Читать книгу El guardián de la capa olvidada - Sara Maher - Страница 11
Se busca
ОглавлениеAntes de volver a abrir los ojos, percibió el inconfundible perfume de las flores silvestres junto con esa pizca de lavanda que inundaba cada rincón de Silbriar. Érika miró al frente y recordó la empinada colina que finalizaba con un estrecho sendero; el que los llevaría por primera vez a la capital, desconociendo que se encontraban en tierra mágica. Ascendió ligera hasta llegar a la cima desoyendo las súplicas de su hermana, que la instaba a no correr. Pero ella no podía detenerse. Alegres, los pájaros cantaban mientras jugaban a esconderse entre las ramas de los árboles. Las mariposas multicolores revoloteaban ligeras realizando piruetas en el aire mientras la hierba bajo sus pies le hacía cosquillas en los tobillos. Una ardilla pelirroja se acercó a ella y le hizo un guiño. Ella rio divertida y siguió el camino que el curioso animal le indicaba. ¡Era imposible ignorar la vivacidad del paisaje! Así era Silbriar, tan asombroso y cautivador, como a la vez misterioso y traicionero.
La chispa que brotaba de sus ojos verdes se apagó de repente al constatar que, más allá, en los confines que circundaban el castillo de Silona, se abría un campo repleto de soldados.
—No son los esbirros de Lorius. Deben pertenecer al Consejo. —Resignado, Daniel soltó una profunda exhalación—. Dejaremos el sendero. Caminaremos entre los árboles y, si es necesario, nos ocultaremos bajo la capa de Érika. Pero tenemos que llegar al Refugio y hablar con Bibolum.
—La ciudad tiene que estar plagada de esos miserables, y no sabemos si son aliados o no —se atrevió a decir Nico.
—No pueden ser amigos —intervino Valeria—. Los guardianes se han sublevado y siguen las órdenes del nuevo Consejo. No podemos fiarnos de nadie más que de nosotros mismos.
—¿Y si le ha pasado algo malo al señor Bibolum? —Alarmada, la pequeña abrió los ojos de par en par, esperando una respuesta que tardó demasiado en llegar.
—El gran mago es muy listo y sabe cuidarse solo. —Valeria acarició los largos cabellos de la niña, tratando de consolarla—. Estoy segura de que se encontrará bien.
Se había alzado un repentino viento tan turbio y denso que llegaba a empañar la luminosidad de la capital. Las siniestras ráfagas recorrían la ciudad envolviéndola en una atmósfera inestable, opresora, casi irrespirable. Los ciudadanos caminaban inseguros, cabizbajos y evitando mirar a los ojos del vecino, como si tuvieran miedo de ser señalados. Los muchachos imitaron su comportamiento para evitar levantar sospechas y se encaminaron a la plaza para confundirse entre la muchedumbre. Valeria se aventuró a examinar las inmediaciones del emplazamiento. Las aguas coloridas que emanaban de las fuentes habían desaparecido. Ya no existían. Los lugareños hacían cola en ellas para apenas llenar una garrafa. Los soldados se encargaban de su racionamiento, al igual que repartían el pan y algunas verduras mientras los vendedores exponían sus escasos productos bajo el estricto control de la guardia.
Entonces, varios carteles remachados con clavos torcidos en algunos de los edificios llamaron su atención. Se acercó a ellos con cautela, sin perder de vista al grupo de soldados variopintos, quienes custodiaban celosos la zona. Distinguió a enanos, a algún que otro elfo y a otros hombres corpulentos de los que le fue imposible dilucidar a qué especie pertenecían. Pero no había magos entre ellos, de eso estaba segura. Había aprendido a distinguir al gremio en sus anteriores incursiones. Su aureola de indiferencia no era más que una falsa postura para pasar desapercibidos cuando querían. Eran grandes observadores, de mirada penetrante y poco dados a demostrar sus sentimientos.
Suspiró para sus adentros y continuó su avance sigiloso hasta alcanzar uno de los avisos que adornaban la plaza. «Se busca», logró leer. El corazón le dio un vuelco al descubrir una imagen poco agradable de su amigo el elfo. Estaba escrito en varios idiomas, incluyendo el élfico, además de la palabra «Traidor» y una cifra que ella consideró que debía ser elevada como recompensa. A continuación, avizoró otro de esos papeles con el rostro de Roderick a escasos metros de allí. Lo habían retratado con aspecto fiero, mostrando su desigual dentadura y acentuando sus arrugas, haciéndolo parecer un monstruo.
—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado aquí? —se permitió decir, reprimiendo el espanto que le producían esos anuncios.
—Puede que sea algo bueno —musitó Daniel, llegando hasta ella—. Si los buscan, es que no están muertos.
—O que nunca llegaron a salir del maldito desierto y los malos no lo saben. —Nico osó expresar en voz alta lo que todos habían llegado a pensar.
—¿Y por qué no hay una foto del señor Moné? Tendrían que buscarlo también.
La pequeña los obligó a escudriñar los distintos anuncios que tremolaban al son del incierto viento. Érika tenía razón. No había ninguno que ofreciese una recompensa por la cabeza del mago. Y eso era una señal más preocupante todavía: o bien lo habían apresado, o bien ya no se encontraba con vida.
Alarmada, Valeria retrocedió. También ignoraba qué le había ocurrido a la pequeña Nora, una guardiana que tan solo era una niña, que pensaba que jugar a los magos era divertido pero, sobre todo, su deber. Ella no había sido entrenada para una contienda de tal magnitud, y aun así se había comportado como una valiente guerrera permaneciendo junto al elfo y al leñador. ¡Tenían que averiguar cuál había sido el destino de sus amigos! Debían obtener respuestas, y sabía que solo Bibolum Truafel podría dárselas.
De pronto, observó que un niño con pies de pato y orejas de conejo sustraía una manzana de una de las cajas y echaba a correr. Los soldados no tardaron en reaccionar y cuatro fueron tras él, blandiendo sus espadas y apartando al gentío con empujones. Advirtió que Érika la sujetaba de la mano. Su hermana debía estar más que asustada, pero ella mantuvo sus ojos miel fijos en el pobre niño, quien trataba de escapar de sus perseguidores. Uno de los soldados se abalanzó sobre él y consiguió agarrarlo por una de sus orejas mientras el niño chillaba desesperado. Entonces, soltó la manzana, la cual rodó por el suelo bajo la atenta mirada de los aldeanos. Pero ninguno se atrevió a recogerla. Permanecían aterrorizados, apartando la vista de los guardias y deseando que el desafortunado episodio acabase de un momento a otro.
Valeria tragó saliva. ¿Qué demonios había pasado allí? ¿Dónde estaba Bibolum? ¿Y Silona? ¿Por qué no paraban esa sinrazón? Finalmente, un hombre envuelto en un manto negro le devolvió el fruto a uno de los soldados mientras el niño era esposado. De improviso, el hombre misterioso, quien ocultaba con recelo su rostro, le lanzó una mirada furtiva, para luego desaparecer entre una de las callejuelas aledañas. Ella lo buscó achicando la mirada en todas las direcciones posibles ante el temor de que la hubiera reconocido. Podría tratarse de un seguidor de Lorius o de un guardián sublevado. Pero ya no había rastro de él.
Poco a poco, la muchedumbre fue disolviéndose y ellos pudieron retomar el camino. Cruzaron la plaza y se adentraron en otro de los callejones más concurridos de Silbriar, uno de los vestigios de la antigua Lumia, en el que los mestizos alardeaban de sus orígenes y mostraban sus tradiciones con total libertad.
Nico distinguió a tres hombres con narices de cerdo jugando sobre un barril con unos naipes desgastados. Gruñían acalorados mientras se abofeteaban unos a otros sin reparo. Sonrió de medio lado y dirigió su atención hacia una mujer que lucía un caparazón de tortuga como si se tratase de una modelo. Andaba resuelta a la vez que saboreaba unas guindas que extraía de un frasco con sus dedos humanos. Más allá, unos niños con ancas de rana corrían riendo como si la inminente guerra no tuviera cabida en la estrecha calle.
—¿Lo habéis notado? —Daniel interrumpió su grato embelesamiento—. Aquí no hay soldados. Parece que no se atreven a asomar sus narices.
—O puede que no quieran mezclarse con esta gente —apuntó Nico.
—A mí me da igual el motivo —le respondió—. Podemos seguir avanzando sin problemas.
Valeria chasqueó la lengua y miró hacia atrás, temerosa.
—Creo que alguien nos sigue —soltó, desvelando sus sospechas—. Había un hombre en la plaza, el que ha recogido la manzana. Tengo la sensación de que nos ha reconocido.
Daniel detuvo la marcha y miró fijamente a Valeria.
—¿Estás segura? —Indagó en sus ojos, que se mantuvieron abiertos, sin pestañear—. Muy bien, cambiamos el plan. Pensé que usar la capa en el pueblo sería peligroso. Si alguno rompía la cadena, tropezaba entre tanta gente y de repente se volvía visible ante todos, lo ejecutarían sin hacer preguntas.
—¿Qué hacemos? —preguntó expectante la niña.
—En cuanto salgamos de este callejón, nos damos la mano, y tú, Érika, te pondrás la capa. Recemos para que nos proteja a los cuatro. Y debemos tener mucho cuidado, vigilar dónde pisamos, tratar de no ser empujados. Pero, sobre todo, y pase lo que pase, ¡no podemos soltarnos!
Continuaron adelante, apresurando el paso y esquivando a los singulares personajes que invadían la calle, quienes permanecían ajenos al temor que mostraba el resto de los ciudadanos de la capital. Gritaban, estallaban en carcajadas y compraban a destajo en lo que suponían que era un mercado negro. Esa ciudad había brillado como ninguna otra y, sin embargo, ahora estaba sumida en un desencanto irracional donde el egoísmo y los peores deseos podían volverse realidad.
Por fin, cuando el callejón se ensanchó, pudieron atisbar los diversos torreones del Refugio junto con sus enormes cúpulas. Estaban acercándose, y pronto podrían hablar con el gran mago. Aminoraron la marcha, pues debían cogerse de las manos. Pero, entonces, cuando alcanzaron la intersección, una flecha oscura rozó sus mejillas y terminó clavándose en un listón de madera del que apenas los separaba un metro. Valeria había percibido cómo esta le había acariciado la punta de la nariz hasta hacer estremecer todos los huesos de su cuerpo. Había sido un tiro ingenioso, desapercibido para el resto de los aldeanos pero no para ellos. Ágil, sin duda. Y con una firma inequívoca impregnada sobre una madera exquisita.
Alzó la cabeza mientras elucubraba su trayectoria más probable. El tirador no debía encontrarse muy lejos del lugar. Inspeccionó los maltrechos edificios del callejón, las ventanas, los carteles deteriorados. Y, entonces, lo vio. Sobre el tejado de un negocio que prometía vender mejunjes eficaces contra una gran cantidad de enfermedades, descubrió al enigmático hombre del manto negro. Este asintió con un leve movimiento de la barbilla y se retiró ligeramente la prenda para mostrar sus cabellos rubios, que hasta entonces habían permanecido ocultos. Ella estiró una de las comisuras de sus labios, tratando de ser comedida. Porque allí, sobre una techumbre, como un felino agazapado, estaba el elfo más intrépido que conocía, y le indicaba con un gesto sutil que se internase de nuevo entre el gentío y se acercase a él con sigilo.
—¡Qué alegría verte! —le confesó Valeria mientras él la recibía con un cálido abrazo—. ¡¿Qué está ocurriendo en la ciudad?! ¿Por qué de repente eres un fugitivo? ¿Y Roderick? ¿Y el señor Moné? ¿Y la pequeña Nora, está bien?
Ante el bombardeo incesante de preguntas, Coril arrugó el rostro y volvió a ocultarlo bajo el manto negro.
—Aquí no podemos hablar. No es seguro. Seguidme.
Dio media vuelta y, cabizbajo, se aproximó a una puerta negruzca unos metros más allá. Antes de abrirla, comprobó que nadie estuviese mirando y entonces la empujó con prudencia. El chirrido de las bisagras oxidadas les dio la bienvenida, invitándolos a entrar en una estancia lúgubre y caótica. Daniel observó un camastro destartalado en un rincón y docenas de taburetes apilados en una barra decadente.
—Antes era una taberna —se excusó Coril al tiempo que les ofrecía algunas de las banquetas del antiguo local—. No es muy cómodo, pero muy útil para alguien en busca y captura.
—¿Por qué no te has escondido en el bosque? ¿Cómo te arriesgas a vivir aquí? —Daniel permanecía con el ceño fruncido, esperando una respuesta convincente del elfo. Este se acomodó en el mísero lecho y posó sus intensos ojos en Valeria.
—Porque hice una promesa —contestó sin más—. Y no descansaré hasta cumplirla. Estoy buscando la capa, como se me encomendó en el oasis. Solo que es más escurridiza de lo que pensaba. Y después de abandonar ese infame desierto, me dirigí a Tirme, luego a la antigua Cernia, y ahora estoy aquí. Llevo unos días estudiando cómo esquivar a los guardias de la puerta e introducirme en el Refugio. Tengo que hablar con Bibolum.
—Nosotros también hemos venido a eso —le aclaró Nico—. Pensamos que él podría orientarnos.
—¿El gran mago está bien? —le preguntó Érika, intranquila.
—Lo mantienen en una celda. —Coril negó con la cabeza—. Es lo único que he podido averiguar.
—Pero ¿quiénes...?
Nico fue interrumpido por la vehemencia de Valeria:
—¿Dónde están los demás? ¿Qué sucedió en aquella montaña cuando te dejamos?
Lo miró desesperada. Su historia sobre la capa debía esperar. Ella necesitaba conocer el paradero del resto con urgencia, saber que se encontraban bien, a salvo, lejos de las zarpas del enemigo. Pero Coril endureció el rostro y lanzó un amargo resoplido.
—No sé exactamente qué sucedió —desveló el elfo, apretando los ojos y apartando la mirada de los chicos—. Los guardianes se retiraron sin más. Había herido a esa tal Nafula de gravedad, ya que una vez que interioricé las diferentes trayectorias posibles de sus agujas, me fue fácil doblegarla. Kwan también había recibido lo suyo, pero Ruby consiguió asestarle un golpe certero a Roderick y comenzó a desangrarse muy rápido. Entonces, Nora decidió cubrirlo y... —Se humedeció los labios, tratando de ganar un tiempo que ya estaba perdido—. Ignoro cómo fue, pero ella se despeñó por el precipicio y quedó inconsciente. No sé si fueron sus gritos desesperados al caer o el hecho de ver su cuerpo roto allá abajo, pero Ruby permaneció inmóvil unos segundos, mirándola... Creo que algo se encendió en su corazón y se ablandó. Y, de improviso, se fue; dio media vuelta y se marchó. Pudo acabar con la vida de Roderick en ese momento, rematar a Nora, que yacía agonizante. —Las lágrimas comenzaron a empapar su relato—. Y acabar con mi vida también, pues estaba en desventaja. Pero no lo hizo.
—¿Dónde está Nora? —Érika lo acompañaba con sollozos angustiados.
—Descendí con una de las cantimploras que habíamos llenado en el oasis. La otra se la dejé a Roderick para que fuera bebiendo poco a poco. Se suponía que eran aguas sanadoras, pero no fue suficiente, ya que apenas curaron la mitad de sus huesos. Nora no podía mover las piernas, así que la cargué sobre mi espalda con la esperanza de alcanzar el oasis antes de que fuera demasiado tarde. —Hizo una pausa y decidió levantarse—. Roderick consiguió ponerse de pie. Ya no brotaba sangre de su brazo, pero continuaba malherido. Salimos de aquellas montañas como pudimos. Temía perder a la niña, así que imploré como nunca lo había hecho para que la dichosa isla flotante continuara allí. Nora apenas respiraba y Roderick temblaba. La pérdida de tanta sangre estaba afectándolo. Y ya sin esperanza alguna, apareció ese maldito oasis sobre nuestras cabezas y, sin dudarlo, me columpié sobre sus raíces cargando a la pequeña, que perdió el sentido de nuevo. La deposité junto a uno de sus manantiales y regresé a por el grandullón. Perdí la noción del tiempo en aquel oasis; los días son lentos y las noches casi inexistentes. Entonces, vi un gran destello esmeralda que iluminaba el cielo de aquel paraje. Corrí hasta la catarata de la cual provenía. Estaba seguro de que eráis vosotros activando el portal. Pero cuando llegué, la balsa ya comenzaba el salto y advertí que Lidia no estaba en ella, sino que luchaba por no ser engullida por la corriente. Quise ir a ayudarla, pero el hijo de Lorius estaba allí también. Y fue cuando lo comprendí todo: la misión había sido un completo fracaso, vosotros volvíais a vuestro mundo sin ella y aquí comenzaba una guerra. Estuve varios días esperando a que Aldin o Samara regresaran, pero cada vez se hacía más evidente que no lo habían conseguido. Entonces, de repente —continuó, mostrando una sonrisa de oreja a oreja—, despuntaron unas alas en el horizonte. Batían furiosas, y pensé que mi corazón iba a salir disparado al descubrir que se trataba de tu dragón, Érika.
—¡Brifin! ¡Está vivo!
—Y cuando Nora despertó, decidimos abandonar el desierto. No podíamos permanecer allí mucho más, aislados de todo. En cuanto pisamos el Sendero de las Piedras Silentes, nos percatamos de las extrañas luces en el cielo. ¡Aquello era peor de lo que esperábamos! Teníamos que actuar con rapidez, pero la niña no estaba del todo recuperada, así que allí nos despedimos. Pagamos a un campesino con agua del oasis para que transportara a los dos en su carromato. Brifin los acompañaba, vigilando desde el aire para que nadie osara hacerles daño. El hombre conocía a una vieja sanadora muy eficiente, y como ignorábamos lo que sucedía en el Refugio, decidimos que no podíamos arriesgarnos a llevar a Nora hasta Libélula. Mientras tanto, yo me dirigí al nuevo Tirme en busca de respuestas sobre la misteriosa capa. No sabía que ibais a volver. Pensé que os quedaríais en vuestro mundo, a salvo. —Soltó una risa nerviosa—. Pero, claro, tú no te rindes nunca y has venido a recuperar a tu hermana.
—Mi mundo también está padeciendo los efectos de los jinetes —replicó sin inmutarse—. No puedo dejar que en la Tierra se desate una guerra mágica. Los humanos no sobreviviríamos.
—Pero ¡¿cómo puede ser posible?! —exclamó Coril, confundido—. ¿Vuestro mundo?
—¡Son las brechas! —le aclaró Nico—. Creo que están rasgando el universo y, con ello, nuestra concepción del espacio-tiempo. No sabemos exactamente qué es lo que pasará, pero hemos vuelto para acabar de una vez por todas con Lorius.
Con ojos lúcidos, Érika se acercó al elfo, que todavía no daba crédito a lo que escuchaban sus oídos, y mirándolo de manera compasiva, le aseguró:
—Vamos a encontrar al guardián y él nos guiará a todos. Conseguiremos derrotar al brujo.
—¿Qué has descubierto de la capa? ¿Algo que nos pueda ser de utilidad? —lo interrogó Daniel, ansioso.
—Poca cosa —confesó—. Era considerado uno de los objetos más poderosos de aquellos que les habían sido entregados a los humanos. Después de la Gran Guerra, muchos magos decidieron ponerlo a buen recaudo. Habían caído en la cuenta de que si el portador del objeto fuese un humano ambicioso y poco fiable, podría desatar un grave conflicto, a pesar de que fueron forjados para que solo personas de noble espíritu los poseyesen. Pero viendo todo lo que está ocurriendo, no pongo en duda aquella decisión —admitió, colocando los brazos en jarra—. Las sacerdotisas me contaron que la capa estaba hechizada y que debía dirigirme a Cernia si quería más información. Y hasta allí fui, buscando a un viejo mago y antiguo maestro del Consejo, responsable también de que ese objeto no tenga nuevo dueño. Fue difícil dar con él. Vivía como un ermitaño, alejado de toda civilización, rodeado de animales y extensos huertos. ¡Ni siquiera parecía un mago de verdad!
—¿Qué te contó? —La curiosidad era palpable en el rostro de Valeria. Acercó su taburete aún más a él, como si así pudiera escucharlo mejor.
—Me invitó a tomar un té exquisito; oferta que no rechacé, pues estaba sediento. Y entonces me reveló que, para liberar la capa, necesitamos un conjuro y, por supuesto, a un mago que recite las frases. Ahí fue cuando pensé que mi aventura en solitario había terminado. No poseía ninguna de las dos cosas. —Rio, recordando el momento—. Pero Fedión, que así se llama, es un viejo charlatán extremadamente astuto. Comenzó a preguntarme sobre mi procedencia, mi interés por el objeto, mi propósito con él... Y yo desembuché, le conté todo. Hasta me sonsacó el nombre de mis padres, de mi primer amor, de todos mis amigos... ¡El muy canalla me confesó después que lo que yo pensaba que era un simple té, era en realidad un mejunje de la verdad! ¡Quería saber si era de fiar! Después se sinceró conmigo y me contó que llevaba tiempo aguardando a que alguien tocase a su puerta. ¡Pero esperaba a un mago, no a un elfo! Sabía que llegaría el día en el que habría que despertar a la capa azul, y habría preferido no vivir para verlo.
—¿La capa es azul? ¿Como la del príncipe? —Los ojos de Érika se agrandaron hasta parecer dos luceros brillantes—. ¡Él será el que salve a Lidia!
—Érika, aunque a mí me gustaría que fuera así —comenzó a explicarle Daniel—, la capa puede escoger también a una guardiana.
—Eso sería interesante —soltó Nico, dejando escapar una risa perniciosa.
—Bueno, da igual quién sea su dueño, lo importante es encontrarla —Impaciente, Valeria instó al elfo a continuar—: ¿Te dijo dónde la habían escondido?
—No, él no tenía ni idea. —Chasqueó la lengua, disgustado—. Formaron dos equipos para desarrollar el ritual: el primero la hechizó para que permaneciera en el olvido y, el segundo, la ocultó. Fedión no podía indicarme el lugar, pero sí me dejó esto. —Introdujo la mano en su chaleco y extrajo un pequeño pergamino enrollado—. ¡Tengo el hechizo! ¡Por eso necesitaba ver a Bibolum!
—¡Yo soy una maga!
—Lo sé, pequeña, lo sé. Y no sabes lo feliz que me haces. —De pronto, su semblante se ensombreció. Su fugaz alegría se tornó en una profunda desazón y miró a Valeria con ojos serios—. Una vez te dije que yo no conocía a ese guardián y no sabía qué méritos tenía para convertirse en el líder de todos los pueblos. Fedión me aclaró los motivos por los que el Consejo tomó la decisión de ocultarla, y me parecen loables. Los humanos sois emotivos, inestables y, muchas veces, egoístas. Ya había sucedido en el pasado. Un guardián usó su sombrero para enriquecerse en vuestro mundo, para someter y manipular a los suyos. La magia no es infalible, y aunque los objetos busquen a personas honestas, estas cambian al sentir el poder invadir su cuerpo. Igual sucede con los magos, como por desgracia ha sucedido con Lorius. Al fin y al cabo, son su creación. Y, por lo tanto, padecen las mismas debilidades. Si esa capa estuviera ahora en manos de uno de esos guardianes sublevados, habría sido el fin de nuestra existencia. ¿Lo entendéis?
Valeria palideció y se pellizcó el labio inferior, intentando ocultar su creciente ansiedad.
—¿Y cómo sabremos entonces si su destinatario no va a traicionarnos como Ruby y los demás? —Daniel caminaba con las manos enlazadas en la nuca.
—No lo sabemos. Pero, dada la situación, debemos arriesgarnos. Intentar que una descendiente ocupe el trono como están las cosas sería una locura, un suicidio. Lidia ha hecho que seáis odiadas y les ha dado la razón a esos magos melindrosos que pensaban que el plan de rescate no serviría para nada. Nadie confía ahora en vosotras.
Valeria soltó un sentido suspiro que revelaba su profundo malestar. Ella los había arrastrado a todos a ese condenado castillo, proclamando a los cuatro vientos que su hermana era una víctima más de los enrevesados planes del brujo, defendiéndola a capa y espada, anteponiéndola a los intereses del grupo. Y se había equivocado. Incluso cuando dudó de ella, fue incapaz de comunicárselo al resto y los había puesto en peligro. Ahora, sus amigos sufrían las consecuencias, y ella no iba a permitir que todos pagasen su error.
—¿Tú sigues confiando en nosotras? —le preguntó con fiereza.
Coril bajó la barbilla y fingió observar el descuidado pavimento. Le habían arrebatado su hogar en el bosque, habían diseminado la semilla del odio entre los suyos, pero lo que más lamentaba era que lo habían despojado de su honor acusándolo de ser un traidor. Ignoraba si conseguiría recuperar su buen nombre, pero no podía seguir escondiéndose.
—Confío en ti —dijo, mirándola a los ojos— y en este grupo. Habéis regresado, cuando podríais haberos quedado en vuestro mundo para defenderlo de los jinetes. ¡Así que vamos a encontrar esa capa! Pero antes quiero hacerte un juramento, Valeria. Si ese guardián no es digno de ella, le atravesaré el corazón con una de mis flechas. No voy a defender a ningún elegido más por mucho que lo digan las escrituras.
—Lidia no solo te ha decepcionado a ti —dejó escapar ella de sus labios temblorosos.
—Esto no ha acabado —intervino Daniel—. En cuanto le contemos lo que está pasando en la Tierra, se dará cuenta de su error. ¡Lidia no va a dejar que mueran millones de personas!
Valeria admiró su optimismo. Él todavía tenía esperanza. Sus ojos grises parecían más claros que nunca, brillaban, poseían esa chispa de aquel que había recuperado la fe. Recordó su confesión en el oasis: que la había perdido en el desierto cuando fue engullido por la tormenta roja. Y que también fue esa la razón por la cual las defensas que había levantado con su espada se desplomaron sin más. Bien, necesitaban a alguien que mantuviera el espíritu vivo en el equipo, porque el de ella se había apagado. Y, por lo que había comprobado, tampoco el elfo se encontraba en su mejor momento.
Posó la mirada en la pequeña, que le sonreía con sus hermosos ojos verdes, y se alegró por ella. Porque, a pesar de que había contemplado cómo la magia oscura podía corromper un alma noble, seguía creyendo. Érika deseaba con todas sus fuerzas que ese guardián fuese el príncipe azul de su hermana, como en los cuentos, quizá porque ella había sido la primera en advertir que Lidia ya no era Lidia. Sin embargo, Valeria ya no creía en cuentos de hadas.
—Será mejor que le enseñemos a Coril el diario de mamá y ese mapa tan chulo que dibujó —le dijo con ternura.
La pequeña extrajo del interior de la capa el libro de su madre. Plegado, entre sus páginas, se encontraba el plano que con tanto esmero había elaborado poco a poco cada vez que finalizaba uno de sus viajes. Perplejo, Coril elevó las cejas hasta lo indecible mientras los chicos se apresuraban a extenderlo sobre el suelo.
—Creemos que la capa se encuentra en estas islas —continuó ella, señalando su ubicación—. Mi madre estuvo buscándola en sus últimos años. Ella también había descubierto que si ninguna de las descendientes se sentaba en el trono de Silbriar, debía hacerlo el guardián de la capa. Después de nosotras, es el único en grado de desterrar la magia negra de este mundo.
—Y el único capaz de hacerle frente a... una descendiente oscura —añadió Nico, ahogando sus palabras finales.
El elfo se acuclilló y se abstrajo unos segundos, analizando el grupo de manchas que, exultante, Valeria le indicaba. Achicó la vista y luego emitió un gruñido que no podía ser un buen augurio.
—¡Son las malditas Islas Sin Nombre! —exclamó al fin, dejándose caer hacia atrás.
—Claro, las letras que escribió tu madre: ISN —gritó victorioso Daniel.
—Coril, ¿lo de «malditas» lo has dicho en plan metafórico o literal? —Nico mantenía una mueca de disgusto en su rostro.
—Muy pocos osan navegar por sus aguas. Se cree que existen bestias acuáticas y otras criaturas desconocidas pero igual de peligrosas. ¡Tiene sentido! Ocultar la capa en un territorio que ni un loco se atrevería a pisar. Yo no soy un hombre de mar, ni siquiera tengo un barco.
—Pero habrá alguien que haya estado en esas islas que pueda orientarnos. —Valeria rogaba para que encontrase una solución.
—Sí, conozco a un enano con malas pulgas que alardea con la boca bien abierta de sus aventuras en esas islas.
—¡Estupendo! ¿Y es de fiar?
—Onrom odia aún más a esos magos de Zacarías que yo mismo —afirmó, con una sonrisa de medio lado—. Tú fuiste instruido por él —le dijo a Daniel—. Es un cascarrabias, pero es fiero en combate. Lo necesitamos para nuestra misión.
—¿Y dónde lo encontramos?
—En una taberna de verdad, llena de alcohol y de tiparracos capaces de apostar su vida por un mísero juego. —Se levantó de un salto y colocó su carcaj tras su espalda—. Lo siento, pero a las señoritas no les está permitida la entrada.
—Mejor —le replicó Valeria, sin demostrar que se sentía ofendida—. Porque Érika y yo tenemos otra misión. Vamos a hablar con Bibolum.