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II. La violencia y el Estado

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Como observamos en el apartado anterior, existen diferentes formas de violencia, y asumimos un punto de partida que considera la violencia no solo como un factor destituyente sino también instituyente. Sin embargo, como nuestro punto de interés es la relación entre la violencia y los derechos humanos, es fundamental pensar el carácter que asume el Estado en esta relación. A esto nos dedicaremos en el presente apartado.

Si asumimos con Luis Alfonso Herrera (2007, p. 80) que la violencia es “una configuración social que atrapa, atrae y reproduce socialmente diversas formas físicas y psicológicas del uso de la fuerza como mediación social para la resolución de un conflicto”, pareciera que el aspecto central para poder catalogar un acto como violento es “el uso de la fuerza”, y justo aquí comienzan todos los problemas, ¿en qué acto político no hay uso de algún tipo de fuerza?[5] Al menos en la práctica todas las definiciones de poder, dominación, hegemonía, e incluso de influencia —aunque en menor medida— suponen algún tipo de uso de la fuerza, o al menos la amenaza creíble del uso de la fuerza que, en cuanto amenaza, es ya fuerza misma.

Más aún: si partimos de una definición de la política como conflicto, entonces la violencia es —en mayor o menor grado— constitutiva de la política misma, y junto con ella todos los procesos de organización política, incluyendo la conformación estatal. En esta línea no se puede dejar de mencionar que la definición más extendida sobre el Estado, la weberiana, lo asimila al monopolio de la violencia legítima. Por su parte, Charles Tilly, en Coerción, capital y los Estados europeos, 990-1990, observaba que el preludio nacional en la conformación del Estado es, en realidad, un mito perpetrado por la educación centralizada, los códigos legales, los ejércitos unificados, las iglesias oficiales y la supresión de las lenguas minoritarias. La explicación de la conformación estatal no está en las naciones, sino en la manera como se articularon el poder y el capital para formar esas naciones. Sin que el objetivo aquí sea profundizar demasiado en la conformación estatal, lo que sí se quiere señalar es que el aspecto central en su definición es precisamente contar con un poder coercitivo. En otras palabras, el rasgo característico del Estado es la violencia, pero legítima.

Una lectura posible de los derechos humanos contemporáneos es justamente esta, la creación de instituciones para minimizar la fragilidad humana (Turner, 1993). En esta línea podemos pensar el florecimiento de las instituciones de derechos humanos (Ugla, 2004) y la adscripción a los tratados internacionales en la región (véase el capítulo 3 de Castagnola y Valderrama), en la que los estados de alguna manera aparecen como solución ante dicha fragilidad.

El problema se suscita cuando el uso de la violencia por parte del Estado abandona el terreno de lo legítimo y quiebra todas las reglas establecidas para la garantizar su legitimidad.

En América Latina la violencia estatal ha cobrado sus peores formas por medio de dictaduras que —con sus diferencias y particularidades— en distintos momentos azolaron la mayoría de los países que la integran. En estas formas de estructuración autoritaria del régimen es en las que la violencia se hace más evidente, pero no solo en este tipo de organización existe violencia. Tanto la proliferación de las democracias en la región como los procesos de descentralización y racionalización de los estados han modificado las formas predominantes de la violencia ejercida por el Estado. Sobre ello pone el acento Brad Evans (2007) en The State of Violence, por medio del análisis y la confrontación de dos textos: Armed Actors: Organised Violence and State Failure in Latin America, de Koonings y Kruijt (2005), y When State Kill: Latin America, the u. s., and Technologies of Terror, de Menjívar y Rodríguez (2004), y observa que si bien los gobiernos dictatoriales terminaron, esto no trajo consigo una disminución de la violencia, aunque sí una modificación de esta. Los problemas con que se asocia hoy la violencia no tienen que ver solo con el uso ilegítimo de la fuerza sino con su incapacidad para usarla: estados fallidos, vacíos de gobernabilidad, déficits democráticos, actividades extrajudiciales, pobreza y exclusión social. Si bien es cierto que estas otras formas de violencia siempre han coexistido con la violencia estatal, la balanza se ha movido debido al empequeñecimiento del Estado realizado por la implantación de la lógica neoliberal que llevó aparejado un mayor espacio de acción y de visibilización a estas otras formas de violencia provenientes de otros actores no estatales. El capítulo de Sandra Hincapié en esta obra es un aporte central a esta reflexión.

Así, el rol del Estado como problema y solución en términos del ejercicio de la violencia y las violaciones de los derechos humanos —de acuerdo con los trabajos que forman parte del volumen— está atravesado por la simultaneidad de procesos como el debilitamiento del monopolio de la violencia por parte del Estado; la descentralización de la violencia; el reconocimiento de múltiples mecanismos de uso de la fuerza como violencia (o de la existencia de múltiples violencias); la identificación de formas directas y estructurales de violencia, y las formas abiertas y encubiertas de violencia. En seguida veremos estos procesos en detalle.

Los derechos humanos y la violencia: Estado, instituciones y sociedad civil

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