Читать книгу Breve historia de los alimentos y la cocina - Sandalia González-Palacios Romero - Страница 11
BIEN Y BUEN YANTAR
Оглавление“Debemos buscar a alguien con quien comer
y beber, antes de buscar algo que comer y beber,
porque comer solo es llevar vida
de un león o de un lobo”.
Epicuro
“¿Dónde se explaya con toda libertad
el corazón del hombre sino en la mesa?”.
J. de Urcullu
El organismo gasta muchas calorías diariamente y necesita unas energías para desarrollar la vida cotidiana; esta servidumbre biológica se puede convertir en un auténtico placer. Así, del comer para vivir del homínido, tras bastantes siglos y depurando técnicas, se ha llegado a la Gastronomía, y a ese Arte de la paciencia, observación y buen gusto que supone el cocinar. Los sentidos se desperezan, se subliman y nos estimulan a las más diversas sensaciones organolépticas más que en cualquier otro Arte: la vista, el olfato, el tacto, el gusto y hasta el oído —pues el pil-pil y el chop-chop— se aúnan. Este placer múltiple es compartido, no solamente al degustar un delicioso manjar, sino también al elaborarlo e incluso al crearlo. La búsqueda de nuevas recetas, las opiniones de los demás, los consejos de otros y nuestra propia reflexión nos conduce a una actividad en compañía… Después el festín... hasta nuestros eventos y conmemoraciones sociales, encierran —todos— un acto de amor que va más allá del matahambre simplón (que no el delicioso fiambre argentino: Matambre). La palabra ágape nos la regalaron los griegos con el significado también de Amor… aunque se crea que solamente lo fuera como banquete o comida en común. El divino Sócrates acostumbraba a dialogar con los contertulios alrededor de una mesa bien surtida. Su discípulo, Platón, nos dejó por escrito parte de sus enseñanzas en un libro docto, ameno y encantador: El Banquete. Los discípulos o mejor, los amigos, peroraban amablemente en pos de la Sabiduría, de la Belleza, la Filosofía…
Qué se comía, cómo y con quién nos aclararía mucho sobre la estructura social y económica de una época determinada.
Quizá aquello se asome a mi memoria cada vez que nos reunimos los amigos para charlar en sosegada compañía en la que no faltan aperitivos que degustamos con el doble placer de comer con alguien que apreciamos y para decirnos cosas (no es igual hablar que decir; hay quien habla mucho pero no dice nada). Ello implica que los agasajadores dedicaron algún tiempo en preparar piscolabis o “poikilos” (variadas tapas) para sorprender y regalar el paladar a todos; ello conlleva que se ha de regar con la bebida que a cada quien apetezca. Es sumamente agradable ver amigos sinceros, deseosos de dialogar de verdad de algo y aún de “algos” (que diría Sancho).
En efecto, desde remotos tiempos, la mesa en la que se come diariamente sirvió para la socialización de los individuos; en ella se perciben la cortesía y la educación de las personas. Alrededor de la mesa se come, se conversa, se siente la alegría en festejar onomásticas, aniversarios, bodas, etc. Los demás placeres son —aunque también necesarios— más personales, más íntimos y no se piensa en que nutrirse con satisfacción cumple con la necesidad imperiosa de vivir. Los hombres que tiempo ha nos precedieron consideraban a la “mesa” como lugar donde se realiza un ritual sagrado y, por ende, se debía guardar silencio mientras se comía; pero en los días solemnes se canta, se ríe, se alegra el espíritu de los comensales y se habla… Comer en solitario es imitar al depredador que solamente quiere comer él y cuando está ahíto deja el resto como despojos para otros. No solamente se ha de comer sino que hay que hacerlo con parquedad, como solía hacer Don Quijote que aconsejaba:
“Come poco amigo Sancho
y cena más poco
que la salud de todo el cuerpo
se fragua en la oficina del estómago”.
Nuestros más lejanos antepasados celebraban ceremonias en las que ofrendaban a los dioses alimentos y bebidas alcohólicas. En un período ya algo más tardío los israelitas festejaban haciendo holocaustos de animales domésticos para que Yahvé recibiera esos sacrificios sangrientos como agradecimiento por los bienes que recibía su pueblo. Los griegos y romanos ofrecían al dios Lar —en una patena— lo mejor que tuviesen de sus alimentos… Es una lástima que cuando los antiguos clasificaron las Bellas Artes se olvidaron del Arte Culinario, a pesar de que tantos poetas y gastrónomos (avant la lettre) la han ensalzado. Así puede decirse sin temor a equivocación que la Cocina es un Arte y el cocinero un artista con visos de alquimista gastronómico. Se me antoja que, si hubiera que clasificar las Artes pondría la Coquinaria en primer lugar (dado que, cronológicamente, así surgió), seguida después por la Pintura, la Escultura, la Música y la Danza. Los avatares de la Historia y la ecología circundante, junto a la imaginación a la par que el trabajo y hallazgos afortunados, convirtieron a la Cocina en Arte gastronómico. Para conseguir un plato bien hecho y apetitoso hay que saber combinar sabores, olores y colores. Ellos despiertan en nosotros emociones que culminan al llevar un bocado al paladar… La lengua es la que dispone de las papilas necesarias para distinguir los sabores. La elección de los comensales en el caso de un convite, la preparación de la mesa, presentación y variedad de los platos hacen que una comida familiar o amistosa se recuerde con sumo deleite y si es en un restaurante hace que este adquiera prestigio. La comida compartida es fuente de enriquecimiento moral y adquiere visos de inusitada espiritualidad o comunión; también requiere unas mínimas normas de urbanidad y saber utilizar los cubiertos y demás utensilios que se hallen a nuestra disposición.
Marco Antonio Apicio, millonario sibarita romano nos legó el tesoro de su libro De re coquinaria en el que, con pasión deleitosa, describe cómo se ha de organizar la mesa en fiestas y banquetes suntuosos con los que agasajaba a los tribunos y ricos hombres del Latio. Un cocinero muy renombrado en tiempos del emperador Trajano tenía también como nombre Apicio. Este halló el secreto de conservar frescas las ostras e inventó numerosos platos que se conocían por el nombre de “Apicio”; los glotones de Roma lo apreciaban sobremanera.
El bíblico rey Asuero de Susa (Persia) que casó con Ester, convidó durante seis meses a todos los príncipes de su Estado, a mesa franca para todo el pueblo de la gran ciudad. Los sabios cocineros persas inventaron exquisitos platos que se transmitieron a los griegos y de estos a los romanos, y con ellos sus lujos, sus manjares y refinados placeres. J. Berchoux, en sus poemas sobre gastronomía, nos habla de ilustres genios griegos que se ocuparon deteniéndose en algunos cantos, a la gloria de la buena cocina que gozaban. Hablan de la amalgama de especias con hierbas, capones rellenos, tiernos lechones y volanderas aves con las que ya utilizaban el agradable anís estrellado, el comino, el orégano, el romero y el serpol verde. Sabían inventarse infinitas salsas, dulces y saladas. Nunca agradeceremos bastante lo que hemos heredado de Egipto, Grecia y Roma. El emperador Aulo Vitelio se supo aprovechar de su corte y débil reinado para despilfarrar sin límites; se cuenta que hizo cocinar, en un día que convidó a su hermano a comer, más de dos mil pescados escogidos. Y otro emperador, Claudio, se ganó el cielo a causa de un plato de hongos que ingirió y que le había preparado su sobrina y cuarta esposa Agripina. El emperador Heliogábalo fue famoso por su glotonería y excentricidades; jamás comía pescado estando cerca del mar y cuando se hallaba lejos de él, hacía que se lo llevasen a casa en agua salada. Domiciano, de modo grave y serio, no habló de paz ni de guerra sino que inquirió al Senado para que le dijeran con qué salsa estaría mejor un rodaballo que le habían llevado fresco. Allí donde había dinero surgía un Gargantúa nuevo. No hay mortal que desdeñe el olor de un asado y así patos, pollos, carneros y lechones daban vueltas enfajados en sus fajas de grosura, en cadenciado movimiento rotatorio. Cicerón dijo de Cayo Licino Verres (pretor romano) que despreciaba las leyes del pueblo y que obedecía puntualmente las de la mesa. Los griegos solían dar banquetes no tan gastronómicos para alimentar el cuerpo sino para solaz expansión del espíritu, mientras que los romanos los daban para gozar del cuerpo con sensualidad voluptuosa. Estos últimos eran más bien glotones que golosos. El general romano Lúculo avisaba con antelación a su magnífico cocinero para que preparase con tiempo exquisitos platos y hacía creer que los improvisaba para que pensasen que él comía de ese modo a diario.
Hubieron de pasar muchos siglos, y aun milenios, antes de llevar a la mesa instrumentos para comer. Estos se empezaron a utilizar a partir del Renacimiento. Antes todo se comía con las manos desnudas. En el Islam se ha pretendido sacralizar esa costumbre so pretexto que el Enviado Mohamed comía así, pero y solamente con la mano derecha. Los árabes eran, hasta no hace mucho, nómadas en la Península Arábiga; los tuareg también lo son en el Sahara; y así todos los pueblos itinerantes que por el mundo son. Prima la economía de los utensilios de cocina. Por esa razón sus platos se componen principalmente de asados y guisos donde los ingredientes son cocidos durante bastante tiempo para ablandarlos y tomarlos con los dedos y un trozo de pan; también comen sopas —más o menos espesas— que sorben. Así es que esas gentes carecen de útiles para guisar y comer: platos, tazas, tenedores, cucharas, cuchillos, etc. Pongo este ejemplo para referirme también a todo el mundo del medioevo aunque no fuesen nómadas. A medida que se fueron refinando las costumbres en la mesa, se fabricaban elementos que facilitaban tareas como cortar, trinchar y cucharetear, es decir, manipular los alimentos para llevarlos cómodamente a la boca sin mancharse. La etiqueta española prohibía representar a los reyes comiendo. ¿Por qué sería? En ocasiones de grandes banquetes la abundancia y diversidad la cubertería y demás útiles que se presentan en la mesa requiere un comportamiento de mucho protocolo. El saber estar en una mesa requiere mínimo de comportamiento mimético.
Como toda obra artística hemos de gozar de inspiración, sí, pero esta necesita realizarse apoyándose en una técnica también que permita una lograda ejecución. Ello requiere esfuerzo, largo aprendizaje y experiencia adquirida a través de los años y buenos maestros (recuerdo con cariño las enseñanzas adquiridas en el Hotel-Escuela Bellamar, de Marbella), que transmitan una base sólida e imprescindible para posteriores ensayos de armonizar olores, colores y sabores... El factor tiempo y la oferta del “mercado” contribuyen decisivamente a una mejor gestión, sea de la industria restauradora o de la sencilla, aunque difícil, economía hogareña.
No se concibe una cultura y civilización sin la cocina. A muchos pueblos se les identifica, en general, por los alimentos que ingieren y la forma de prepararlos. La condesa de Pardo Bazán, esa insigne e ínclita mujer, decía que “la cocina es uno de los elementos etnográficos importantes”. Naturalmente que sí. La alimentación puede reflejar —y de hecho refleja— mucho sobre un área geográfico-climática, de su lenguaje y léxico o de una época histórica.
En nuestra cocina se desató una verdadera revolución con la llegada de condimentos, frutas, legumbres y cereales, originarios de Persia, la India o la recóndita y misteriosa China. Sus especias nuevas y los diversos y diferentes modos de guisar y aderezar enriquecieron también nuestras huertas y vergeles. A todo esto hay que agregar los variados productos que nos legó la América hispana: patatas, boniatos, tomates, pimientos, chocolate, etc. Para el historiador Fernández-Armesto, el descubrimiento de América constituyó “una revolución ecológica” y eso en un lapso muy corto de tiempo. Para el profesor ese “año de 1492 fue único en la historia del planeta… Y el mundo cambió…”, aún más que se hubiera podido transformar con otros desarrollos culturales y sociales anteriores.
El francés y jesuita lemosino Pierre de Montmaur, conocido por su avaricia y tacañería, solía decir a sus amigos “poned las carnes y el vino, que yo pondré la sal”. El “espíritu ilustrado” del siglo XVIII con sus coloquios artístico-científicos, alrededor de opíparas mesas, contribuyó en gran manera a nuevas costumbres gastronómicas... Se puede ser un buen gastrónomo y no cocinero, pero cambiando las tornas sería como para desconfiar un pelín. Brillat-Savarin afirmaba con tino: “Los animales se llenan de alimentos, la Humanidad come y solamente el hombre de talento sabe comer”. Y yo agregaría... y beber. Y continúa Brillat-Savarin: “el dominio de la gastronomía se agranda por los descubrimientos y los sabios que la cultivan”. Y, más solemnemente agregó: “El descubrimiento de un nuevo plato hace más bien a la humanidad que el descubrimiento de una nueva estrella” (creo que exageraba un poco). Los mejores momentos de la vida se sitúan en dos lugares: la mesa y el tálamo. El primero suele ser de goce general y colectivo, mientras que el segundo es privativo de la persona. En ambos cada cual encuentra el modo y manera de disfrutar de esos dos placeres, tanto físico cuanto espirituales. Y mientras el uno permite seguir viviendo el otro permite, además, la vida. Se celebran ágapes, también diría amoríos, para confraternizar, para celebraciones de hechos placenteros. Los dos suelen ser amenos, deleitosos y gozosos…
El renombrado autor nutricional, Faustino Cordón, defensor a ultranza de la dieta mediterránea dijo, respecto de nuestra cocina, que los embajadores, los espías y los pocos viajeros que nos visitaron hasta bien entrado el siglo XIX, a veces hacían críticas laudatorias, pero las más eran vejatorias… Turistas no había aún, pues los franceses no habían inventado el término: eso que se dio en llamar Faire un tour, es decir, “Darse una vuelta”. Para ello se hubo de esperar hasta finales de la II Guerra Mundial, que es cuando a la gente le dio por pasearse por el ancho mundo no ya como viajeros o exploradores sino como “Turistas”. Cuando Europa se repuso del pasmo nazi, los burgueses adinerados se dedicaban a recorrer otros países que los propios en pos de obtener nuevos conocimientos y gustar nuevas experiencias en sus días de ocio.
En España tenemos profusión de platos según cada región y provincia, y de estas de sus varios pueblos y de ellos cada familia. A todo ello se ha agregado la Cocina Internacional y la Nueva Cocina. Lo que se dice “multilateralismo culinario” para el futuro. Pongamos un ejemplo: La “mousse de humo” (una bola de azúcar soplado que contiene el humo de una brasa de encina) que al romperse, el aroma forma parte del componente del plato. Como explica con detalle Amelia Castilla, lo malo de estas innovaciones es cuando surgen los malos “copistas”. Y algunos que más que cocineros pretenden ser pintores que sorprenden con sus colores y escasa comida en un enorme plato de forma extraña, convirtiéndose en prestidigitadores teatrales con cierta espectacularidad e incluso se acomodan a lugares insólitos tal que museos o recintos secretos (a los que se acude mediante referencia en una Web). Ciertos Chefs promocionan el turismo gastronómico atendiendo en ocasiones más a su ego, a su imagen culinaria y en consonancia a mejores expectativas económicas.
Mediante Internet nuevos empresarios del sector de la alimentación artesanal ofrecen sus especialidades en mercadillos, con furgonetas itinerantes, etc. alejándose de las cocinas de los establecimientos tradicionales de comidas.
Vanguardia sí, pero hasta cierto punto, pues no se innova sino con una base sólida de conocimientos y conceptos razonados de las sensaciones sápidas. Son profesionales respetuosos con el pasado pero con una tecnología y técnicas nuevas. Como queda dicho, hay algunos guisanderos que queriendo destacar —sin mérito para ello— intentan experimentar, con escasos conocimientos, nuevos platos, a los que por llamarlos de algún modo dicen que es Cocina-fusión… Pero de esto prefiero no hablar porque me desviaría del camino que tanto aprecio, que no es otro que el de la Coquinaria bien elaborada y presentada por un verdadero Chef, un Maître-queux, gracias al cual se aprende a distinguir lo que es un bien y buen yantar.