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CAPÍTULO 6

Retorno al presente



—¡Esposo! —llamó Margarita—. ¿Qué hacéis ahí parado, hombre de Dios?

—Dispensadme, querida —se excusó Sebastián, abandonando la ensoñación—. Me distraje evocando el ayer.

—Pues regresad presto de ese ayer porque el hoy apremia. Alonso se empeña en jeringar a Teodora y cada mañana le organiza un zafarrancho. Recién le monta uno y los lamentos de la pobre mujer se escuchaban desde aquí. Acompañadle a la cocina y vigilad que, antes de marchar a la escuela, le presenta disculpas.

—Me declaro inocente, padre —se defendió Alonso—. No monto zafarranchos a Teodora. Me los monta ella a mí enredándome en sus monsergas gallegas.

—¿Os dais cuenta, esposo? A todo replica el muy descarado.

Al ver el tablero de ajedrez en el regazo de Alonso, Sebastián recordó la nueva estrategia que planeaba enseñarle e, ilusionado, sonrió.

—¿De qué diantres os reís ahora? —inquirió Margarita, desconcertada—. ¿Os parecen graciosas las santurdes bravateras del niño?

Tras seguir la mirada de Sebastián y reparar en que estaba absorto en el ajedrez, comprendió el motivo de la sonrisa.

—¡En menudo bosque pretendo buscar leña! Yo intentando meter en cintura al zagal y vos pensando en atontarle las mientes con la majadería del ajedrez.

—¿Acaso no os enorgullece la pericia de nuestro hijo en tan noble arte? —objetó Sebastián, guiñándole un ojo cómplice a Alonso.

—Lejos de enorgullecerme, la aborrezco. Ese juego estúpido os tiene aborricados a los dos. Y aparcad los guiños de púber chirimbaina, os lo ruego. Hablo en serio, Sebastián. Mudad el paso porque así solo conseguiréis que este tunante porfíe en sus calaveradas y después, en lugar de llover, tronará.

—De acuerdo, querida. Me encargaré de que el muchacho presente disculpas a Teodora. ¿Satisfecha?

—En absoluto, pero, de momento, me conformo. No obstante, aligerad la diligencia o Alonso llegará tarde a la escuela.

En prudente silencio, padre e hijo salieron de la alcoba y bajaron a la cocina.

Era una estancia amplia con artesonado en el techo y piedras de canto rodado en el suelo.

Un arco abría el muro izquierdo a un pequeño tinelo, pieza independiente que la servidumbre utilizaba para almorzar. De austera decoración, tenía un velón de doce mechas, una alacena, dos bancos corridos de nogal y una mesa a juego que nunca se retiraba.

Los señores acostumbraban a comer en los salones principales de la casa, pero, como en estos salones no había mesas de condumio permanentemente instaladas porque ocupaban espacio y saturaban el ambiente de manera innecesaria, en las horas de pitanza los criados llevaban un tablero al gabinete elegido, lo apoyaban en dos caballetes y lo engalanaban con manteles. Cuando los amos terminaban de comer, desarmaban el tablero y lo quitaban. A veces, sobre todo en la cena, ni siquiera se ponía la mesa, pues los señores recibían las viandas en sus aposentos y las degustaban valiéndose de un bufetillo.11

Allende el tinelo, se extendía la cocina.

La mitad superior de las paredes lucía pintura de almagre; la inferior, un arrimadero de azulejería talaverana blanquiazul.

Frente a la puerta de entrada había otra puerta y una ventana. Ambas daban a un patio trasero que estaba separado de la calle por una tapia de piedra bastante deteriorada. Algunas losetas incluso se habían desprendido de un extremo creando una oquedad que, aunque Teodora camuflaba rellenándola de hojarasca, precisaba un sellado, pues su holgura permitía intrusiones de ladrones y se arriesgaban a sufrir un robo o un susto peor.

La ventana albergaba una fresquera. La rejilla metálica que cubría la parte exterior mantenía los alimentos fríos y protegidos de bichos, y los postigos de pino del interior se cerraban, trabando así el relente.

A los pies de la fresquera se alzaba un jarrero con tres búcaros, una lechera y una tinaja de aceite.

En la pared derecha había una chimenea cuyo vasar acogía cinco tazones de porcelana, una talla de la Virgen de los Ojos Grandes, patrona del Lugo natal de Teodora, un candil y un reloj de arena.

De los laterales de la chimenea emergía una pareja de poyetes alicatados con la misma azulejería blanquiazul del arrimadero; apenas se veían, sin embargo, enterrados como estaban bajo alcuzas, damajuanas, calderos, sartenes de cobre, lebrillos de barro, chocolateras, bacías de cerámica, pailas y un sinfín de bártulos culinarios. De dos espeteras ubicadas sobre los poyetes colgaban ristras de ajos, pimientos choriceros y más cacharros.

Junto a la entrada había una hornacina adoquinada que contenía la vajilla de loza y una caja de haya. Dentro de la caja se acumulaban cucharas de madera, navajas, cuchillejos y una solitaria varilla terminada en dos púas que, al decir de Sebastián, los ilustres europeos utilizaban para pinchar las viandas. A Margarita le disgustaba desde que la Iglesia la tildó de símbolo satánico porque parecía la testa astada de Belcebú y Teodora ni siquiera se planteaba usarla alegando que «comida de cristianos, con cuchara y con las manos; y, en cuestiones de saja, la navaja».12

En el centro de la sala se erigía una mesa de medianas dimensiones que en ese momento exhibía una humeante fuente de torreznos, una frasca de aguardiente y un cuenco lleno de letuario, confitura elaborada a base de cáscaras de naranja amarga sumergidas en miel.

Los madrileños solían desayunar letuario y aguardiente, pues, al parecer, aquella combinación ayudaba a desinfectar la bilis hepática.

De hinojos frente al hogar, Teodora tarareaba melodías gallegas mientras removía otra remesa de torreznos que chisporroteaban en una sartén colocada en la lumbre sobre una trébede.

El lugar, caldeado por el fuego y colmado de un delicioso olor a tocino frito, resultaba francamente acogedor.

Bieito, el marido de Teodora, entró cargando un haz de leña y, aprovechando que la mujer estaba de espaldas, afanó un torrezno de la fuente.

—¡Os he visto, Evaristo! —acusó Teodora, girándose a insólita velocidad y blandiendo un cucharón.

—¿Evaristo? O meu nome é Bieito.

—Bieito non rima; Evaristo sí. E non cambiéis de tema, ¡raspiñeiro! Devolved ese torresmo a balavento.

—¿Qué importa, muller? Sobrará media fonte. La dona non come porco e o patrón é de parca trincadura. Mellor en la miña tripa que en la tripa de los perros.

—Acercad de novo esos dedos bandoleiros na fonte e os los cortaré, los freiré e os obrigaré a tragarlos.

—Non rosméis tanto, miña ruliña —rio Bieito, rodeándole la cintura—. Eu adoro as vosas ambrosías. Son enxebre e grazas a elas non sento morriña da nosa terra. ¡Si es que miña Teodoriña vale o seu peso en ouro!

—Templad ás gavanzas, lisonxeiro, que teño moito traballo —exigió Teodora, zafándose del achuchón—. ¿Ónde porta Fernando? Marchó de amanecida a comprar leite e nada que regresa. ¿Acaso ha ido a las Indias a buscar al lechero?

—No me he ido a ningún sitio, tía, aunque ansío hacerlo y dejar de doblar el lomo para esta maldita familia de copetudos escolimosos —rezongó un fornido muchacho que recién asomaba acarreando un ánfora de barro.

—Los Castro non son copetudos escomilosos —regañó Teodora—. Te proporcionan labor e pitanza, mamarracho ingrato. ¿Por qué te demoraste tanto? Como eu me entere de que has liado alguna tasqueira en la calle, te descrismo.

—¿Qué tasqueira voy a liar en la calle si me mandáis de recados antes de que el gallo cante y, cuando salgo, todavía no hay nadie con quien chocar puños? —protestó Fernando, malhumorado—. Me demoré porque la burra estaba más seca que ojo de tuerto y al lechero le ha costado un triunfo llenar la cántara.

La mano del joven rumbo a la polémica bandeja de torreznos interrumpió su avance al recibir un fuerte cucharetazo.

—¡La nai que os botou, papagachos do demonio! —bramó Teodora—. Basta de roubar o condumio do patrón. Tío e sobrino, ¡fóra de aquí os dous!

Teodora y Bieito llevaban una década faenando en casa de los Castro. Dos años atrás, Fernando, sobrino de Teodora, quedó huérfano y, luego de acogerlo, el matrimonio rogó a Sebastián un empleo para él, pía obra que, desafortunadamente, les causaba múltiples quebraderos de cabeza.

De quince primaveras, díscolo y pendenciero, Fernando era zagal de reyerta diaria. Además, celoso de la acomodada existencia de Alonso, detestaba al muchacho y, enervado por tener que rendirle pleitesía, no perdía ocasión de zaherirle. Alonso intentaba ignorarle y evitar el combate, pero, como solía fracasar en el empeño, ambos se enzarzaban de continuo.

La situación soliviantaba a Margarita y, aunque, en deferencia a Teodora, refrenaba las ganas de despedir a tan correoso mancebo, intuía que tarde o temprano el conflicto traspasaría lo admisible y habría de hacerlo.

Tras echar a Bieito y a Fernando, Teodora reanudó su frenética actividad. Justo entonces llegaron Sebastián y Alonso.

—Excuse la dilación del desayuno, amo —explicó la criada, lanzando una mirada fulminante a Alonso—. Certas… eventualidades me han reclamado máis esforzo del necesario, pero palabra de galega que levo apencando desde o alba.

—Calmaos, Teodora —tranquilizó Sebastián—. No os traigo reconvenciones. Os traigo a mi hijo. ¿Le concedéis un instante? Precisa comentaros algo.

Alonso besó la mejilla de la mujer y esbozó una pícara sonrisa.

—Mi gentil señora, lamento haberos disgustado. ¿Me perdonáis?

—¡Madia leva, golfiño! —contestó Teodora, palmeándole el rostro afectuosamente—. Ben sabes que esa sorrisa de pillabán derrite a esta vieja babiola. Claro que te perdono, neno.

—¡Magnífico! —aplaudió Sebastián mientras saboreaba el letuario—. Agradezco vuestra comprensión, Teodora.

—Alonsiño, apura el desayuno o arribarás á escola despois do tempo —apremió la criada, poniendo en la mesa un cuenco de leche caliente, pan candeal y una escudilla de torreznos.

En ese momento apareció Margarita ya aviada para la jornada.

Vestía una camisa interior de lino blanco, cuello alto y cabezón rematado con randas de Cambray debajo de un corpiño de capichola azul noche con escote redondo y botones traseros flordelisados. Atacadas al corpiño mediante agujetas de cordobán negro, llevaba unas mangas también de capichola, guarnecidas con soguillas color cielo y cuchilladas de bocací que dejaban entrever la camisa interior y, por la boca de las mangas, asomaban puños de un encaje idéntico al del cabezón. Una basquiña de terciopelo índigo cubría la faldilla y una pretinilla de damasco gris le adornaba el talle.

A modo de sobretodo se había puesto una ropa de seda plateada, prenda de manga larga, abierta en la delantera, ajustada arriba y holgada abajo que las féminas utilizaban en el hogar al objeto de proteger el atuendo de salpicaduras domésticas.

Luego de saludar a los adultos, se dirigió a Alonso y, alzando los brazos, pues el chico casi le sacaba dos cabezas, le atusó los desordenados rizos.

—¿Has presentado disculpas a Teodora?

—Disculpas presentadas, madre. Recién sellamos la paz.

—Unha paz pasaxeira, témome —refunfuñó Teodora—. Mañana a guerra estrombará de novo. El galopín non outorga tregua.

—Esta vez y por la cuenta que le trae, sí otorgará tregua, ¿cierto, Alonso? —sentenció Margarita en tono severo.

—Creedme que ansío disfrutar de una tregua, madre, pero, si la guerra es cosa de dos, la paz también.

—Repórtate o la tendremos, jovencito. No me placen una miaja tus displicencias. Márchate antes de que se me agote la paciencia porque estás rozando el límite de lo tolerable y, al final, saldrás escarmentado. Te quiero en derechura a la escuela; sin desvíos ni altos en el camino, ¿entendido?

—Entendido, madre —contestó Alonso, bebiendo el último sorbo de leche.

—Y no te retrases en el almuerzo —siguió decretando Margarita—. Siempre andas a la caza de grillos y nunca apareces hasta después del amén.

—¡Vaiche boa! —bufó Teodora—. Por fas ou por nefas, el neno llegará a luscofusco, ama. Tarda unha eternidade en facer calquera cousa e se enreda en gaitadas absurdas. Non é posible que chegue a tempo a ningunha parte. É como el galgo de Lucas, que, cando se le cruzaba la liebre, poníase a orinar.

—¿De qué diantres habláis? —rebatió Alonso—. La mayoría de los días este galgo es de los primeros en pisar la escuela.

Luego de arrebujarse en una capa de bayeta impermeable, se caló un bonetillo y agarró el tablero de ajedrez.

—Padre, ¿me ayudaréis a traducir un pasaje de Ovidio? —preguntó a Sebastián, que contemplaba la escena engullendo un torrezno tras otro—. No logro descifrarlo y don Martín me ha pedido un resumen.

—Claro, hijo. Acude a la escribanía al toque de vísperas y lo traduciremos juntos.

—Allí estaré. Agradecido, padre. Marcho ya.

—¿Dónde vas con el dichoso ajedrez? —le detuvo Margarita—. Suéltalo de inmediato.

—Tratad de comprenderle, querida —intercedió Sebastián—. Ese escaque acumula tres generaciones. Perteneció a mi padre; luego, a mí, y ahora, a él. Lo estima y gusta de portarlo.

—Imagino que a nosotros también nos estima y no por ello nos lleva pegados a las costuras todo el santo día.

—No se me antoja pecado capital, Margarita. Incluso le permitirá practicar en la escuela y esta tarde jugaremos unas partidas.

—En la escuela se estudia, esposo; no se practican tarascadas. Y en cuanto a vuestros planes vespertinos, creí que pensabais ayudarle a traducir latín.

—Una observación muy atinada —reculó Sebastián, adoptando un gesto inocente—. Deja aquí el ajedrez, Alonso. Hoy no lo precisarás.

A continuación, se aproximó al chico y lo besó en la mejilla.

—Usaremos el de la escribanía —le susurró al oído, elevando, acto seguido, la voz—. La obligación antes que la devoción, hijo mío. Disfruta la jornada y traslada nuestros saludos al bueno de don Martín.

Reprimiendo una sonrisa, Alonso lanzó el tablero sobre la mesa de tan atropellada forma que casi tiró la fuente de torreznos. Esquivando el sopapo de una Teodora furibunda, dio un rápido abrazo a su madre y escapó.

—¡Ángela María! —suspiró Margarita—. ¡Qué fatiga de zagal! Cualquier parlamento con él me resulta extenuante.

—Juventud, divino tesoro —recitó Sebastián, divertido.

—Teodora, ¿te importaría subir a mi estrado y vigilar el sueño de Diego?

—A balavento, ama —respondió la criada, saliendo en dirección a la escalera.

—Un servidor también marcha, esposa —anunció Sebastián—. Espero tener mejor día que ayer.

—¿Y eso? ¿Qué ocurrió ayer?

—Lo habitual. Mi honradez en el oficio encorajina al resto de escribanos. Como me niego a imitar sus corruptelas, ellos me tachan de desleal. ¿No os parece irónico que me tilden de desleal porque me empeño en ejercer de manera leal?

—Me parece, pero no habéis contestado a mi pregunta. Os he preguntado qué ocurrió ayer.

—Ocurrió que me visitó Conrado Cabrera, el escribano de la calle del Carmen. Me halló redactando un título de propiedad y, cuando me vio apurar la página, me acusó de traicionar al gremio.

—¿Apurar una página implica traición al gremio?

—Según ese hatajo de licenciosos, sí. Los honorarios de un escribano se calculan conforme a las páginas diligenciadas y, como a más páginas, más cuartos, los notarios acostumbran a engordar la letra y, de paso, la minuta. Algunos tienen el descaro de destinar una única página a la firma.

—Os granjeáis enemigos innecesarios, Sebastián. Deberíais aflojar la rectitud y tender puentes trapaceando una miaja.

—¿De veras proponéis que viole mi código deontológico para recabar las simpatías de una recua de serpentinos marrulleros?

—No lo propongo para recabar sus simpatías, sino para evitar sus rencores —aclaró Margarita—. El origen de los Castro rebosa sombras y levanta suspicacias. Una delación anónima, un comentario pernicioso o una insinuación taimada y la Inquisición volaría a nuestra puerta. Hemos de proteger a los niños y vuestras raíces no facilitan la tarea. Considero de escasa inteligencia agitar encima el avispero.

—El origen de los Castro ni rebosa sombras ni levanta suspicacias. Os recuerdo que poseo un certificado de limpieza de sangre.

—Un certificado falso cual beso de Judas. Además, no pequéis de ingenuo y aliviad el valor de ese papelajo. Ríos de colorada mucho más cristiana que la vuestra surcan el quemadero inquisitorial.

—Soy cristiano de alma y corazón, Margarita. La Inquisición no tiene nada en mi contra.

—Lo tendrá como porfiéis en enmendarle la plana al personal fedatario, alguno se harte y decida desquitarse acusándoos de judaizar.

—Formularía una denuncia artificiosa que no prosperaría.

—Quizá sí prosperaría y tiemblo solo de pensarlo. La Inquisición es peligrosa, esposo. Os suplico que ahorréis honradez y gastéis sensatez.

—¿Y por qué no puedo gastar honradez y sensatez en igual medida? ¿Acaso la sensatez exige comportarse cual vulgar exprimebolsas?

—La sensatez exige cerrar un ojo cuando se atraviesa tierra de tuertos, Sebastián. Creo que mi planteamiento merece al menos una reflexión. ¿No se os ocurre ninguna corruptela que os permita limar asperezas sin escarnecer vuestra ética?

—Mi única corruptela consiste en amañar limpiezas de sangre. Mi mentor don Severo me procuró un futuro amañando la mía y ahora me toca a mí emularle procurando un futuro a quienes, como yo en su día, lo tienen vetado por culpa del credo que profesaron sus ancestros.

—Encomiable contubernio, pero inútil en lo que nos ocupa. De hecho, cuidaos de airearlo, pues revela afinidades herejes muy comprometedoras. Precisáis otra argucia.

—Quizá en las refriegas callejeras —caviló Sebastián, atusándose el bigote—. Uno de los escribanos del crimen nunca comparece en las rondas nocturnas y los alcaldes de Casa y Corte me solicitan de continuo que le sustituya. Compete al escribano testimoniar los altercados que acontecen y la mayoría de mis honestos colegas tergiversan la exposición fáctica en beneficio del bolsillo más desprendido. Aunque putrefactas, tales aguas propician la posibilidad de ayudar a paisanos en problemas a causa de un exceso de vino…, siempre que se trate de una falta venial, huelga decir.

—Eso suena mejor. Y, si la falta venial concerniese a un ilustre o al hijo de un ilustre, os aseguraríais mercedes.

—¿De qué mercedes habláis, mujer? Mis corruptelas son gratuitas y solo ambicionan socorrer al prójimo. No aceptaré peculio a cambio de vilipendiar mi oficio.

—No me refiero a peculio, sino a gratitudes. Resulta más rentable amparar a un poderoso que a un despanado. Ya que barréis el suelo, barredlo bien, ¿no os parece?

—En absoluto me parece —graznó Sebastián, enfadado—. De discriminar mis auxilios de tan rastrera guisa, lejos de barrer el suelo, estaría escupiendo en él y así parco aseo obtendremos.

—Serenaos, querido, porque tampoco vais a secar el mar —concilió Margarita—. Si un borrego no hace rebaño, una travesurilla no os convertirá en rufián.

—¿Acaso matar no convierte al matador en asesino? Aquí pasa lo mismo. La fe pública es como una doncella. Si la deshonráis una vez, la deshonráis para siempre. Y ahora me largo. Esta plática me ha amargado la mañana.

—Abrigaos el rostro con el papahígo que os tejí —recomendó Margarita en actitud resignada, pues una conversación a propósito de aquel asunto terminaba invariablemente en polémica—. Sopla un viento helador y enfermaréis.

—Vuestras parrafadas de fullerías e Inquisición ya me han enfermado —rezongó Sebastián, calzándose el sobretodo y la gorra—. ¡Adiós!

Bufando improperios, abandonó la cocina y ni siquiera se despidió de Teodora, que en ese momento regresaba de supervisar a Diego.

—¡Carallo, ama! O patrón marcha feito unha hidra. ¿Qué lo entoura? ¿Non le agradaron meus torreznos?

—Tranquila, comadre —respondió Margarita en tono distraído mientras examinaba los alimentos almacenados en la fresquera—. Le amohínan otra modalidad de torreznos.

—Por la Virxe dos Ollos Grandes que eu solo conozco o torresmo do porco —murmuró Teodora, confundida.

—Llama a Fernando. Nos acompañará al mercado.

—Mellor o meu Bieito, ama —sugirió Teodora, ruborizándose—. Fernando… bueno… él salió de novo.

Margarita frunció el ceño. No había mandado al chico a ningún recado y, en consecuencia, debería estar en la casa. Sin embargo, no le apetecía discutir más y decidió dejarlo correr.

—De acuerdo. Entonces, nos acompañará Bieito. Almorzaremos ternera con alboronía.13 He visto un trozo de ternera en la fresquera y, si no la consumimos ya, se estropeará. Hay berenjenas, calabaza, ajos, cebollas y vinagre. Nos falta el membrillo y algunas hierbas. Apurémonos. Entre pleito y pleito, se me ha echado el tiempo encima.

11 De ahí la actual expresión «poner y quitar la mesa».

12 Los españoles no aceptaron el tenedor hasta finales del siglo XVII.

13 La alboronía era un guiso morisco muy popular en el Madrid del Siglo de Oro y algunos lo consideran el antecedente del pisto.

Libelo de sangre

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