una caja grande y las transportaba hasta nuestra casa. Al llegar a la choza, mi madre me preguntó si habían venido muchas personas a preguntarme por el incidente, y también se interesó por saber qué había respondido yo. Achaqué que no quisiese venir con mi hermana y conmigo al mercado por esta cuestión. No le gustaba ser el centro de atención, ni tener que dar explicaciones, y sabía cómo eran de curiosas las personas del pueblo.
Ese día mi madre me pidió que le ayudase a hacer la comida, lo que me extrañó, ya que en mi casa siempre cocinaban ella y Faiatu, y últimamente también Amina, pero accedí con gusto. Pasamos una mañana entretenida, las mujeres de la casa se reían de mí. Bueno, más que de mí, de mi torpeza en la cocina; pero pasé la mañana entretenido con ellas y eso evitó que pensase demasiado. Es por eso que mi madre, que siempre controlaba todos los detalles de todo lo hizo, quería evitar a toda costa que le diese vueltas a lo sucedido el día anterior, y quería hacernos sentir como si nada hubiese pasado, y sobre todo, tranquilizarnos de que eso no volvería a pasar jamás. Y ojalá hubiese tenido razón, pero la realidad iba a ser muy distinta, aunque nosotros eso aún no lo sabíamos…