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CAPÍTULO 4

Tiempos felices



Noviembre del año 1620 de Nuestro Señor.

Tres meses antes.

Amanecía.

Las campanas de la cercana iglesia de Santiago anunciaron el inicio de la jornada; siguieron las aledañas de San Juan y Santa Clara; al rato se oyeron las de San Salvador y San Nicolás, y, a lo lejos, doblaron las de San Felipe el Real, la Victoria y el Buen Suceso. Afortunadamente, todas repicaban más o menos a la vez, porque existían tantos templos en la Villa que, si hubieran sonado en dispar progresión, habrían terminado de publicitar la aurora al anochecer.

Alonso Castro despertó. ¡Qué remedio! Entre el escándalo parroquial y los berridos de su hermano pequeño reclamando el desayuno, allí no había cristiano que durmiera.

Todavía somnoliento, se volteó en el colchón de terliz y remoloneó bajo las acogedoras frazadas.

De pronto, la puerta se abrió y, al instante, el delicioso aroma del chocolate caliente inundó el lugar.

A través de las colgaduras que, sujetas a un dosel, aislaban el lecho del frío, el muchacho escuchó a Teodora, la criada gallega de la familia.

—Bos días, meniño. Hora de levantarse.

Luego de depositar la bandeja con el chocolate sobre un bufetillo, la mujer friccionó eslabón y pedernal y encendió ocho velas de cera blanca de abeja acopladas en un candelabro de bronce.

—Non entendo por qué tu pai se empeña en utilizar estos cirios. Ao prezo dun, eu compro diez de sebo. Le he repetido hasta fartarme que los preserve para ocasiones importantes y él, obcecado en caralladas de opulentos. «Mi querida Teodora, las velas de sebo chorrean grasa y apestan a puerco. No me place que mi casa huela a carnicería». ¿Quizais traballo en el Alcázar e non me he enxergado? ¿Qué hai de malfeito en oler a cortadoría? Ya quisieran moitos tan gorenteiros efluvios.

Se dirigió entonces a un bufete de ébano cuyas patas inclinadas mostraban fiadores de hierro. Encima se alzaba una soberbia papelera de nogal que, aparte de columnas de carey y una balaustrada superior rematada con figuras doradas, tenía dos filas de cajones, cuatro patas torneadas y asas de metal en los laterales para facilitar el transporte.

En ese momento, el bufete se encontraba torcido; los cajones de la papelera, semicerrados; uno, caído en el suelo, y el contenido de este último, desperdigado en derredor.

—¿Cantas veces he de pedirte que avíes o apousento antes de acostarte? ¿Te parece normal dejar la papelera feita un torgallo? ¡Jóvenes egoístas e consentidos! Non valoran res. ¿Piensas que regalan as cousas? ¡Rapaciño Alonso! ¿Me estás escoitando? Eu digo que cuides tus bens. Don Sebastián invirtió moito diñeiro en este mueble. Lo trouxo de Salamanca en honor da Súa Ilustrísima e Súa Ilustrísima lo trata a pancadas.

Oculto tras las colgaduras que rodeaban el lecho, Alonso se cubrió la cara con la almohada en un baldío intento de esquinar la retahíla de quejas que acontecía cada mañana cual ritual litúrgico. Primero, las velas; luego, la papelera; ahora tocaba la ropa.

Teodora no defraudó las expectativas.

—¿Deseas tirar ao piso algún atuendo máis? ¿Tanto te cuesta pregar el ajuar e gardarlo en el arcón? Non está aí de ornato, ¿sabes? E non va a engullirte si te arrimas, izas la cobertoira e metes la vestimenta ben disposta. Pero tú como si canta el carro do ceo. ¡Te quitas la prenda y que arree la menda! ¡Virxe do Leite! ¡Qué falta de respeto!

Después llegó el turno de las campanas.

—¿Por qué carallo han de doblar al alimón todas as campanas de Madrid? —refunfuñó mientras descorría las cortinas de terciopelo aceitunado y desatrancaba los postigos—. En una manzana cohabitan hasta cuatro seos. Na miña modesta opinión, con una que píe é suficiente. ¡Menudo estrondo montan! Mentres en miña Galicia nos espertan los pajariños, el galo e las vacas, nesta condenada cidade aporta la mañanciña e parece que estoupa unha guerra.

A continuación, afloraban las pullas contra las rosquillas del vecino convento de Santa Clara. Al abrir los postigos, su exquisito perfume atravesaba las láminas enceradas de la ventana y, unido al del chocolate, colmaba la alcoba de un olor que habría subyugado a cualquiera… a cualquiera, excepto a Teodora, que, en vez de aspirar deleitada, se tapaba la nariz como si nadase en una ciénaga fétida.

—¡Ya están las sores confiteras atufando a la feligresía! Anda que non alardean de las dichosas rosquillas. ¡Ni que fuera obra de romanos retorcer fariña y freírla! Eu fago esa lilaina decontino e tu pai ni se pispa. Sin embargo, se pasa o tempo loando a las rosquilleras. «Reverencio sus gollerías», «é almíbar de Deus», «nunca he catado ambrosía igual»… ¡E a las golosinas de la Teodora que les den morcillas!

El dolido soliloquio relativo a la animadversión que los madrileños mostraban a los oriundos de Galicia ponía la cruz a aquel cotidiano rosario de lamentos.

—Aunque, considerando el hedor a porcallada desta cidade, non me sorprende que a don Sebastián le huela a gloria bendita un pouquiño de fariña frita. ¡Qué desvergonza la de los madrileños! Viviendo como viven aquí e todavía tienen o atrevemento de tildar miña terra de lodazal cotroso e merdento. Non entendo por qué se creen mellores que nós. Mentres los galegos gozamos de montañas, piélago e bosques, los madrileños se hunden en boñigas de jamelgo, el ¡agua va! e pozas de escoria; mentres Madrid ten un Peñalara, Galicia ten cien, e, mentres el Manzanares cabe en una escudilla, todo un océano recibe a noso Miño.

»Nos llaman el fin do mundo conocido, terra de cinco infernos e morada de monstruos. ¿Qué sabrán de mundos si nunca han viajado máis allá da Porta de Alcalá? Nos tachan de desaliñados e zarapalleiros, ellos, que huelen a porqueira. Los emperadores del mentidero, revientahonras e pateacréditos nos estiman canallas a nosotros, persoas virtuosas dedicadas a bregar sin inxuriar ni rillar los zancajos de nadie. Se mofan de nuestras hechuras grosas e nuestros pies grandeiros. ¿Acaso se piensan nacidos de Adonis? Pero si son máis feos que unha noite de tronos, ¡la nai que los botou!

»Nos endilgan fama de borrachones e talanquera diaria los que orinan viño e defecan uvas. Aseguran que repelemos bañarnos e mojarnos. ¡Nós! ¡Mariñeiros de corazón e fillos do mar! E nos acusan de rateiros cuando en estos lares é preciso encastrarse os pertrechos a la piel para que a uno no le rouben hasta el alma. E aínda se permiten o luxo de empinar las napias y mirarnos por riba do ombreiro. ¡Paparolos engolados! ¡Que se descubran la testeira antes de mentar miña Galicia!

Concluida la perorata, Alonso se retiraba la almohada de la cara y se destaponaba las orejas. Llegados a este punto, ya podía relajarse. En breve empezaría el recital de melodías norteñas y, si bien le resultaba igual de estomagante porque la cacharrera voz de Teodora distaba mucho de emular a los jilgueros, al menos destilaba una miaja de optimismo.

De nuevo Teodora se ciñó al ritual y, mientras escanciaba el chocolate en una jícara, tarareó una de sus tonadillas favoritas.

—Bebín un viño Albariño para ver se me consolaba, o viño como era novo, ai, la, la, o viño como era novo ó ilo beber choraba. O viño Albariño, que sabroso é, bebes un pouquiño e xa e pos de pé. Xa te pos de pé, disposto a bailar, bebes un pouquiño e xa estás a cantar.

Cumplidos los preliminares, se plantó frente al lecho, puso los brazos en jarras y comenzó a hablarle al dosel, inaugurando así el epílogo de aquella comedia costumbrista que, de manera invariable, se repetía todas las mañanas.

—Rapaciño Alonso, teñamos a festa en paz, ¿de acordo? Ahórrame el encordiante paso cochinero al que te mueves en principiando la xeira e desaloja el catre a balavento. El chocolate se enfría e la Teodora se calienta. Acaso gustes de lo primeiro, pero te aconsello evitar lo segundo porque, en ebullición, eu son máis perigosa que un barbeiro con hipo.

Al no recibir respuesta, la mujer resolló exasperada. Alonso dedicaba las noches a leer libros de caballería que su maestro le prestaba a hurtadillas y solo ella estaba al corriente de esa afición. Si reportase a los patrones, zanjaría el tedioso envite de sacar al zagal de la cama por las mañanas, pero el cariño que le profesaba la mantenía anclada al silencio.

—¿De novo pasaste la noite en vela leyendo babioladas? Natural que luego non puedas desencolar las pestanas. E pobriña de min en la mesma liza de cada día. ¿Piensas que eu non teño outras labores? ¡Alonso! Fóra de aí ou entro e te saco de los pelos.

La irritante quietud provocó la advertencia definitiva.

—Rapaciño Alonso, porfía en la jeringa y esta anduriña volará a tu pai e piará. No te arriendo las ganancias cuando don Sebastián se entere de la trapallada a la que destinas o repouso.

De inmediato, la rizada cabeza de un muchacho asomó entre los visillos. Sus chispeantes ojos verdes y el hoyuelo que le cincelaba la mejilla derecha al sonreír tardaron un instante en derretir el enfado de la criada.

—¿De veras desvelaríais los secretos de vuestro eterno servidor, mi idolatrada Dulcinea?

—¿Dulcinea? ¿De quen carallo falas? O meu nome é Teodora. Teodora Cerqueiro Veiga, de Ferreira de Pantón, Lugo.

—En mi corazón respondéis al nombre de Dulcinea del Toboso. Mi amor por vos…

—Tu amor por min expirará á carreiriña dun can como no vacíes el nido dunha boa vez y sigas estragando o meu tempo. ¡Qué traballoso eres, Virxe do Corpiño! ¡Máis que unha novia fea! ¡Fóra de aí!

—¿Sabéis que don Quijote también se llama Alonso? Alonso Quijano.

—¡Aleluya! —gruñó Teodora, hartándose de decoros y abriendo las colgaduras del lecho—. Fin de la saudade nesta casa porque vuecencia ostenta alias de sobranceiro.

—¿Qué diablos hacéis? —bromeó Alonso, escondiéndose bajo las mantas—. ¡Estáis invadiendo mi intimidad! Un sobranceiro no se exhibe en paños menores delante de su musa. He de proteger mi reputación.

—Persiste en las gaitadas e de un candeiro mandaré tu reputación onde Cristo deu tres voces. Levántate o soltaré la gallina ante don Sebastián e adeus ás noites de lectura.

Alonso saltó a tierra y se desperezó.

Tenía trece años, pero su elevada estatura sugería dieciséis o incluso diecisiete, y, aunque delgado y fibroso, la incipiente musculatura auguraba un empaque imponente. De muy atractivos rasgos, gesto elegante, actitud gallarda e innata prestancia, emanaba un aura de distinción que todos percibían y a muchos cautivaba.

Tiritando, se abrazó el cuerpo, únicamente cubierto con una camisa de cáñamo. No obstante los recios tapices que forraban las paredes y el brasero, encendido hasta bien avanzada la madrugada, hacía tal frío en la estancia que, cuando el muchacho bostezó, una nube de vaho emergió de su boca.

Pese a todo, se arrodilló ante Teodora y le besó la mano.

—Buenos y gélidos días, mi princesa. En el cielo deben andar alicaídos sin su ángel más bello.

—¡Carallo con el pollo! —exclamó Teodora, simulando una sonrisa halagada—. Todavía lleva o cascarón pegado á pousadeiras e ya sabe gramática parda. ¿Dónde aprendes tamañas lisonjas, golfiño?

—En los libros que tanto censuráis —contestó Alonso, poniéndose un jubón de seda gaditana, unos calzones de lana marrón y una ropilla de terciopelo ocre—. Y en la inspiración de vuestra incomparable hermosura, huelga decir.

—Deja tranquila miña incomparable hermosura porque la Teodora xa ten un esposo e non precisa las gavanzas dun tarambana que bota cuatro paparruchas e se pensa trovador.

—De acuerdo —aceptó Alonso en tono burlón—. Entonces, mi fuente de inspiración queda limitada a los libros que tanto censuráis.

—Eu non censuro los libros, meniño; censuro o momento en que los lees. Deus fabricó el luscofusco para durmir, non para parvear. Descansar en hora de luna te facilitará el estudio en hora de sol e, si quieres acumular la sapiencia de tu pai, has de estudiar mucho.

—No creáis. Sin apenas estudio, ya acumulo la misma sabiduría que mi padre; al menos en lo referente al ajedrez. Ayer lo derroté en tres partidas consecutivas.

—¡Outra chocallada! —resopló Teodora, ocupada en airear las sábanas—. Non entendo qué brincadeira encuentra don Sebastián, un señor sensato e culto, en ese entretemento ridículo.

—El ajedrez no es ridículo —objetó Alonso, colocándose unas medias oscuras de cordoncillo y unos zapatos de cordobán negro—. Enseña a diseñar estrategias limpias, a presentar gentil batalla, a enarbolar bizarría, a respetar al adversario y a ofrecer noble muerte a un rey. Enseña a vencer con humildad y a caer con orgullo. El caballero de honor se forja en los escaques de un tablero y yo, Alonso Castro, soy un caballero de honor.

—¡Tú non eres un cabaleiro de honor! ¡Tú eres tonto, neno! ¡Máis que o que asó la manteca! ¡Pobriño! Entre las babecadas novelescas del mestre y las ajedrecísticas del pai, acabarás tolainas perdido.

—¡Fabuláis! Acabaré luciendo la lechuguilla de los eruditos.

—La lechuguilla te sentará peor que al burro Catalino un vestido de hilo fino —se carcajeó Teodora—. Cos rizos da tu cocorota e os rizos de esos cuellos, non parecerás un erudito; parecerás unha coliflor coas pernas moi longas.

—¡De coliflor nada! Pareceré un erudito con una cabeza rebosante de ciencia.

—Unha cabeceira rebosante de tirabuzones se me antoja máis verdadeiro —siguió mofándose Teodora—. He ahí la ventaja de tu foresta de bucles. Ellos permitirán a la gente distinguir unha testeira sobre la lechuguilla. Algunos de testeira esmirriada usan lechuguillas tan exageradas, almidonadas, ensortijadas y teñidas con polvo azul que recordan unha mosca flotante nun mar revolto. Non comprendo la graza de enclaustrar el pescozo nunha trampullada que forza a camiñar mirando al tellado. De seguro la broma ha desnucado a moitos desventurados.

—La lechuguilla no desnuca a nadie. Ensalza y dignifica a quien la lleva. Y en cuanto a mis bucles, no hay problema. Se atusan y listo.

—Sí hai problema, Alonsiño. Un problema moi repoludo. Ningún barbeiro nos seus cabales aceptará arriscarse nese labirinto de guedellas enroladas. ¿De quién habrás sacado la mouteira? Me resulta máis estraño que o misterio da Santísima Trinidade. La cabeleira de don Sebastián é morena, abundante e lisa; la de doña Margarita, dourada, suave cual ala de ángel e tamén lacia; el querubín Dieguiño, calcado a su madre, e tú, portando la familia Caricol en la cheminea. ¡Fíjate en tu aspecto! Los rizos sempre na cara, desmelenado e coa facha de quen recién sale dun enfrontamento de galos.

—Con la facha de quien recién sale del catre. ¿Qué facha me pretendéis según me levanto?

—La facha dun garelo educado que duerme cando toca e non converte o momento de abandonar la cama nun proceso sen fin. ¡Ven aquí! Intentaré peinarte. Si doña Margarita te ve feito un cerello, eu sufriré la escorrentada.

—¡Ni hablar! Yo me aviaré. Cuando me peináis vos, termino descalabrado de tanto tirón.

—¡Magno! —celebró Teodora, escanciando agua caliente en una palangana—. ¡Non hai mal que por ben non veña! Acicálate e marcha a desear bos días a tu nai. Y te aviso, meniño: muda el comportamento o me fartaré. Últimamente estás harto rebelde e non me gusta ni un pouquiño. ¿Ambicionas presumir de lechuguilla? Pues codo e tablilla. Aparca esa acemilada del ajedrez y pídele al mestre que no te escaralle máis la chencha con cabaleiros andantes, porque bastante escarallada la tienes ya.

—Don Martín es un maestro excelente y no me escacharra la cabeza —defendió Alonso, aproximándose a la palangana, mojándose el rostro y, de paso, empapándose el cuerpo—. Mi padre y él me han enseñado cuanto sé.

—Si cuanto sabes consiste en non durmir, falar bouberías e romper o meu tempo, mellor que pai e mestre modifiquen a doutrina, porque en la actual van de pandeiro e contra o vento. Empérrate en desatinos y, en vez de usar lechuguilla, servirás a un lechuguino. Non olvides la romanza que te regala esta vieja criada: co lechuguilla, alzarás barbilla; sen ella, hincarás rodilla.

—Con o sin lechuguilla, yo no hincaré rodilla ante nadie.

—Como continúes creciendo, xa lo creo que lo harás —se burló Teodora—. De lo contrario, solo podrás relacionarte con xigantes que non teman descoyuntarse al mirarte. Eu reitero: non logro descifrar a quien te asemellas. Tus pais son pequeneiros e tú pareces un mástil que nunca concluye.

—Chanceaos lo que os plazca, pero llegaré a lo más alto.

—Si sigues así, non lo dudo, neno —corroboró Teodora, llorando de la risa—. Llegarás ao cielo antes de espicharla.

En absoluto ofendido, pues estaba acostumbrado a las chanzas de Teodora sobre su inusitada estatura y sus endiablados rizos, Alonso agarró su ajedrez, abrió la puerta y salió a un corredor de cuyos muros colgaban dos gruesos tapices alusivos a las bodas de Helena y Menelao que, aparte de engalanar la vivienda, también la protegían del frío.

—¿Ónde carallo vas chorreando agua? —gritó Teodora—. Non é cortés visitar a tu nai feito un zarapallo. ¡Regresa a balavento e aderézate como Deus manda!

Ignorando las protestas de la mujer, el zagal atravesó la galería y se dirigió al estrado de cariño de su madre.

El estrado era una tarima de un palmo de altura enclavada en alguna estancia de una vivienda y, en lo posible, junto a una ventana que favoreciese el entretenido espionaje de la calle tras la celosía. A menudo circunvalada por una barandilla, la superficie se cubría de alfombras y las paredes, de cálidos tapices en invierno o frescos guadamecíes en verano.

Este recinto pertenecía en exclusiva a la señora de la casa y solo podían acceder a él las personas a quienes esta autorizaba.

Había tres tipos de estrados: el de respeto, el de cumplimiento y el de cariño. En el de respeto la dama recibía invitados de sociedad, en el de cumplimiento los agasajaba y en el de cariño atendía a los íntimos. La venia de una mujer para entrar en su estrado de cariño implicaba una enorme confianza y, en ocasiones, incluso constituía una prenda de amor. De hecho, muchos «invitados de sociedad» ascendían a «íntimos» en aquellos afectuosos espacios.

Las muy adineradas disponían de los tres estrados; las menos adineradas, de uno o dos; las poco adineradas, esas que residían en un chamizo de habitación única, se limitaban a extender una manta en algún chaflán, y las nada adineradas, carentes de chamizo y, la mayoría de las veces, también de manta, ni tenían estrado ni lo querían; bastante penaban ya la falta de techo como para dedicarse a acotar el suelo.

Margarita Carvajal, esposa de Sebastián Castro y madre de Alonso, disfrutaba de dos estrados. Uno se ubicaba en la planta baja y ejercía la doble función de respeto y cumplimiento; el otro, el de cariño, se encontraba afincado en su alcoba y Margarita vetaba el acceso a cualquier persona distinta a su esposo, hijos o Teodora.

Alonso se detuvo en la puerta de la recámara y, luego de atusarse la desastrada maraña de rizos, secarse la cara y arreglarse el atuendo, llamó.

—¿Puedo pasar, madre?

—Pasa, mi bien —respondió una dulce voz desde el interior.

El muchacho entró en una estancia de medianas dimensiones. Un brasero la caldeaba, un pebetero de bronce que sahumaba algalia la perfumaba y un velón de doce picos la iluminaba.

Recios tapices forraban tres tabiques y del cuarto pendía un crucifijo.

A los pies del crucifijo, un altar y un reclinatorio formaban el oratorio privado de Margarita. En un lateral, un arca de roble albergaba su ropa y, al lado, un segundo arca almacenaba, dependiendo de la estación, tapices invernales o guadamecíes estivales.

En un rincón de mustia luz había una butaca con el asiento perforado, cómoda manera de utilizar la bacinilla instalada justo debajo. Un cojín de tafilete disimulaba el orificio y un taburete situado delante de la butaca ocultaba la bacinilla.

Una cama de roble presidía el lugar. Era de muy reducidas dimensiones, pues dormir sentado no requería demasiada eslora. Los galenos desaconsejaban tumbarse porque, según afirmaban, esa posición, aparte de impedir un correcto flujo sanguíneo, multiplicaba el riesgo de tragarse la lengua y ahogarse durante el sueño. Además, recordaba en exceso a la de un difunto y quien emulaba a los difuntos se exponía a terminar como ellos.

El lecho de Margarita tenía dosel de terciopelo azul, flocaduras doradas y cortinajes a juego que se abrochaban con alamares metalizados en espiral. Plegados los cortinajes en ese momento, se veían cuatro colchones de terliz superpuestos, obteniendo así un soporte más mullido, frazadas de lana merina y un extraordinario surtido de almohadas enfundadas en lino que facilitaban el descanso en postura sedente.

Enfrente, un bufete de ébano de medidas generosas acogía un espejo de cristal veneciano enmarcado en plata y un arsenal de enseres desperdigados en derredor: pomos de agua de azahar, salserillas de aceite de violetas, de estoraque y de benjuí, pasta de almendras, peinecillos de boj, agujas de cabello, pastillas de alcorza que enmascaraban el mal aliento, cintas de raso, tenazuelas depilatorias y las dos clases de afeites que toda dama utilizaba para maquillarse: blanduras y mudas.

Las blanduras, polvos de solimán fabricados con azogue de mercurio sublimado, blanqueaban la piel; las mudas sonrojaban las mejillas, el cuello, el escote y lo que se terciase, porque algunas mujeres se arrebolaban hasta las orejas. La muda más habitual era el color de Granada, un producto que se vendía en hojas de papel y que, tras rasparse y licuarse, se conservaba en recipientes.

A la izquierda del tocador, sobre una mesita, había un conjunto de jofaina y aguamanil de cerámica talaverana verdiblanca, una toalla de lienzo holandés y un azafate de loza con jaboncillos de Venecia.

Una ventana provista de celosía abría la pieza al exterior; a su vera se erigía el estrado de cariño de Margarita.

Gruesos tapices bordados con escenas pastoriles guarecían las dos paredes que ocupaba, una alfombra azul de Cuenca enmoquetaba la tarima y alrededor se esparcían almohadones de damasco carmesí.

El menaje consistía en un cofrecillo, una arquilla, dos sillitas de terciopelo índigo, un bufetillo de nogal jaspeado y un escritorillo donde Margarita metía el rosario, la Biblia, otros libros menos devotos e infinitos objetos de uso cotidiano.

Como el estrado de una mujer equivalía a una habitación en miniatura, los muebles eran pequeños, razón por la que el nombre siempre llevaba la coletilla «illo» o «ita». Y no solo eran pequeños; también eran extraordinariamente caros, tanto que se llamaban «alhajas de estrado».

Fiel a la conducta propia de cualquier dama decente, Margarita casi nunca abandonaba el hogar y gustaba de refugiarse en su estrado de cariño. Allí leía, oraba, cosía, cuidaba de Diego o se distraía observando el trasiego de la calle. Siempre tras la celosía, huelga decir, pues el recato y una buena reputación exigían a toda mujer asomarse a la ventana sirviéndose de aquel postigo entramado so pena de recabar el denigrante título de «ventanera» y el protagonismo de una coplilla existente sobre el particular: hembra en ventana de rato en rato venderse quiere barato.

Pese a tener dos sillitas de estrado, Margarita no solía sentarse en ellas, sino conforme a una añeja tradición española: en el suelo, arrellanada entre cojines y doblando las piernas al estilo morisco.

La población femenina honraba esta tradición de tan unánime suerte que, unida a la costumbre de no prodigarse en público, culminó en un aforismo moralista harto predicado, acatado y en extremo ilustrativo: la mujer en casa y con la pata quebrada.

Y de esta guisa halló Alonso a Margarita: en su estrado, rodeada de almohadones y con la pata quebrada.

Estaba amamantando a Diego mientras le tarareaba una melodía gallega de Teodora muy del gusto del bebé. Aunque las madres de posibles que se empeñaban en prescindir de nodriza sufrían chismorreos y maledicencias, Margarita siempre rechazó depositar en una el especial cometido de la crianza. Así, ignorando la lluvia de críticas que recibió en su momento, alimentó a Alonso y ahora, no obstante el mismo aluvión censor, alimentaba a Diego.

Recién levantada, todavía lucía en ropa interior. Vestía una camisa de ruan y una faldilla; sobre calzas de lana llevaba unas ajustadas zapatillas y unas chinelas de marroquín, calzado cuya suela de cuero bloqueaba el frío invernal, y un manto de franela la abrigaba al tiempo que protegía su intimidad durante la lactancia.

Embelesado, Alonso la contempló pensando que, aviada o sin aviar, parecía un ángel.

De la nívea toca de canequí que confinaba su melena larga, lisa y áurea se habían escapado varios mechones que orillaban el óvalo de un semblante adorable. La frente era amplia; la nariz, elegante; los pronunciados pómulos exhibían un rubor natural en absoluto necesitado de afeites; los ojos de color miel rebosaban ternura, y la sonrisa tallaba en la mejilla derecha el atractivo hoyuelo que sus hijos habían heredado.

—¿Te sucede algo? —le preguntó, intrigada—. ¿Por qué me miras con esa cara de pasmado?

—Por nada, madre —esquivó Alonso, subiendo al estrado y besándola—. Me abismé un instante. Buenos días.

—Buenos días. ¿En qué incomodaste a Teodora esta vez? Sus lamentos se escuchan desde aquí.

—No la he incomodado.

—¿Por qué grita, entonces?

—Según ella, no grita, solo habla —se mofó Alonso—. Debió tragarse una trompeta al nacer y, cuando timbra la húmeda, el mundo ensordece.

—Afloja las insolencias, jovencito —amonestó Margarita en tono severo—. No resultan ni graciosas ni propias de un mancebo instruido. Antes de marchar a la escuela, presenta disculpas a Teodora.

—¿Y qué disculpas he de presentar? Os repito que no la he incomodado.

—¿De veras no la incomodas obligándola a desgañitarse hasta que te dignas a desocupar el catre?

—Yo no la obligo a desgañitarse. Entra en mi cuadra soltando gallegadas, quejándose de lo humano y lo divino e ingeniándoselas para que parezcan polémicas de a dos. Pero no lo son. Son monólogos de cotorra desbocada en los que un servidor no interviene.

—Me consta que esos monólogos tornan en polémicas de a dos en cuanto empiezas a remolonear. ¿Qué motiva tu cansancio matutino? ¿Acaso no duermes bien?

—Duermo de guinda y amanezco fresco cual rosa de abril —mintió Alonso, eludiendo el inquisitivo escrutinio materno.

—No me creo una palabra, caballerete. Como descubra que destinas las noches al dichoso ajedrez, tomaré cartas en el asunto; y a mí no me vas a capear igual que a la pobre Teodora. ¿Te queda claro?

—Sí, madre —murmuró Alonso, agradeciendo a Diego el lloriqueo que zanjó la reprimenda.

—Acércame la mantilla. Ignoro la razón, pero, de bebé, esa vieja tela te calmaba las congojas y a tu hermano le ocurre lo mismo.

Alonso bajó del estrado y cogió un añoso paño de buriel rojizo; de manera refleja, hundió el rostro en él y aspiró el perfume.

—Nos calma porque huele a vuesa merced —explicó, tendiéndoselo a Margarita.

—Me complace provocar tan bellas sensaciones en mis retoños —afirmó la mujer, envolviendo a Diego en la mantilla y sonriendo cuando de inmediato el pituso trocó los gemidos en gorjeos—. Ahora obedece y ve a presentar excusas a Teodora. Y no olvides saludar a tu padre. Lo encontrarás faenando en su estudio.

En ese momento Sebastián Castro entró en la estancia.

De edad superior a la de Margarita, era de estatura moderada, delgado, moreno, de abundante cabello lacio, mirada inteligente, pulcro bigote engomado hacia arriba con polvos de alquitira, porte distinguido y expresión seria.

Vestía greguescos de burato gris marengo, jubón de lana adamascada, ropilla de terciopelo azul, rígidos brahones que robustecían los hombros, lechuguilla blanca, borceguíes de cordobán negro y, protegiendo los borceguíes, alcorques de seda verde, un tipo de calzado sin punta ni talón cuya suela de corcho resistía bien la lluvia o la nieve.

—No ha menester que te des el paseo, muchacho —anunció, palmeando afectuosamente la espalda de Alonso—. Aquí me tienes. Buenos días, familia.

—Buenos días, esposo. Lleváis en danza desde el alba. ¿Qué urgencia propicia tan tempraneros bríos?

—Ninguna, en realidad. Sucede que la tarea se me acumula en la escribanía y aprovecho mi pertinaz insomnio para adelantarla.

Atónitos, padre e hijo observaron a Margarita preparar el reposo de Diego tras el desayuno.

La mujer enrolló al párvulo en un insondable caos de frazadas y lo dejó cual capullo con ojos; luego lo introdujo en una estrecha cuna de nogal, lo ató y le colocó encima la mantilla roja.

Sabedor de que Margarita detestaba las injerencias en sus labores maternas y no solía celebrar ni comentarios ni mucho menos críticas, Sebastián vaciló si opinar a propósito de semejante encierro.

—Desistid o saldréis escaldado, padre —advirtió Alonso, adivinándole el pensamiento.

Pese al aviso, Sebastián no desistió…

—¿No estimáis ese embalaje en extremo riguroso, querida? Vais a asfixiarlo.

… y, en efecto, salió escaldado.

—¿Pretendéis aleccionarme sobre el cuidado de mi pequeño? —bufó Margarita—. ¿Acaso actúo de guisa diferente al resto de madres? De toda la vida de Dios se faja a los rorros para que no se muevan, destapen o dañen.

—Pero es que vos no lo habéis fajado. Lo habéis momificado.

—¿Os importaría mirar a vuestro primogénito y decirme si lo he asfixiado o, por el contrario, he hecho un magnífico trabajo?

—Tanto como magnífico, no, madre —bromeó Alonso—. En ocasiones sueño que me entierran bajo una montaña de cobertores y no puedo respirar. Quizá me habéis causado un trauma infantil.

—El trauma te lo causaré del pescozón que te estás ganando —resopló Margarita mientras Sebastián estallaba en carcajadas—. Esposo, parco ejemplo brindáis a este impertinente riéndole las valentonadas.

Sebastián sonrió ante la entrañable estampa de Alonso jaraneando, Margarita riñéndolos a ambos y Diego sesteando.

Su hogar le colmaba de dicha. Cierto que le costó crearlo y cierto también que, para conseguirlo, hubo de apostar fuerte. Sin embargo, no imaginaba apuesta más afortunada.

Perdido en el ayer, rememoró el comienzo de todo.

Libelo de sangre

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