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Prólogo

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En los últimos tiempos se ha consolidado en el ámbito académico de América Latina una corriente de trabajos de investigación que subraya el peso central que tiene la violencia en la conformación de las relaciones sociales e institucionales de la región. Una violencia sobre la que se construyen los marcos en los que definen la ciudadanía, la justicia y el derecho, y en la que participan tanto las instancias gubernamentales, las élites políticas y económicas, como los grupos que se encuentran ubicados en los márgenes del desarrollo político o económico (Arias y Goldstein, 2010). Según esta perspectiva, la actual violencia que se vive en América Latina no puede ser entendida, entonces, como un mero defecto en el diseño institucional de la democracia, de las fuerzas del orden y del sistema de justicia, sino como un componente central de su organización social que se expande y diversifica en actores sociales distintos y que no solo emerge desde el poder estatal (Arias, 2010; Petras y Vieux, 1994). Si se está de acuerdo con este argumento, se podría afirmar —siguiendo un razonamiento esgrimido por Palacios (2012)— que en buena parte de América Latina se consolida una violencia pública que se caracteriza por el hecho de que los actores estatales y sociales buscan por medios violentos definir posiciones de dominación, autonomía y control sobre el entorno y frente a otros grupos.

Si bien este tipo de trabajos se destaca por ubicar la violencia como un elemento clave de estructuración del orden social, y no solo como una deriva de procesos inacabados del diseño institucional —como sugieren ciertas teorías de la modernización—, dejan de lado o analizan solo de manera tangencial la forma en que se construyen respuestas —apelando a la narrativa y a las normas de los derechos humanos— a esas violencias desde las propias instituciones estatales, la sociedad civil y las organizaciones sociales. Esta es la virtud del libro Los derechos humanos y la violencia: Estado, instituciones y sociedad civil, coordinado por Karina Ansolabehere, Sandra Serrano y Luis Daniel Vázquez, quienes logran conjuntar una serie de trabajos que dan cuenta de cómo las sociedades latinoamericanas construyen, expresan y articulan respuestas —a través de los derechos humanos como marco de acción social e institucional— frente a los marcos tradicionales y emergentes del ejercicio del poder, la coerción y la fuerza por parte de actores estatales y no estatales. En otras palabras, analizan las distintas expresiones de violencia de acuerdo con el encuadre de los derechos humanos puestos como códigos de actuación definidos que se construyen y articulan en la práctica de los actores y las instituciones.

Esta perspectiva particular del libro les permite a los diferentes autores examinar las violaciones y la defensa de los derechos humanos en conflictos específicos. El objetivo, como los propios coordinadores del texto señalan, es dar cuenta de la relación que se puede establecer entre los derechos humanos y la violencia. Como se sabe, la violencia siempre ha sido considerada como una variable residual en las ciencias sociales: cuando aparece en los análisis se le considera como la sustitución de las relaciones sociales por la presencia de una fuerza que busca suprimir al otro en cuanto sujeto. Sin embargo, en los distintos capítulos del libro se puede apreciar que la violencia expresa formas específicas de relaciones sociales que, a su vez, son refractadas por el crisol de la reivindicación de los derechos humanos.

Esto permite comprender por qué la violencia aparece en algunos apartados como un medio o instrumento, y otras veces como fuerza, pero también como contexto en el que se despliegan la narrativa, la discursividad y el ejercicio de la defensa de los derechos humanos. La virtud del libro es que en el texto la violencia interesa en la medida en que permite expresar una puesta en escena de la práctica y el discurso de los derechos humanos, como proyección pragmática de los actores y las instituciones que tratan de acercar la realidad a un ideal determinado de convivencia social. De esto dan cuenta las experiencias de conformación y reconfiguración de las instituciones en Colombia, México y Perú, tanto en sus distintos sistemas judiciales como en la actuación de sus ciudadanos y de las organizaciones encargadas de defender los derechos humanos.

En estos países el escenario político muestra una rica dinámica institucional y social frente al agotamiento o estancamiento de las reformas democráticas que iniciaron hace más de veinte años. En este sentido, el libro sugiere que, de alguna manera, los derechos humanos se han transformado en una turbina que mueve la democracia contemporánea: su presencia y expansión definen las narrativas y prácticas que se consideran centrales para la modelación de una sociedad en la que se pueden ejercer la libertad y la igualdad, y también vivir la solidaridad. Esto significa, en cierta forma, que la región latinoamericana —quizá no con la intensidad que se quisiera— ha desarrollado una sensibilidad específica y socialmente legítima hacia experiencias que, se cree, cristalizan expresiones de injusticia social. Con ello da pie a la construcción de una narrativa común que da validez universal al reclamo de dichas injusticias pero, sobre todo, hace posible articular reclamos a las institucionalidades del orden nacional, regional y global.

Este escenario describe cómo en la actualidad se está viviendo un momento importante de creatividad social e institucional. Los conflictos pasan por el tamiz del respeto y la protección de los derechos humanos, que saca del marasmo del desencanto el proceso de democratización latinoamericano. La referencia de distintos actores a los derechos humanos es una crítica a los procedimientos de distribución del poder político entre las élites de los partidos políticos, por cuanto muestra la insuficiencia para garantizar que se eviten los excesos de poder y la violación de los derechos humanos. Cuestiona, en otras palabras, que la racionalización de los procedimientos de acceso al poder no ha derivado necesariamente en el desvanecimiento de las expresiones autoritarias y violentas del Estado. Esta renovación de la democracia vía los derechos humanos está resultando ser, sin embargo, mucho más intrincada que los procesos de desmantelamiento de los regímenes autoritarios que vivió la región años atrás.

En primer lugar porque no está encabezada ni dirigida por algún actor específico —partidos políticos, sindicatos o una clase social—, por lo que no adquiere la fuerza de una movilización organizada de manera clara. El reclamo por la defensa de los derechos humanos se expresa más bien por medio de conflictos en momentos y situaciones concretas en los que el uso desmedido del poder o la presencia de la violencia vulnera la integridad de las personas. Son movilizaciones que se definen a partir de relaciones específicas que combinan actores locales, nacionales e internacionales, en las que confluyen dinámicas económicas, políticas y culturales, pero, más importante aún, en las que los actores tratan de reconstituir un sentido de dignidad humana que, se considera, ha sido vulnerado.

En segundo lugar, en la medida en que un número significativo de conflictos se expresa en términos de un sentimiento de injusticia que apela a la narrativa de los derechos humanos, es difícil definir la pluralidad de conflictos violentos que pueden emerger a futuro. Resulta difícil, por tanto, definir de antemano un marco acabado de actuación institucional, sobre todo porque el actual mapa de conflictos, en el que se apela a la violación de los derechos humanos, proyecta tanto la construcción de una forma particular de ciudadanía, como un proceso —siguiendo la idea de Joas (2013)— de consolidación de la creencia en la sacralidad y divinidad universal de la persona. En este sentido, se está en una dinámica que expresa la construcción de la irreductibilidad de la persona en forma de valores, instituciones, normas y leyes.

Así, los derechos humanos en el contexto de las experiencias de conflicto que se describen en el presente libro dibujan la presencia de esta profunda transformación cultural, un cambio en el que la persona se convierte en un objeto sagrado en diferentes grados y niveles. Autores clásicos como Durkheim ya habían considerado que la expansión de los derechos humanos permitía garantizar que las personas se convirtieran en objetos sagrados, en los que cada hombre se constituía, a su vez, en un creyente y Dios: una entidad sagrada que merece respeto porque proyecta la moralidad del conjunto social. Si los actos de violencia y violación de derechos capturan cada vez más la atención de la opinión pública en las sociedades modernas es porque se ha instalado, no sin dificultad y problemas, dicha sacralidad: porque nos preocupa y mueve el hecho de que se coloque a los individuos como objetos o medios y no como referentes sagrados. Para ello se moviliza una creciente valoración lingüística y narrativa de la persona como algo que no puede ser profanado por ninguna fuente de poder, sea esta legítima o no.

Es cierto que en la sociedad contemporánea la sacralización de la persona compite contra otras formas de sacralización que la minan: la nación, el orden, la seguridad y el Estado, las cuales, con sus discursos y narrativas, socavan la idea de la persona como entidad inviolable. En esa medida, los procesos de sacralización de la persona siempre están en riesgo: a su alrededor los amenazan otras narrativas y órdenes institucionalizados que tratan de ponerse por encima de ellos y cuestionar los derechos humanos como sistema unificado de prácticas y creencias relativas a la necesidad de mantener la integridad de la persona. A lo largo de Los derechos humanos y la violencia: Estado, instituciones y sociedad civil se puede observar cómo los grupos sociales desafían —algunas veces de forma más exitosa que otras— la violencia y la violación de los derechos humanos de esos otros discursos y prácticas que consideran más importante el Estado, la seguridad o el control de un territorio.

El libro arroja pistas importantes para entender cómo se desarrolla la defensa de los derechos humanos frente a acciones violentas que vulneran la dignidad y la integridad humana. La forma en que los derechos humanos se transforman, entonces, en referentes de construcción de relaciones sociales e institucionales, dando pie a que se constituyan como un mecanismo viable para resarcir los efectos de la violencia y, en muchos casos, para evitar los conflictos violentos. De manera particular, si observamos que el actual sentimiento y contexto de inseguridad parece reproducir y generar nuevas dinámicas de violación a los derechos humanos, en las que participan tanto el Estado como los actores paraestatales y los grupos criminales, y en las que las fronteras que distinguen a unos y otros parecen haberse desvanecido y conformado, en algunos puntos, conjuntos superpuestos. En este escenario, las víctimas de la violencia encuentran en los derechos humanos un mecanismo que garantiza su reconocimiento en cuanto sujetos.

Pero los derechos humanos se convierten no solo en una pieza clave para enfrentar la violencia, sino que comienzan a funcionar como un mecanismo que permite mediar la tensión entre los intereses particulares y la necesidad de garantizar la cohesión social en la democracia. En efecto, el funcionamiento de esta última puede entenderse como el difícil equilibrio entre, de un lado, la diversidad de intereses que se deben articular de manera racional y, de otro lado, la necesidad de garantizar la unidad de la vida social, la cual se expresa por lo regular en una expectativa de solidaridad (Rosanvallon, 1998). En general, se espera que ambas dinámicas se mantengan en sincronía con el fin de que los ciudadanos se reconozcan como personas en su individualidad, pero también como parte de un grupo.

Este equilibrio, como sugiere Dubet (2014), en la actualidad se encuentra en peligro por la sospecha y el retiro de una gran parte de la sociedad de la política, en la que la sociedad no se reconoce y no quiere participar. Por su parte, los partidos políticos, al alejarse de la sociedad, pierden el respaldo de un grupo estable de “ciudadanos-electores” comprometidos con sus programas, si es que estos últimos aún existen. Las élites políticas y económicas perciben que sus bases de apoyo son débiles y su actividad se limita a administrar y gestionar la “cosa pública” sin la intención de realizar cambios políticos radicales, aunque su discurso indique todo lo contrario. Se instala así la idea de que existe un “sistema” sin rostro que mueve los hilos de nuestras vidas.

El riesgo es que con este escenario la democracia se convierte cada vez más en una máquina de exclusión social en la que sus ciudadanos se sienten vulnerados en sus derechos por el Estado y otros actores no estatales. Esto genera la movilización de sectores en defensa de eso que consideran es el reducto sustancial que no se puede negociar: sus derechos humanos. Cuando se pone en juego la defensa de sus derechos humanos en situaciones particulares, lo que se puede observar no es solo la capacidad de los ciudadanos por expresar un derecho, sino competencias, habilidades y narrativas que condensan la necesidad de ser reconocidos en cuanto sujetos —en una palabra, entidades sagradas—; apelan a ser comprendidos como parte de la democracia: su voz reclama que merecen ser considerados como miembros iguales de la sociedad y no solo como electores en cada ciclo electoral.

Esto permite darle cuerpo a la idea de igualdad entre ciudadanos, pero, más importante aún: la exigencia de los ciudadanos al poder de que deben ser tratados de forma digna e íntegra, anclando las demandas en el sentimiento y reconocimiento de su pertenencia igualitaria y no solo en una mera justificación elaborada de manera racional. La relación entre la violencia y los derechos humanos es así una forma de contestación frente a los imperativos del control político, sin atender un marco específico de definiciones políticas o ideológicas.

La relación entre la violencia y los derechos humanos muestra cómo se está modelando la forma en que se definen la ciudadanía y la democracia en la región latinoamericana. Los derechos humanos y la violencia: Estado, instituciones y sociedad civil es sin duda una contribución académica relevante para comprender la relación entre la violencia y los derechos humanos en América Latina a través de sus actores. Los coordinadores del libro reunieron una serie de trabajos que permiten una mirada de dicha relación desde distintos ámbitos y niveles de análisis. Si bien el texto enfoca su mirada en Colombia, México y Perú, lo cierto es que los distintos capítulos que conforman la obra ponen en juego marcos de análisis, categorías y metodologías que permitirían desplegar, con fines comparativos, análisis similares en otros países de la región latinoamericana.

En ese sentido, este libro es una apuesta académica que visibiliza la complejidad de las relaciones de poder y violencia que se tejen hoy en día en los conflictos sociales de la región, abarcando las violencias que se originan en la estructura social, por distintos actores sociales y el Estado. Sin embargo, y quizá más importante aún, muestra cómo estas relaciones se refractan y adquieren volumen en el espacio político, narrativo y cultural de los derechos humanos. Por tanto, enfatiza no solo en el aspecto negativo de las relaciones de poder y fuerza, sino en cómo se reconstruye el tejido social e institucional a partir de las capacidades cognitivas y conativas que proporcionan los derechos humanos y que permiten movilizar mecanismos de ingeniería institucional y resistencia social.

Este resulta ser el aporte más significativo que ofrece este crisol de trabajos, que permite observar cómo, en el caso de Colombia y México, el reconocimiento de los derechos humanos se articula con la violencia criminal como forma de regulación de los cambios sociales. Pero también en qué medida los derechos humanos erosionan los enclaves autoritarios del Estado mexicano, en especial del sistema de justicia penal, y cómo el activismo judicial —en el caso colombiano— deriva, por ejemplo, en la declaración de la sentencia que garantiza y extiende los derechos humanos a la población desplazada por la violencia. Aunque también es posible observar, del otro lado del escenario, es decir de los activistas, cómo estos definen tanto su marco de actuación y sus narrativas sobre la violencia en contextos de violencia —como en la ciudad fronteriza de Ciudad Juárez en México— como las lógicas de los grupos defensores de los derechos humanos nacionales en Colombia y México. Arroja además luz de la forma en que se construyó en el Perú el debate acerca de la debida intervención del poder judicial como regulador del uso de la fuerza pública, en particular del uso de la justicia militar. De igual manera muestra en qué medida actores internacionales —como la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte idh)— tratan de establecer una relación entre la violencia-violación y los derechos humanos, o cómo instancias más locales han institucionalizado la producción del discurso de los derechos humanos, como sucede en el caso específico de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal.

Sobre el tema de la institucionalización, sin embargo, el libro es muy cuidadoso en señalar un problema central: la constante amenaza de que el discurso y el ejercicio de los derechos humanos sean víctimas de eso que Giddens (1991) llama el “secuestro institucional de la experiencia social”, es decir el peligro de que ciertas instancias del poder sustraigan el discurso de los derechos humanos de la experiencia social para colocarlo en la órbita de su control, lo cual implica el establecimiento de mecanismos que intentan definir desde el poder si las demandas sociales de protección de los derechos humanos son válidas. De esta manera, la instrumentalidad y racionalización de los derechos humanos pueden devenir en el eje que define su operación, desplazando a un segundo plano la discusión sobre el sentido que los expresa como forma de resistencia y posicionamiento de los distintos actores sociales frente al poder y la fuerza de la violencia, una reflexión que este libro no deja de poner en la mesa de discusión y que sin duda permite apreciar la compleja relación entre la violencia y los derechos humanos.

Nelson Arteaga Botello

Profesor de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), México

Los derechos humanos y la violencia: Estado, instituciones y sociedad civil

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