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INTRODUCCIÓN

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“La cocina fue una invención valiosísima

por la forma en que unió a la comunidad”.

F. Fernández-Armesto

El cocinar es algo más importante que elaborar platos. Desde que el ser humano empezó a dominar el fuego se inició una cultura nueva, la noción que aquel animal racional empezó a poner distancias entre él y el resto del género irracional, al ver que los alimentos que en adelante consumiría ya no tendrían el aspecto, la textura, ni el sabor de antes de ser convertido en algo distinto y de más fácil masticación y digestión. La cocina permitió al hombre tomar conciencia de un mayor conocimiento de su entorno, de su “ecología” (término este introducido por el biólogo alemán Ernest H. Haeckel (1834-1919), con el que “significó las relaciones entre los animales y sus medios orgánicos e inorgánicos”. Ya más cerca de nosotros, el filósofo y etnógrafo francés (nacido en Bruselas en 1908), Claude Lévi-Strauss, creador de la Antropología Estructural, dejó dicho en su libro Lo crudo y lo cocido que “muchas culturas compartían un punto de vista similar, ya que consideran el acto de cocinar como una actividad simbólica que establece la diferencia entre los hombres y los animales”. El antropólogo y primatólogo de la Universidad de Harvard, Richard Wrangham ha publicado un importante libro bajo el título de Catching Fire, en el que afirma que “Fue el descubrimiento de la cocina —no la fabricación de herramientas, el hecho de comer carne y el lenguaje— lo que nos diferenció de los primates y nos convirtió en humanos”. Se sabe que una mayor cantidad de energía, hizo aumentar el tamaño de nuestro cerebro. En efecto, nuestra disposición de consumir alimentos con más proteínas cambió para siempre el curso de la evolución humana. Así podemos explicarnos cómo gracias a la energía que produce el caracol fue aumentando la concha que lo contiene. Causa admiración que una materia tan frágil y blanda pueda extender, ampliar, la cavidad craneal tan dura.

Consecuentemente el hecho de cocinar, de cocer los alimentos, proporcionó al hombre no solamente comida más apetitosa, mejor masticada y más fácil de digerir, sino que propició que la “familia” comiese junta en un determinado lugar. Gracias al cocinar se establecería la división del trabajo entre hombres y mujeres. Ella dejaría la recolección de alimentos y se encargaría de transportar agua y leña, de cuidar mejor de sus hijos; casi podríamos decir que se socializó y se unió más el núcleo familiar. El cocinar con fuego transformó al hombre haciéndolo más sociable; el cerebro y el estómago grabaron en la memoria la necesidad de comer alimentos transformados por el fuego, modificando sabores y haciendo que se escogieran unos alimentos u otros. Ya nada sabía igual. La biología de cada cual se fue transformando al tiempo que moldeaba al hombre a una nueva forma de vivir, a la posibilidad de hablar, de articular de modo coherente sonidos con significados bien definidos. La palabra y el fuego alejaron al ser humano de la animalidad, se tornó en un ser sociable y cívico. Se modificó el “paladar”, el gusto de cada individuo, pero no sabían el porqué. Así, por ejemplo unos bebés aceptan de grado o rechazan algunos alimentos nuevos para él, después de su destete; a veces incluso rechazan mamar. Se empezó por cocinar ciertos alimentos, y estos al final, nos atraparon.

El cocinar, el modo y los productos, los ingredientes fueron modelando usos y costumbres, es decir, una cultura que diferencia la manera de alimentarse de los pueblos antiguos que dependían de lo que ofrecía su entorno natural; y, contrariamente a lo que algunos afirman, el cocinar viaja. Las tribus que guerreaban —o no— entre sí fueron adoptando la alimentación ajena si conseguían los productos con más facilidad o abundancia. A ello también contribuyó la escasez, obligando a modificar su costumbre alimentaria. Las “tribus urbanas” de hoy, ante la enorme oferta del mercado actual, divide a sus miembros en cuestiones de gusto. Los platos precocinados, calientes o fríos, divide a los miembros de una familia. Si esta tiene posibilidades, cada miembro elige lo que más le gusta o apetece. Pero no todo son beneficios; los alimentos precocinados o en conserva causan algunos perjuicios en la salud por la necesidad de emplear en su confección colorantes, conservantes, y potenciadores artificiales de sabor. A veces salud y bienestar no son tan compatibles. Actualmente los nutricionistas —sean médicos o no— intentan convencer que se evite el abuso, por ejemplo, de azúcares industriales, ciertas grasas y exceso de sal que entran en su elaboración haciendo que se fijen fechas de consumo bien determinadas. La industria alimentaria engolosina al consumidor potencial para que compre alimentos que se presentan con la apariencia de ser más frescos de lo que en realidad son.

Como dije anteriormente, a diferencia del resto de los animales, el sentido del gusto, su desarrollo, es un asunto cultural, es una materia aprendida o enseñada que está íntimamente ligada a la ecología, al entorno en el que se producen los alimentos e ingredientes que el hombre ha de consumir directamente o cocinados. Eso y no otra cosa es lo que ha determinado el desarrollo de la coquinaria, del modo de ingerir los alimentos. Es más, el organismo del hombre produce ciertos enzimas que son los que los hacen digerir y aceptarlos. De ese modo de adaptación al medio circundante es como se va perfilando la cocina primitiva que llegó hasta nuestros días y es la que conocemos como cocina tradicional. Así es que esta es la que define de modo seguro la relación de los productos básicos y los condimentos que se han ido agregando en un intento de desarrollar aún más ciertos sabores que serán los que han de formar los gustos de la colectividad y los que mejor son aceptados por los paladares que permanecen desde la infancia. Todo el mundo recuerda con agrado “la cocina de la madre o de la abuela”. La cocina, el modo de cocinar, nos dan las señas de identidad de los pueblos, de las regiones, de los hogares… Así, por ejemplo, el garbanzo es un producto que se ha hecho indispensable (como el trigo) en todas las regiones de la costa mediterránea. El garbanzo es una legumbre, igual que las lentejas y las alubias, que nunca faltó en las ollas de los campesinos…

La lenta globalización que de modo insistente se ha ido afianzando de un país a un continente más o menos cercano y afín, ha permitido el consumo masivo de la llamada “Cocina Internacional”; estas cocinas de otros países, a veces, han llegado a entusiasmar en pueblos que nunca antes las consumían; ese es el caso de las pastas de cereales, las pizzas y de las “ham burger” (o hamburguesas), hoy consumidas en casi todo el mundo. Hasta no hace muchos años bastantes pueblos, cultos, eran hostiles en mayor o menor medida hacia influencias culinarias extranjeras, pero la televisión por un lado y la elevación hacia puestos relevantes de algunos cocineros (sobre todo franceses) hicieron que la cocina “nacional” (a pesar de que nunca hubo una cocina nacional ab-origen) empezó a interesar a cocineros españoles que —durante el período vacacional— no dudaron en recibir conocimientos de grandes maîtres franceses que gustosamente les enseñaban otro modo de cocinar. Esos cocineros renombrados en Francia no dudaron en investigar sobre nuevas aplicaciones a productos viejos revestidos de formas nuevas en su tratamiento cocineril. Y de ahí surgió la Nouvelle Cuisine, que ha tomado carta de nobleza en otros muchos países, algunos de los cuales nunca brillaron en coquinaria (Reino Unido, Dinamarca, Alemania, EE. UU., etc.). Todos ellos han ido incorporando también nuevos ingredientes a sus respectivos recetarios “nacionales”. El turismo también ha permitido no solo conocer otros países sino nuevos o diferentes platos cocinados, el estar abierto a nuevas formas de cocinar, con también otros ingredientes sumados a los de costumbre; ha evitado viejas hostilidades y prejuicios, lo que ha impedido el exceso de “nacionalismo” culinario y ha convertido a la cocina “tradicional” en nuevas expresiones modificando gustos o incluyendo nuevos. Ya no se desprecia en España comer carne o pescados crudos bajo denominación de “tartar” (aquí solo algunos peces secos o en vinagre se consumían en su estado natural aunque modificado su sabor por mor de la sal o el vinagre, hierbas aromáticas o el aceite de oliva).

Bien es verdad que la cocina tradicional transmitida de madres a hijas se ha ido enriqueciendo con acopios de diferentes ingredientes añadidos a los productos básicos del terruño. El transporte rápido de las mercancías se ha hecho más fácil y útil, porque los vehículos (tren, barco, avión, camión o furgón) con frigoríficos incorporados llevan los productos de un lugar a otro, por muy lejanos que estén, frescos o congelados: envasados ad-hoc. La coquinaria, la gastronomía, la selección, el envasado y el embalaje permiten una conservación más larga. Ya no sorprenden a nadie —ni son rechazadas— las “comidas rápidas” (fast food), tipo pizzas, perritos calientes, tacos mejicanos, hamburguesas, pollo frito y asado, los wontons chinos, rollitos primavera, comidas turcas (Kebab), norteafricanas (tayín y alcuzcuz), libanesas (tabulé y humus), chinas e indochinas y aún tailandesas, indias, etc. Los gustos o paladares se van afinando llegándose incluso a, si no descubrir, valorar nuevos sabores como por ejemplo el umami (que el científico japonés Kikunae Ikeda agregó a los cinco reconocidos).

El profesor Fernández-Armesto nos dice respecto de “la culminación de una historia progresiva de horizontes ampliados por la mejora de las comunicaciones. No hay cuestión más intrigante en la historia de los alimentos que la de saber cómo se atravesaron o rompieron las barreras culturales que impedía la transmisión de comidas y de hábitos culinarios […] Existe magnetismo cultural que mueve a algunas comunidades a copiar los hábitos culinarios de otras culturas más prestigiosas”.

España, esa corcova que le salió en el pie a la vieja Europa ha sido —y es— un territorio en el que coinciden, a su debido tiempo, las cuatro estaciones en que se divide el año meteorológico, y como consecuencia de ello, se manifiestan dando lugar a una variadísima flora y fauna que —después de adormecida— se despierta para ofrecernos lo mejor que produce su condición de Anima Mater, su Espíritu Nutricio. Un sol luciente nos acompaña en permanencia en su periplo orbital que, con constante y tenaz iluminación y calor no excesivo, permite que en nuestro suelo patrio se produzcan los mejores productos alimenticios para la flora y la fauna —la aérea, terrena y marítima —, lo que da lugar a que los seres humanos gocemos de una gastronomía tan variada como excelente. Su riqueza y diversidad atrajo, desde hace milenios, a los hombres y animales de Asia y África, quienes no solo buscaban su excelente clima sino que algunos pueblos, que nos invadieron o no, trajeron consigo variedades de plantas y frutos como regalos de gran valor: el olivo, la vid, el naranjo, el arroz, el tomate, el pimiento, el maíz, las especias, etc. cuya benignidad incrementó exponencialmente la coquinaria que actualmente gozamos. No descartamos a los que fueron empujados por la codicia de los metales que con tanta variedad como calidad dormían en el seno de nuestro suelo (oro, plata, hierro, cobre, mercurio, carbón, etc.).

En la época mítica de Argantonio, aquí reinó el legendario rey Gárgoris y su hijo Habidis. Ellos descubrieron, entre otras cosas, el modo de extraer la miel y el arado con el que labraban las feraces tierras. Los griegos, cartagineses, romanos y celtas intercambiaron con nuestros ancestros iberos culturas, lenguas y naves, tanto de transporte como de guerra; los marineros cruzaban sus embarcaciones con los bajeles y jábegas de nuestros pescadores, desde el levante mediterráneo hasta las temibles aguas del océano Atlántico, donde nace la noche… Es de suponer que quedarían asombrados los tripulantes extranjeros al ver a nuestros atrevidos y atezados pescadores atrapar congrios, morenas, pulpos, escualos y otros peces como los grandes y gordos atunes cual cerdos cebados que creían que eran así porque se atiborraban con las bellotas que arrastradas por el Guadiana y el Guadalquivir, flotaban en el mar. Al menos esto era lo que pensaba el geógrafo e historiados griego Estrabón y lo dejó escrito en uno de sus diecisiete libros, el que dedicó a Iberia. Cuando sus naves fondeaban al pairo cerca de los ríos de Turdetania quedaban asombrados por la fiereza, enormes tallas y bravura de los túnidos. Los pescadores marineros gozaban de un yantar más variado y gustoso que el de los belicosos pueblos del agro. Las artes de pesca que usaban no eran muy distintas a las actuales. Así el anzuelo hacía milenios que lo inventaron los hombres allá por el Paleolítico, y desde entonces su forma y utilidad no ha cambiado; el arco, el casco, la coraza, la falcata o espada corta también. La ganadería y la agricultura de nuestra tierra fueron inventos de los curetes o tartesios cuyo rey Gárgoris y su hijo Habidis “protagonizaron la fábula más antigua de occidente” según afirma Diodoro de Sicilia.

Es indudable que la alimentación humana dependía de lo que su entorno les ofreciera. Su dieta se modificaba en razón de la oferta de la Naturaleza. Nuestros visitantes solían llevarse el aceite de oliva y el vino en grandes cantidades y, cómo no, los cereales que abundaban en Edetania, Bética y Celtiberia, que era donde se cosechaba el trigo y la cebada (esta última era considerada como la mejor del mundo conocido). Nuestros agros eran tan feraces que se recolectaban dos cosechas al año. Los íberos eran generalmente muy dados a la pesca y los celtas —por su condición de pueblo guerrero— eran también agricultores y ganaderos. El trigo constituía la base alimentaria de la civilización mediterránea y su cultivo se practicaba mucho antes de la invasión romana. No debe sorprendernos que los romanos fueran los más grandes consumidores de trigo hispano y no es simple casualidad el hecho de que tuvieran y tengan una gran variedad de platos cocinados a base de pastas de harina de trigo duro. Los comerciantes extranjeros también codiciaban nuestros productos procedentes del mar; ejemplo el garo o garum, los pescados secados al sol o en salmuera.

En Iberia, al parecer, solamente se obtenía aceite del acebuche (especie de olivo silvestre) desde tiempos muy lejanos, pero se sabe bien que —según nos dice Manuel M. Martínez Llopis— “[…] El olivo cultivado no existía en la Península Ibérica en el año 163 de la fundación de Roma, siendo probable que fuera importado por los griegos en el noreste de la península Ibérica”. Posteriormente el cultivo se extendió por toda la mitad al sur de Despeñaperros. Al norte del Guadarrama apenas se empleaba el aceite para usos culinarios. Esta será quizá la razón por la que Andalucía se convirtió en la tierra de los fritos… En la Bética se producían, ya en época romana, fabulosas cosechas de aceite de oliva de calidad insuperable, de tal suerte que ayer como hoy sigue siendo llevado a Italia en enormes cantidades, a granel, y allí lo envasan en tinajas y exportan a todo el mundo como producto propio. Se han encontrado gran cantidad de ánforas rotas, halladas en pecios, cuyos fragmentos eran tan abundantes que llegaron a formar verdaderas montañas, como el llamado “merte Testacio”, en consideración a la cantidad de fragmentos de ánforas y demás vasijas que habían contenido aceite o vino procedentes de Hispania. Los hispanos no solo elaboraban aceite y vino; también sabían fabricar cerveza por fermentación de la cebada y otros cereales. Estrabón denominó “zythos” a une especia de cerveza, pero fue Cayo Plinio quien la conocía como “celia” o “cerea”, sin especificar el cereal (aclaro que la “celia” era la “cera” que se obtenía del grano de trigo). Citaré a continuación a Pablo Orosio, el escritor discípulo de san Agustín, quien al hablar de la cerveza hispana dijo:

“Por medio del fuego extraen el jugo del grano de cebada previamente humedecido; lo dejan secar y después de reducirlo a harina, lo mezclan con jugo fresco [agua], que luego hacen fermentar, lo que le da un sabor áspero y al beberla se siente un calor embriagador”.

Cuesta trabajo aceptar de buen grado lo que afirma el citado Martínez Llopis cuando dice que “La vid fue introducida en Iberia por lo púnicos, tal vez hacia el siglo VI a. C.”. Lo más sorprendente es que casi nada se sabe de los púnicos, mientras que mucho sabemos de los hebreos. En el Antiguo Testamento se dice que Noé, lo primero que hizo cuando se secaron las aguas del Diluvio fue plantar una vid y produjo vino con el que se emborrachó de alegría… A ningún cristiano se la ha ocurrido decir algo sobre aportación del pueblo de Moisés. Basta decir que Occidente no sería como es si los judíos no hubiesen extendido la creencia en un solo Dios, es decir, el monoteísmo. También las Tablas de la Ley o Diez Mandamientos, lejanos precursores de los Derechos Humanos. Lo mismo sucede cuando se habla del Sefard bíblico (España). Los griegos y los romanos y los judíos que vinieron con ellos son los que nos han civilizado. Empero cuando uno se refiere a la España moruna es raro que no hable sino de los árabes, cuando estos —en su inmensa mayoría— no eran árabes, sino beréberes, aunque la lengua empleada fuese el árabe. Si usaron esta lengua fue porque su Ley la dicta el Corán que es la palabra de Alá, y debido a sus conquistas bélicas la impusieron como vehículo porteador de conocimientos ajenos. Igual a este fenómeno sucedió con el latín que destronó la lengua ibera para imponerse a los pueblos de Iberia sometidos. Lo mismo hicimos nosotros con los indios en Iberoamérica. Hoy el inglés se está haciendo indispensable en todas las culturas porque las ciencias y tecnologías proceden, en su mayoría, de Estados Unidos e Inglaterra. En esta época tan pródiga en tecnologías y novedades que viajan a todos los rincones del mundo, la Gastronomía viaja a la par, se ha globalizado imponiendo modos y modas de comer antes inusuales o desconocidos y que ahora se prodigan en casi todos los figones de los pueblos y ciudades civilizadas.

Breve historia de los alimentos y la cocina

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