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CAPÍTULO 2

Hermanos de leche



Arrellanada en una silla de pino, sor Casilda dormitaba.

Una manta apolillada le cubría las piernas y el rosario que se enroscaba en sus dedos aguardaba paciente la reanudación de los rezos.

En sueños, la mujer tiritaba. Hacía mucho frío y el braserillo instalado a sus pies ni un ápice los templaba, pues, consumida la ración de cisco prevista para la jornada, llevaba horas muerto.

Sor Casilda consagraba las noches a custodiar el torno del hospital de los Niños Expósitos, más conocido por su alias: la Inclusa.

Contaban los añejos que el término inclusa nació en la Villa durante el reinado del Segundo Felipe. Un soldado español trajo de la ciudad holandesa de Enkhuissen una imagen de la Virgen de la Paz y se la regaló al monarca, quien, a su vez, la donó al hospital.

Las gentes empezaron a llamar al lugar hospicio de la Virgen de Enkhuissen, pero, como ignoraban la fonética correcta de la palabra, la enunciaban a su leal saber y entender. Las improvisaciones evolucionaron y, cuando al final gestaron el vocablo, la Virgen de Enkhuissen se convirtió en hija legítima de Madrid bajo el nombre de Virgen de la Inclusa.

Regentado por la cofradía de Nuestra Señora de la Soledad, el hospital se ubicaba entre las calles de la Zarza y Preciados. Consistía en una aglomeración de inmuebles interconectados que la institución adquirió paulatinamente a medida que fue creciendo el número de expósitos y fue haciéndose necesario ampliar los espacios.3

En la sala del torno se hallaba el rudimentario artilugio que recibía a los infantes. Estaba encajado en una ventana y, según el lado desde donde se mirase, se veía o no se veía.

Desde fuera mostraba su lóbrega cavidad, una campanilla a la derecha y encima un farol siempre encendido; desde dentro no mostraba nada, pues un postigo de madera lo ocultaba.

El procedimiento era sencillo: en cuanto la campanilla repicaba, la monja abría el postigo, giraba el cilindro y un párvulo entraba en los lares del olvido.

El techo de la estancia tenía forma abovedada, circunstancia que, lejos de crear una atmósfera acogedora, multiplicaba las sombras y provocaba cierta claustrofobia.

Ni el suelo de tierra amalgamada con cal para compactarla ni las huestes de invertebrados que lo colonizaban ayudaban a mejorar el ambiente. Tampoco lo hacía el apergaminado aspecto de las paredes; el adobe de la parte superior imploraba un enyesado que la cofradía no podía costear y el desastrado arrimadero de la inferior exhibía azulejos otrora blancos y hoy grisáceos, algunos caídos e innumerables tan astillados como el destino de los desventurados que allí recalaban.

La exigua decoración a cargo de una sarga de la Virgen de la Soledad, un crucifijo de hierro y una lamparilla remataba un conjunto en verdad deprimente.

Tres taburetes de morera y asiento de sogas de esparto escoltaban el torno. Enfrente había un soberbio banco conventual de ébano labrado que, considerando lo austero de la pieza, desentonaba; sin embargo, un grande de Castilla lo legó a la Inclusa y las religiosas decidieron utilizarlo para alegrar una miaja aquel paritorio de tristezas.

En el rincón se alzaba un escritorio de cerezo cuya tapa abatible estaba desplegada. Encima descansaban dos gruesos libros, donde se registraban las entradas y salidas de hospicianos, y un candil de aceite, que, aunque intentaba punzar la penumbra, solo conseguía punzar la madera con gotas de grasa ardiente que dibujaban círculos negros en ella.

Varios tablones que sellaban un tragaluz pretendían proteger la habitación del relente, pero fracasaban por partida doble, pues, de un lado, el viento se colaba entre las rendijas y continuaba congelando la temperatura y, de otro lado, el apaño dejaba el lugar sumido en un crepúsculo perpetuo que no franqueaba el paso ni al sol ni tampoco a su calor.

La madrugada transcurría calmada, cosa insólita porque, antes de las once, normalmente cuatro o cinco desgraciados ya habían probado la rueda maldita. Sin embargo, esa noche la campanilla se mantenía en un providencial silencio que, amén de ahorrarle trabajo, permitía a sor Casilda echar aquella destemplada pero muy bienvenida cabezadita.

Tres aldabonazos alteraron el silencio y también la cabezadita.

Limpiándose un hilillo de saliva liberado en el dormitar, sor Casilda retiró la manta, asestó un pisotón a una cucaracha y, al levantarse, quizá con demasiados bríos, un doloroso chasquido de huesos le crispó el ceño.

Temblando de frío e increpando a las extintas ascuas del braserillo, se arregló toca, velo y escapulario, recolocó el agnusdéi que le adornaba el pecho y, luego de guardar el rosario en el bolsillo del monjil, se dirigió a la puerta rezongando groserías nada propias de una esposa del Señor.

—¿Quién va? —demandó en tono arisco.

—Fray Benito, de la Ronda del Pan y el Huevo, hermana —contestó una voz al otro lado.

—¿Cuántas veces he de repetiros que metáis a los meninos en el torno? ¿Tanto os cuesta cumplir las normas como hace el resto de la gente?

—No traemos menino, sino yantar. Conscientes de vuestros parcos condumios, queríamos aliviaros la gazuza. No obstante, comprobado que gastáis más humos que hambres, viramos talón.

Empuñando una descomunal llave, la monja se apresuró a descorrer el cerrojo. Cierto que gastaba humos, pero ni de chanza superaban las hambres. Habiendo almorzado un chusco de pan duro mojado en sopa aguada y cenado un par de cebollas, ya lanzaba miradas ávidas a los bichos del lugar.

—¡Ni se os ocurra marcharos! Y no me soltéis las cabras de tan avinagrada guisa que tampoco he apagado el sol. Me he limitado a reivindicar el respeto al protocolo. No se me antoja petitoria ni desaforada ni censurable.

Al abrir, encontró a cuatro zagales enfundados en túnicas de picote y gorros de arpillera. Uno llevaba dos farolillos; el segundo, una cesta de viandas, y los otros dos, la silla de manos donde la Ronda trasladaba a los enfermos indigentes.4

Los acompañaba fray Benito y una pareja de caballeros seglares. El sacerdote vestía sotana de felpa cabellada negra, fajín también negro, sombrero de teja, manteo clerical y una esclavina sobre los hombros. Los caballeros lucían calzas de terciopelo oscuro, ropilla de lana a juego, cuello de lechuguilla, sombrero de ala ancha, botas de fieltro para lluvia y capa de bayeta segoviana.

Del pecho de los siete pendía el cordón blanquiazul identificativo de los que militaban en la Ronda del Pan y el Huevo.

—Muchachos, esperad aquí fuera y no arméis jaleo o la tendremos —indicó fray Benito a los criados—. Lupicinio, tú, que portas la vitualla, entra con nosotros.

Seguido de los adultos y del joven Lupicinio, el clérigo cruzó el umbral.

—Ave María Purísima, hermana —dijo, descubriéndose la testa—. Permitidme presentaros a don Juan Hernández de la Vega y a don Baltasar Román, mis camaradas de ronda de esta semana. Amigos, ella es sor Casilda, guardiana nocturna del torno inclusero.

—Menudo turno glacial os ha tocado en suerte, señores —comentó la religiosa a modo de saludo—. A eso llamo yo morir por Dios. Él recompense vuestros desvelos y os reserve un aposento en el paraíso.

—¿Cómo discurre la jornada? —inquirió fray Benito.

—Gélida cual beso de madrastra —graznó sor Casilda—. No hay manera de burlar el relente. El castañeteo de mis dientes no amaina y los huesos me trovan penurias en cuanto amago un cimbreo. ¡Este maldito invierno terminará arramplando conmigo!

—En mi humilde opinión, ni un ciclón arramplaría con vos. No obstante, serenaos. Ayer granizó y hoy ha nevado. Si a granizo y nevada sigue escampada, presumo menos rigurosas las temperaturas de mañana.

—El Altísimo lo encarte, porque otra luna igual y rogaré a Belcebú un rinconcito al calor del infierno.

—¡Hermana! —amonestó fray Benito—. Sujetad la lengua o me obligaréis a excomulgaros.

—No digáis enormidades y sacad la manduca. Tengo más hambre que los pavos de Manolo.

A un gesto del clérigo, Lupicinio extrajo el escantillón, una tablilla de madera agujereada en el centro.

—¡Ángela María! —exclamó sor Casilda—. ¿De nuevo jeringando con ese trasto del demonio?

—¿Recién me reprocháis no acatar las normas y ahora bufáis porque lo hago? —rebatió fray Benito—. ¿Qué sucede? ¿Solo observáis las que os interesan?

—Las que me interesan a mí no; las que interesan a todos. Y la perogrullada del escantillón no interesa a nadie. Si el huevo es grande, se entregan dos y, si es menguado, se entregan tres y arreando que anochece. Cuando la cólera encorseta, las liturgias sobran, padre.

—Esta ronda reparte un panecillo y dos huevos. Y dos son dos, señora mía, no tres ni cuatro ni los que vos consideréis oportunos. El escantillón marca el tamaño idóneo para calmar las elegías del buche y lo hace conforme a la consigna «si pasa, no pasa y, si no pasa, pasa». El huevo que no atraviesa el orificio se admite y el que lo atraviesa regresa a la canasta. Quizá coméis mejor de lo que me barruntaba y por eso os permitís el lujo de despreciar nuestros empeños. En cambio, los vasallos de la intemperie, lejos de despreciarlos, los aprecian y los encomian.

—Está bien —concedió sor Casilda, lanzando un suspiro resignado—. Sea, pues; que comience el Cristo a padecer. Cuanto antes empecéis, antes acabaréis.

—Adelante, Lupicinio —invitó fray Benito en actitud ceremoniosa.

En actitud bastante menos ceremoniosa, el criado inauguró el ritual. El primer huevo atravesó el agujero del escantillón; el segundo tampoco superó la prueba; el tercero se encajó un poco, pero terminó colándose, y el cuarto también viajó al otro lado.

—Acepto esos cuatro —anunció sor Casilda, extendiendo una mano anhelante.

—Porfiad en tan irreverente talante y quedaréis sin ninguno —advirtió fray Benito—. Si deseáis el agasajo de la Ronda, os someteréis a sus reglas. De lo contrario, marcharemos y aviado el problema, ¿estamos?

—Estamos, padre, estamos, pero aligerad el trámite, os lo suplico. Frente a semejante serón de víveres, una servidora quiebra las reverencias y lo que ha menester.

—La paciencia forja glorias, hermana. Continúa, Lupicinio.

El chico procedió y, luego de una docena de huevos fallidos, sor Casilda volvió a la carga.

—O angostáis el ojal del cacharro, o tendréis que ajusticiar a todas las gallinas del Reino por defraudar vuestras expectativas.

—No prestes oídos —ordenó fray Benito a Lupicinio, que lo miraba desconcertado—. Los cofrades de la gentil Ronda del Pan y el Huevo honramos sus decretos, incluido el esencial: si el huevo pasa, no pasa…

—... y, si no pasa, pasa —remató el mozo, entonando una cantinela insolente y reveladora de un escepticismo similar al de sor Casilda—. Ya me he aprendido la vaina, patrón. Como a voacé no se le cae de la guardamuelas, al final me ha horadado el caletre.

La monja trató de simular una sonrisita sardónica; sin embargo, los caballeros no se privaron y estallaron en carcajadas.

—Suerte si pasa y, entonces, no pasa, ¿cierto, muchacho? —señaló uno de ellos—. Buena cuenta dais después de los huevos abortados.

—¿Dónde porta la suerte, maese? —gruñó Lupicinio—. Los criados hemos de apencar con lo que ni siquiera se estima digno de quijadas gualdraperas.

—¡Habló el descendiente del Cid! —saltó fray Benito, atizándole un pescozón—. Te rescatamos de la calle, te procuramos educación, yantar diario, techo, catre, lumbre, abrigo…, y ¿todavía te licencias querellas, mequetrefe?

—Disculpadme, amo. A estas horas estoy descostillado y la cansera me afloja la húmeda. Ya sé que a los roebiblias como voacé no les ocurre y por san Junco que me pasma. Aunque arrastréis fatigas, siempre empleáis un verbo harto garboso y gastáis una filatería que ni Miguel de Fervientes. Pero el Lupicinio solo es un pobre pataliebre que ranea en los feudos de la cortesía; sobre todo cuando la modorra se emperra en clausurarme las ventanas.

—¡Miguel de Cervantes, gaznápiro! Si atendieras en la escuela en vez de mirar a las musarañas, no ranearías tanto en la cortesía y me ahorrarías estos bochornos. Y suprime de tu lamentable vocabulario el término roebiblias. Resulta muy ofensivo referirse así a los ministros de Dios.

—Voacé me dispense de nuevo —musitó Lupicinio, decidido a cerrar el pico antes de recibir otro sopapo.

Sor Casilda asistía a la reprimenda sin quitar ojo a la cesta de comida, que se balanceaba de insinuante forma en el brazo del criado.

—¿Podríais cantarle las cuarenta al zagal mientras yo mastico? —sugirió, componiendo una expresión de falsa candidez—. La cruz del hambre es lastre de enjundia, pero estibarla frente a los contoneos de esa bendita canasta se me antoja un martirio cruel.

—Vos misma os habéis provocado el martirio alentando insurrecciones en el párvulo y profiriendo guasas de escaso gusto —recriminó fray Benito, enojado—. Nos corresponde amaestrar al rebaño, hermana, encomienda que exige seriedad y disciplina. ¿Cómo pretendéis que los corderos obedezcan si ven al pastor pisotear el reglamento y mofarse de él?

—No os falta razón —admitió sor Casilda, achantada—. Intentáis paliar las cuitas de esta vieja cascarrabias y así lo agradezco. Os ruego excuséis mi deleznable comportamiento. En mi defensa solo puedo alegar la necesidad. Este perpetuo y forzoso ayuno me encapota el entendimiento.

De inmediato, la Providencia premió el sincero arrepentimiento de la mujer con un tierno panecillo y dos hermosos huevos que consiguieron derrocar al polémico escantillón.

—¿Han abandonado a algún pituso esta noche? —preguntó fray Benito.

—Ninguno y que continúe la dicha —contestó sor Casilda, devorando la vitualla—. Me figuro que vos no disfrutáis de igual ventura. La Ronda nunca recaba veladas apacibles.

—Por desgracia, no andáis errada. Madrid se hunde en la miseria y nuestro empeño en mitigar tanto penar fracasa sin remedio. Cada madrugada socorremos a decenas de menesterosos y, a la madrugada siguiente, parece que la anterior no hicimos nada. Es como barrer en el desierto.

—El desierto de Madrid tiene mucha menos arena desde que la Ronda del Pan y el Huevo lo barre luna tras luna, padre. Tamaño logro no se me antoja un fracaso.

—Lo que tiene el desierto de Madrid es un inmenso abismo entre cumbres y llanuras que un servidor no concibe. En las llanuras impera la carestía y en las cumbres, la fruslería. Cuando pienso que una pizca de los dineros que las cumbres derrochan en banalidades salvaría la vida de huestes moribundas, la frustración me vence.

—Decid, mejor, una pizca de los dineros que derrochan las cumbres… del Alcázar —matizó sor Casilda con la boca llena—. Porque allí sí que gastan en banalidades.

—Últimamente el Alcázar no gasta en banalidades, sino en galenos y específicos para el Rey. Al parecer, unas fiebres rebeldes lo han postrado y la cosa no pinta bien.

—A ver si la espicha y los hados nos regalan un monarca sin tanto pájaro en la corona —bufó sor Casilda en tono despectivo.

Los caballeros y Lupicinio sonrieron, divertidos.

—¡Hermana! —se escandalizó fray Benito, lanzando una mirada fulminante a los mayores y propinando el segundo cachete al mancebo—. ¡En nombre del santo Misterio! ¿Estáis invocando el óbito de un semejante?

—¿Semejante? Ese comeflores y yo solo nos asemejamos en que rezamos al mismo Dios. ¡O quizá no! Porque, cuando él reza, le llueve el parné y, cuando la menda lo hace, le llueven expósitos. De seguro consagra sus aleluyas a Lucifer y de ahí el aluvión de tintineantes prebendas que vendimia. No me importa, pues, ratificarme: ojalá nos libremos pronto de tamaño almanegra.

—¡De veras que no doy crédito! El Rey agonizando y vos escupiendo barrabasadas sobre su persona. ¿Dónde habéis extraviado vuestra caridad cristiana?

—¿Caridad cristiana para quién? ¿Para la ristra de criaturas que a diario ingresan en esta filial del olvido o para un soplaguindas entronizado que lo consiente mientras él y la recua de culopollos que le bailan el agua nadan en caudales? Para los primeros me sobra caridad cristiana, padre, pero no me la pidáis para los habitantes del Alcázar, pues ni un avemaría les dedicaré. ¡Que se ahoguen en su oro! Ya les pondrá las peras al cuarto el Altísimo cuando les toque purgar máculas. Entretanto, nosotras intentaremos explicar a nuestros hospicianos por qué, si unos pueden derrochar metal, otros tienen que derrochar resignación y, luego de alegar que así de inescrutables son los designios del Señor, los animaremos garantizándoles que quien ríe el último ríe mejor.

—¡Hermana Casilda! Callaos al punto o reportaré a la priora.

—Reportadle lo que gustéis. Ya os adelanto su réplica. Dirá que, en realidad, quien ríe el último no ríe mejor; simplemente, no entendió el chiste.

La campanilla del torno interrumpió el altercado.

—¿Veis a lo que me refiero? —masculló sor Casilda, ofuscada—. ¡Toda mi caridad cristiana para Su Cretina Majestad a cambio de una noche sin escuchar ese maldito cencerro!

Dolorida y exhausta, Luisa llegó a la Puerta del Sol.

El lugar estaba vacío y sumido en tal penumbra que ni siquiera se distinguía la silueta de los edificios recortándola.

Como nevaba mucho y las glaciales rachas de viento iban en aumento, la joven se dirigió a uno de los inmuebles que delimitaban el recinto y se cobijó en el portal. Allí encogida, con un recién nacido en los brazos, derrengada tras el parto y superada por los acontecimientos, rompió a llorar, incapaz de comprender que el cielo pudiera mutar a infierno en un pestañeo.

El principio del fin empezó cuando don Gabriel Castillejo, el padre de Luisa y un reputado maestro pasamanero, murió apuñalado en una costanilla tan miserable que ni nombre tenía.

Matilde, la viuda, comprobó espantada que la herencia rebosaba deudas y trató de remediar el problema solicitando al gremio de pasamaneros autorización para hacerse cargo del taller familiar. Sin embargo, el gremio, reacio al trabajo femenino, solo le concedió una licencia de seis meses.

En ese tiempo, el apuro se recrudeció.

Luego de invertir los ahorros en liquidar pasivos, a Matilde le resultó imposible pagar el jornal de los empleados y hubo de despedirlos a todos, excepto a uno, pues la cofradía exigía la presencia de, al menos, un varón. Desprovista de personal, no conseguía respetar los plazos de entrega y, como no entregar implicaba no cobrar, los ingresos se redujeron a mínimos insostenibles.

La desidia también afectó a la clientela. Los antiguos clientes, hartos de tanta informalidad, le retiraron su confianza y los nuevos, alertados por los antiguos, no se la otorgaron.

El vencimiento de la licencia precipitó los acontecimientos. Los veedores gremiales advirtieron a Matilde que no tolerarían colegas hembras; en consecuencia, o buscaba una solución, o la acusarían de vulnerar el estatuto corporativo.

Matilde sopesó las tres únicas «soluciones» que el sistema ofrecía a una viuda en sus circunstancias: desposar a un miembro de la cofradía para que este asumiera el negocio, malvenderlo y quedar en la calle o prostituirse.

Escogió el casorio y aceptó la oferta de Dionisio Guzmán, un mediocre maestro pasamanero que, carente de taller propio, ambicionaba independizarse de su patrón e iniciar una aventura en solitario.

—No deseo condenarte a la mendicidad —le dijo a Luisa—. Y, entre el paraíso que mi amado Gabriel se llevó y el averno de un lupanar, matrimoniar con Dionisio se me antoja el purgatorio.

Lamentablemente, el purgatorio ocultaba otro averno que emergió en cuanto pronunció el «sí, quiero».

Dionisio profesaba la religión de «al vino, hurra y a la mujer, zurra», e, impaciente por rendirle culto, la misma noche de nupcias ofició el primer ceremonial.

Matilde entró en una espiral de contusiones y moratones diarios que, frente a Luisa, atribuía a caídas fortuitas o accidentes domésticos. Pretendía mantenerla al margen del trance, pues, de averiguarlo, la muchacha encararía a Dionisio y este no vacilaría en sacar la fusta a pasear. De momento, las infames caricias se sucedían en lares de pareja e imploraba a Dios que no cruzaran el umbral de la alcoba marital y alcanzaran a su hija.

La tarde en que el aciago enlace cumplió un año, Dionisio regresó ebrio a casa y propinó a Matilde una paliza salvaje.

Tirada en el suelo e indefensa, la mujer gritaba bajo un torrente de brutales correazos y enloquecidas patadas. Ya se incorporaba, ensangrentado el cuerpo y desangrada el alma, cuando un puñetazo en la cabeza selló el calvario. Su cerebro reventó y emprendió viaje al camposanto.

Mientras Matilde tragaba hiel, Luisa saboreaba miel.

Andaba encandilada de un apuesto galán que la colmaba de pleitesías y almíbares. Le prometió esponsales, un futuro próspero y una vereda repleta de rosas sin espinas. Y la joven le creyó.

El día que su madre perdió la vida, ella perdió la virtud.

Quedó huérfana, a merced de un padrastro violento y a punto de descubrir una dolorosa verdad: que las rosas sin espinas no existen.

Durante unos meses, templó la pena en el regazo de una entelequia, pero, cuando la entelequia fructificó y comenzó a curvarle el vientre, el truhan desapareció dejándola soltera y en estado de muy mala esperanza.

La madrugada en que Dionisio le infligió tal tunda que casi la mandó con sus padres, se asustó de veras y decidió poner tierra de por medio.

Preparó una impedimenta tan lastimosa como su situación y, dejando atrás un hogar quebrado y muchos momentos entrañables que ya no volverían, salió al mundo de los que nunca ríen.

Sintiéndose en una realidad irreal, se sumergió en la indigencia.

Durmió entre ratas y, cuando el hambre venció la repulsión que le inspiraban, se las comió. Suplicó caridad añorando ese ayer en que extendía la mano para dar y aborreciendo aquel hoy que la obligaba a hacerlo para pedir. Aprendió a esquivar a los alguaciles, a temer la Galera y a preferir cualquier rincón putrefacto a una celda allí. Y también conoció el frío. El auténtico. El que hasta las ideas congela.

Y así, atrapada en un marasmo más y más profundo, se resignó a morir un poquito cada luna mientras, aferrada a sus entrañas, una criatura se empecinaba en vivir.

Un gemido de Gabriel la devolvió al presente.

Brillantes los ojos de ternura, lo miró. El corazón le rogaba resistir y no abandonarlo, pero ella ya nadaba en aguas de rendición.

Una comitiva que, a la luz de dos farolillos, transitaba rumbo al hospicio captó su atención. El cuarteto de mozos portando utillaje de auxilio seguido de un clérigo y dos laicos resultaba inconfundible. De inmediato, identificó a la Ronda del Pan y el Huevo.

—¡A buenas horas asoman! —murmuró, chasqueando la lengua—. Ahogado el perro, drenan el pozo.

Consciente de que, si no se apresuraba, le faltaría coraje para desertar de la vida de Gabriel, se quitó la medalla de la Virgen del Carmen que su padre le regaló. Al instante, se sintió desvalida. Estaba convencida de que aquel colgante la cuidaba y por eso nunca se lo quitaba; ni siquiera las peores embestidas del hambre la habían empujado a venderlo. De ahí que, en cuanto se lo quitó, el desamparo le incautó los arrestos y dibujó negros augurios en el horizonte.

Pero, como no tenía elección, pues se trataba de su hijo y, considerando las circunstancias, era lo menos que podía hacer por él, aparcó los miedos y enroscó la medalla en la muñeca de Gabriel. Aunque el temblor de los dedos, las cegadoras lágrimas y la palpitante sien no le facilitaron la tarea, al final consiguió culminarla. Entonces se levantó, anduvo un trecho y se adentró en la travesía lateral a la calle Preciados.

Al llegar junto al torno inclusero, introdujo a Gabriel en el hueco y le dio el último beso.

—Adiós, pequeño. Que la Virgen del Carmen te proteja. Y gracias, mi bien; infinitas gracias porque, durante estos bellos momentos a tu vera y por primera vez en muchos meses, no he sentido frío.

Y, deshecha en llanto, agitó la campanilla, se volteó y marchó.

Al escuchar el repiqueteo anunciando la arribada de un rorro, sor Casilda despachó a la Ronda y se precipitó al torno.

Ya en el exterior, fray Benito divisó una sombra alejándose y, suponiendo que se trataba de la madre, envió a casa al resto del grupo, se agenció un farolillo y la canasta de víveres, e, incapaz de aceptar que una mujer renunciara a su hijo, la siguió presto a sugerirle un arreglo menos traumático.

—¿Todo en orden, muchacha? —preguntó cuando la alcanzó—. No temáis. Ninguna vileza me trae. Soy fray Benito, de la Ronda del Pan y el Huevo.

—Todo en orden, padre —contestó Luisa, sofocando los sollozos—. La noche se me ha torcido una miaja, pero no es avatar de enjundia.

—En mi opinión, alumbrar sí es avatar de enjundia. Y la hemorragia que purpurea vuestras huellas también.

Sorprendida, pues no había reparado en ese detalle, se fijó en el suelo y, al comprobar lo acertado de la observación, prestó atención a sus piernas con la esperanza de que aquella sangre no le perteneciera.

Cuando notó que, en efecto, un pegajoso flujo descendía desde su bajo vientre, se inquietó un poco y se ofuscó un mucho. La hemorragia la inquietaba, pero no más de lo que le ofuscaba descubrirla. Ella iba tan tranquila porque pensaba que el manto camuflaba los vergonzosos vestigios de un parto en soltería y resultaba que sus huellas traidoras habían estado todo el tiempo testimoniando parto y soltería.

Demasiado abochornada para confesar, resolvió negar la mayor.

—Hierra vuesa merced. Esta colorada no corresponde a madre nueva, sino a hembra fértil.

—¡Y tan fértil! Soy cura, no tonto, joven. Os encuentro hecha un dolor junto al torno donde recién meten a un párvulo y ¿pretendéis que me crea que la madre se ha esfumado y que vos pasabais por aquí, de madrugada y en mitad de un temporal, sangrando fertilidad?

—Así mismo ha sucedido —confirmó Luisa, absorta en la cesta de comida—. No quisiera pecar de grosera, pero, entre darle a la húmeda y darle a las muelas, elijo lo segundo. ¿Lleváis vitualla en el capacho? Tiempo ha que no soplo cuchara.

—¿Cómo os llamáis? —inquirió fray Benito, tendiéndole un panecillo y dos huevos previamente sometidos a la prueba del escantillón.

—¿A quién le importa? —replicó Luisa, tomando el alimento.

—A mí me importa. Deseo ayudaros.

—Acabáis de hacerlo procurándome masticables.

—Reveladme, al menos, el nombre del churumbel. No lo presumo cristianizado y de seguro lo habéis hermanado con el torno sin avío ni referencia.

—Os reitero que no he alumbrado ningún churumbel.

—¿Sabéis que el hospicio tiene fama de pergeñar nombres poco arrebatadores? —informó fray Benito, obviando el apunte de la muchacha—. Las monjas apenas invierten talento en el menester. Suelen acogerse al santo del día. Veamos. Estamos a uno de febrero, día de san Cecilio, san Pionio, san Sigeberto, san Trifón, san Raúl, santa…

—¡Que ni se les ocurra llamar a mi hijo de tamaña guisa! —cortó Luisa, enervada.

Al advertir que el instinto la había traicionado y recién admitía su deshonra, claudicó.

—De acuerdo. Lo reconozco. La hemorragia me la ha provocado un parto.

—¿En serio? —bromeó fray Benito, satisfecho de su pequeña victoria—. ¡Asombroso! Nunca lo habría imaginado.

—Muy gracioso, padre —masculló Luisa, malhumorada—. Pero insisto: mi hijo no se llama ni Cecilio ni Pionio ni nada similar. Se llama Gabriel. Gabriel… González.

Aunque se planteó utilizar el apellido familiar, desestimó la idea de inmediato. Dionisio se quejaba de haber asumido las deudas de los Castillejo a cambio de un taller de menor valor y juraba que tarde o temprano se cobraría el fraude. De localizar a Gabriel en la Inclusa, no vacilaría en demandar su custodia para esclavizarlo y de ninguna manera permitiría que el niño cayera en manos de aquel salvaje.

—Y no lo he hermanado con el torno sin avío ni referencia —agregó—. Porta una medalla de la Virgen del Carmen. Ella le protegerá ya que yo no puedo hacerlo.

—Os equivocáis —objetó fray Benito—. Sí podéis hacerlo. La Inclusa siempre anda falta de nodrizas. Cierto que las monjas exigen algunos requisitos, como, por ejemplo, haber alumbrado dentro del matrimonio, dicha de la que no os intuyo dueña; no obstante, os aceptarían encantadas. Amamantaríais a Gabriel y a cuantos os asignasen y, en compensación, recibiríais techo y pitanza. No os engañaré. El techo es humilde y la pitanza, escasa, pero se me antoja allende lo que atesoráis ahora.

Luisa frunció el ceño en actitud reticente, pues, si bien le seducía la posibilidad de criar a su bebé, recelaba demasiado de las religiosas. Igual, luego de aceptar emplearla como nodriza, la acusaban de descarriada y la enviaban a la Galera.

—Prefiero no remover el caldero y dejar las cosas tal cual están. Gabriel vivirá mejor alejado de mí. No tengo nada que ofrecerle.

—Volvéis a equivocaros, joven. Sí tenéis algo que ofrecerle. A vos misma; su madre. Un rorro solo necesita a su madre.

—Un rorro necesita un mañana y a mi lado le resultará difícil obtenerlo.

—Caviladlo despacio, muchacha. Existen alternativas al abandono de un vástago.

—Ninguna me sirve. No porfiéis, padre. No recularé. Os ruego, sin embargo, que trasladéis a las sores la identidad del niño. Gabriel González, nacido esta noche, pendiente de cristianizar, hijo de Luisa, mancillada por ingenua y estúpida e irremediablemente atrapada en un abismo lóbrego en el que me niego a hundirle.

—Sea, pues —suspiró fray Benito, consternado—. Me conduciré según postuláis.

—De corazón os agradezco el interés, el condumio y la merced. Sabed que hoy solo habría confiado mis cuitas a la Ronda del Pan y el Huevo; y eso en mí es mucho confiar. Adiós.

—Aguardad un instante. Lucís pálida y continuáis sangrando. Si de verdad confiáis en la bondad de esta ronda, permitidme acompañaros a los Desamparados.

—Confío en la Ronda del Pan y el Huevo, padre, no en los Desamparados. Además, ¿qué se me ha perdido a mí en los Desamparados? En ese sitio ingresan los expósitos que, cumplidos los siete abriles, salen de la Inclusa.

—También atienden a parturientas pobres. Permitidme llevaros allí. Permaneceré a vuestra vera hasta que detengan la hemorragia y después os buscaré cobijo en una hospedería de nuestra hermandad.

—No ha menester —rechazó Luisa, convencida de que ni fray Benito ni Dios Todopoderoso lograrían impedir que el galeno de los Desamparados avisase a las autoridades y ella acabase en la Galera—. Tranquilo. Me recuperaré.

—De seguir trasegando las tinieblas en tan calamitoso estado, lejos de recuperaros, sufriréis alguna desgracia. Aun a riesgo de que nos arresten, insisto en escoltaros al lazareto.

—¿Aun a riesgo de que nos arresten? ¿Por qué nos iban a arrestar?

—Un abate y una fémina charlando en la calle de madrugada apestan a sotana briosa comprando favores y a saya indecorosa vendiéndolos, prácticas ambas inmorales e ilícitas. No temáis, sin embargo. Los alguaciles reconocerán el emblema de la Ronda y marcharán.

—No les proporcionemos motivos para llegar y así no habrán de marchar —repuso Luisa, alarmada—. Yo me aviento. No os preocupéis, padre. Estaré bien; pero, si deseáis interceder por mí ante el Altísimo, rogadle que me mande un ángel negro con la encomienda de finiquitar tanta fatiga. No quiero penar más. Adiós y gracias de nuevo.

—Señor, aunque me afané, carezco de tu sabiduría —musitó fray Benito cuando la oscuridad se tragó a la muchacha—. Cuídala tú, ya que este insignificante cura fracasó en el intento.

Afligido, retornó a la Inclusa, refirió a sor Casilda los datos de Gabriel y partió rumbo a un merecido descanso.

En cuanto fray Benito y Luisa se retiraron, alguien emergió de un portal. Agazapado en la penumbra, había asistido en silencio a la conversación de ambos personajes, esperando que la despachasen y se esfumasen.

Alonso Castro se acercó al torno y, estremecido, lo observó. Diego Castro, el durmiente bebé que sostenía en el regazo, debió notar su aprensión, pues despertó y también se estremeció.

Alonso lo arrulló implorando al cielo que lo mantuviese calmado porque, como rompiera a llorar, no habría forma humana de callarlo. El pituso no comía desde hacía tiempo y los berrinches se sucedían de continuo. En ocasiones, exhausto de clamar un alimento que no llegaba, se dormía y, hallándose en tales durante el palique de fray Benito y Luisa, ninguno advirtió que tenían dos convidados de piedra.

Ni Alonso ni Diego acusaban miseria, sino quebranto.

Diego no exhibía la escualidez enquistada de los nacidos en el seno del hambre; muy al contrario, parecía un receptor de buen yantar a quien de repente habían confiscado la despensa.

Alonso tampoco prodigaba indigencia. Aunque su indumentaria evidenciaba el sello de la calle, la calidad del tejido revelaba posibles. Vestía jubón de seda gaditana, ropilla de terciopelo ocre, calzones de lana marrón oscuro, botas de cordobán, capa de albornoz impermeable y un sombrero de tan amplia ala que no se le distinguía el rostro.

Jubón, ropilla y calzones le iban a la perfección; botas, capa y sombrero, en absoluto. A todas luces, las tres prendas pertenecían a otro y, considerando las descomunales dimensiones de estas, ese otro era un gigante.

—Ánimo, hermano —susurró al infante—. En breve saciarás el apetito.

Al escucharle, Diego se tranquilizó y extendió las manos.

Alonso rozó la marca que rubricaba el antebrazo izquierdo del bebé. Era una luna menguante rodeada de motas color chocolate. Él también la tenía y los dos la heredaron de su madre. La mujer aseguraba que se trataba de una caricia de luna, pero a Alonso le parecía una mancha grotesca y lo de «caricia de luna», una cursilada de categoría.

Mancha grotesca o caricia de luna, en esos momentos la bendecía. De prolongarse el aprieto que lo obligaba a abandonar a Diego en la Inclusa, el niño crecería y la marca le ayudaría a identificarlo cuando regresase a buscarlo.

Un golpe de viento lo devolvió a la realidad. Resuelto a no demorar más tan amargo pero imperativo envite, se sacó de la ropilla un rosario de madera con el nombre de Diego grabado en la cruz y lo colocó en el cuello del pequeño a modo de collar.

Intuyendo la separación, Diego se agitó inquieto y empezó a gimotear. Pese a sus hercúleos esfuerzos por mantenerse estoico y no derrumbarse, Alonso se sentía al borde del colapso. Aunque no atisbaba otra manera de salvar a su hermano, aquella se le antojaba la peor de las villanías y la culpa que le suscitaba, el peor de los calvarios.

Reprimiendo las lágrimas, arrebujó al pituso en una vieja mantilla de buriel rojizo. De forma refleja, hundió el semblante en la tela y aspiró su perfume, el perfume de su madre; porque esa mantilla era de ella y a ella olía.

Después, loco de pena y añoranza, abrazó a Diego.

Estaban frente al torno y, en el lado opuesto, sor Casilda ya aguardaba. Luego de percibirlos en el exterior y barruntándose lo próximo, la monja se había apostado junto al postigo a la espera del repiqueteo campanil.

—¡Decidíos de una vez, recontra! —masculló, impaciente—. Dejad al lechón o lleváoslo, pero no alborotéis más la noche.

Aquella voz cavernosa brotando del cilindro como si Lucifer le hablase desde el infierno encogió el corazón de Alonso y, por un instante, el joven vaciló. Después miró a Diego y, al verlo macilento y consumido, hubo de claudicar. O lo encomendaba al cuidado de la Inclusa, o el niño moriría de hambre.

Atragantado, lo besó y lo depositó en la siniestra hornacina.

—Aguanta, hermano. Te juro que regresaré.

De pronto, el artefacto giró y Diego desapareció. Al encarar el espaldar de madera, un escalofrío atravesó el espinazo de Alonso.

—Cuidadle, os lo suplico —murmuró con el rostro contraído de culpa e impotencia.

—¿Qué rumiáis ahí fuera? —inquirió sor Casilda mientras recogía a Diego—. ¿Acaso estáis trovando a las alondras? Si cuchicheáis, no puedo entenderos. ¡Eh! ¿Hay alguien? ¡Que no os oigo, rediez!

Demasiado afectado para articular palabra, Alonso echó a correr.

—¡Pues con vuestro pan os lo comáis, cebollina! —graznó sor Casilda, atrancando el postigo—. ¡Monja mema y sensiblera! ¿Quién te manda atender la hebra de esas enseñaculos que se suben las faldas al primer arrumaco? Y, cuando el arrumaquito fabrica un muchachito, se lavan las manos y que se encargue la Inclusa. ¡Casquivanas y cochinas! ¡En la Galera las enjaulaba a todas! Una buena somanta de palos y aprenderían a gastar una miaja de decencia.

Con Diego en brazos, se instaló en el escritorio, pasó la página donde había consignado la información de fray Benito sobre Gabriel y se aprestó a diligenciar el ingreso del flamante hospiciano. Sin embargo, tras reparar en la ausencia de Alonso, el flamante hospiciano en cuestión lloraba de tan desconsolada suerte que, compadecida, la religiosa soltó la pluma y lo meció.

—¡Ea, querubín! Aplaca los balidos o despertarás al gallo y cantará a deshora.

Al sentirse acunado, Diego se serenó, estiró un brazo y tocó la mejilla de la mujer en lo que parecía una carantoña.

—¡Valiente zalamero! —exclamó sor Casilda, dándole un achuchón—. Alégrate porque en un rato disfrutarás de un suculento festín. Lactarás de la misma nodriza que Gabriel, otro cachorrillo recién llegado. Se llama Dulce. Aunque de dulce solo tiene el nombre, su leche vale un imperio.

Cuando cogió la pluma de nuevo, la campanilla repiqueteó.

—¡Mil demonios caigan sobre los de la Ronda y su mal fario! Ningún menino en toda la noche, asoman ellos y ese condenado cascabel no calla.

Luego de acomodar a Diego en el banco conventual, se dirigió al torno y lo accionó. Emergió un recién nacido con el cordón umbilical desgajado y todavía sangrante, desnudo, amoratado de frío y yerto.

Asustada, sor Casilda miró el brasero y, advirtiéndolo más gélido que el rorro, paseó los ojos en derredor hasta posarlos en Diego. Ni corta ni perezosa, le quitó la mantilla roja, envolvió en ella al moribundo y le frotó el cuerpo; pero fue en vano. El bebé no se movió.

Lo alzó entonces ante la imagen de la Virgen de la Soledad e invocó misericordia.

—¿Tantos ángeles precisas allí arriba? ¡Apiádate de él! ¡Te lo ruego!

En ese momento un gemido de Diego captó su atención. Cuando lo miró y vio el rosario que Alonso le había colocado en el cuello, se apresuró a requisárselo también para calzárselo al otro.

—El contacto de Cristo te reanimará. ¡Vamos, pequeño! ¡Reacciona!

La campanilla sonó de nuevo.

—¡Maldito sea el maldito cencerro del maldito torno! —chilló, abrumada.

—¿Qué ocurre? —preguntó una religiosa, que, alarmada por el escándalo, entró en la sala—. ¿A qué vienen esas voces?

—¡Hermana Horacia! ¡Gracias a Dios que asomáis! Echadme una mano e inscribid a estos dos. Tengo un tercero en el torno y no doy abasto.

—Al punto me ocupo. ¿Traen pergamino?

—Ninguno lo trae —señaló sor Casilda, olvidando mencionar el canje de posesiones efectuado entre Diego y el agonizante—. Inventariad sus pertrechos y asignadles folio en el libro de entradas. No lo confundáis con el de salidas. No hay pérdida. El de entradas está abarrotado y el de salidas, desoladoramente vacío.

Los libros de la Inclusa constaban de folios numerados y cada folio aludía a un expósito. El de entradas mostraba la fecha de ingreso, hora, nombre y cualquier detalle relevante; el de salidas listaba los infantes encomendados a nodrizas externas a cambio de un jornal.

Como resultaba muy complicado procurar sustento a la avalancha de niños abandonados, las monjas intentaban conseguirles crianza allende el hospicio. Sin embargo, las ínfimas soldadas que ofrecían gestaban tan escasas candidatas que, mientras el libro de entradas soportaba un trajín frenético, el de salidas apenas se utilizaba.

Sor Horacia estudió al bebé moribundo y, atendiendo a la mantilla roja que lo envolvía y al «Diego» grabado en el rosario que le colgaba del cuello, lo bautizó.

—«Folio 1255. Diego de la Mantilla. Impedimenta: rosario» —escribió, meneando la cabeza con pesimismo—. A este infeliz no lo salva ni la paz ni la caridad.

Luego tomó a Diego y se fijó en la luna menguante de su antebrazo.

—Uno de febrero —murmuró en ademán reflexivo—. Santos de Cecilio, Pionio, Sigeberto, Trifón y Raúl. De acuerdo, muchachito. Te haré un favor y elegiré el nombre menos estridente. «Folio 1256. Raúl de la Luna. Sin impedimenta».

Después abrió una gaveta y extrajo una arquilla llena de medallas de cobre. El anverso exhibía la estampa de la Virgen de la Soledad y, debajo de esta, una leyenda: «Inclusa de Madrid»; el reverso tenía el número de folio adjudicado en el libro de entradas.

Sor Horacia localizó las correspondientes al 1255 y 1256, las enhebró en una cinta de cuero negro y se las puso a los recién matriculados.

—Diligenciados, hermana Casilda —anunció al terminar—. Me los llevo al lazareto. Si el galeno dictamina buena salud, se los endosaré a Dulce.

—Cuidaos de sus querellas —advirtió sor Casilda, atareada en abrigar al cuarto tornero de la noche—. Le picará en gordo despabilarse de madrugada para activar las ubres.

—Pues si le pica, que se rasque —replicó sor Horacia, reprimiendo un bostezo—. Aquí se duerme cuando se puede. ¡Que nos lo digan a nosotras!

Con un rorro en cada brazo, partió rumbo al lazareto, una estancia aislada donde, amén de ubicar a los enfermos infecciosos, se realizaba una primera exploración a los nuevos.

Su aspecto ensombrecía el ánimo del más jovial.

Las baldosas presentaban múltiples grietas, en las paredes abundaban las humedades, del techo colgaban telarañas, el suelo estaba embarrado y no había ventanas.

Velas de sebo casi consumidas proporcionaban parca luz, goteaban grasa, apestaban a puerco finado y creaban una densa niebla de humo a través de la cual se distinguían varios camastros.

Algunos rebosaban paños apilados con forma de volcán en cuyo cráter yacía un bebé. A falta de cunas, así se evitaban las caídas. Debido a la saturación de inquilinos que padecía la institución, ciertos bienes esenciales se consideraban lujos solo asumibles en tiempos prósperos, tiempos que, huelga decir, eran a la Inclusa como las piernas al pez: insólitos.

—Don Federico, os traigo otros dos desgraciados —comunicó sor Horacia, depositando a los aludidos en un catre y levantando el correspondiente volcán de trapos alrededor.

Un hombre de edad madura y larga barba se giró. Lucía el anillo típico de los galenos en el pulgar; la tristeza del lugar, en la mirada, y la fatiga crónica de quien dedica demasiado sueño al prójimo, en el semblante.

—¡Virgen del Santo Remedio! —gruñó mientras concluía el reconocimiento de Gabriel—. ¡Nos llegan a pares!

—En realidad, llegan de tres en tres —corrigió sor Horacia—. He dejado a la hermana Casilda componiendo a un tercero. ¡Menuda nochecita! Hemos recibido cuatro en menos de lo que dura una misa.

—¿Cómo se llama este? —inquirió don Federico, examinando a Diego.

—Ha venido sin pergamino y le he puesto Raúl de la Luna. ¿Por qué lo preguntáis?

—Porque me pasma. Aunque sufre desnutrición severa, no es añeja. Este mozalbete pena hambres desde hace poco. ¿Qué diablos empuja a unos padres a abandonar a su retoño cuando salta a la vista que lo han querido?

—Dentelladas del destino, me barrunto. ¿Autorizáis, entonces, su traslado a la sala de lactantes?

—Autorizo el suyo y el de Gabriel. Ambos se encuentran bien. Veamos al de la mantilla. ¿Cuál es su nombre?

—Diego de la Mantilla.

—¡Caracoles! —exclamó don Federico, echándose a reír—. Como san Pedro reserve la entrada en el cielo a los amañadores de nombres originales, vais aviada, hermana.

—Si aporta embozado en una mantilla y con un rosario donde se lee «Diego», ¿qué nombre he de ponerle? —protestó sor Horacia, ofendida—. ¿Félix Lope de Vega?

—No os enojéis, que solo estoy de chanza. En mi opinión, san Pedro os franquearía el paso al cielo aunque le hubieseis puesto Lucifer. En cualquier caso, habrá de permanecer en el lazareto. Intentaré templarle el cuerpo dándole friegas de vino caliente, sarmiento y romero. Se me antoja inútil, pero, mientras respire, hay esperanza.

Tras despedirse del galeno, sor Horacia llevó a Gabriel y a Diego a la sala de lactantes. Allí los aseó, fajó, arropó y acomodó en un cajón de madera relleno de paja.

A continuación, marchó en busca de Dulce, la nodriza. Resuelta a armarse de paciencia, pues esperaba un recibimiento poco cordial, la monja inspiró hondo. Detestaba a aquella desabrida mujer que trataba a los niños a baquetazos y siempre andaba quejándose del exceso de trabajo. Toda ella destilaba mala leche, excepto sus senos, de los que, paradójicamente, manaba la mejor de la Inclusa.

Dulce no defraudó las expectativas. En cuanto abrió un ojo, comenzó a despotricar.

—¿Me tomáis el pelo? ¡Pero si me acabo de acostar!

—¡Afortunada vos! —bufó sor Horacia—. Yo no recuerdo la última vez que disfruté de tan divino placer.

—Amamanto a diez cabezones y ¿me endilgáis otros dos? ¿Acaso pensáis que la he espichado y he resucitado en forma de cabra? Tengo las peras infestadas de llagas.

—Apead las blasfemias y no tiréis de la cuerda porque os advierto que hoy podría romperse. Hinchadme las narices y palabra de honor que os echo a la calle.

—No cuela, hermana. Apenas os llegan nodrizas acordes a las petitorias de la cofradía. No renunciaréis a una de las pocas que conserváis, surtidora encima de un producto de calidad.

—Probadme y comprobaréis dónde os mando a vos y a vuestro producto de calidad.

Sor Horacia solo pretendía asustarla, pues en verdad nunca prescindirían de ella.

El hospicio requería nodrizas jóvenes, sanas, madres de entre un hijo y seis concebidos en el matrimonio, sin abortos previos, de busto grande y pezones fáciles de succionar. Como esas virtuosas candidatas no abundaban, la cofradía hubo de moderar las aspiraciones y tanto las moderó que, al final, las suprimió y acabó aceptando cualquier pecho del que brotara algún líquido. No importaba si pertenecía a una soltera, a una vagabunda o a una prostituta; incluso se admitían enfermas del mal gálico, aunque, para evitar epidemias, estas se asignaban a los moribundos.5

—El máximo de cabezones adjudicado a cada nodriza es de diez —reivindicó Dulce.

—Recién se eleva a doce. Y si os resta alimento para más, a más alimentaréis. ¿No os gusta? ¡Pues aire! Y ahora dirigíos a la sala de lactantes o a la puerta de salida. ¡En vuestra mano queda!

Palmatoria en ristre, tiritando de frío e insultando a todos los difuntos de sor Horacia, Dulce acudió al encuentro de Diego y Gabriel.

Sin dejar de soltar exabruptos, los cogió, se los colocó en el regazo y les introdujo el seno en la boca con tal violencia que Diego se apartó y empezó a gimotear.

—¡Mocoso estúpido! —bramó, zarandeándolo y estrellándole la cara contra la ubre—. ¡Cállate y a la manduca!

Aunque el meneo sorprendió al pequeño, en cuanto la primera gota de la ansiada leche le rozó los labios, emuló a Gabriel, quien, en vez de perderse en melindres, había iniciado la succión de inmediato.

Los dos comieron con avidez. De cuando en cuando, se detenían y miraban a Dulce agradecidos, pero, lejos de corresponderlos de manera tierna, ella los vapuleaba y les gritaba que aligerasen.

Concluido el festín, los metió en el cajón donde descansaban sus otros diez lactantes. La peste del cubil indicaba que alguno o algunos ya habían digerido la cena, percance que la mujer ni se planteó enmendar.

Aguantando la respiración, apiñó a los veteranos y embutió a los debutantes. Si bien los doce parecían piojos en costura, los veteranos ni se inmutaron y los debutantes, saciada el hambre, se durmieron en el acto.

Y así fue como, un uno de febrero de 1621, Gabriel González

y Diego Castro desembarcaron en la Inclusa de Madrid y, a los pechos de una ácida Dulce, se convirtieron en hermanos de leche.

3 La Inclusa se encontraba en el espacio que hoy ocupa el edificio de El Corte Inglés. La calle de la Zarza desapareció tras la remodelación de la Puerta del Sol efectuada en el siglo XIX.

4 Muchos consideran estas sillas de la Ronda del Pan y el Huevo las primeras ambulancias de Madrid.

5 El mal gálico era la sífilis.

Libelo de sangre

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