Читать книгу Libelo de sangre - Sandra Aza - Страница 13

Оглавление

CAPÍTULO 7

Altercado en San Ginés



Aunque la escuela de Alonso, ubicada en la calle de San Ginés, estaba a un suspiro de la calle del Espejo, el trayecto distaba bastante de ser un paseo tranquilo, pues salir de la tortuosa calle del Espejo de una pieza, y sobre todo de una pieza limpia, requería cierto tiempo.

En primer lugar, debían sortearse las rejas voladas que protegían las ventanas de las casas. Holgadas e imponentes, llegaban hasta la mitad de la vía y, si bien durante el día se mostraban inofensivas, cuando las tinieblas se apoderaban de la ciudad, provocaban múltiples accidentes porque, como en la oscuridad no se distinguían, muchos infelices se estrellaban contra ellas de mejor, peor e incluso fatal suerte.

Los peatones, usuarios de una velocidad moderada, se daban una trompada en la testa que, según las prisas y la dureza del cacumen, les hería el orgullo o algo más vital. En cambio, los jinetes, en particular los aficionados a cruzar Madrid a galope tendido, solían sufrir tal impacto que acababan descalabrados y empadronados en el camposanto.

Pese a los peligros que entrañaban aquellas rejas asesinas, había quien se arriesgaba a desafiarlas, y no porque tuviera ganas de descrismarse, sino porque, si caminar cerca de los muros resultaba aventurado, alejarse meritaba una seria reflexión.

Trasegar el Madrid crepuscular a techo descubierto era cosa de valientes debido al enojoso «¡agua va!» que se sucedía a partir de las diez. Innumerables galanes que, emperejilados e impolutos, se dirigían a rendir el corazón de su musa abortaban el empeño tras recibir un aluvión únicamente susceptible de rendir el olfato de la musa y, huelga decir, cualquier probabilidad de aproximación a ella.

El perpetuo caudal de orines y excrementos que surcaba la zona central de muchas costanillas tampoco invitaba a ponerse al raso, porque, considerando la angostura de estas travesías, o se viajaba pegado a la pared, o, en vez de recorrer una calle, se terminaba vadeando una ciénaga pestilente.

En definitiva, los noctámbulos madrileños se exponían a quedar sepultados bajo restos de vivo o tierras de muerto. Como los restos de vivo se limitaban a dejar a su víctima oliendo a vivo muy vivo, el percance se remediaba regresando a casa y aviándose de nuevo. Sin embargo, las tierras de muerto eran otro cantar, pues solían caer encima de quien ya no respiraba y eso sí que no tenía remedio.

Amén de la basura que flotaba en el arroyo central, los transeúntes de la calle del Espejo también enfrentaban la apilada en los recovecos que formaban su curvado trazado.

Vidrios rotos, torzales, trapos, cascotes, montañas de grava, ollas destartaladas, papeles arrugados, heces equinas, verduras podridas, bolas de tabaco, cáscaras de fruta, plumas de ave, gatos finados, ratas devorándolos, ratas finadas, gatos devorándolas y un nutrido etcétera convertía el sitio en un auténtico estercolero solo apto para zapatos de siete suelas.

Afortunadamente, tamaño calvario hallaba una tregua en la perpendicular calle de Santa Clara, donde el mundo cambiaba de color y, en particular, de olor.

Allí se erigía el convento de la Visitación de Nuestra Señora, apodado de Santa Clara debido a la comunidad de monjas clarisas que lo habitaba y famoso por las rosquillas cubiertas de merengue solidificado que estas despachaban en sus dos tiendas.14

Como las hermanas horneaban rosquillas muy a menudo, aquellos muros solían despedir un aroma que embriagaba a propios, a extraños y… a barrenderos.

Barrenderos: ‘empleados municipales responsables de la higiene de Madrid’. He ahí la definición oficial, definición harto cuestionada entre la ciudadanía porque, según la mayoría, unir las palabras higiene y Madrid en una misma frase equivalía a identificar cielo e infierno.

Sin embargo, una minoría menos reivindicativa trataba de suavizar semejante contundencia matizando que, aunque algunas calles recordaban a una cochiquera, otras estaban inmaculadas.

Y era cierto. Efectivamente, no todas las calles lucían igual y el motivo estribaba en que los barrenderos solo aseaban aquellas que albergaban tres tipos de lugares: o bien dependencias de autoridades religiosas y civiles, o bien residencias de ilustres dispuestos a desembolsar una comisión que complaciese al bolsillo, o bien talleres de ambrosías que quizá no complacían al bolsillo, pero sí al paladar.

Afiliadas a la tercera modalidad, las clarisas donaban una rosquilla al barrendero de turno cada vez que este pasaba por delante de sus pagos, pleitesía que instaba al mentado a dar hasta cuatro batidas, siempre parando en la tienda y siempre moviendo la mano más que la escoba.

A resultas de tanto esmero, la calle quedaba cual patena en oposición a la perpendicular del Espejo, que, carente de estímulos, no recababa ningún agasajo. Muy al contrario, parecía que adentrarse en ella implicaba franquear el umbral del averno, porque, en cuanto bordeaba la esquina, el barrendero viraba el talón y volvía a enfilar Santa Clara repitiendo pasada y rosquilla.

Asiento de los tres alicientes que activaban el celo profesional de los barrenderos, la plazuela de Santiago, donde desembocaba la calle de Santa Clara, también brillaba esplendorosa.

De un lado, acogía a las parroquias de Santiago y de San Juan, cuyos vicarios amenazaban con excomulgar a los que escatimasen bríos en los predios de Dios; de otro, a las mansiones del marqués de la Laguna, el duque de Benavente, el conde de Lemos y la saga de los Herrera, los cuales apoquinaban las comisiones precisas; y, aunque de refilón, al convento de Santa Clara, pues este se encontraba adosado a la iglesia de Santiago.15

Alonso atravesó la plazuela y, como, pese a las polémicas con Teodora y los regaños de Margarita, aún le sobraba tiempo, decidió desviarse en dirección a la parroquia de San Nicolás. Le fascinaba aquel templo, el más añejo de Madrid después de Santa María la Mayor y, a juzgar por su torreón de estilo mudéjar, posiblemente una antigua mezquita morisca.16

Luego regresó sobre sus pasos y se internó en la calle Santiago, donde el cotidiano recital publicitario de los comerciantes ya estaba en pleno apogeo.

—Cuadros, sargas, pinturas, compren inversiones seguras —anunció el dueño de uno de los múltiples bazares de arte de la zona.

—Agua fina del Abroñigal, no probaréis nada igual —gritó el aguador.

—Aguardiente y letuario, empezad el día con el vigor del corsario —clamó el propietario de un bodegón de puntapié, negocio ambulante consistente en un cajón de cochambroso aspecto que expendía comestibles muy poco comestibles.

—Miel de la Alcarria, la manchega, por dos reales, ambrosía palaciega —cantó el apicultor.

—Leche de burra recién ordeñada, lleno la frasquilla de una sentada —vociferó el lechero, tirando de las riendas de una susodicha de tan desabrido gesto que cualquiera se acercaba a exprimirle las ubres.

—Pestiños, suplicaciones y buñuelos, alivian todos los duelos —pregonó Faustino, el barquillero.

—Vinos de la tierra, quien los elige nunca yerra —divulgó un tabernero que solía instalar una mesa junto a su local para aprovechar la animación callejera de las mañanas… aunque, si en cada reclamo le pegaba un tiento al género, acabaría la jornada sin género, sin cuartos y con una torrija de consideración.

—Castañas, castañas, mitigan el frío de las pestañas —se desgañitaba una achacosa mujer que, vistiendo los guantes descabezados típicos de estas comadres, removía las invernales viandas sobre una lumbre portátil y colmaba el ambiente de su cálido perfume.

Alonso saludó al vendedor de arte, avisó de corchetes en las proximidades al bodegonero, vaticinó parcos beneficios al tabernero beodo, acarició al borrico del aguador, lo intentó con la burra del lechero desistiendo a la primera coz, pidió al apicultor que le describiese los campos manchegos de don Quijote, regaló una flor a la castañera y embaucó a Faustino, el barquillero, de quien siempre lograba uno de esos buñuelos que aliviaban todos los duelos.

Llegó a la plazuela de Herradores, donde se ubicaban los herradores, los silleteros, los esportilleros, los criados desempleados a la caza de patrón y los patrones empleadores a la caza de criado.

Huelga decir que tanto colectivo junto generaba tal turba que el recinto era un guirigay constante y además recurrente, pues, día tras día, acontecía de manera inalterada e inalterable.

Mientras los herradores acudían al alba, desatrancaban sus talleres e iniciaban la faena, el resto también acudía al alba, pero, en lugar de iniciar la faena, iniciaban una partida de naipes que paliase una miaja el suplicio de ganarse los garbanzos. Sin embargo, lejos de paliarlo, muchos lo veían recrudecido cuando perdían todos los haberes, incluidos los pendientes de devengar durante la jornada todavía virgen.

Y así halló Alonso la plaza: sumida en la rutina habitual.

Unos estaban abriendo el taller y otros, un abanico de cartas. Cinco jamelgos a la espera de calzado relinchaban; sus amos soltaban maldiciones tras incorporarse a una partida, apostar a lo loco y pifiarla; los criados desempleados rogaban labor sorteando las esportillas que alfombraban el suelo; apoyados en ellas, los esportilleros aguardaban clientes, y los silleteros también aguardaban clientes holgazaneando en el interior de sus sillas de manos o enfrascados en manos bastante más lúdicas que las relativas a su instrumento de trabajo: las de naipes.17

Alonso cruzó el recinto y enfiló la calle de San Ginés. Sede oficial de los bordadores, ya rebosaba damas suspirando por alguna bagatela y caballeros suspirando por alguna dama. Mientras las damas prometían a los caballeros una sonrisa si saciaban sus suspiros y los caballeros suspiraban, resignados a comprar esa bagatela forjadora de sonrisas, los dependientes, plantados en la puerta de las tiendas, azuzaban el suspiro de las damas y, sobre todo, el de los caballeros.18

En la calle de San Ginés confluían dos olores. Uno procedía de los coloreros, gremio dedicado al teñido de telas y enclavado en la vía paralela, llamada, no por casualidad, de los Coloreros; el otro se originaba en las peleterías alineadas en un soportal de la calle Mayor entre Coloreros y San Ginés que, tampoco por casualidad, recibió el nombre de estos artesanos: portal de Manguiteros.

A la altura de la parroquia de San Ginés, Alonso vio a varios zagales vapuleando a un ciego menesteroso y observó sorprendido que, lejos de intervenir, los transeúntes apuraban el paso.

Con el rostro magullado y la nariz sangrando, el ciego giraba el cuello según sentía los golpes o las carcajadas y, conscientes de ello, los agresores danzaban en derredor sin interrumpir la tunda.

De repente, el líder de la manada le quitó el saco de arpillera que utilizaba a modo de manta.

—¡Os lo imploro! —sollozó el hombre—. Ese saco es mi único abrigo. Si me lo arrebatáis, no resistiré el invierno.

—¡Cierra el pico, lamecharcos! —conminó el chico, asestándole una patada—. Detesto ruar las calles esquivando vuestros asquerosos esqueletos. ¡Os ahogaría a todos en el Manzanares!

—¡Fernando! —bramó Alonso, encrespado—. ¡Deteneos al punto! ¿Qué diantres hacéis aquí? ¿No debíais acompañar a mi madre y a Teodora al mercado?

—¡Señorito Alonso, el de los temibles arrestos! —exclamó Fernando, esbozando una sonrisa sardónica—. ¡Qué feliz coincidencia!

En absoluto intimidado, Alonso se irguió cuan largo era. Cierto que aquel mameluco le sacaba dos años, pero él le sacaba dos cabezas.

—Hablando de arrestos, ¿estos gastáis vos? ¿Solo os envalentonáis frente a quien ni veros puede?

—¿Osáis tacharme de cobarde, mequetrefe? —masculló Fernando.

—No se me antoja de jabatos abatanar a un anciano ciego y desvalido. ¿Destinaríais las mismas bravatas a alguien capaz de defenderse?

—¿Alguien como vos quizá?

—Quizá. Al menos, yo puedo veros.

—Entonces, pelead —retó Fernando, alzando los puños.

—No lo estimo necesario —replicó Alonso, cruzándose de brazos—. De momento me han bastado cuatro frescas para que suspendáis la zurra al caballero.

—No he suspendido la zurra al lloramigas merced a vuestras cuatro paparruchas, tajamoco engreído. La he suspendido porque me dispongo a zurraros a vos y a partiros la cara. Nadie me llama cobarde y marcha sin lamentarlo.

—Siento decepcionaros, pero un servidor sí marcha y lo único que lamento es tener que padeceros a diario —rechazó Alonso en tono despectivo.

—¿Quién peca ahora de cobarde?

—Me importa un ardite vuestra opinión sobre mi persona. A tal señor, tal honor, zagal. No soy yo quien se divierte apalizando a los más débiles. Os lo advierto: absteneos de volver a tocarle un pelo al caballero.

—¿Y qué haréis si me niego? ¿Reportaréis a papá?

—Reportaré a los encargados de ajusticiar delincuentes. Acaso no galleéis tanto ante la parroquia del penal. Quedáis avisado: dejadle en paz o vos sí que lo lamentaréis. Con Dios.

—No huiréis, ¡pitofloro del demonio! —tronó Fernando, derribándole de un empujón—. Queráis o no, pelearéis.

Alonso se incorporó de un salto y lo embistió de un testarazo en el estómago. Los demás, en silencio durante el choque verbal, comenzaron a animar el cuerpo a cuerpo.

Mientras Fernando combatía satisfecho de haber conseguido meter a Alonso en la reyerta, Alonso buscaba la manera de salir de ella. Como su madre se enterase de que había liado un tiberio en mitad de la calle, le caería una solfa de capítulo aparte. Al final, pergeñó una treta que le permitió clausurar la fiesta.

—¡Que vienen los corchetes! —chilló, mirando detrás de Fernando y tumbándole de un derechazo cuando este, en un acto reflejo, volteó la cabeza.

—¡Me las pagaréis, hideputa! —balbuceó el vencido desde el suelo y casi desmayado.

Ayudado por sus comparsas, se levantó y, renqueando, se alejó.

Alonso envolvió al ciego en el saco y le puso en las manos el buñuelo que recién le regalaba Faustino, el barquillero.

—Tomad, señor. Esto os aliviará una miaja la gazuza.

—Gracias, joven. Cuídate de ese fierabrás. Belcebú le late dentro.

—Sosegaos. Las tenemos tiesas a diario y siempre le gano. Ahora he de volar a la escuela. Luego regresaré a comprobar si estáis bien. A más ver.

Alonso echó a correr sin dejar de maldecir su estupidez. ¿A más ver? ¿Se había despedido de un ciego con un «a más ver»? Respiró hondo. ¡Menuda mañanita llevaba!

14 Este convento desapareció en 1810 a instancia de José Bonaparte, cuya obsesión por crear avenidas y ensanchar plazas a costa de destruir los cenobios e iglesias de Madrid le valió el alias del «Rey Plazuelas». La demolición de Santa Clara gestó la calle Amnistía y la construcción de viviendas, en una de las cuales residió y se suicidó Mariano José de Larra.

Las de Santa Clara integran el grupo de rosquillas típicas de las fiestas de san Isidro junto con las tontas, las listas y las francesas.

15 Las parroquias de San Juan y de Santiago, dispuestas una frente a la otra, eran dos antiquísimas iglesias ya mencionadas en el Fuero de Madrid de 1202 que José Bonaparte derribó para ampliar el entorno del Palacio Real, entorno que, andando el tiempo, se convirtió en la plazuela de Santiago (donde se alzaba la iglesia de Santiago) y en la plaza de Ramales (donde estaba la iglesia de San Juan).

En el solar de la iglesia de Santiago se erigió la actual, muy diferente a la primitiva. Por su parte, en San Juan bautizaron a la infanta Margarita María Teresa de Austria, hija de Felipe IV, a quien, años después, Velázquez inmortalizó en Las Meninas. El propio Velázquez recibió sepultura en este templo, pero sus restos se perdieron tras la demolición. Por eso el pintor aparece dibujado en la placa indicativa del nombre de la plaza y por eso, en mitad de la glorieta, se alza una cruz de Santiago en homenaje a la orden militar a la que este pertenecía.

16 Tras la desaparición de Santa María, San Nicolás de Bari devino la iglesia más añeja de Madrid, dignidad que comparte con la ermita de Santa María de la Antigua, sita en Carabanchel. Luego de la invasión francesa, quedó abandonada hasta que en el siglo XIX una orden florentina, la Tercera de los Siervos de María o Servitas, la ocupó. De ahí su otro nombre: San Nicolás de los Servitas. Hoy es la parroquia de la comunidad italiana afincada en la capital e incluso la misa dominical se oficia en italiano.

17 En la actualidad, la plazuela de Herradores luce una placa donde se afirma que este lugar albergó la parada de las sillas de manos, «los primeros taxis que circularon por Madrid».

18 El antiguo pasaje de San Ginés hoy se llama de los Bordadores. Aunque en la época este gremio se encontraba aquí, la calle adoptó su nombre tiempo después.

Libelo de sangre

Подняться наверх