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CAPÍTULO 10

La encarnación del mal



Enrique Valcárcel de Lozoya y Cabrera de Montilla excedía con creces al «muchacho desabrido, holgazán e irresponsable» que describía don Pelayo.

En realidad, era un caballero de tenebrosas entrañas, circunstancia en absoluto evidente sin embargo, porque gozaba de un físico tan angelical que resultaba complicado imaginar la umbría que le latía dentro.

A punto de cumplir dieciocho años, tenía una complexión esbelta, proporcionada y de cómoda alzada; ni muy alto ni muy bajo. De cabellos rubios, nariz recta, mandíbula poderosa, marcados pómulos y ojos de un intenso azul, su atractivo semblante desencadenaba múltiples suspiros.

Solo la boca sugería perfidia. Pese a disimularlos mediante un elegante bigotillo, los labios adolecían de grosor y apenas se distinguían. En actitud normal formaban una raya envarada; si los apretaba, desaparecían, y, aunque una perfecta dentadura los dulcificaba al sonreír, no era suficiente para camuflar la mueca cruel que moraba en ellos.

Heredero de una gran fortuna, disfrutaba de una dorada existencia y pasaba el tiempo haciendo lo mismo que los mancebos de su condición: gandulear, despilfarrar y retozar.

Al menos eso hacía a simple vista, porque, como le deleitaba el sufrimiento del prójimo, en secreto se dedicaba a provocarlo apaleando, torturando e incluso asesinando.

En casa consagraba sus perversiones a la servidumbre. Frente a los criados asalariados, legitimados a denunciarle, se reprimía y se limitaba a humillarlos e increparlos. Sin embargo, con los esclavos, carentes de derechos, se explayaba propinando brutales palizas a los varones, abusando salvajemente de las hembras y anunciando a unos y otras una muerte lenta y dolorosa si le delataban.

El forzado mutismo de sus víctimas y las prolongadas ausencias de don Pelayo mantenían a este ignorante de aquellas tropelías. Por eso le describía como un «muchacho desabrido, holgazán e irresponsable», epítetos que, atribuidos a Enrique, equivalían a tildar de «granujilla juguetón» a Lucifer.

En las madrugadas, al cobijo de las tinieblas, partía a la caza de lo que denominaba «carne sórdida», triste hermandad que constituían los indigentes y las prostitutas callejeras.

A los indigentes los hostigaba según tuviera el ánimo. Si andaba tranquilo, los insultaba, les quitaba las limosnas o les destrozaba la ropa de abrigo; si se exaltaba, los pegaba; y, si sus demonios internos le demandaban mayores barbaries, los incineraba vivos.

A las prostitutas siempre les dispensaba iguales agasajos, tuviera el ánimo que tuviera. Primero las martirizaba; luego las violaba, y, cuando quedaba saciado de sexo y sangre, les confiscaba el mañana.

Odiaba a Miguel Valcárcel, el primo que su padre se trajo de Valencia. Desde la arribada de aquel maldito estúpido, don Pelayo los comparaba de continuo, comparaciones que nunca le favorecían. Miguel era maravilloso; él, un desastre. A Miguel le llovían gentilezas; a él, rapapolvos. Miguel nadaba en atenciones; él, en escarnios.

Un día don Pelayo le soltó que ojalá pudiera nombrar heredero a Miguel porque honraba mejor la estirpe. Enrique se sulfuró de tal suerte que lo habría degollado en ese mismo instante, pero, considerando excesivo sumar el parricidio a su ristra de barrabasadas, marchó de un portazo, resuelto a formular un juramento de sangre… de sangre ajena, claro.

Esa noche se adentró en el barrio de Lavapiés y buscó a un zagal parecido a Miguel. Tras encontrarlo en el patio de una de las abundantes corralas de la zona, lo embaucó prometiéndole dineros si lo acompañaba a un solitario paraje extramuros y allí, mientras sajaba las tripas del pobre crío, gritó su juramento: en cuanto encabezase el linaje, pondría de patitas en la calle a ese nauseabundo advenedizo cuya presencia en los excelsos dominios Valcárcel restaba a estos brillo e hidalguía.

El calificativo de «nauseabundo advenedizo» aplicado a Miguel admitía una categórica impugnación; no así el título de «excelsos dominios Valcárcel», pues en verdad la residencia familiar derrochaba esplendor.

Ubicada en la calle de la Palma esquina a la refinada calle Ancha de San Bernardo, la mansión Valcárcel nació en 1601 a resultas de una peligrosa operación inmobiliaria que don Pelayo efectuó cuando el Tercer Felipe trasladó la Corte a Valladolid.

Aquel traslado provocó la caída de Madrid. La aristocracia, obcecada en no alejarse del poder, empaquetó sus lucrativos hábitos de consumo y siguió al soberano hasta Valladolid; los forasteros se esfumaron y los embajadores, diplomáticos, mercaderes e inversores, también.

Un largo crepúsculo asoló la Villa. El desempleo alcanzó cotas alarmantes, las finanzas se paralizaron, las ventas se desplomaron, las construcciones se interrumpieron y los edificios se abandonaron.

Numerosos prohombres se hundieron. Otros, sin embargo, resistieron. Entre estos últimos, había prudentes e intrépidos. Los prudentes, temerosos de conocer la miseria, sortearon el temporal atrincherándose en sus haciendas. Los intrépidos resolvieron probar suerte y gastaron importantes cantidades en fincas desocupadas. Aunque, ciertamente, las compraron a precios muy devaluados, el desembolso no era baladí y a ninguno se le escapaba el enorme riesgo que corrían, porque, si la Corte regresaba, la economía se reactivaría y rentabilizarían el negocio, pero, si no regresaba, habrían adquirido propiedades estériles y sufrirían un varapalo de enjundia.

Durante un lustro contuvieron la respiración y, cuando en 1606 el ansiado retorno acaeció, Madrid recuperó la capitalidad y ellos, la tranquilidad.

Don Pelayo lideró el grupo de los intrépidos agenciándose dos extensas parcelas en las postrimerías de la calle Ancha de San Bernardo, en esa época, una vía apartada y agreste que unía el camino de Fuencarral a la ciudad.

Originariamente la calle Ancha de San Bernardo se llamó de los Convalecientes a cuenta de una institución fundada por Bernardino Obregón y dedicada a cuidar enfermos que, si bien recibían el alta en algún lazareto, todavía precisaban convalecer.

En 1589 el Segundo Felipe clausuró varios centros sanitarios existentes en la Villa y levantó un único hospital que puso bajo la advocación de Nuestra Señora de la Encarnación y San Roque: el Hospital General.

Como aquella reestructuración afectó, entre otros, al hospital de los Convalecientes, el contador real don Alonso de Peralta convirtió el edificio en el convento de Santa Ana y lo cedió a una comunidad de frailes bernardos, orden cisterciense creada a instancia de san Bernardo de Claraval, cuyo nombre se adjudicó a la calzada. El calificativo de Ancha se añadió para distinguirla de la calle Angosta de San Bernardo, una estrecha costanilla cercana a la Puerta del Sol.21

Contraria a la apuesta inmobiliaria, doña Francisca Cabrera de Montilla, la esposa de don Pelayo, rechazó establecerse en un lugar, según palabras literales, «escabroso, burdo, pestilente, impropio de mi crédito social y enclavado donde el aire da la vuelta».

Aunque don Pelayo intentó convencerla de todo lo que podían ganar, ella se aferró a todo lo que podían perder y, tras semanas de virulentas discusiones, el uno se hartó e, ignorando las protestas de la otra, compró las dos parcelas, las anexionó y construyó un palacete majestuoso.

El formidable dispendio hizo mella en las arcas y la fortuna familiar se resintió. Conscientes del descalabro económico que enfrentarían si la Corte no regresaba, mientras un acongojado don Pelayo se encomendaba a Dios rogándole que bendijese la inversión, una furibunda doña Francisca lo encomendaba al diablo maldiciéndole a él y a la inversión.

Los insultos amainaron cuando la denostada calle Ancha de San Bernardo empezó a proyectar luces de gloria gracias a dos acontecimientos.

El primero llegó en 1602 de la mano de doña Ana Félix de Guzmán, marquesa de Camarasa. La aristócrata adquirió unos terrenos allí ubicados que, antes del éxodo vallisoletano, había ocupado la embajada de Génova y los entregó a los jesuitas con la condición de que los destinaran al Noviciado de la Compañía de Jesús.22

El segundo acaeció cuatro años después, en 1606, merced a don Rodrigo Calderón, uno de los ministros más destacados del Rey, que, tras reinstalarse la Corte en Madrid, buscó casa en San Bernardo, la encontró y se quedó.

A resultas de estos inesperados aposentamientos, la avenida sufrió una metamorfosis radical porque los eminentes jesuitas y el no menos eminente don Rodrigo Calderón exigieron al Concejo adecentar el lugar, pavimentar el terreno y mantenerlo libre de inmundicias en todo momento, exigencias que el Concejo se apresuró a satisfacer.

Semejante mimo consistorial unido al hecho de que gente tan principal residiera allí mejoró la paupérrima fama de la calle, circunstancia que no tardó en captar la atención de los notables.

Cierto que tenían sus reservas porque distaba demasiado del Alcázar y el prestigio de un linajudo dependía de cuán cerca del soberano se domiciliase, pero el enclave alcanzó tal relevancia que al final la mayoría desestimó aquella traba y, aparcando el tópico de «las afueras para los descomulgados», adaptó el cuento a su conveniencia hilando una coplilla que legitimaba la codiciada mudanza: «Madrid recuerda a un huevo; la yema alberga la grasa del piojoso y la clara, la blancura del lustroso». Y, como un lustroso no podía permitirse parecer yema, muchos partieron rumbo a la clara.

Así, la calle Ancha de San Bernardo medró de proscrita a exquisita, prosperidad que benefició a los allí empadronados, incluido a don Pelayo, cuya temeraria inversión culminó en un augusto acierto.

Él no abría la boca y reprimía el tentador «os lo dije»; doña Francisca, en cambio, no la cerraba y proclamaba a los cuatro vientos cuánto le costó convencer a su pusilánime esposo de aprovechar la crisis e incorporar al patrimonio aquellos predios sin parangón.

Una grisácea mañana, Enrique se encontraba en una de las estancias de los «predios sin parangón» saboreando una jícara de chocolate.

En ese momento apareció doña Francisca.

Vestía basquiña de terciopelo rizado de Granada verdinegro bordado de perlas, apretador de diamantes al talle, corpiño a juego, ajustadas mangas de chamelote ambarino haciendo aguas doradas y holgados puños rematados con randas holandesas.

El primoroso atuendo habría potenciado la belleza de cualquier mujer… de cualquier mujer dueña de una mínima belleza, ventura que doña Francisca no atesoraba.

Su cabello se reducía a unos exiguos bucles morenos cuyo ensamblaje en algo similar al «frondoso campo de trigo al sol» que demandaba cada amanecida superaba las mañas de la peluquera y rozaba las de un ilusionista.

Obcecada en lograr el tono del «trigo al sol», empleaba lejía en los lavados, solución que, lejos de enrubiarla, le dejaba la pelambrera de un grimoso matiz zanahoria. En cuanto al «frondoso campo», lo obtenía gracias a mechones de difunto, y tantos precisaba que no era hiperbólico afirmar que llevaba la testa más muerta que viva.

Tras engarzar cintas de seda en los cuatro bucles propios y los cuatrocientos ajenos, la peluquera-ilusionista aislaba tres guedejas, ensortijaba una sobre la frente y con las otras dos tapaba las orejas. Después recogía los tirabuzones delanteros, componía un copete y lo adosaba a un soporte de alambre llamado jaulilla, responsable de mantenerlo erguido. A continuación, hacía un moño en forma de caracol con los tirabuzones posteriores, lo engastaba en un garvín de encaje y le prendía broches o cadenillas. Por último, esparcía flores de oro o plata, echaba polvos irisados y escanciaba agua de rosas.

Aunque el resultado final no recordaba a un «frondoso campo de trigo al sol», al menos sí alcanzaba la categoría de tocado apañado. Cierto que el teñido desconcertaba un poco y la ingente cantidad de pelo muerto inquietaba un mucho, pero, como la realidad inquietaba bastante más, no cabían ni lamentos ni querellas.

A semejante tristeza capilar se le sumaban unos ojos pequeños, oscuros y estrábicos. Encima, los afeites que doña Francisca se empecinaba en aplicarse no hacían sino empeorar el aspecto de tan desafortunados rasgos.

Primero se ennegrecía las cejas bañándolas en antimonio, umbría que contrastaba de extraña suerte con el tono anaranjado del pelo, y luego enterraba los párpados bajo una gruesa capa de pintura verde, que, aunque en absoluto la favorecía, no importaba porque estaba de moda pintarse los ojos de verde y ella nunca se sustraía a las tendencias.

La colosal y aguileña nariz no le desagradaba. Careciendo de la fina y recta que toda mujer codiciaba, prefería tenerla grande a respingona o chata, pues, según la opinión popular, las narices respingonas indicaban enfermedades venéreas o auguraban calamidades y las chatas recordaban a las de los ladrones, a quienes se les amputaba en castigo a sus delitos.

Además, una buena nariz le permitía lucir anteojos prescindiendo de las antiestéticas cuerdas de guitarra con que estos se agarraban a las orejas, porque, en cuanto se los colocaba, quedaban encastrados en el caballete y ya podía ponerse boca abajo, que ni se movían. Aunque, de moverse, tampoco pasaría nada. En realidad, solo adornaban y se veía igual vistiéndolos que guardándolos en un cajón, pero, como daban un aire circunspecto muy elegante, numerosos principales los utilizaban.

Mientras el volumen de la nariz le complacía, detestaba el de la boca. Se llevaban minúsculas y con forma de corazón, trazado que ella se afanaba en conseguir frunciendo los pulposos labios a modo de beso. Aparte de naufragar y encima hablar raro, no reparaba en un detalle: aquel exceso bucal ayudaba a camuflar una dentadura alterna, parduzca y cariada que no cuadraría en ningún canon de belleza, se estilasen los picos de jilguero o las fauces de dragón.

Toda la carne que la Naturaleza le concedió parecía concentrarse en nariz y labios, pues el cuerpo agonizaba de ella.

Muy acomplejada en este aspecto, de un lado, intentaba ocultar su raquítica silueta engrosando las basquiñas mediante verdugados tan ahuecados que a menudo se atoraba en las puertas y, de otro lado, trataba de engordar atiborrándose a dulces. Lamentablemente, ambas artimañas fracasaban. Las abullonadas faldas asemejaban un tonelete fantasma que deambulaba sin nadie dentro y las golosinas, lejos de redondearle la cintura, la desdentaron.

Sus manos tampoco le gustaban y motivos tenía. Huesudas, venosas, macilentas y apergaminadas, la abochornaban mucho y por eso insistía en esconderlas bajo profusos puños de encaje. Al acostarse, las embadurnaba en aceite de almendras, las enfundaba en unos guantes y así dormía; pero no funcionaba y cada mañana sufría la misma decepción cuando comprobaba que la tétrica zarpa seguía distando un mundo de las delicadas falanges que ambicionaba.

En definitiva, doña Francisca era un adefesio. Todos lo sabían y ella también. Todos fingían no advertirlo y ella… también.

Menos mal que dos cualidades harto atractivas allanaban el fatigoso empeño de obviar lo obvio: una fortuna inversamente proporcional a su escualidez y una portentosa inteligencia. Era de justicia admitir que la inteligencia quedó en tela de juicio tras desestimar la operación inmobiliaria de don Pelayo en San Bernardo, pero escasas torpezas similares baldonaban un transitar repleto de sólidos aciertos.

Considerando que el dinero a la fea hermosea, quizá la fortuna y no la inteligencia gestó los anhelos matrimoniales de numerosos caballeros. De hecho, la fortuna y no la inteligencia endilgó el privilegio al único que no porfió en llevarla al altar.

Los casorios de alcurnia solían perseguir intereses mercantiles y el de don Pelayo respetó esa tradición. Los Cabrera de Montilla se unieron a la ilustre prosapia de los Valcárcel y los Valcárcel, con más prosapia en el nombre que en el bolsillo, enderezaron sus deterioradas finanzas gracias a la abultada hacienda de los Cabrera de Montilla.

Don Pelayo intentó querer a doña Francisca, pero, como aquel propósito exigía la fuerza del amor y él solo disponía de amor a la fuerza, no lo consiguió. Y no porque la mujer fuera incómoda de mirar, que lo era, sino porque su talante perverso, altanero, egocéntrico y caprichoso le imposibilitaban la labor.

En cambio, doña Francisca sí amaba a don Pelayo, un sentir frustrado que, andando el tiempo, mutó a despecho y culminó en odio visceral cuando este regresó de Valencia portando al aborrecible Miguel. Aunque intuía el adulterio, decidió no dar alas a la humillante sospecha; sabía que, de confirmarla, se hundiría en la pena y no deseaba consagrar más lágrimas a quien no las merecía.

La dolida esposa halló consuelo en el papel de madre y en él se volcó dispensando una devoción incondicional a Enrique y saltando cual leona si alguien lo atacaba.

Y no solo saltaba cual leona; mordía con igual fiereza a quien hiriese a su cachorro. Y, como don Pelayo lo hería de continuo denigrándole ante Miguel y Miguel era el origen de todas sus cuitas, a ellos dedicaba las dentelladas más despiadadas, cuestionable menester en el que participaba un Enrique también enfermo de celos y rencor.

De ahí que, compartiendo inquinas hacia tío y sobrino, madre e hijo gustasen de maquinar diabólicas intrigas en torno a los dos, intrigas que, amén de crispar el ambiente doméstico, a menudo terminaban afectando a terceros inocentes.

—Buenos días, tesoro —saludó doña Francisca, besando la frente de Enrique y sentándose en un frailero junto a la chimenea—. Hemos de ultimar los detalles de tu fiesta de cumpleaños.

—En ello ando —refunfuñó Enrique, apurando la jícara de chocolate—. Llevo desde la amanecida aleccionando a los criados, pero los muy estúpidos no se enteran de nada. Se pasan la jornada chismorreando y eludiendo sus tareas.

—Tranquilo. Mandaré azotar a un esclavo en presencia del resto del servicio y avisaré de un próximo si no se reportan. Verás qué pronto aparcan la holganza.

—Mandad azotar a Joselillo. Ya que no podemos despellejar a Miguel, saciemos las ganas zurrando a su amiguito, el esclavo.

—Adjudicado el martirio a Joselillo —sentenció doña Francisca, esbozando una sonrisa feroz—. Le impondré veinte latigazos y ordenaré que después lo lardeen. Sufrirá lo indecible cuando le engrasen el cuerpo y le arrimen velas encendidas.

—Miguel también sufrirá —añadió Enrique, complacido.

—Me aseguraré de que lo haga. Le diré que los esclavos están aquí para trabajar, no para compadrear y que sus cercanías con ese negro han provocado el castigo. Así conseguiremos doble objetivo: estimularemos los bríos de la servidumbre y, a la vez, atormentaremos a Miguel.

—Pero lardear a un esclavo no es cuestión baladí, madre. Precisáis un motivo de mayor calado que estimular el faenar de los criados o jeringar a Miguel.

—Los esclavos pertenecen al amo y el amo los trata como juzga conveniente. No preciso motivos para baquetear, lardear e incluso ajusticiar a los míos.

—Me temo que sí los precisáis. Tiempo ha, los marqueses de Cañete recibieron la visita de los alguaciles tras propinar una soberana solfa a un mozo.

—Confundes conceptos, querido. La marquesa atizó a un asalariado y los asalariados, aunque igual de repulsivos, gozan de unos derechos mínimos. En cambio, los esclavos carecen de derechos. ¿Acaso ignoras el significado de la s y el clavo en forma de i que se les graba a fuego en la mejilla? Sine iure; ‘sin derechos’. De ahí el vocablo es-clavo.

—Domino el latín y el castellano, madre —bufó Enrique, fastidiado—. No necesito traducciones ni tampoco disertaciones sobre el origen de las palabras.

—Y yo me congratulo, hijo. Tu nada despreciable nivel intelectual me permite disfrutar de pláticas inteligentes. Lamentablemente, escasean a mi alrededor.

—Escasean porque mientras intervenga vuesa merced, la plática no resultará inteligente. No pretendo ofenderos, pero a las descendientes de Eva os falta agudeza y os sobra mediocridad. No en vano los clásicos llamaban sexus imbecillitas al género femenino.

—Gracias a esta mediocre descendiente de Eva asomaste al mundo, mentecato —replicó doña Francisca, airada—. Te exijo un respeto.

—Exigídselo a los clásicos que tanto os gusta citar —rio Enrique—. De esa triste guisa opinaban de las hembras. Fijaos que incluso el sello de los esclavos os encaja a la perfección. Una s y un clavo en forma de i puede significar sine iure o sexus imbecillitas. Se me ocurre que quizá también deberíamos marcar las mejillas de las mujeres. Así no olvidarían su condición.

—Estupendo —masculló doña Francisca, levantándose y dirigiéndose a la puerta—. Me retiro, entonces. Como tú nadas en inteligencia y yo, en mediocridad, supongo que no me requieres para organizar la fiesta con la que llevas semanas dándome la lata.

—No os enojéis, madre —concilió Enrique, sofocando las carcajadas—. Solo estoy de chanza. Bien sabéis cuánto valoro vuestros consejos.

—En tal caso, confío en que me aceptes uno —señaló doña Francisca, volviendo a sentarse.

—¿De qué se trata?

—De ese soldado que te escolta a todas partes. El de la mano tullida ensabanado en una nauseabunda capa llena de pelos.

—¿Márquez?

—El mismo. Le has invitado a tu fiesta y se me antoja un desatino. Ni su grotesca facha ni sus zafios modales están a la altura del evento.

Enrique la miró perplejo y a la vez indignado.

Había conocido a Márquez meses antes en una mancebía de la calle Ave María y, luego de pasar la madrugada retozando entre ninfas y de taberna en taberna, durmieron la papalina apoyados en el pilón de la fuente de Lavapiés y después desayunaron frutas de sartén en las populares buñolerías de la zona.23

Se divirtieron tanto que repitieron y repitieron hasta cultivar una buena amistad.

De día ruaban; de noche jaraneaban. En ocasiones se les unía el sargento Salcedo. Él fue quien reveló a Enrique el origen de los mechones que adornaban la capa de Márquez y, desde entonces, el joven andaba obcecado en emular la lúgubre colección.

Compartían curdas, mujeres, pendencias e incluso duelos, los cuales siempre ganaban merced a la espada de Márquez, pues Enrique no la manejaba bien.

También compartían sed de violencia y a menudo regresaban a casa manchados de muerte; la del atraebroncas que los zahirió, la del raterillo que, intentando sangrarles la faltriquera, terminó desangrado o la de alguna prostituta o menesterosa cuya reliquia capilar, tras forzarla y asesinarla, se disputaban.

—Ese miliciano deslustraría en extremo la fiesta —declaró doña Francisca—. Te ruego que reconsideres tu decisión de invitarle.

—No tengo nada que reconsiderar, madre. Márquez es amigo mío y de ninguna manera revocaré mi invitación.

—Debemos buscarte esposa y esta fiesta nos procurará una magnífica oportunidad de encontrar la mejor candidata. El patriciado madrileño al completo asistirá y resultaría vergonzoso que te vieran adherido a un destartalado envuelto en pelos de Dios sabe quién.

—No consiento que vilipendiéis así a Márquez. Gracias a hombres valientes como él, que arriesgan la vida en el campo de batalla, vuesa merced disfruta de una pacífica existencia.

—Te aseguro que mi pacífica existencia se torna truculenta cuando te imagino en compañía de ese espantamuertos. Hazme caso y revoca la invitación.

—No revocaré la invitación, madre. Márquez vendrá a mi fiesta y punto redondo.

—¿En serio vas a desperdiciar tamaña ocasión de emparentar con la aristocracia por un arrebato de orgullo pueril? ¿No comprendes que, si te empecinas en llevar a semejante escolimoso a tu vera, ninguna dama de alcurnia se te acercará?

—No deseo que ninguna dama de alcurnia se me acerque. A la dama que pretendo me acercaré yo.

—¿A la dama que pretendes? —se sorprendió doña Francisca—. ¡Caramba! ¡Eso sí que no me lo esperaba! ¿Y a qué dama pretendes?

—A Isabel Salazar y Hernández de Somoza Aguado de Alarcón —anunció Enrique, ufano.

—¿La hija de los duques de Villasolano? —exclamó doña Francisca, componiendo un gesto mordaz—. ¡Espléndido gusto! Idéntico al de Beltrán Soto de Armendía…, su prometido. ¡Mis parabienes, querido! Una elección fabulosa y sumamente viable.

—Conozco el compromiso entre Beltrán e Isabel y no se me escapan los escollos de mi empeño, pero los superaré.

—¿Dónde los superarás? ¿En la vida real o en tus delirios?

—¿Os estáis burlando de mí, madre?

—Muy al contrario, creo que tú te estás burlando de mí. Isabel Salazar es joven, casta, bella, hija única de un grande de Castilla y heredera de una fortuna tan colosal que ensombrecería la del Alcázar. Hasta ahí, insisto: te alabo el gusto. Sin embargo, lleva años prometida con el primogénito del íntimo amigo de su padre, otro principal harto influyente a quien no conviene afrentar. No se me antojan escollos superables.

—Acostumbro a conseguir lo que me propongo. Me he propuesto desposar a Isabel Salazar y lo haré, se halle prometida al de Soto de Armendía o al Rey de las Españas.

—¿Y qué opina la interfecta de tus aspiraciones? ¿Te corresponde?

—Hace tiempo que la cortejo. Aunque su compleja situación la obliga a mostrarse esquiva, me dispensa una amabilidad explícita.

—Quizá confundes amabilidad con mera cortesía —aventuró doña Francisca, escéptica.

—Me mira y me sonríe allende la cortesía. Además, si no ambicionase mis galanteos, ya me lo habría indicado y, lejos de ello, me incita a porfiar. Creo que le intereso. La enamoraré y juntos romperemos el vínculo que la encadena a Beltrán.

—No debes enamorarla; debes enloquecerla. Una promesa de esponsales es ley entre caballeros, hijo. Nada puede quebrarla, salvo los amaños de una mujer loca de amor.

—De momento, asistirá a mi fiesta. Ahí empezaré a enloquecerla dedicándole todas mis atenciones.

—Si Beltrán la acompaña, auguro problemas.

—No la acompañará. Asistirán los Soto de Armendía al completo, excepto él. Se encuentra batallando en Nápoles. Tengo, pues, el camino expedito.

—¿Y por qué no cortejas a la hermana de Beltrán? Mencía Soto de Armendía aún no está prometida.

—¡Ni me la mentéis! —resopló Enrique—. Detesto a esa muchacha. Es una deslenguada insoportable.

—Es otra belleza que te abriría las puertas de la aristocracia sin riesgo de incomodar a nadie como ocurrirá de emperrarte en Isabel.

—No quiero a Mencía, madre. Quiero a Isabel.

—Entonces, no te desearé suerte, hijo, sino un milagro —suspiró doña Francisca, levantándose—. Ahora habrás de disculparme. El capellán me aguarda para oírme en confesión. Disfruta el día.

Al quedar solo, Enrique se irguió en ademán decidido.

No le importaba la infranqueable muralla que lo apartaba de Isabel. La derribaría y lograría desposarla.

21 La calle Angosta de San Bernardo es hoy la calle Aduana.

22 El Noviciado de la Compañía de Jesús ocupaba la manzana de las actuales calles de San Bernardo, Noviciado, Amaniel y Reyes. De ahí el nombre de la aledaña estación de metro: Noviciado. Cuando, en 1767, Carlos III expulsó de España a los jesuitas, el edificio se cedió a los sacerdotes misioneros del Salvador del Mundo. Se demolió en 1843 y se construyó la Universidad Central, después denominada Universidad de Madrid y, finalmente, Universidad Complutense en honor a los estrechos lazos que mantenía con la Universidad de Alcalá. Hoy los terrenos del antiguo Noviciado acogen tres instituciones: el Paraninfo de la Universidad Complutense, el instituto de educación secundaria Cardenal Cisneros y el Consejo Escolar del Estado.

23 Las frutas de sartén son las antecesoras de los churros. En la época, el concepto englobaba diferentes variedades de masa de harina frita: pestiños, hojuelas, flores, roscos, buñuelos y un sinfín más. Los locales que despachaban este género se llamaban buñolerías y las de Lavapiés gozaban de mucho predicamento.

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