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CAPÍTULO 5

El comienzo de todo



La felicidad no fue campo de fácil cultivo para Sebastián y este hubo de regarlo con muchas lágrimas antes de empezar a cosechar sus venturosos frutos.

Ciento treinta años atrás, en 1492, los Castro integraron la comunidad judía que Isabel de Castilla y Fernando de Aragón expulsaron de España.

Sin patria, dinero, ni hogar, un buen número de aquellos proscritos emprendieron viaje a tierras lusitanas, pero allí tampoco hallaron paz merced al salvaje trato que les dispensó la Corona portuguesa.

Comenzó separando a dos mil niños de sus padres y mandándolos a la remota isla de Santo Tomé, donde casi todos murieron; después esclavizó a los niños y adultos que quedaron en Portugal, y en 1496, presionada por la monarquía española, les brindó dos alternativas: o abrazaban el cristianismo, o serían deportados.

Algunos cedieron y se convirtieron; otros rechazaron abjurar de Moisés y ya se resignaban a un nuevo exilio cuando el trono portugués introdujo un matiz en la propuesta. Solo los adultos habrían de marchar. Los niños permanecerían y se entregarían en adopción a parejas cristianas.

Aquel matiz cuarteó las reticencias de muchos e, incapaces de renunciar a sus hijos, terminaron claudicando.

Los Castro también claudicaron y, andando el tiempo, se transformaron en una familia católica de corazón que llevaba una apacible vida en la villa de Estremoz.

Desafortunadamente, el sosiego no se perpetuó. En 1536, la Inquisición desembarcó en Portugal presta a fulminar la herejía y, aunque la mayoría de los que descendían de aquellos judíos expulsados por los Católicos ya profesaban un cristianismo sincero, temieron problemas y decidieron regresar a España.

Los Castro recalaron en Tendilla, señorío propiedad de don Luis Hurtado de Mendoza y Pacheco, marqués de Mondéjar y conde de Tendilla. Era el sucesor de don Iñigo López de Mendoza y Quiñones, el célebre «Gran Tendilla», un aristócrata a quien no interesaba el credo de sus vasallos y solía rodearse de colaboradores judíos o conversos.

Pensando al hijo igual de despreocupado que el padre en cuestiones de fe, los recién llegados resolvieron afincarse allí y garantizarse una vida tranquila.

Nació Benjamín Castro y, cuando creció, se convirtió en un reputado comerciante de telas. En la feria de san Matías, importante evento organizado en Tendilla durante el mes de febrero, conoció a la primogénita de un productor vinícola, se enamoró de ella, la desposó y ambos engendraron un único vástago: Sebastián.

Luego de una infancia dichosa, Sebastián acudió a la Universidad de Sigüenza, obtuvo el grado de bachiller y empezó a faenar en la escribanía de don Severo Montilla, un viudo padre de una muchacha e íntimo amigo de Benjamín.

Don Severo consideraba un honor disponer de un ayudante con estudios mayores porque, como la profesión no los demandaba, ni él ni casi ningún escribano los tenía. En cambio, la abogacía sí los requería y de ahí que, mientras los escribanos carecían de prestigio social, a los letrados les sobrara. Don Severo denostaba esta marginación, pues, según decía, «en ciencia forense, le pego mil vueltas a ese hatajo de garambainas que salen de la facultad creyéndose Ulpiano».

Frustrado, describió a Sebastián los tres tipos de juristas existentes: los de ferreruelo, los de capa y los garnachas, cada uno legitimado a lucir un atuendo diferente.

Los escribanos, custodios de la fe pública, militaban en el primer grupo. Al no poseer formación universitaria, solo podían vestir ferreruelo, un manteo de longitud parcial y desprovisto de capilla que, siendo como era un complemento sin restricciones de uso cuya utilización menudeaba en el sector masculino, no entrañaba ni singularidad ni una nombradía digna de jactancias. Muy al contrario, denotaba medianía y pertenencia al colectivo general, ese que solía llamarse «del montón», circunstancia que acomplejaba e irritaba al personal fedatario.

Los licenciados en derecho integraban la categoría de los juristas de capa y estaban autorizados a emplear la capa de letrado, un arreo negro, de un largo total y pertrechado con capilla.

Instalados en las cumbres de la ley, los magistrados, fiscales, oidores y alcaldes ostentaban la prerrogativa de calzar la venerable garnacha, un traje talar, negro, holgado y de manga ancha colocado a modo de sobretodo. Aunque el Segundo Felipe comenzó exigiéndola a los máximos representantes de la Justicia, después la exigencia mudó a privilegio y la garnacha se convirtió en una prenda reservada en exclusiva a ellos e indicativa de la erudición suprema.8

A la vera de don Severo, Sebastián aprendió el oficio de escribano. Transcurridos cuatro años de noviciado, acreditó reunir los requisitos demandados a todo aspirante a notario, se examinó ante el Consejo Real y, superada la prueba, fue investido escribano del número.

Había bastantes variedades de escribanos, pero los más habituales eran los escribanos del número y los escribanos reales. La denominación de los primeros procedía del número de profesionales adjudicado a cada población, acotamiento que impedía a un recién ungido abrir una escribanía de manera inmediata y le obligaba a esperar una vacante susceptible de compra o arrendamiento para ejercer bajo su número. Aunque los escribanos reales parecían gozar de mayor libertad, pues podían establecerse en cualquier sitio del Reino, la libertad no resultaba ni tan mayor ni tan libre a causa de un veto muy restrictivo: el sitio elegido debía adolecer de notarías del número.

Una vez inmatriculado, el Consejo Real solicitó a Sebastián que aportase su signo, la rúbrica personal, intransmisible e inmodificable con la que un escribano legalizaba documentos.

Él diseñó un boceto sencillo. Trazó una cruz, dibujó una S a la izquierda, una C a la derecha y, al pie, plasmó un proverbio latino que, en su opinión, compendiaba el oficio: verba volant, scripta manent; ‘las palabras vuelan, lo escrito permanece’.

A falta de plazas disponibles en Tendilla, continuó asistiendo a don Severo hasta que se enamoró de Inés, la única hija de este, y le pidió su mano.

Entusiasmado, don Severo no solo se la concedió, sino que, alegando un imperioso anhelo de descansar, le transfirió la titularidad de su escribanía.

No contento con entregarle a su hija y cederle el negocio, le otorgó, además, otra merced de enorme calado para Sebastián.

Movió influencias, se agenció “testigos” prestos a avalar el pasado católico de los Castro a cambio de una generosa recompensa y confeccionó un árbol genealógico prístino de mácula judía; luego tramitó la limpieza de sangre y autenticó la cédula resultante.

Sebastián quedó emocionado. Aunque él había nacido en Cristo y a Cristo pertenecía su credo, las raíces conversas de los Castro le baldaban el acceso a un sinfín de prerrogativas exclusivas de los cristianos viejos y vedadas a los cristianos nuevos, incluidos sus descendientes. El certificado de limpieza de sangre eliminaba ese lastre y le procuraba un mundo repleto de oportunidades con el que jamás se había atrevido a soñar.

Y así, como esposo de Inés, escribano del número en Tendilla y titular de un muy útil certificado de limpieza de sangre, comenzó una nueva andadura.

Su genuina honestidad le granjeó amistades y muchos contactos importantes, entre los que destacaba el de Ramón Cortés, miembro de uno de los clanes más conspicuos de la comarca. Tiempo después, don Ramón logró una regiduría en el Concejo de Madrid y, al despedirse de Sebastián, lo conminó a buscarle si alguna vez le necesitaba.

Al poco, Inés concibió, jubiloso acontecer que colmó el ánfora de la felicidad. Sin embargo, la felicidad, dama de alma nómada y reacia a empadronarse en ningún lugar, no quiso echar raíces allí y, transcurridos nueve meses de apacible gestación, abandonó el ánfora dejando tras de sí un parto complicado que ni la madre ni el niño superaron.

Sebastián y don Severo naufragaron en el mar de la pena, pero, mientras Sebastián consiguió subirse al velero de la juventud y mantenerse a flote, don Severo, perdido ya el velero de la juventud e incapaz de encontrar el de la esperanza, se hundió y, al final, se ahogó.

Sebastián resistió este segundo óbito gracias al trabajo, en el que se volcó, y a sus padres, en cuyo regazo se refugió. Desafortunadamente, aquel amado regazo también se desvaneció cuando una cruenta epidemia de peste masacró la región y trasladó a sus padres al mismo mundo de los recuerdos que recién acogía a don Severo y a Inés.

Roto de dolor, roto el mañana y viendo que, pese a su afán por achicar lágrimas en el velero de la juventud, incluso este zozobraba, Sebastián pensó que, o se alejaba de tan pertinaz noche, o la pertinaz noche acabaría engulléndolo. Vendió entonces la escribanía, cogió portante y marchó a Madrid.

Gracias a su amigo Ramón Cortés, ahora regidor del Concejo madrileño, adquirió a magnífico precio una escribanía del número desocupada tras el deceso del titular. Se hallaba en la calle de San Salvador y junto a la parroquia de igual nombre, una ubicación perfecta para cualquier notario, pues justo enfrente estaba la plaza de San Salvador, sede del Concejo, y, muy cerca, la de Santa Cruz, asiento de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte.9

En otoño de 1606 conoció a Margarita Carvajal, hija de un platero, soltera y sin compromiso.

Prendado de ella, empezó a galantearla y, aunque la actitud de la muchacha le confundía porque ni le aceptaba ni le rechazaba, no cejó en su empeño y continuó visitándola a diario.

Apenas un mes después, comprendió que no se trataba de un capricho efímero y, decidido a dar el paso definitivo, una azafranada tarde de octubre le propuso matrimonio.

—¿Casarnos? —exclamó Margarita, perpleja—. ¡Qué disparate! No hace ni seis semanas que me frecuentáis.

—Me sobran cinco para saber que os amaré hasta mi último aliento. Si me correspondéis, ¿por qué esperar?

—Lo lamento, Sebastián, pero debo declinar.

—¿Debéis? No hablamos de deber, mi señora; hablamos de querer. Aunque, al principio, os mostrasteis equívoca, luego… bueno… me ilusioné pensando que mi persona os interesaba.

—Y me interesa —replicó Margarita, afligida—. Es mi persona la que no os interesa a vos. De ahí el motivo de mi ambigüedad inicial y también el de mi negativa a aceptaros como esposo.

Os garantizo que, de estar al corriente de mis circunstancias, revocaríais vuestra gentil propuesta nupcial.

—Probad a exponer esas circunstancias y veremos si me retracto o me ratifico.

Margarita asumió el reto y, encendida de vergüenza, le confió sus misterios.

Meses atrás conoció a un aristócrata prometido a una dama de cuna hidalga a quien en breve desposaría, mas no por amor, sino para complacer el deseo paterno de unir dos blasones ilustres.

No obstante las evidentes trabas, se enamoraron perdidamente e, incapaz de sustraerse a los impulsos del corazón, Margarita rindió la virtud. Caído el velo de castidad, ya nada les impedía disfrutar de la pasión a voluntad y tanta voluntad pusieron en el menester que, al final, la pasión fructificó.

Cuando el joven se enteró del embarazo, intentó cancelar la boda alegando que no amaba a la novia, alegato que sus padres desestimaron explicándole primero las connotaciones mercantiles y en absoluto afectivas del matrimonio y advirtiéndole después que, de frustrar las expectativas depositadas en él, lo desheredarían.

Indiferente a las riquezas, gustoso habría frustrado esas expectativas y se habría fugado con Margarita a un lugar anónimo que les procurase libertad. El problema residía en que carecía de hermanos y, si desertaba, su dinastía, una dinastía noble y de muy rancio abolengo, pasaría al viudo de una pariente lejana que ni siquiera portaba el mismo apellido.

Pese a idolatrar a Margarita, sus raíces lo engrilletaban y, consternado, hubo de admitir que, aunque esas raíces le obligasen a apostatar del amor, a pronunciar un «sí, quiero» yermo de sentimiento y a resignarse a un mañana cetrino, nunca las traicionaría.

Una noche de agosto de 1606, Margarita y su galán se citaron en un rincón del Manzanares.

La pareja se instaló a la vera de un chopo, pero al rato el muchacho se incorporó y, sumido en la angustia, comenzó a pasear.

De elevadísima alzada, hechuras delgadas y complexión musculosa, derrochaba el señorío y la autoridad propios del patriciado. Tenía la cabeza poblada de rebeldes rizos de color castaño oscuro que, cuando lograban soslayar el engomado, le caían descontrolados sobre la frente de muy atractiva forma. Igualmente atractivo resultaba su semblante. De nariz aguileña, mandíbula marcada y mentón partido, embrujaba a no pocas féminas, aunque eran sus seductores ojos grises los que conquistaban incluso a las más impávidas.

—Mis apellidos me imponen el casorio, Margarita —se lamentó sin detener su atormentado deambular.

—Vuestros apellidos no os imponen el casorio. Os lo impone vuestra familia.

—Erráis, mi dama. A cambio de permanecer junto a vos, al infierno habría mandado a mi familia entera, pero el linaje me lo impide. Acumula siglos de historia y, si marcho, lo heredará un sujeto que ni siquiera lleva nuestra sangre.

—Vuestro padre lo impedirá. Caséis o no, jamás cedería un linaje de tamaña excelencia a un extraño.

—Si le defraudo, no vacilará en hacerlo. Lo cedería a Lucifer antes que a mí. En su opinión, quien envilece el linaje no merece pertenecer a él ni mucho menos acaudillarlo.

—Y si a vuestro padre no le importa ceder el linaje a Lucifer, ¿por qué os importa a vos?

—Porque se trata de mis raíces. El linaje depende de mí y no puedo desampararlo. Si lo hiciera, los remordimientos no me concederían tregua.

—La criatura que crece en mi vientre también concierne a vuestras raíces y también depende de vos —saltó Margarita—. ¿A ella sí podéis desampararla? ¿Os concederán tregua los remordimientos cuando la condenéis a la bastardía? ¿O cuando condenéis a su madre a un oprobio perpetuo? ¡Soltera y encinta! ¿Imagináis lo que habré de soportar?

—Nunca os engañé —respondió el joven, abatido—. Os confesé mis circunstancias desde el primer momento.

—Me consta y de nada os culpo —admitió Margarita, echándose a llorar—. Excusad mi arrebato, pero la situación me abruma.

—Os aseguro que, si atisbase la manera de romper estas cadenas y decidir mi futuro, no dudaría en desposaros.

—Lo sé y saberlo me reconforta. Pese a lo sucedido, no me arrepiento de haber sido fiel a mi corazón.

—A nadie amaré con la misma intensidad con que os amo a vos, Margarita. Ninguna mujer borrará la huella que dejáis en mi alma.

El joven besó la luna menguante rodeada de motas color chocolate que rotulaba el antebrazo izquierdo de la muchacha y esbozó una sonrisa triste.

—Ojalá el bebé herede vuestro sello.

—¿Por qué lo deseáis? —preguntó Margarita, intrigada.

—Porque algún día, mi bella dama, cuando sea dueño de mi destino, los hados pondrán a ese niño en mi camino y lo reconoceré merced a vuestra caricia de luna. Entonces le entregaré mi nombre y le ofreceré lo que hoy no puedo ofreceros a vos.

—Me temo que no conseguiré darle los medios para que los hados le pongan en el camino de un principal tan principal. ¡Pero si ni siquiera me siento capaz de darle la vida! Incluso me he planteado una solución radical.

—¿Una solución radical? ¿Insinuáis…?

—Eso mismo insinúo. Gesto desde hace menos de dos meses y todavía estoy a tiempo de acudir a una hechicera. Me suministraría hierbas abortivas y así eliminaría la deshonra de mi cuerpo.

—Os imploro que lo reconsideréis. Vuestro cuerpo no alberga deshonra, sino el hermoso fruto de un amor puro y sincero. Alberga un libro de páginas en blanco que empezarán a escribirse con la tinta de nuestra sangre. Por favor, Margarita. Permitid que ese libro se escriba.

—En verdad se escribirá con sangre… con la que derramará una servidora cuando mis padres descubran lo que acontece.

—¿Habláis en serio? ¿Os apalizarán?

—No creo. Solo exageraba. Al principio se llevarán un disgusto enorme, pero luego se tranquilizarán y me apoyarán. Mi madre tiene parientes en Murcia. Quizá me envíen allí hasta el alumbramiento.

—¿Significa eso que no acudiréis a una hechicera?

—Supongo que también exageraba —contestó Margarita en actitud derrotada.

—¿De veras no dañaréis al rorro?

—Si es que no puedo dañarlo —musitó Margarita, tocándose el vientre—. ¿Cómo podría? Recién existe y ya lo adoro.

—¡Gracias a Dios! —exclamó el joven, aliviado—. Se me ocurre que no ha menester separarnos. Os propongo continuar viéndonos. Yo os sustentaría a los dos. De momento, solicitaría peculio a mi padre y, en cuanto dispusiera de capital propio, os asignaría una renta.

—De ningún modo adoptaré el rol de concubina. No soportaría que me amaseis de noche y me negaseis de día. No, mi bien. Debemos despedirnos.

—¿Para siempre? —inquirió él, azorado.

—Se me antoja lo más sensato. Vos casaréis y crearéis una familia. Yo crearé otra. Cierto que será una familia harto diferente a la que fabulé de niña, pero lo superaré y saldré adelante.

—También es mi hijo, Margarita. Aunque carezco de libertad, nado en caudales. Si no contribuyo como quiero, dejadme al menos contribuir como puedo.

—Deseo vuestro querer, no vuestro poder. Me enamoré de vos sabiendo que lo primero nunca culminaría en un altar y que de lo segundo nunca me aprovecharía. Así me habría conducido sin preñez y así me conduciré con preñez. Lleváis el linaje grabado a fuego en la piel y la conciencia os exige honrarlo desposando a quien no amáis. A mí la vida se me ha colado en las entrañas e, igual que a vos, la conciencia me exige honrarla gestándola y pariéndola. Yo respeto las demandas de vuestra conciencia y no os pediré que abdiquéis de vuestras raíces. Respetad vos las demandas de la mía y no me pidáis que abdique de mi dignidad. Os suplico que no manchéis de dinero nuestra historia.

—Dispensad mi displicencia —reculó el joven, compungido—. No pretendía ofenderos. Sucede que, cuando imagino mi mundo vacío de vos, me siento a oscuras y trato de mantener la luz encendida aferrándome a cualquier opción. Pero comprendo vuestra postura y, en considerándola francamente encomiable, os complaceré y suprimiré toda mención al dinero. Me gustaría, no obstante, entregaros una prenda de amor.

Se palpó los ropajes y extrajo una cadena de la que pendía un relicario de plata. El frente tenía una cerradura diminuta y motivos florales alrededor; el dorso, un proverbio latino.

—Qué filigrana más bonita —apreció Margarita, tomando la joya, acercándola al candil y leyendo la inscripción—. «Non domo dominus, sed domino domus honestanda est». ¿Qué significa?

—‘La nobleza no reside en el apellido, sino en nuestros actos’. Procede de Los Oficios, de Marco Tulio Cicerón, y es el lema de mi estirpe.

—Creí que el lema de vuestra estirpe aludía a las bondades de la constancia.

—Gutta cavat lapidem, non vi sed saepe cadendo, de Publio Ovidio. ‘La gota horada la piedra merced a la constancia, no a la fuerza’. Ciertamente así reza el lema actual, pero, cuando mi padre muera y yo asuma el patriarcado de mi linaje, lo derogaré e instauraré el del relicario. Y lo haré en homenaje a vos.

—¿En homenaje a mí?

—Sí, Margarita. Sois la prueba fehaciente de la verdad que encierran esas letras, pues, aunque vuestro apellido adolezca de nobleza aristócrata, vuestros actos atesoran otra clase de nobleza mucho más auténtica: la del corazón. Tal es mi criterio y, en el ánimo de honrarlo y honraros, utilizaré las palabras de Cicerón para lograr que mis blasones, nobles de apellido, se inclinen ante vos, dama de noble corazón.

—Suena bello —susurró Margarita, conmovida.

—Hoy mi abolengo me somete y me obliga a renunciar a vos, pero mañana yo lo someteré a él y lo obligaré a enarbolar vuestro recuerdo estampándolo en su escudo de armas.

—Mi recuerdo en vuestro escudo y vuestro recuerdo en mi relicario. Parecerá que seguimos juntos. Acepto la prenda de amor y os la agradezco. Lástima no poder abrir el relicario. Imagino que habréis perdido la llave. Según el tamaño de la cerradura, la supongo minúscula y de fácil extravío.

—No la he extraviado —aclaró el muchacho, mostrándole una llave de dimensiones casi imperceptibles—. Hela aquí.

—Dádmela, pues.

—En lugar de daros yo la llave, ¿me permitís vos el relicario? He planeado un ritual simbólico.

Cuando, expectante, Margarita obedeció y le devolvió la joya, el joven la abrió. Una de las paredes internas era de plata como el exterior, pero la otra exhibía el emblema de su estirpe: dos ánforas doradas sobre fondo azur que enhebraban agua en un suelo de estrellas.

Sacó una navaja, se cortó un rizo y lo metió dentro. A continuación, cogió un mechón de Margarita y le lanzó una mirada interrogante. Al obtener licencia, también lo cortó, lo unió al suyo y cerró el colgante.

—Vos conservaréis el relicario y yo, la llave —explicó—. Si, andando el tiempo, se tercia la ocasión, entregádselo a nuestro hijo y decidle que me busque. En cuanto me lo enseñe, pondré mis títulos y mi hacienda a su disposición.

—No hagáis promesas baldías, os lo ruego. Nunca confiaréis el futuro de vuestro linaje a un bastardo.

—Ese niño no será un bastardo, Margarita. Será mi primogénito y palabra de honor que, de cruzarle Dios en mi camino, lo convertiré en mi sucesor.

—Toda la conversación habéis hablado de un niño y quizá nazca una niña.

—Nacerá varón. Lo sé. Y también sé que, tarde o temprano, el destino lo traerá a mí. Un día conoceré a un zagal que me resultará especial. Lucirá una caricia de luna en el brazo y un relicario en el pecho. Ignoro cuándo y cómo ocurrirá, pero tengo la certeza de que ocurrirá. Esperaré ese momento con impaciencia e ilusión y, mientras tanto, mi venerada Margarita, guardaré esta llave en el cajón de las segundas oportunidades.

—¿Habéis revelado a alguien más vuestra situación? —inquirió Sebastián tras escuchar el relato.

—A nadie —contestó Margarita—. Ni siquiera a mis padres. Cuatro meses ha que engendré y todavía no me he atrevido a participárselo. Afortunadamente, mi abdomen permanece raso.

—Terminará curvándose.

—Me consta y me aterra. Estoy desesperada, Sebastián. Aunque me avergüenza admitirlo, os confieso que incluso he sopesado la posibilidad de aceptaros, agilizar las nupcias, fingir una preñez inmediata y pretextar un parto prematuro.

—Muchas mujeres obran así.

—Yo no soy una de esas mujeres —se defendió Margarita, abochornada—. Os juro que desestimé la idea al punto.

—Tranquila. Os creo. En verdad no os concibo en semejantes contubernios. Pero centrémonos en lo importante. ¿Aún lo amáis?

—Lo he amado con locura y un sentimiento tan profundo no desaparece de repente. Sin embargo, también os digo que el sentimiento se está marchitando y me figuro que acabará expirando, porque no existe camino de retorno. Cuando él marchó, mi corazón abandonó el puerto de su regazo y ahora ya surca mares de olvido.

—¿Y se plantearía vuestro corazón zanjar esa singladura y echar el ancla en el puerto de mi regazo?

—Las circunstancias no me permiten plantearme algo así, Sebastián. Muy al contrario, me he afanado en reprimir el afecto que os profeso, pues lo percibo tendente a progresar y visar esa progresión me causaría cuitas que, en estos momentos, me siento incapaz de soportar. De ahí mis reticencias a vuestro cortejo. Desde el principio advertí que podía enamorarme de vos, pero ¿para qué enamorarme de quien me despreciaría en cuanto descubriera mi ignominia?

—Entonces, ¿podríais enamoraros de mí? Si no lo reprimierais, ¿creéis que vuestro afecto progresaría hasta convertirse en amor?

—Ni un instante lo dudéis. Se me antoja cuestión de tiempo, pero lamentablemente tiempo es lo que nos falta, porque, mientras vos me cortejáis y yo convierto afecto en amor, la semilla de otro crece en mí.

Pensando que a veces la vida resultaba harto extraña, Sebastián suspiró.

Convencido de que la muerte de Inés había esterilizado su corazón y de que nunca más volvería a intervenir en una partida de amor, ya se había resignado a la soledad cuando, de pronto, la Providencia le resucitaba el corazón y le proponía una nueva partida.

Cierto que la partidita de marras se las traía, pues exigía arrestos y, sobre todo, una apuesta fuerte. Sin embargo, ni se consideraba un cobarde ni le desagradaban las apuestas fuertes. De hecho, se consideraba un corajudo y, además, las apuestas fuertes le seducían. Por eso, en lugar de rehusar el desafío, resolvió sentarse a la mesa y jugar. Tiraría de arrestos, apostaría fuerte, nada menos que la felicidad, y que la suerte… o la Providencia… arbitrase si ganaba o perdía.

—Si de veras reputáis cuestión de tiempo que vuestro afecto se convierta en amor y me pertenezca en exclusiva, os concedo ese tiempo —anunció en tono firme.

—¿Os referís a…? —balbuceó Margarita, atónita.

—Me refiero a que no desisto de mi pretensión. Deseo desposaros y darle mi apellido a vuestra criatura.

—¿Os habéis desnortado? ¿Por qué cometeríais tamaño desatino?

—Porque os amo de verdad y el amor verdadero nunca se rinde. Errasteis entregando la virtud a quien no la merecía, pero, pudiendo embaucarme, os habéis sincerado. Ese proceder indica valentía y honestidad, cualidades que, a mi entender, purgan vuestra mácula.

—Cualquiera se apartaría de esta mujer honesta, valiente… y embarazada de otro.

—Yo no soy cualquiera, mi señora. Soy un hombre que todo lo tuvo y todo lo perdió. La adversidad me dejó el corazón en carne viva y eso duele mucho. El sufrimiento extremo enseña a relativizar y yo he aprendido la lección. En consecuencia, reitero mi oferta de matrimonio.

—¿Y qué mañana podéis esperar arrogándoos una paternidad ficticia?

—Nada espero ya del mañana, Margarita. En algún recodo de este zigzagueante transitar mío, repleto de innumerables sonrisas y demasiadas lágrimas, reparé en el doble significado del vocablo presente. Significa ‘hoy’ y significa ‘regalo’. Aprendí entonces que eso es la vida: el presente y un regalo. Yo os amo ahora y mi amor se extiende al pasado que late en vuestro vientre. En cuanto al futuro… ¿quién sabe lo que nos depara? Según mi experiencia, gusta de sorpresas, así que es mejor dejarse llevar. Y, como tiempo ha que un servidor rinde culto a ese «dejarse llevar», no rechazaré el regalo de un hoy feliz por juzgar un ayer que no me atañe y temer un mañana tornadizo.

—¿En serio porfiáis en desposarme?

—Responded sí y vestiréis de primavera un invierno que creí eterno.

—¡Sí! —exclamó Margarita, riendo y llorando a la vez—. ¡Claro que sí! Saludad a la primavera y arrellanaos en ella, mi gentil caballero, pues yo me ocuparé de mantenerla lejos del frío.

—Viviré por vos y moriré con vos —afirmó Sebastián, abrazándola—. Os amaré siempre, mi señora. Y también amaré a ese retoño a quien ya considero un Castro.

—Será un Castro y os colmará de orgullo.

Aprovechando que la preñez de Margarita se resistía a despuntar, la pareja apuró los preparativos y, una lluviosa tarde de noviembre, el párroco de San Ginés los casó.

Sebastián invirtió sus arras y la dote de Margarita en una modesta morada sita en la calle del Espejo. Magníficamente ubicada, estaba en los aledaños de la egregia parroquia de Santiago, la no menos egregia de San Juan, el convento de Santa Clara, el Alcázar y múltiples mansiones, pues los ilustres acostumbraban a domiciliarse cerca del rey.10

Aunque el señorío de la zona complació a Sebastián, no fue eso lo que le indujo a comprar. Otros dos detalles, acaso de inferior tronío pero de singular envergadura, le cautivaron.

El primero afectaba a la Regalía de Aposento, servidumbre instaurada en Madrid por el Segundo Felipe cuando, en 1561, convirtió la Villa en capital imperial.

Como, en aquellas añejas fechas, Madrid era una humilde aldea carente de espacio para alojar a la infinita cristiandad que integraba la Corte, el monarca despachó el problema ordenando a los lugareños ceder la mitad de sus hogares a los funcionarios reales.

Sin embargo, no todos los inmuebles podían fraccionarse y este inconveniente obligó a clasificarlos en materiales y no materiales. Los materiales admitían parcelación y a los dueños se les adjudicaba un huésped; los no materiales, llamados «de composición de aposento», resultaban indivisibles y, a cambio de un canon anual, los propietarios se libraban del huésped.

Conseguir que una casa se declarase «no material» costaba trabajo, tiempo y, muy frecuentemente, dinero.

Primero debía lidiarse la fase inaugural del procedimiento consistente en la inspección de la finca. La efectuaba un arquitecto público, que, sabedor de lo que estaba en juego, según franqueaba la puerta del lugar soltaba un «no necesito ver más porque la viabilidad de fragmentación asoma palmaria» para reconocer que «precipité mis conclusiones, pues observo una evidente indivisibilidad» en cuanto el interesado le mostraba una faltriquera tintineante y le decía que «quizá esto os ayude a reconsiderarlo».

Obtenida la declaración de «no material», se tramitaba la fijación del canon, diligencia cuyo éxito también solía depender de la generosidad del aspirante.

Algunos avispados solicitaban la exención de huésped y canon en concepto de recompensa por servicios prestados a la Corona. A menudo, el «servicio prestado a la Corona», o no existía, o no meritaba tamaña recompensa, pero, si la deficiencia se subsanaba prestando un buen servicio, no a la Corona, sino al burócrata de turno, había óptimas posibilidades de llevarse el gato al agua.

El empeño de esquivar al fastidioso huésped gestó la picaresca de las «casas a la malicia», viviendas de exterior estrecho y a simple vista indivisibles que, en realidad, ocultaban un amplio interior.

Los madrileños lograban esta ilusión óptica inventándose todo tipo de argucias. Aprovechaban los pronunciados desniveles de la Villa levantando una planta al inicio de la cuesta y otra al final, habilitaban el sótano, transformaban patios en estancias, construían ventanas entre dos plantas para hacerlas parecer una, renunciaban a las ventanas limitándose a abrir minúsculos tragaluces que impedían determinar el número de plantas o camuflaban buhardillas bajo inclinadísimos tejados.

La residencia de los Castro no necesitaba de estas componendas, pues ostentaba el título de no material con canon anual de cinco mil maravedís. Cierto que el privilegio disparaba el precio de venta, pero, reacio a tener extraños en su recién estrenado hogar y pensando que eludirlos bien valía el esfuerzo, Sebastián transigió.

La segunda peculiaridad del inmueble que le animó a comprarlo aludía al enclave. Se hallaba en la calle del Espejo, palabra derivada de espéculo.

El Espéculo o espejo del derecho era un cuerpo legal elaborado por Alfonso Décimo, el Sabio, que pretendía unificar la normativa vigente en el Reino de Castilla. Aunque el códice no se concluyó, se ganó un hueco en la historia del derecho como antecesor de las Siete Partidas y en el corazón de los escribanos como uno de los primeros textos legales que incorporaron un estatuto regulador de su oficio.

Sebastián, incansable estudioso de la historia del derecho y un devoto de su oficio, creyó distinguir una señal del destino en esta coincidencia y no lo dudó.

Y así, de esta manera tan rocambolesca, Sebastián, un viudo triste, solitario e inquilino de una ruinosa habitación, se convirtió de repente en esposo enamorado, padre en ciernes y dueño de una acogedora morada. Todo a la vez.

El veinticinco de abril de 1607 vino al mundo Alonso Castro. A ojos del vecindario fue un niño prematuro… muy prematuro; a ojos de sus padres, el primogénito, y a ojos de la Iglesia, el hijo legítimo de Sebastián Castro y Margarita Carvajal, nacido en la villa de Madrid y cristianizado en la parroquia de San Ginés.

Desde el principio, Sebastián lo sintió de su sangre. Emocionado, rozó la misma caricia de luna que rotulaba el brazo materno y, cuando el bebé correspondió agarrándole el pulgar, un sedal de hondo e inquebrantable afecto los unió para siempre.

Empeñada en cumplir lo prometido, Margarita sanó las heridas del corazón y se consagró a Sebastián. Sin embargo, Alonso le recordaba mucho a aquel joven aristócrata y, en ocasiones, no podía evitar perderse en el ayer.

De hechuras gallardas, elegancia genuina y porte imponente, el zagal prodigaba hidalguía por los cuatro costados.

Pese a ello, el parecido físico entre padre e hijo resultaba impreciso porque, aunque Alonso había heredado la altura, los ojos claros y el cabello ondulado, estos dos últimos rasgos diferían tanto que desvirtuaban el parentesco.

Los ojos del padre eran grises y los del hijo, de un brillante verdemar. El cabello tampoco encajaba, pues, no obstante la rizada pelambrera de ambos, la del padre tendía al castaño oscuro y la del hijo, al claro, aparte de acopiar los reflejos dorados de la melena materna.

La nariz griega de Alonso no se asemejaba a la aguileña del padre y, si bien las mandíbulas de ambos se marcaban de muy varonil suerte, Alonso no tenía el mentón partido paterno, sino el hoyuelo que asomaba en la mejilla de Margarita cuando esta sonreía. En cambio, con o sin hoyuelo, las dos sonrisas, pícaras, simpáticas y harto atractivas, sí sugerían filiación.

En definitiva, el rostro del muchacho combinaba las facciones de sus progenitores de tan sutil forma que cualquier testimonio de afinidad pecaba de forzado.

A quien, desde luego, no se daba ni un aire ni dos era a Sebastián, porque la mediana estatura de este, su cabello moreno y liso, los ojos negros, el mentón sin hendiduras y las mejillas sin hoyuelos no casaban ni afanándose.

Trece años después, cuando ya parecía que no habría más descendencia, nació Diego Castro; para Margarita, su segundo hijo de sangre y para Sebastián…, también.

8 La garnacha es la predecesora de la actual toga. Hasta el siglo XIX su empleo se restringió a magistrados, jueces, alcaldes y fiscales. Después la Ley de Organización del Poder Judicial de 1870 la extendió a los abogados y la vigente norma de 1985 les exige su uso en audiencias públicas, reuniones del tribunal y actos solemnes judiciales.

9 En la calle de San Salvador, actual calle de los Señores de Luzón, se alzaba la parroquia de San Salvador, templo de gran relevancia en la historia de Madrid porque en su pórtico se celebraron las primeras asambleas consistoriales. Se demolió a mitad del siglo XIX para ensanchar la calle Mayor. La plaza de San Salvador es hoy la Plaza de la Villa.

10 Hoy la calle del Espejo nace en la de Santiago y finaliza en la de Amnistía. En el siglo xvii era más larga y formaba una media circunferencia que empezaba en la actual calle Requena, cruzaba Lepanto, Vergara, Santa Clara, Unión, Independencia y luego discurría paralela a la de Escalinata, entonces llamada de los Tintoreros.

Libelo de sangre

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