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CAPÍTULO 3

Ángeles negros para Luisa



Luisa caminaba todo lo rápido que sus enflaquecidas fuerzas le permitían. No podía aminorar la velocidad porque intuía presencias siniestras que la rondaban y pretendían atacarla. Debía escapar. No sabía de qué, pero sabía que algo la amenazaba y que debía huir.

Desde que renunció a la medalla de la Virgen del Carmen y se la cedió a Gabriel, un crisol de lóbregos augurios le oprimía el estómago y apenas la dejaba respirar. Su padre se la regaló y, cuando la agarraba, le sentía cerca protegiéndola e insuflándole coraje para continuar. Sin embargo, ahora que su pecho lucía desnudo de su preciado baluarte, ya no le percibía y esa ausencia le generaba una honda desazón.

Luego de atravesar la calle Carretas, cruzó la plazuela del Ángel y enfiló Atocha.

Aunque ignoraba dónde iba, el instinto de supervivencia, lo único de su persona que se resistía a claudicar, sí lo sabía. Se dirigía al hospital-colegio de los Desamparados. Fray Benito afirmaba que allí frenarían la hemorragia y tal necesitaba de manera prioritaria porque, de lo contrario, moriría. No le importaba que después la confinasen en la Galera. Ya no. Desvanecida la inmunidad que le procuraba su talismán mariano, la Galera empezaba a parecerle un lugar afable comparado con el raso nocturno de Madrid.

Desfallecida, se detuvo un momento a descansar. Cierto que el viento todavía soplaba furioso, pero el temporal de nieve había amainado y esa tregua le infundió ánimo para tratar de serenarse.

—Ninguna perfidia te acecha, muchacha estúpida. Solo son ratas inofensivas que acuden al olor de sangre e inmundicias de tus ropas. Aborta, pues, los temores y tranquilízate.

Pero ni su corazón ni sus entrañas acataron la orden. El uno continuó latiendo a un ritmo frenético y las otras insistían en recomendarle que no bajase la guardia porque algo más inquietante que una camarilla de roedores agitaba la penumbra.

—Padre, no me abandonéis, os lo ruego —murmuró, invocando a don Gabriel—. Manifestaos de alguna forma y demostradme que seguís a mi vera.

Esa plegaria sí funcionó.

De repente, ladeó la cabeza y, en cuanto sus ojos se toparon con la silueta del convento de la Santísima Trinidad, el recuerdo de un agradable paseo en compañía de don Gabriel le indicó que, en efecto, su padre seguía a su vera.6

Ambos recorrían la calle Atocha y, cuando pasaron frente al convento, don Gabriel, un ferviente admirador de Miguel de Cervantes, le relató el truculento transitar del escritor.

—En este monasterio reside la Orden de los Trinitarios Calzados, hija mía. Ellos salvaron la vida de Cervantes y, a resultas de tan pía caridad, libraron al mundo de un cataclismo, pues, de haber muerto Cervantes en ese momento, su Quijote no habría nacido. ¿Imaginas la Humanidad sin el sublime protagonista de esa sublime obra?

—¿Sin un chanfaina obcecado en pastorear la Mancha a lomos de un jamelgo igual de destartalado que él, escupiendo bambarriadas, prendado de una torreznera convertida en gentil princesa del Toboso y asistido de un escudero que finge serlo de un hidalgo caballero? —se chanceó Luisa—. Sí, padre; ciertamente imagino la Humanidad sin ese sublime individuo. Y también imagino a vuesa merced en sus cabales, porque, en cuanto mencionáis esa sublime obra, se os desbarata el entendimiento.

—No se me desbarata, se me arrebata —rio don Gabriel—. El Quijote es un magistral tratado de erudición, joven iletrada. Amén de proporcionar arrobas de diversión y entretenimiento, imparte soberbias lecciones.

—Aparcad al personaje y centraos en el autor. ¿Cómo salvaron los trinitarios la vida de Cervantes?

—Don Miguel era un aguerrido militar que, bajo el caudillaje del gran Juan de Austria, participó en la batalla de Lepanto, una de nuestras victorias más célebres sobre los otomanos. El Imperio español y sus bravíos Tercios, la República de Venecia, Génova, los Estados Pontificios, la Orden de Malta y el Ducado de Saboya constituyeron la Santa Liga Cristiana y, un inolvidable siete de octubre de 1571, plantaron cara al infiel. Por Dios pelearon y por Dios vencieron.

—¿Y en qué concierne eso a los trinita…?

—Cincuenta mil cristianos —cortó don Gabriel, emocionado—. Entre galeras, galeazas y fragatas, un rosario mesiánico de trescientos buques se desplegó en el Mediterráneo. Enfrente, cincuenta mil otomanos y otras trescientas embarcaciones proclamaban la gloria de Alá. A la vanguardia de ambos ejércitos, dos galeras, la Real y la Sultana; a bordo, sus adalides, don Juan de Austria, comandante en jefe de la Santa Liga, y el despiadado Alí Pasha, señor de Argel.

—Padre…

—A la izquierda de la Real, el veneciano Agostino Barbarigo; a la derecha, el genovés Juan Andrea Doria; en la retaguardia, Álvaro de Bazán, a cargo de las galeras de reserva. En adverso, la flota turca. Escoltando a la Sultana y encarando a Barbarigo, el batallón de Sirocco, bey de Alejandría, y, ante Juan Andrea Doria, Uluj Alí, bey de Argel.

—Parecéis un desnortado, padre —insistió Luisa, mirando en derredor abochornada—. Abreviad esas voces o alguien avisará a los corchetes.

—La cruzada comenzó —continuó don Gabriel sin prestarle oídos—. «Hijos de Dios, ¡morid o venced!». La arenga de Juan de Austria trocó en arrojo el miedo que demudaba el semblante de los soldados. Cuando las filas turcas iniciaron el avance, los venecianos colocaron una novedad en primera línea de fuego: las galeazas, barcos descomunales donde cabían decenas de cañones. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Tres zambombazos cristianos y la mitad de la armada enemiga mordió el polvo. Tras las galeazas, vino el cuerpo a cuerpo. Un combate a muerte. Hombres contra hombres. Credo contra credo. Dios contra Dios.

—¿Cómo diantres hemos pasado de los trinitarios a la batalla de Lepanto? —farfulló Luisa, desconcertada.

—La Sultana envistió a la Real y efectuó un abordaje feroz. En cuanto se percató del apuro que afrontaba el centro de mando, Álvaro de Bazán envió las galeras de reserva para socorrerlo. Mientras, Barbarigo se batía con Sirocco. De pronto, ¡zas! Una flecha turca le estoqueó el ojo y lo mató. Pese a ello, sus hombres trataron de aguantar. Y no solo trataron de aguantar; se dejaron sangre y vida en el empeño, pues ya no luchaban únicamente por Dios. Ahora también luchaban por Barbarigo.

»A Andrea Doria las cosas no le iban mucho mejor. Apartado del buque insignia y de las galeras de reserva, él y su escuadrón sucumbían indefensos ante Uluj Alí. Sin embargo, no se desalentaron; muy al contrario, redoblaron ímpetu y redaños. Morir o vencer. ¡Por Dios! ¡Por España! ¡Por Barbarigo!

Delante de una pasmada Luisa, don Gabriel ejecutó un extraño baile simulando blandir una espada y lanzar mandobles a adversarios invisibles mientras proseguía la narración.

—Cuando los cristianos parecían a punto de hincar rodilla, la Providencia acudió al rescate. La cabeza de Alí Pasha recibió un impacto de arcabuz y un recluta español la desgajó, la clavó en una pica y la enarboló. Al reconocer la testa de su paladín en aquella garrocha, los otomanos se desmoronaron. «¡Retirada! ¡Retirada!», gritaron los de la media luna. «¡Victoria! ¡Victoria!», bramaron los de la cruz.

»Y así terminó la batalla de Lepanto. Con ocho mil bajas cristianas frente a nada menos que treinta mil turcas. El mar se convirtió en un inmenso camposanto. Las aguas se tiñeron de rojo e incluso podían surcarse a pie, tal era el espesor de la alfombra que formaban los cadáveres. Aunque no se ha librado batalla naval tan cruenta en la historia, gracias a ella, Occidente logró truncar la peligrosa expansión de Oriente por el Mediterráneo.

Sudoroso y exaltado, don Gabriel concluyó la exhibición inclinándose en una reverencia.

—¿Tenéis idea del espectáculo que habéis dado en plena calle? —recriminó Luisa—. Estábamos hablando de los trinitarios y Cervantes. ¿A cuento de qué me salís con la batalla de Lepanto y encima me la escenificáis?

—A cuento de nada, pero admite que resulta fascinante —replicó don Gabriel, sonriendo complacido—. Los Tercios españoles han traído abundantes laureles al Imperio, hija mía. Sobre todo, los piqueros. ¡Son los más bizarros! Se sitúan en primera línea, alzan sus picas y baldan el ataque de la caballería enemiga. Imagina hordas de rocines encrespados embistiendo a hombres solo provistos de armaduras y picas.

—¿Y resisten semejante envite?

—Ya lo creo que resisten, pero también mueren muchos. De hecho, el Alcázar se ha pasado guerras enteras enviando piqueros al frente, labor harto peliaguda cuando se trataba de enviarlos a Flandes porque debían atravesar tantos territorios hostiles que llegar allí de una pieza entrañaba una gesta de enjundia. De ahí la máxima «poner una pica en Flandes» para describir la conquista de algo muy difícil.

—Entonces, yo pondré una pica en Flandes si consigo que me aclaréis dónde demonios calzan Cervantes y los trinitarios en esta plática —se impacientó Luisa.

—Cervantes luchó en Lepanto cumplidos los veinticuatro abriles y, en la refriega, un arcabuzazo le destrozó la mano izquierda, calamidad auspiciadora de su alias: el Manco de Lepanto.

—¿Se la amputaron?

—No, pero el pobre muchacho perdió la movilidad.

—¿Y los trinitarios le sanaron? ¿Por eso decís que le salvaron la vida?

—No, jovencita. La relación entre los trinitarios y Cervantes comenzó cuatro años después de Lepanto. En 1575. Acompañado de su hermano Rodrigo, Cervantes regresaba a España desde Nápoles cuando los turcos atacaron la flota y los dos cayeron prisioneros. Los trasladaron a Argel y los vendieron como esclavos. Al registrar las ropas de Cervantes, encontraron cartas de recomendación del duque de Sessa y de don Juan de Austria, egregios contactos que los llevaron a imaginarle un potentado y a tasar su rescate en nada menos que quinientos ducados de oro. Seguro de que nadie desembolsaría tamaña fortuna para liberarlo, Cervantes intentó escapar hasta en cuatro ocasiones.

—¿Intentó? ¿Acaso fracasó?

—De estrepitosa suerte, por desgracia. Los moros lo trincaron en los cuatros conatos, pero, como era un caballero de extraordinaria nobleza, siempre entonaba el mea culpa eximiendo de castigo al resto de cautivos involucrados en el plan de fuga y apencando él con el escarmiento de todos.

—¡Caracoles! ¡Menudo coraje!

—Coraje y honor, hija mía. Cervantes tenía arte en la pluma y en el corazón. El gesto más desprendido lo consagró a su hermano Rodrigo. Aunque doña Leonor de Cortinas, la madre de ambos, se dejó la piel para reunir los cuartos del rescate, lo recaudado solo alcanzaba a uno y nuestro héroe se sacrificó por su hermano. No obstante, le encomendó una misión. En cuanto pisase España, debía conseguir que una galera se aproximase a las costas argelinas donde él y otros camaradas estarían esperando ocultos en una cueva.

—¿Y qué falló?

—Uno de los emisarios los delató. Como de costumbre, Cervantes asumió la responsabilidad y la gallardía le acarreó un encierro de cinco meses encadenado hasta los dientes.

—¿Qué sucedió en las demás tentativas?

—Primero remitió misivas de socorro a Martín de Córdoba, general de la plaza de Orán, pero los moros interceptaron al mensajero e impusieron a Cervantes una pena de dos mil palos. Menos mal que muchos hablaron en su favor y le concedieron el indulto porque, de haberle caído tamaña solfa, habría sucumbido.

»Después logró que un mercader cristiano le donase fondos suficientes para adquirir una fragata y organizó la evasión de sesenta presos. La empresa tampoco prosperó debido a la denuncia de uno de esos presos. El traidor recabó una miserable tajada de manteca y Cervantes, la peor de las condenas. Cansado de sus reiterados amagos de huida, Azán Bajá, bey de Argel, resolvió trasladarle a Constantinopla, una ciudad amurallada de la que resultaba imposible escapar.

—Los trinitarios se resisten a personarse en la fábula —gruñó Luisa.

—La Orden de los Trinitarios se dedicaba a rescatar españoles retenidos en Argel y tan vehemente era su afán que incluso se canjeaban por ellos. En 1580, cuando Cervantes ya soportaba un lustro de calvario, dos trinitarios, fray Juan Gil y fray Antonio de la Bella, emprendieron viaje hacia aquellas tierras con el objetivo de liberar a una buena cuadrilla de compatriotas. Y ahora sí: adivina el lugar de donde partió esa providencial pareja.

—¡Al fin se desvela el misterio! —aplaudió Luisa, divertida—. Partieron del convento de la Santísima Trinidad.

—¡Exacto! Salieron de aquí, llegaron allí, redimieron a un grupo de bienaventurados y los devolvieron a España. Fray Antonio también regresó, pero fray Juan decidió permanecer y tratar de recuperar a Cervantes. Como solo tenía trescientos de los quinientos ducados de oro exigidos, se propuso acopiar los doscientos restantes rogando caridad durante interminables jornadas a todos los católicos que veía. No era ligero el empeño, pues recolectar semejante hacienda a base de limosnas rozaba la utopía.

—¿Y lo consiguió?

—Quien porfía conquista la utopía y, como fray Juan porfió, triunfó. Cosechó los doscientos dineros, los unió a los trescientos que ya atesoraba y corrió a entregarlos. En ese momento, engrilletado en la bodega de un barco, Cervantes estaba a punto de zarpar rumbo a Constantinopla. Un amén más y el hercúleo esfuerzo de aquel bendito clérigo no habría fructificado. Cervantes se habría ido para siempre y, con él, la pluma destinada a dar vida a don Quijote de la Mancha.

—¡Caray! Menuda alegría debió de llevarse el hombre al enterarse de la noticia. Me lo figuro convertido en un incondicional de los trinitarios a partir de entonces.

—¡Desde luego que sí! Incluso dispuso su entierro en el convento de las trinitarias descalzas.

—¿Y por qué en el de las trinitarias y no en el de los trinitarios? A fin de cuentas, ellos le salvaron.

—Lo ignoro —contestó don Gabriel, encogiéndose de hombros—. Quizá porque el cenobio de las trinitarias se ubica en la calle Cantarranas, a dos suspiros de la casa donde expiró pocos años ha; en 1616.7

Evocar esa jovial charla con su padre apaciguó los recelos de Luisa y, segura ya de que don Gabriel la protegía, reanudó la marcha mucho menos angustiada.

Resuelta a no detenerse más hasta llegar a los Desamparados, enfiló Atocha, pero, a la altura de la iglesia de San Sebastián, una virulenta ráfaga de viento le truncó el intento obligándola a refugiarse en una costanilla del templo que, perpendicular a Atocha, desembocaba en la calle paralela a esta, la de Huertas.

Muy débil ya a causa de la persistente hemorragia, se encontraba apoyada en el muro de la iglesia tratando de recuperar el resuello cuando, de repente, un chasquido rompió la quietud.

Aunque bregó por trepanar la negrura imperante y lograr ver algo, no había forma de distinguir nada. Ni siquiera se vislumbraba a sí misma, tal era la penumbra.

El chasquido se repitió y, olvidando el sosiego que había hallado en las remembranzas paternas, volvió a perder el temple.

Ciega de tinieblas, atragantada de miedo y con el corazón a punto de agrietarle el pecho, entiesó las orejas. Sin embargo, no captó ningún ruido extraño. Solo se oían los murmullos sordos procedentes de las tabernas que orillaban la calle Atocha y los estridentes chillidos de las ratas, colonas del suelo madrileño y de los sempiternos arroyos fecales que lo surcaban.

—Tanto avatar me hace imaginar enormidades —musitó, aliviada—. Tampoco me sorprende, porque menuda nochecita llevo. Pero se acabó. Nadie me acecha, de modo que serenémonos y reanudemos viaje a los Desamparados. El sangrado no remite y, de seguir así, desfalleceré.

Lamentablemente, no imaginaba enormidades, pues sí la acechaban. Y de manera harto inquietante, además.

Lo descubrió cuando quiso abandonar la costanilla para salir de nuevo a Atocha y dos cuerpos robustos la interceptaron. Asustada, se giró presta a huir en dirección opuesta, pero otros dos cuerpos se lo impidieron.

En mitad de la oscuridad, escuchó el sonido del eslabón friccionado con el pedernal y, al encenderse una luz, vio que la rodeaban cuatro individuos, portadores todos de los mimbres típicos de la milicia: la cruz de Borgoña en los ropajes, frondosos bigotes y chambergos sepultados bajo una exagerada profusión de plumas.

Quedó paralizada de terror. Aunque don Gabriel venerase a los soldados patrios, el pueblo, incluida ella, les tenía un pánico cerval porque la guerra les latía en las entrañas y, pese a no hallarse ya en el campo de batalla, continuaban volcados en la misma actividad: matar hombres y violentar mujeres.

Luisa sintió un escalofrío al comprender el auténtico motivo de su reciente ensoñación. Propiciándole el recuerdo de aquel parlamento sobre Cervantes, los trinitarios, Lepanto y, muy en particular, los Tercios españoles, don Gabriel no pretendía templarle el miedo; en realidad, la estaba advirtiendo del peligro.

—¿Qué tenemos aquí, camaradas? —dijo uno de los rufianes, arreglándose el ferreruelo pardo que calzaba—. Una meretriz sofocaardores ávida de ofrecernos un servicio gratuito.

—Ni soy meretriz ni ofrezco servicio alguno, mamarracho —espetó Luisa, alterada—. Apartaos o gritaré tan fuerte que hasta los sordos me oirán.

—Claro que gritaréis, señorita —corroboró un segundo, esbozando una sonrisa desdentada—. Gritaréis de puro deleite. Y, en efecto, lo haréis tan fuerte que hasta los sordos os oirán. Quizá incluso reclamen participar en la fiesta. Al fin y al cabo, la sordera no afecta de cintura para abajo.

Asiéndola de los brazos, la enfrentó a un tercer sujeto a quien Luisa supuso un oficial de rango superior al resto, pues vestía casaca y una banda roja cruzada en el pecho. Sin embargo, no logró distinguirle el rostro porque, bajo la ancha ala del sombrero, solo asomaban las puntas engomadas de un tupido bigote.

—Sargento Salcedo, como máxima autoridad de este escuadrón, os corresponde el privilegio de inaugurar la velada —anunció el desdentado.

—¡Soltadme! —se revolvió Luisa—. Acabo de parir, desgraciado. Ningún gozo encontraréis en unas hechuras resquebrajadas.

—¿Acabáis de parir? —preguntó el desdentado, olisqueándola—. ¿Y qué habéis parido? Por vuestro tufo diríase que una camada de gorrinos.

Estallando en socarronas carcajadas, el que sostenía el farolillo lo depositó en el suelo. Llevaba una capa roja, prenda muy habitual también en el gremio castrense, de cuya pechera pendía una extraña colección de mechones de pelo; al cinto, el pomo de una espada lanzaba destellos dorados, y un chapeo azul emplumado en rojo le cubría la testa.

Disponiéndose a intervenir en la jarana, se despojó de los guantes y Luisa observó que su mano derecha era un muñón cauterizado con un pulgar desastradamente cosido.

—Márquez, apagad la luz y actuemos en la sombra —le conminó el del ferreruelo pardo—. Si aparecen los corchetes, habrá gresca y esta noche prefiero desenvainar el dinguilindón en lugar de la vizcaína.

—En la sombra nos perderemos la cara de la ninfa cuando le clavéis vuestro dinguilindón —rebatió el tal Márquez—. ¿Eso deseáis? Porque yo no. He sido piquero de los Tercios, compadre, y un piquero gusta de contemplar los efectos que provoca su pica.

—Márquez tiene razón —secundó Salcedo—. Además, el temporal disuadirá a los alfileres de patrullar la ciudad. De hecho, me barrunto a la mayoría vaciando las alforjas en el pantano de alguna daifa.

—Emulemos, entonces, a la autoridad y vaciemos las nuestras en el pantano de esta —propuso Márquez en actitud lasciva.

Luisa escuchaba la conversación luchando contra el pavor y, al tiempo, buscando una forma de escapar. Sin embargo, desesperaba porque las zarpas que la inmovilizaban y el cerco enemigo que, poco a poco, se iba estrechando en torno a ella baldaban cualquier conato de fuga.

De repente, le arrancaron manto, sayuelo y camisa y empezaron a sobarla.

—Quitadme las manos de encima y respetad mi honra, ¡canallas miserables! —bramó, estremecida de frío, ira y vergüenza.

—¿Respetar vuestra honra? —repitió Salcedo en tono despectivo—. Si os han preñado, sois hembra de honra estriada y las honras estriadas no se respetan. Y tampoco se celan; en realidad, encelan, y dama que encela, dama que anhela. Además, ¿de qué os quejáis? Deberíais sentiros afortunada. Vais a complacer a cuatro cónsules de las glorias patrias.

—¿Y así representan nuestra tierra los cónsules de las glorias patrias? ¿Así representáis la cruz de Borgoña? ¿Con qué legitimidad lucís el emblema del ejército español mientras mortificáis a sus gentes?

Herido en el orgullo, Salcedo se retiró el chambergo y le enseñó una purulenta cicatriz que sustituía su pupila izquierda.

—Lo luzco con la legitimidad de haber pasado años sufriendo calamidades para exterminar a los apóstatas de un Dios que luego apostató de mí; con la legitimidad de haber quedado tullido sirviendo a un país que ahora me lo agradece negándome una pensión digna, y con la legitimidad nacida del rencor que rezuma mi alma tras darlo todo por quien nada merecía. Fijaos si me sobra legitimidad, ¡zorra insolente!

—¿De veras creéis que unas cuantas batallas y un párpado zurcido legitiman esta iniquidad? En tal caso, no me sorprende que Dios haya apostatado de vos. Y no vacilará en volver a hacerlo cuando os toque rendir cuentas en el juicio final. Antes de comenzar vuestra patética homilía de legitimidades, os habrá adjudicado el infierno.

—Ya me adjudicó el infierno enviándome al frente —replicó Salcedo—. Al lado de ese infierno, os aseguro que el de Belcebú se me antojará un edén. Veamos, no obstante, qué opináis vos del infierno en el que estáis a punto de entrar.

Asestándole una patada, la tiró al suelo, le pisó la cabeza y le hundió la cara en el riachuelo de aguas fecales que atravesaba el centro del callejón. En una imperiosa necesidad de coger aire, Luisa abrió la boca y aspiró, cosa que, en lugar de procurarle aire, le procuró un buen trago del pestilente caudal. Asqueada, vomitó y, casi asfixiada, se retorció intentando librarse del sañudo cepo.

El desdentado la sacó de los pelos, la volteó, le levantó la saya y le aprisionó las muñecas. A continuación, Salcedo se bajó las calzas y se tendió sobre ella. El hediondo aliento del hombre le provocó una arcada; el cuchillo surcándole la mejilla, un espasmo de terror, y la pervertida voz siseándole al oído, un ataque de ansiedad.

—Emitid cualquier sonido diferente a suspiros de placer y juro por mi honor que os dejo tuerta. Quizá igual de lisiada reparéis en cuánta legitimidad me asiste para tratar a las gentes de España como España me ha tratado a mí.

—Vos no tenéis honor ni para jurar por Lucifer, ¡maldito cobarde! —chilló Luisa, soltándole un escupitajo.

—De inmediato comprobaréis el grandísimo honor que tengo, perra —masculló Salcedo, y, de una brutal arremetida, procedió.

Cuando la intrusión desgarró sus entrañas, en extremo llagadas tras el parto, Luisa convulsionó. Quiso gritar, pero unas férreas manos la amordazaban; quiso permanecer quieta, pero las embestidas la movían en un bochornoso compás; quiso llorar, pero el miedo le secó los ojos.

Entonces los cerró.

Cerró los ojos a la siniestra danza que un degenerado ejecutaba sobre ella; cerró los oídos a los repulsivos gemidos, a las obscenas guasas y a las carcajadas; cerró la mente a la certeza de que la pesadilla recién principiaba, y cerró el corazón a la humillación de visualizarse protagonizando tan vejatoria escena.

Atrancó las compuertas de la percepción y se afanó en evadirse. Imaginó que ese cuerpo escarnecido no era el suyo. Ni el dolor ácido que lo crispaba tampoco. Imaginó que no estaba allí. Estaba en casa. Junto a su padre y su madre. Viviendo su vida de siempre. Lejos de cuitas. Lejos del frío, del hambre, de la noche. Lejos de la muerte, que, oculta en los recovecos de aquel abismo, la atalayaba con la desdeñosa abulia de quien se sabe portador de una mortaja que desplegará cuando se le antoje, como se le antoje y si se le antoja.

Pero su desesperado intento de sustraerse al ultraje resultó baldío porque la realidad aniquiló el delirio, se adueñó de sus cinco sentidos y la obligó a experimentar cada asalto, cada jadeo, cada bravuconada, cada risa… cada detalle de una violación.

—Turno del siguiente —anunció Salcedo al concluir.

—¿Qué tal el enhebrado, sargento? —preguntó Márquez.

—Nada excepcional. Un badajo esmirriado se extraviaría en semejante campana. Una buena ristra ha debido tañerla ya, pues se aprecia más desgastada que zapato de pobre.

Tendida en posición fetal, Luisa sollozaba.

—No penéis, gatita —se mofó Salcedo—. Pese a todo, me habéis saciado. Y también saciaréis a mis hombres. Aunque en vuestra urna quepa un ejército, los cuatro atesoramos una bellota rolliza y conseguiremos hallar alguna esquina que limar.

—Franquead el paso, sargento —exhortó el desdentado—. Yo instruiré a la potra en el arte de satisfacer a un semental.

El infierno que Salcedo anticipó a Luisa acaeció.

Durante lo que le pareció una eternidad, la insultaron, apalearon y sodomizaron. Una vez, dos veces, tres veces. Varias veces. Muchas veces.

La joven trató de desmayarse, pero la lucidez no aflojó y la forzó a padecer el suplicio al completo. Cuando por fin la Providencia se apiadó de ella y empezó a anularle la consciencia, los maleantes remataron la faena.

—Misión cumplida, caballeros —declaró Salcedo, recomponiéndose los ropajes—. La dama no nos olvidará.

—¡A fe que no! —rio el del ferreruelo pardo.

—Peligroso asunto que no nos olvide —objetó el desdentado—. Conoce nuestros nombres y nuestro aspecto. Aunque es una tumbaollas andrajosa, podría piar y crearnos problemas. Yo propongo liquidarla.

—Sagaz observación, soldado —valoró Salcedo, mesándose el bigote en actitud reflexiva.

En mitad de su agonía, Luisa tembló al vislumbrar el amén de aquella infausta liturgia.

—Solicito el privilegio, sargento —se postuló Márquez—. Preciso seguir enjaezando mi capa con reliquias de mártires que protegen mi destino.

—¿Mártires que protegen vuestro destino? —se carcajeó el del ferreruelo—. ¡Condenado bárbaro! Arrancáis un mechón de pelo a todas las hembras que mandáis al camposanto luego de estuprarlas, macandón. Lejos de proteger vuestro destino, esas mártires celebran aquelarres diarios para truncarlo.

—¿De qué aquelarres habláis, charlatán? —protestó Márquez—. Esas mártires gozaron de mi pica y expiraron de placer. No existe mejor manera de espicharla y, en compensación, me cuidan. Pretendía coleccionar el cabello de las que han resistido el envite y me suplican más, pero, en siendo excesivas, hube de conformarme con mechones de las que sucumbieron.

—La guerra os ha descacharrado el tejado, camarada —bromeó Salcedo—. Aparcad las majaderías y arread. Hemos de largarnos.

Márquez desenvainó, le cortó una guedeja a Luisa y la prendió en la delantera de su capa. A continuación, lanzó un aullido salvaje y encastró el acero en el pecho de la muchacha.

Luisa pegó un respingo.

La oscuridad de sus ojos cerrados se encendió en relámpagos de chirriantes calambres. Luego escuchó el trueno en forma de chasquido; el de las costillas al troncharse. Llegó entonces la lluvia; una lluvia de recuerdos. Evocó los días bellos, el deceso de su padre, el comienzo de una noche perpetua, el nacimiento de su hijo, el torno inclusero, la medalla de la Virgen del Carmen, a fray Benito insistiendo en escoltarla a los Desamparados y a sí misma pidiéndole un ángel negro. Después de la tempestad, vino la calma y, con ella, una reflexión.

«En verdad el fraile se esmeró en los rezos», pensó mientras un río de vida manaba del socavón de su pecho y teñía de rojo el arroyo fecal del suelo. «Ha conseguido que Dios me envíe no uno, sino cuatro ángeles negros. Muy agradecida, padre. Este transitar duele demasiado y hora es ya de reposar».

Tras dejar a Diego en el hospicio, Alonso inició una loca carrera rumbo a ninguna parte, esperando alejarse así de la pena y la culpa que lo devastaban.

A la vertiginosa velocidad de la presa que huye del depredador, atravesó la Puerta del Sol, subió Carretas y enfiló la calle Huertas.

Jadeante e incapaz de continuar, se detuvo a la altura de la costanilla adyacente a la iglesia de San Sebastián y trató de recuperar el resuello.

En tal menester se hallaba cuando un tenue quejido emergió del interior de la costanilla y recaló en sus oídos.

Intrigado, escudriñó la penumbra y divisó unas sombras que se dirigían a Atocha. Entonces el quejido se repitió. Al encarar de nuevo las tinieblas, captó un leve movimiento a ras del suelo e, intuyendo a alguien necesitado de ayuda, prendió un torzal y se adentró en el callejón.

A medio camino, se topó con una mujer desmadejada, ensangrentada, desnuda y herida de fatal suerte.

—¡Dios bendito! —exclamó, apresurándose a cubrirla—. ¿Quién os ha hecho esto?

—Soldados de los Tercios —murmuró Luisa, todavía consciente.

Alonso frunció el ceño. Aquella voz le resultaba familiar. ¿Dónde la había escuchado antes?

—Sargento Salcedo —añadió Luisa, tosiendo sangre—. Le falta el ojo izquierdo. Soldado Márquez. Su mano derecha es un pulgar cosido a un muñón. Luce un chapeo azul con plumas rojas y una capa también roja repleta de mechones de pelo en la pechera. Los corta a todas las infelices que estupra y asesina. No vi bien a los otros dos… Participadlo a los alguaciles. Que paguen esta infamia.

—No puedo acudir a los alguaciles, señorita. La autoridad y un servidor andamos a la gresca.

—Entonces, encargaos vos. ¡Os lo suplico! No descansaré hasta que esos animales purguen su pecado.

—¡Esperad! —interrumpió Alonso, recordando al fin—. ¿No sois Luisa? ¿La dama que estuvo de parlamento con el clérigo del Pan y el Huevo? Habíais entregado un pituso a la Inclusa y él intentaba disuadiros.

—Menos mal que dejé allí a mi pequeño. De haberlo llevado conmigo, esas sabandijas lo habrían matado. Cuando lo abandoné, los remordimientos me atormentaban. Ahora sé que en una misma noche le he regalado la vida dos veces.

—También a mí me atormentan los remordimientos, pues también he abandonado a mi hermano —confesó Alonso, afligido—. Aunque yo no le he regalado la vida, tarde o temprano regresaré y le devolveré la que tenía hace apenas unos meses.

—Afortunado vos. Si yo pudiera, no vacilaría en recuperar a mi Gabriel.

—Podréis. Os estibaré hasta el lazareto y sanaréis.

—Mi tiempo pasó, amigo. Pero cuando regreséis a la Inclusa en busca de vuestro hermano, localizad a mi bebé. Se llama Gabriel González. Decidle que él auspició mi última sonrisa; la más bonita de todas. Decidle que lo adoré en cuanto pisó este mundo y que, solo por amor, lo encomendé al hospicio. Decidle que nunca me alejaré de su vera y que siempre lo protegeré. ¿Me concederéis esa merced?

—No temáis. Buscaré a Gabriel y le hablaré de vos. Palabra de honor.

—Y no olvidéis a Márquez y Salcedo.

—Tranquila —masculló Alonso, encajando la mandíbula—. A ellos también los localizaré y también les hablaré de vos. Hallaré el modo de lavar esta afrenta y procurar paz a vuestra alma. Os lo prometo.

—Ahora me siento mucho mejor —musitó Luisa—. Que Dios os bendiga.

Entonces cerró los ojos y, como le ocurrió a su padre, don Gabriel Castillejo, expiró en una costanilla tan miserable que ni nombre tenía.

Sin embargo, no enfrentó el trance en soledad. La acompañó un joven que juró vengarla, buscar a su hijo y hablarle de ella.

Y eso alivió una miaja el peso de la muerte.

6 El solar del convento de la Santísima Trinidad lo ocupa hoy la plaza de Jacinto Benavente y, en particular, el teatro Calderón.

7 El último domicilio de Cervantes estaba en la calle del León esquina Francos, y Lope de Vega vivía en la misma calle Francos. Aunque hoy la calle del León mantiene el nombre, ni la de Francos ni la de Cantarranas (ambas paralelas entre sí y perpendiculares a la del León) corrieron igual suerte, pues Francos se convirtió en la calle Cervantes y Cantarranas, en la de Lope de Vega. El destino concatenó así a estos dos genios adjudicando a Cervantes la calle Francos (donde vivió Lope de Vega) y a Lope, la de Cantarranas (sede del convento de las trinitarias donde enterraron a Cervantes).

El convento de las Trinitarias Descalzas de San Ildefonso sigue en activo. Tras una exhaustiva exploración del lugar, en 2015 se localizaron los restos de Cervantes, o eso parece, porque no hay certeza de que de veras lo sean. En la actualidad, reposan en la iglesia del convento junto a una lápida conmemorativa.

Libelo de sangre

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