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CAPÍTULO 9

El testamento



Sebastián llegó a la escribanía cuando el reloj de San Salvador marcaba las nueve, información que, como el resto de los madrileños, desdeñó porque ni ese reloj ni el de la iglesia del Buen Suceso, ambos los primeros que hubo en la Villa, solían mostrar la hora correcta. Muy a menudo, uno marcaba las diez y el otro, las once, y no eran ni las diez ni las once, sino el mediodía. Encima, la solitaria aguja que señalaba las horas pero obviaba los cincuenta y nueve minutos intermedios tampoco facilitaba la precisión y así, con la hora equivocada y los minutos ausentes, la confusión estaba garantizada.

Aunque al principio los madrileños aplaudieron tan novedosos artefactos y dejaron de mirar la posición del astro rey para mirar la posición de la aguja, en cuanto comprobaron que esta andaba más perdida que piojo en peluca, los aplausos amainaron y las miradas regresaron al cielo. El infalible astro rey recobró su protagonismo y los relojes pasaron a un segundo plano. Y también pasaron al refranero popular, pues, si alguien recelaba de un chisme, soltaba un «tiene menos olor esa flor que verdad el reloj de San Salvador» o «antes de tragarme ese hueso, creo al reloj del Buen Suceso».19

Cuando los vilipendiados relojes anunciaban el alba, Lorenzo Santiesteban, el oficial de Sebastián, comenzaba la faena.

Su existencia se apoyaba en dos pilares: un matrimonio dichoso y la escribanía de San Salvador. Años atrás, la viruela le arrebató el primero y, desde entonces, cojo de amor, sin descendencia e incapaz de buscar consuelo en otra mujer, vivía cual ermitaño refugiado en los recuerdos y en el trabajo.

Al fallecer el anterior patrón y enterarse de que los herederos pretendían traspasar el negocio, temió que el nuevo dueño lo despidiera y le despojase de su segundo pilar. Sin embargo, sus temores resultaron infundados, pues, en cuanto Sebastián lo conoció, vio en él a un colaborador responsable y le mantuvo el empleo. De corazón agradecido, Lorenzo le correspondió brindándole una inquebrantable lealtad que pronto mudó a entrañable amistad.

Todas las mañanas, cuando llegaba a la escribanía, ejecutaba el mismo ritual.

Empezaba prendiendo las diez torcidas del velón de bronce que iluminaba la estancia. El velón consistía en una lámpara dispuesta sobre una columna que tenía diez o doce picos, en cada uno de los cuales había una mecha o torcida que ardía con aceite. Los velones más fastuosos eran de plata, utilizaban aceite de calidad para evitar humo e incluían una lámina metálica tras los picos cuyo reflejo intensificaba la claridad. Aunque el velón de la escribanía ni era de plata ni tenía láminas metálicas tras los picos, Lorenzo sí utilizaba un buen aceite, precaución que ahorraba al lugar incómodas humaredas.

Luego de aviar el velón, surtía de agua la escribanía, para lo cual se apostaba en la entrada y esperaba a un par de azacanes tempraneros que recogían el género en la fuente de Diana, la favorita de Sebastián.

Unas veces aparecía el azacán de cántaro; otras, el de burro.

El primero estibaba un cántaro al hombro y despachaba su mercancía a los viandantes escanciándola en un vaso que portaba en la mano; el segundo instalaba unas angarillas de madera en el lomo del burro, donde, si bien solo cabían cuatro cántaros, de alguna sorprendente manera lograba acoplar seis y hasta ocho. Pagaba caro el exceso, sin embargo, porque el burro se desquitaba transitando a paso cochinero y vetándole así las carreras con que los del gremio gustaban de recorrer Madrid.

Lorenzo interceptaba al más madrugador y llenaba dos búcaros, recipientes de barro rojo que mantenían fresco el contenido.

Después obtenía agua aromatizada, pero este refrigerio prefería comprárselo a una tercera clase de azacanes: los de carrillo o batea.

Las bateas eran carros provistos de una rueda delantera, patas traseras que los equilibraban al detenerse y tres baldas. La balda inferior llevaba varios cántaros rebosantes de agua regular y aromatizada; la intermedia, jarrillos y un cubo para enjuagarlos, y la superior, un bosque de albahaca que protegía el vehículo de mosquitos. En invierno el problema menguaba, pues los bichos huían de los gélidos vientos madrileños y emigraban a tierras cálidas; sin embargo, en verano regresaban y entonces las propiedades antimosquitos de la albahaca devenían esenciales.

La escribanía tenía dos alcarrazas y Lorenzo ocupaba una con agua anisada. En la otra guardaba la nieve que adquiría a diario en el puesto de la plaza de San Salvador, puesto al que siempre intentaba llegar el primero para eludir la larga fila de lugareños que sistemáticamente se formaba mucho antes de su apertura.

Y es que, aunque el frío de Madrid congelaría el infierno, sus habitantes adoraban ingerir viandas heladas.

Desde tiempos antiguos, la ciudad utilizaba la nieve a modo de refrigerante alimenticio, pero la dificultad de recolectarla en las cumbres serranas y de conservarla, sobre todo en la época estival, la encarecía demasiado.

El inconveniente terminó gracias a Pablo Xarquíes, un empresario catalán a quien se le ocurrió aprovisionar la nieve en unas fosas subterráneas capaces de prolongar el período de conservación. El producto resultaría así más accesible y, por tanto, más barato.

En 1607 presentó una propuesta al Tercer Felipe, propuesta que este cursó entusiasmado fundando la Casa Arbitrio de la Nieve y Hielos del Reino y de Madrid y concediendo a Xarquíes siete años de venta exclusiva.

Xarquíes buscó el emplazamiento idóneo de los llamados Pozos de Nieve y lo halló al final del camino de Fuencarral, en una remota llanura sumida en un perpetuo e intenso relente que garantizaba la preservación de la nieve.20

La iniciativa originó un súbito descenso del precio y, a la postre, la popularización de un hasta entonces artículo de lujo.

Nadie se resistía a comer o beber helado y la obsesión rozó niveles de locura. No importaba que corriese enero o bastara sacar fuera el puchero para escarchar el estofado. La nieve estaba ahora al alcance de muchos bolsillos y, en no menudeando tan exquisitas prerrogativas, ningún madrileño se abstenía de consumir nieve… ninguno, excepto los que de veras sufrían el frío y no entendían aquella manía de pagar por él.

De manjar sibarita mudó a producto básico y de obligado suministro. De ahí que se despachara nieve durante todo el año. En verano funcionaban doce puestos instalados en puntos estratégicos de la ciudad y, de octubre a marzo, el número se reducía a cuatro ubicados en las zonas más concurridas: plaza de San Salvador, Santo Domingo, Puerta del Sol y Puerta Cerrada.

Aviadas las bebidas, Lorenzo se centraba en templar el entorno metiendo cisco en el brasero y prendiéndolo; luego añadía un puñado de huesos de aceituna para eliminar el hedor del carbón, y concluía encendiendo un pebetero que sahumaba almizcle a modo de ambientador.

Así, cuando Sebastián arribaba, siempre encontraba una estancia surtida, caldeada y perfumada.

De planta cuadrada, la entrada de la escribanía enfrentaba el lateral de la iglesia de San Salvador. Al lado de la entrada había una ventana enrejada cubierta por un cortinón de terciopelo que trababa el relente; debajo de la ventana se alzaba una mesa cantarera de pino cuyos huecos acogían el juego de búcaros y alcarrazas que Lorenzo rellenaba cada mañana, y en una esquina de la mesa se apilaban tazones de loza y varias copas de vidrio.

Las paredes de adobe exhibían lienzos del Buen Samaritano y de Nuestra Señora de la Concepción y, apoyadas en una de ellas, había tres jamugas de cordobán que solían ofrecerse a los clientes.

Colocado en el muro opuesto a la puerta de entrada, un mueble de roble con puertas en celosía albergaba el archivo notarial y bastantes manuales jurídicos. Destacaban valiosos ejemplares del Fuero Juzgo, el Fuero Real, la Nova Recopilación, los comentarios de Alfonso de Acevedo a la misma, los de Gregorio López a las Partidas, los de Burgos de Paz y Tello Fernández a las Leyes de Toro, las Escrituras y Orden de Partición y Cuentas, de Diego de Ribera y la Práctica Civil y Criminal e Instrucción de Escribanos, de Gabriel de Monterroso. La joya de la colección era obsequio de don Severo: cinco volúmenes de una antiquísima edición del Espéculo, encuadernados en piel de cabra, letras de oro y papel vitela ornamentado.

Ante la librería se extendía el espacio de Sebastián. Consistía en un frailero tapizado en cuero e incrustaciones de bronce y un bufete de nogal con patas en forma de garra aferrada a una bola. Encima se alineaban los enseres propios del oficio: un recipiente de estaño lleno de tinta ferrogálica, una salvadera y el lacre. Había además un tintero octogonal de porcelana talaverana azul cuyos vanos hospedaban varias plumas de ganso y de gallina. En una arqueta Sebastián guardaba una pluma de cisne; era la mejor del mercado y tan costosa que únicamente la empleaba en el rubricado de documentos.

El bufete de Lorenzo se situaba en un rincón. Al lado, sobre un soporte de pie de puente castellano, se erigía un bello contador italiano de ébano y carey. Su esposa se lo regaló y, como no gustaba de pasar tiempo en un hogar ahora yermo de ella, lo acuarteló en la escribanía para así poderlo disfrutar lejos de nostalgias y, al decir del hombre, «sentir que mi amada sigue a mi vera».

En mitad de la habitación se alzaba el brasero. De considerables dimensiones y fabricado en cobre, se insertaba en una caja rectangular de haya taraceada con ocho pies de cebolla y cuatro asas labradas.

Utilizando una badila de mango torneado y paleta en forma de concha, Lorenzo estaba distraído removiendo las ascuas cuando Sebastián entró y cerró de un sonoro portazo.

—¡Demontres, patrón! —exclamó, dando un respingo—. ¡Casi me chamusco la mano del susto! ¿Qué os amuela que asomáis de tan encorajinada guisa?

—Excusadme, Lorenzo. Margarita me ha agriado la mañana soltándome una catilinaria que prefiero omitir. Contadme: ¿ha habido novedades en mi ausencia?

—Ha venido don Juan Torres, el alguacil mayor de la Sala de Alcaldes. Deseaba hablaros de un asunto, pero ignoro cuál porque ha rehusado detallarme nada.

—No necesito detalles. Ya me figuro de qué se trata. Anoche acompañé a la ronda y tuvimos que intervenir en una bronca que su hijo organizó en la taberna del Orejapincho, la de la calle Toledo, esquina San Lorenzo.

—Presumo, pues, que pretende sobornaros para que certifiquéis unos hechos favorables al hijo.

—Tal es mi barrunto. ¡Mala ventura la mía tener de vecina una escribanía del crimen! Si el titular cumpliese su obligación de ronda, los alcaldes no me pedirían de sustituto y esquivaría estos embrollos que ni me interesan ni me atañen.

—Deberíais recordarles que las rondas competen a los escribanos del crimen, no a los del número. Los alcaldes vulneran la normativa requiriéndoos en esa labor y, aceptando el requerimiento, también la vulneráis vos.

—¿Y qué queréis que haga? La ronda no puede salir sin un escribano y, de negarme a complacerlos, me pondrían la cruz. Mejor ruego de amigo que hierro de enemigo, Lorenzo. De los últimos ando sobrado entre mis colegas.

En Madrid, gobernaban de manera conjunta la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, en nombre del Rey y merced a la capitalidad de la Villa, y el Concejo, en nombre del pueblo y a nivel consistorial. Este gobierno bicéfalo no transcurría precisamente por senderos pacíficos, pues, lejos de honrar eso de que provechosa utilidad do hay dos cuerpos y una voluntad, ambos organismos personificaban de muy fiel suerte un segundo dicho bastante menos optimista: barco con doble timón, mucho pleito y poca unión. Así, en lugar de congeniar y colaborar en favor del bien común, Concejo y Sala de Alcaldes se pasaban el día a la gresca disputándose la jurisdicción, censurando la negligencia del otro y ensalzando la diligencia propia.

En concreto, las rondas nocturnas concernían a la Sala y sus miembros se encargaban de patrullar la ciudad, arrestar a los agitadores e imponer multas. Compuestas de un alcalde, varios alguaciles y un escribano, era este último un individuo de suma trascendencia para los implicados en algún desaguisado, pues, dependiendo de lo que certificase, la jarana terminaba en anécdota o en presidio. De ahí que acostumbrasen a agasajarle a cambio de que ratificase su versión, agasajo que casi ningún escribano declinaba, excepto unos cuantos decentes como Sebastián, quien abominaba de esas corruptelas y había rechazado auténticas fortunas por no traicionar el oficio.

—El problema radica en que el hijo de don Ramón Cortés también se vio involucrado —apuntó Sebastián.

—¿Don Ramón Cortés? ¿Os referís al regidor?

—Al mismo. Tengo al alguacil mayor de la Sala de Alcaldes enfrentado a un regidor del Concejo. ¡Lo que nos faltaba! Los órganos administrativos de la Villa en eterna pugna y la prole de sus representantes alimentándola.

—A nadie escapa la relación que os une a don Ramón desde vuestros tiempos en Tendilla. Si beneficiáis al hijo, parecerá que honráis su amistad.

—No honro su amistad, Lorenzo. Honro la verdad, beneficie a quien beneficie. Además, en el altercado murió un hombre. Se me antoja complicado enmascarar lo que de veras aconteció mediando un suceso de semejante envergadura.

—¿Un muerto? ¡Caracoles! ¿Qué ocurrió?

—El de Torres y otros tres buscarruidos zahirieron a un caballero y, cuando desenvainaron, Torres le asestó tal mandoble que le partió el corazón.

—¿Y en qué afecta el incidente al hijo del regidor?

—Se hallaba allí echándose un morapio al coleto y, queriendo auxiliar al agredido, intervino en la lid. Pero, como realmente no intervino, sino que se limitó a intentar separar a los contendientes, saldrá indemne. Al de Torres, sin embargo, lo acusarán de asesinato.

—He ahí el plan del alguacil mayor. Si rubricáis que el finado y el hijo del regidor empezaron la agarrada, su hijo alegaría defensa propia y, como máximo, le culparían de alterar el orden público con desenlace fatal.

—Avalando tamaño embuste, culparían de lo mismo al hijo del regidor y el mozo no se lo merece. Lejos de alterar el orden público, trató de restaurarlo.

—La alteración del orden público se conmuta pagando una multa, patrón. El asesinato supondrá el cadalso al de Torres.

—Me consta, pero no está en mi mano eludirlo. Aunque me plegase al soborno del alguacil mayor, no podría satisfacer sus expectativas. Resulta imposible modificar la exposición fáctica. Los testigos vieron a Torres inaugurando el festival.

—No importa lo que vieron los testigos, don Sebastián. Importa lo que vos certifiquéis que vieron.

—Yo certificaré que vieron lo que ellos aseguren haber visto, ¡rediez! No imputaré alteración de orden público a un muchacho inocente para limpiar de pecado a un salvaje.

—El muchacho inocente es el hijo de un amigo vuestro. La circunstancia levantará suspicacias.

—¡Como si levanta el mismísimo infierno y lo sube al cielo! —masculló Sebastián—. No interferiré en la Justicia de tan repulsiva forma.

—Peligrosa hostilidad os granjeáis. ¡La del alguacil mayor de Corte nada menos!

—No dramaticéis, Lorenzo. La cuestión no pasará de un mero disgusto para Torres. Untará a quien se encarte y logrará que indulten al homicida.

—Y después se vengará de vos. ¡Prudencia, patrón! Aunque se me escapa el motivo, porque os sé titular de un certificado de limpieza de sangre, se rumorea que vuestros ancestros eran conversos.

—Os he repetido mil veces que esos rumores carecen de fundamento —mintió Sebastián, tratando de sofocar el rubor de sus mejillas.

—Y yo os repito que se me escapa el motivo de los rumores, pero, con semejante runrún zascandileando en los mentideros, al alguacil mayor le resultaría harto sencillo desquitarse denunciándoos al Santo Oficio.

—¡Dios bendito! ¡Ídem del paño! Primero Margarita y ahora vos. ¿Os habéis confabulado para amargarme el día?

—Ignoro qué os ha dicho doña Margarita —replicó Lorenzo, encogiéndose de hombros—. Yo os recomiendo evitar las inquinas del alguacil mayor. Imaginad que se entera del episodio del cerero y lo pone en conocimiento de los curas.

—¿De qué episodio habláis?

—¿No os acordáis? Damián Palacios, el cerero, otorgó una carta de préstamo a su yerno y, agradecido del amable trato que le dispensasteis, os invitó a almorzar cochinillo asado. ¡Quedó estupefacto cuando le declinasteis el agasajo!

—Era mi cumpleaños y Margarita me había preparado mi plato favorito. ¿De veras lo estimáis una ignominia?

—En absoluto, pero alguien que os tenga ganas podría utilizarlo en vuestra contra. Una visita a predios inquisitoriales, un «Sebastián Castro rehúsa catar puerco, actitud propia de los judaizantes» sumado a lo que se dice de vuestros ancestros y listo. Los frailes comenzarían a investigar y vos, a penar.

—Os recuerdo que los frailes ya me han investigado varias veces y lo único que he penado es la frustración de ver cuestionado mi credo.

—Los frailes os han investigado debido a los rumores, pero la cosa cambiaría de basarse la investigación en una denuncia formal y no en un vulgar chismorreo. Y, si el alguacil mayor se entera de que rechazasteis comer puerco asado, no dudará en vengarse de vos formulando esa denuncia.

—Exageráis, Lorenzo. Pese a considerarle un marrullero indigno del cargo que ocupa, no presumo al alguacil mayor capaz de tamaña ruindad. Además, ¿cómo diantres se va a enterar de que rechacé la invitación de Damián Palacios?

—¿Me tomáis el pelo, patrón? Estamos en Madrid, Villa y Corte del comadreo. Damián Palacios podría mentarlo a un compadre, el compadre a otro compadre y así sucesivamente hasta que el cuento alcanzase los oídos del alguacil mayor.

—Damián Palacios no malogrará su tiempo mentando esa chuminada. Le expliqué la causa de mi negativa, lo entendió y de seguro lo ha olvidado. Aparte de que me conoce bien. Llevo años comprándole las velas y sabe de mi fervor por Cristo… y por los torreznos. ¡Todo el mundo sabe de mi pasión por los torreznos!

—No divulguéis tanto vuestra pasión por los torreznos. Así se conducen los que ocultan boñigas e intentan espantar las moscas.

—Yo no divulgo mi pasión por los torreznos; la satisfago comiéndomelos. ¿Acaso actúan igual los que ocultan boñigas y espantan moscas?

—A mí no necesitáis convencerme de nada, patrón. Solo os sugiero cautela.

La puerta interrumpió la polémica cuando se abrió y un hombre alto, delgado y de elegantes trazas apareció en el umbral.

Vestía jubón de piel de búfalo tejido sobre ballenas interiores que le entiesaban el torso y le daban el aspecto envirotado típico del caballero español. Encima llevaba una cuera de terciopelo liso de Toledo gris claro, bordada en plata, con rígidos brahones y mangas perdidas del mismo terciopelo. Cubrían los brazos otras mangas ajustadas, también bordadas en plata, también de terciopelo gris y repletas de cuchilladas aforradas en tafetán blanco que mostraban la seda adamascada de las mangas del jubón. Alamares plateados y abrochados a perlas cerraban la cuera de cuello a cintura, donde se abría en dos haldas, faldillas que prolongaban la prenda hasta la ingle.

En la boca de las mangas lucía puños de encaje holandés y en el gaznate, una lechuguilla con los abanillos resplandecientes gracias a unos muy costosos polvos azules traídos de ultramar que entusiasmaban a los acaudalados porque eliminaban el tono amarillento delator de vergonzantes decadencias.

Los greguescos, de damasco gris oscuro, se atacaban al jubón mediante agujetas con herretes de oro. Sólidas pantorrilleras, refuerzo de unas piernas demasiado flacas, se disimulaban bajo unas medias de lana y, superpuesto, llevaba otro par de las más caras del mercado: las «de pelo», de una finísima seda que se rasgaba al mínimo roce. Las sujetaban ligas de hilo plateado atadas con lazos simétricos y formando una rosa. Calzaba zapatos de obra prima, horma estrecha, punta roma y picados en el empeine.

El avío externo consistía en una capa de terciopelo negro forrada en piel, unos guantes de cuero y un sombrero en cuya ancha ala brillaba un broche de diamantes.

Impasible a la glacial ventisca que congeló el caldeado ambiente, el personaje permaneció inmóvil en el vano y habló con voz grave e imperiosa.

—Buenos días, caballeros. Busco a don Sebastián Castro.

—Yo soy Sebastián Castro. ¿A quién debo el honor?

—Me llamo Pelayo Valcárcel de Lozoya y Torrejón.

—Un placer, don Pelayo. Pasad, os lo ruego.

Lorenzo, cuyos débiles pulmones sufrían en exceso los rigores invernales, respiró aliviado cuando el ilustre obedeció y atrancó la puerta.

—Vengo a contratar vuestros servicios —expuso don Pelayo—. He escuchado que ejercéis el notariado con una honestidad inusual en el gremio.

—Lo ejerzo con la honestidad que merece este venerable y tristemente ultrajado oficio —matizó Sebastián, contento de que al fin alguien apreciara su integridad profesional—. Permitidme los arreos y acomodaos.

La retirada del sombrero reveló un varón de mediana edad, bastante atractivo y acicalado acorde a las tendencias del momento: el dorado cabello muy corto y elevado al frente en un copete ondulado, minúscula perilla y bigote engomado hacia arriba con alquitira.

Al sentarse y quitarse los guantes, un destello azul procedente del majestuoso zafiro que lucía en el anular cegó a Sebastián.

—Su belleza embruja, ¿verdad? —comentó don Pelayo, dedicándole una mirada de un azul tan intenso como el del zafiro.

—Cual melodía de sirena —admitió Sebastián, maravillado e incapaz de apartar los ojos del anillo—. Nunca había visto una gema parecida.

—Ni la veréis. Se trata de una piedra única. Solo existe otra igual y también obra en mi poder.

—Os alabo el gusto, don Pelayo. Es una alhaja difícil de olvidar.

—Agradecido. Vayamos ahora a lo que me trae. Deseo testar.

—¿Habéis otorgado testamento previo?

—Ciertamente. Lo he otorgado ante Froilán Giraldo. Preciso derogarlo y emitir uno nuevo, pero prefiero prescindir de don Froilán y hacerlo vos mediante. Imagino que no habrá trabas jurídicas.

—Imagináis bien, señor. Las últimas voluntades pueden modificarse cuantas veces se decida y ante quien se decida. Me encargaré de notificar la permuta a don Froilán. ¿Qué tipo de testamento otorgaréis? ¿Nuncupativo o in scriptis?

—Disculpad mi rusticidad en la materia, pero ignoro la diferencia.

—Presto os la aclaro —repuso Sebastián—. Hay tres tipos de testamento: escrito, oral y ológrafo. El escrito, la variedad más habitual, se subdivide en nuncupativo o in scriptis. En castellano, abierto o cerrado.

—¿Cuántos testigos demanda cada uno?

—El nuncupativo demanda tres si lo diligencia un escribano; de lo contrario, demanda cinco. El in scriptis exige siete porque el escribano se limita a recoger el documento del testador, doblarlo, indicar que contiene su última voluntad, firmar dicha reseña e invitar a los testigos a imitarle.

—¿Y los restantes? ¿Oral y ológrafo?

—El ológrafo se redacta sin intervención de testigos ni escribano, opción arriesgada si afecta a patrimonios abultados. Al oral se recurre en caso de muerte inminente.

—Otorgaré testamento nuncupativo. El de los tres testigos.

—¿Los tenéis?

—Tengo dos. Mi ayuda de cámara y mi jefe de caballerizas. Albergo la esperanza de que vuestro oficial acceda a completar el trío.

Sorprendido, Lorenzo levantó la vista del pergamino en el que trabajaba.

—Extravagante petitoria se me antoja —juzgó Sebastián—. Los testadores suelen disponer de sus propios testigos.

—La categórica discreción que necesito me compele a rogaros la merced. Solo un par de criados meritan mi absoluta confianza. Deplorable bagaje de vida, lo sé, pero es lo que hay. Aunque me consta la honorabilidad de dos aristócratas, otrora compañeros de guerra y ahora buenos amigos, me incomoda involucrarlos en mis cuitas. Me avergüenzo demasiado de ellas.

—Si mi oficial consiente, yo no he de vetarlo —apuntó Sebastián, dirigiéndose al aludido—. ¿Lorenzo?

—Consiento, patrón. Contad con mi rúbrica y mi discreción, don Pelayo.

—De corazón os lo agradezco.

—Procedamos, entonces —exhortó Sebastián—. Os escucho.

—Encabezo el mayorazgo de la casa Valcárcel de Lozoya y Torrejón —comenzó don Pelayo—. Desposé a Francisca Cabrera de Montilla, dueña de una colosal fortuna, y engendramos a Enrique Valcárcel, hijo legítimo que pronto cumplirá dieciocho abriles.

—¿Hijo legítimo? —repitió Sebastián, frunciendo el ceño—. ¿Acaso existe descendencia ilegítima? Excusad la pregunta, pero, a efectos sucesorios, lo estimo importante.

—No erráis al estimarlo importante. De hecho, he ahí el motivo de la mudanza testamentaria.

—¿A qué os referís?

—Me refiero a Miguel, un muchacho que vive con nosotros. Lo traje de Valencia recién nacido cuando su madre falleció en el parto y quedó desamparado. Aunque lo presenté como mi sobrino, hijo de mi hermana, él no… bueno… él no es…

—Él no es vuestro sobrino.

—No, no lo es —admitió don Pelayo, ruborizado—. Hace trece años, pasé una temporada en Valencia donde ciertamente residía mi hermana y su familia. Estalló entonces una terrible epidemia de peste que nos atacó a todos y solo yo vencí el mal. Las atenciones de una enfermera me salvaron. Cuidó mi cuerpo infestado de bubas y también cuidó mi alma, rota tras el óbito de mis parientes.

—Lo lamento —musitó Sebastián, rememorando su propia tragedia en Tendilla—. No imagino peor infierno que perder tantos allegados de una vez.

—De seguro no lo hay, maese. La pena no aplaca.

—¿Qué ocurrió después?

—Ocurrió lo inevitable. Me enamoré de mi enfermera, mi enfermera se enamoró de mí y, cuando sané, nos entregamos a una pasión que… fructificó.

—Fructificó en Miguel.

—Exacto. Quién sabe qué habría acaecido en mi matrimonio si ella hubiera resistido el alumbramiento. Pero no lo resistió y me dejó. Entonces yo, hundido en la miseria, tomé al rorro y regresé a Madrid.

—Una historia triste.

—Muy triste, bachiller. Encima, mi familia no tolera a Miguel. Mi esposa intuye los auténticos lazos que nos unen y le tiene una inquina feroz. Enrique también lo detesta; no porque intuya lazos distintos al de tío y sobrino, pues nada de eso intuye, sino porque siente celos del afecto que profeso hacia el chico. A su entender, le quiero más que a él.

—Ese tipo de declaraciones encierran enormidades típicas de mocedad que no meritan vuestra congoja. Los adolescentes desdeñan el equilibrio, don Pelayo. El mundo les resulta maravilloso o dramático. No hay término medio. Afortunadamente, la madurez se encarga de limar los siempre puntiagudos extremos de la juventud y tal le sucederá a Enrique. En cuanto la edad le curta las inseguridades, aparcará esas rabietas pueriles y hasta puede que se ría de ellas.

—Dudo que lo haga porque, en realidad, sus celos no carecen de fundamento. Si bien adoro a Enrique, reconozco que prefiero a Miguel. Enrique es desabrido, holgazán e irresponsable. En cambio, Miguel derrocha miel, y ello pese al sufrimiento que arrastra. De pituso le recuerdo risueño y parlanchín, pero las hostilidades de mi esposa e hijo devastaron su innata jovialidad y lo sumieron en un silencio pertinaz.

»Ahora apenas habla, casi nunca abandona sus aposentos y rehúsa alternar, todo a causa del pavor que Francisca y Enrique le inspiran. Y encima estos, en lugar de apiadarse, no desaprovechan la ocasión de atormentarlo, tormento que, si yo falleciera, de seguro intensificarían desasistiéndolo o incluso negándole el techo. Esa certeza es la que me conmina a modificar el testamento y a proporcionarle el mañana que, por derecho de sangre, le pertenece.

—Supongo que en el anterior documento nombráis heredero a Enrique. ¿He de entender que pretendéis despojarle de tal condición y conferírsela a Miguel?

—Aunque lo pretendiera, mi convenio de esponsales me lo impide. Su clausulado instituye heredero al primogénito varón concebido en el sacramento y el primogénito varón concebido en el sacramento es Enrique.

—Nada insólito. Todos los casorios de abolengo establecen ese compromiso en el acuerdo nupcial, un compromiso diamantino, por cierto, pues ningún resquicio jurídico permite quebrarlo.

—No persigo quebrarlo, bachiller. Acataré lo previsto en el acuerdo e instituiré heredero a Enrique, pero también acomodaré a Miguel; y le acomodaré pese a ignorar qué futuro anhela. Su encierro en sí mismo traba cualquier aproximación a sus intereses o aficiones y no sé si sueña con la universidad, con la milicia, con la religión… Mas no importa. Tenga los sueños que tenga, me ocuparé de que los cumpla y, si Dios no me concede la oportunidad de hacerlo en vida, lo haré tras mi muerte.

—¿Cómo planeáis acomodarle? ¿Beneficiándole en calidad de sobrino o reconociendo la paternidad?

—Planeaba beneficiarle en calidad de sobrino.

—Dada la animadversión de doña Francisca y Enrique hacia Miguel, no os lo recomiendo. Si le beneficiáis en calidad de sobrino, Enrique podría impugnar el testamento argumentando perjuicio en la legítima y resucitar el testamento primitivo. De contrario, el reconocimiento de paternidad dispensaría a Miguel idéntico derecho de legítima y le protegería de malicias forenses.

—El reconocimiento de paternidad no le protegería, bachiller. Le convertiría en un bastardo.

—Y también en un heredero forzoso con la potestad de exigir hasta la quinta parte de vuestras riquezas, potestad vedada a un sobrino. Si le asignáis un montante inferior a esa quinta parte, neutralizaréis un muy probable conato derogatorio.

—En ese sentido, no existe problema porque el legado que proyecto dejar a Miguel no supera la quinta parte de mi patrimonio. Sin embargo, confesar la filiación implica confesar la traición.

—Muchos hombres engendran prole allende el matrimonio, don Pelayo. La Iglesia lo reprueba, pero la sociedad no. Numerosos bastardos de próceres reciben una educación exquisita y conquistan excelsas dignidades. Mirad don Juan de Austria, bastardo del emperador Carlos y hermano del Segundo Felipe. Su bastardía no barrenó un brillante transitar. Mandaba tanto que don Felipe lo creyó capaz de arrebatarle el trono.

—La opinión social no me concierne, bachiller. Me concierne la opinión de mi esposa y no la auguro favorable.

—Presumo a vuestra esposa al corriente de la realidad y el adulterio masculino es una realidad harto extendida. El femenino también, aunque ese se condene e incluso se castigue. Ventajas de descender de Adán.

—Dichosos nosotros —convino don Pelayo, sonriendo por primera vez—. No me habría gustado nacer de su costilla.

—Tampoco a mí, ¡vive Dios! —rio Sebastián—. Bien, señor. Bosquejadas las opciones, la cuestión queda a vuestro albedrío. Como sobrino, Miguel corre un serio riesgo de no ver ni un maravedí. Como bastardo, adquirirá un derecho de legítima inexpugnable.

—Así expuesto, parece obvio.

—Parece obvio porque es obvio.

—De acuerdo. Si reconociendo la paternidad de Miguel, eludo escollos, adelante.

—Os garantizo que eludiréis múltiples escollos y, sobre todo, evitaréis que vuestra última voluntad languidezca en un litigio eterno. Ahora decidme: ¿qué legaréis a Miguel? Solo podéis adjudicarle haberes no integrados en el mayorazgo.

—Le cederé la jurisdicción de Pineda del Campillo, un señorío sito en La Mancha valorado en dos millones de reales de plata. También le cederé un censo al quitar con un principal de veinte mil reales y doce censos perpetuos que reportan cuatrocientos reales anuales cada uno. Todo me pertenece a título privativo.

—¿Habéis traído la documentación relativa a esas propiedades?

—Hela aquí —contestó don Pelayo, tendiéndole un dossier.

—¿Seguro que todo esto no rebasa la quinta parte de vuestra hacienda? —inquirió Sebastián, hojeando el dosier—. Se me antoja ingente caudal.

—Ni la quinta ni la décima parte. Gozo de una vasta fortuna, bachiller. Lo que estimáis ingente caudal supone una bagatela frente al valor del mayorazgo Valcárcel que percibirá Enrique. Pese a ello, él y mi esposa pondrán el grito en el cielo cuando se enteren.

—Considerando la ojeriza que ambos parecen profesar hacia Miguel, me barrunto que pondrían el grito en el cielo aunque le legaseis un zapato roto.

—No lo dudéis. Ocurre, sin embargo, que Pineda del Campillo excede en mucho a un zapato roto. Es mi señorío más próspero.

—No os comprendo, don Pelayo. Recién lo tildáis de bagatela.

—Comparado a los dividendos globales de mis restantes predios, no merece otro calificativo. El conjunto de los bienes que integran el mayorazgo Valcárcel suma un rédito incalculablemente mayor, pero, lejos de prestar mientes a eso, Francisca y Enrique se aferrarán al valor individual de Pineda del Campillo y no querrán renunciar a él.

—No se puede renunciar a lo que no se posee y ellos no poseen Pineda del Campillo. Lo posee vuesa merced a título privativo y esa naturaleza privativa os otorga el derecho de dictaminar su destino. En consecuencia, doña Francisca y Enrique habrán de amoldarse a vuestros designios. La asunción de paternidad genera legítima y, si respetáis el máximo de la quinta parte que la norma concede a los hijos espurios, no veo forma de sortearla.

—Lo que yo no veo es a Francisca y Enrique amoldándose a mis designios. De hecho, temo que, si no hallan manera de sortear la legítima, traten de sortear el testamento.

—¿Sortear el testamento? —inquirió Sebastián, sorprendido—. Un testamento no se sortea, señor. Se abre, se lee y, de discrepar con el contenido, se impugna, impugnación que, insisto, mediando una asunción de paternidad y respetando el máximo normativo, fracasará.

—No me preocupa que, llegado el momento, impugnen el testamento. Me preocupa que, antes de mi óbito, descubran su existencia e intenten desbaratarlo.

—Os repito que un testamento ni se sortea ni se desbarata; se ejecuta.

—Por si acaso, extrememos el sigilo que reclamé al inicio de esta entrevista. Y no solo en salvaguarda del testamento, sino también de Miguel. Vine pretendiendo favorecer a un sobrino y, consciente del peligro de mi determinación, os demandé discreción e incluso limité mis testigos solicitando la rúbrica de Lorenzo. Sin embargo, confesándome padre de la criatura, el peligro se recrudece. Si, creyéndolo hijo de mi hermana, Francisca y Enrique lo han martirizado, imaginad cómo lo tratarían sabiéndolo sangre de mi sangre y fruto de una infidelidad a quien encima proyecto agraciar a mi deceso.

—Antes o después de vuestro deceso, lo averiguarán y Miguel habrá de enfrentarse a ellos. Mejor que lo haga teniéndoos a su vera.

—A mi vera, Miguel es un muchacho sin posibles e indefenso al que me cuesta proteger, pues mis tierras foráneas me obligan a viajar a menudo. En cambio, si todo sale bien, que el Altísimo así lo encarte, a mi muerte se convertirá en dueño de un nada despreciable patrimonio y tal ventura le proporcionará una seguridad en sí mismo de la que hoy adolece.

—Serenaos, entonces. Los auténticos orígenes del chico verán la luz cuando fallezcáis y se proceda a la apertura del testamento. En ningún caso lo harán antes de ese avatar porque el deber de confidencialidad inherente a este oficio amordaza a quienes lo desempeñamos. A Lorenzo, a mi colega don Froilán Giraldo y a un servidor. Si los otros dos testigos os inspiran fe ciega, deduzco que prodigarán idéntica cautela. En consecuencia, salvo que vuecencia desglose el asunto a terceros, las nuevas disposiciones permanecerán en hermético secreto.

—He ahí el problema, bachiller. Confío en todos los involucrados, menos en mí. Temo soltar la lengua.

—Disculpad la observación, pero resultáis harto contradictorio, señor. Recién nos requerís escrupulosa reserva y ahora ¿es vuecencia quien teme hablar?

—Resulto contradictorio porque me debato en un dilema que no me concede tregua. Yo detesto los embustes y, sin embargo, miradme: engañando a los míos durante años y trasegando a sus espaldas para dilatar la impostura hasta mi postrero aliento. Este peso me balda el alma y mi resistencia empieza a flaquear, don Sebastián. Ansío participar mi pecado a mi esposa e hijo y después ponerlos al corriente de la mudanza sucesoria. Si obtengo su perdón y su promesa de que, lejos de repudiar el nuevo testamento, lo acatarán, moriré tranquilo.

—Si ansiáis sinceridad, esgrimidla, don Pelayo. La verdad duele; la mentira destruye.

—En ocasiones, la verdad también destruye y mi verdad masacraría la escasa armonía familiar de que disfrutamos. Aun así, mi anhelo de sincerarme con Francisca y Enrique crece cada día. Ignoro qué prevalecerá al final; quizá las ganas de confesar y librarme de esta culpa que me abruma o quizá el miedo. De momento, me aferro al silencio de los cobardes.

—En mi humilde opinión, os flageláis en exceso, señor. Intentáis cuidar de Miguel y ese afán viste vuestro silencio de prudencia, no de cobardía.

—Agradezco los ánimos, pero a ninguno se nos escapa que mi pretendido afán de cuidar de Miguel oculta a un infame carente de redaños para admitir su felonía y asumir las consecuencias. ¿Sabéis la lamentable manera que se me ha ocurrido de pedir perdón a Enrique?

—Pedir perdón no es lamentable. Es valiente.

—Pedir perdón plantando cara es valiente. Hacerlo como planeo es lamentable.

—¿Cómo planeáis hacerlo? —inquirió Sebastián.

—Regalándole un zafiro idéntico a este —contestó don Pelayo, mostrándole su anillo.

—Por eso afirmasteis que solo existían dos gemas iguales y que ambas obraban en vuestro poder, ¿cierto?

—Cierto. Enrique pronto cumplirá los dieciocho abriles y anda enloquecido organizando una fastuosa fiesta. Al concluir la velada, se lo entregaré. Obsequiándole con una joya pareja a la mía deseo expresarle que, pese a todo, le considero mi digno heredero. Como veis, no nado en la valentía que me atribuís. En vez de pedirle perdón usando palabras, me valgo de agasajos solapados para aliviar mi conciencia sin exponerme.

—Muchos preferirían agasajos solapados de semejante belleza a las palabras —bromeó Sebastián, perdiéndose de nuevo en el fulgor azul del zafiro—. Personalmente me parece una magnífica dádiva, representativa además de algo muy especial: la confianza que un padre dispensa a un hijo encomendándole su linaje.

—Ojalá Enrique opine lo mismo —suspiró don Pelayo.

—De seguro opinará lo mismo. Ahora prosigamos. ¿Habéis pensado en un albacea responsable de ejecutar el testamento?

—Encargaré la tarea al preceptor de Miguel, don Cristóbal Echenique de Mendizábal. Aunque no ha logrado sacar al muchacho del mutismo, es un hombre honorable y sé que lo amparará. También le adjudicaré su tutoría. En las disposiciones anteriores se la otorgué a Francisca y todavía no comprendo qué locura me llevó a cometer semejante estupidez.

—¿Aceptará don Cristóbal el albaceazgo? Vuestras últimas voluntades se presentan polémicas y exigirán no poco esfuerzo.

—Le asignaré mil ducados en recompensa a la labor.

—De acuerdo —dijo Sebastián, anotando las instrucciones.

—Deberán abonarse los jornales adeudados a mis criados y procurárseles avíos luctuosos —continuó decretando don Pelayo—. Enrique me relevará como familiar del Santo Oficio y miembro de la cofradía de San Pedro Mártir. A cambio de no trabar dicho relevo, he acordado con los dominicos generosas donaciones al convento de Atocha, al de Santo Domingo el Real, al colegio de Santo Tomás y a la mentada cofradía de San Pedro Mártir. Asimismo, Enrique habrá de mantener las caridades mensuales que destino a la Inquisición desde hace años.

—¿Tenéis alguna especificación sobre el transcurso de vuestro sepelio?

—Quiero que me entierren calzando el hábito franciscano y junto a mis padres en la capilla que los Valcárcel poseemos en la iglesia de los trinitarios. Exequias, honras y novenario se celebrarán sin incurrir en ostentaciones extraordinarias. En mi calidad de familiar del Santo Oficio, el día de mi muerte se cantarán misas del alma en Nuestra Señora de Atocha, en Santo Domingo el Real y en Santo Tomás. También en San Francisco, San Ginés, San Andrés y San Felipe el Real. En el primer aniversario estos templos oficiarán un responso diario en recuerdo de mis ancestros. El mayorazgo sufragará los gastos y limosnas que se devenguen de todas estas estipulaciones.

—¿Deseáis incluir regalías en favor de esclavos de vuestra casa que apreciéis en particular? —preguntó Sebastián sin dejar de tomar notas.

—Incluiré una que ya consigné en el testamento previo: la manumisión de Joselillo y de su madre. Ella me pertenece en exclusiva y le otorgaré carta de libertad. El niño nació durante nuestro matrimonio y nos pertenece a Francisca y a mí a título ganancial. Otorgaré carta de libertad en lo correspondiente a mi parte y ordenaré a Francisca que haga lo propio. Joselillo es el único que consigue arrancar sonrisas a Miguel y de tal suerte se lo retribuiré.

—¿Algo más?

—Nada más.

—Hemos terminado, entonces. En cuanto redacte el documento, os mandaré aviso y lo formalizaremos. Deberéis venir acompañado de los testigos. Después prepararé una copia y os la enviaré. Haré que os la entreguen en persona y así evitaremos injerencias.

—Gracias por vuestro tiempo y escucha, bachiller.

—Gracias a vuesa merced por la confianza en mis servicios.

—Esperaré noticias. Con Dios.

Al marchar don Pelayo, Sebastián quedó meditabundo. Aquel testamento parecía uno de tantos; sin embargo, lo intuía diferente… muy diferente.

19 Aunque estas coplillas nacen de la autora, el mal funcionamiento de los primeros relojes de Madrid originó múltiples protestas entre la ciudadanía.

20 Esa remota llanura donde se excavaron los Pozos de Nieve es hoy la glorieta de Bilbao.

Libelo de sangre

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