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5 Traidor

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Aguardaron a que un abrumador ocaso las arropara bajo su estremecedor manto. Las brechas eran las dueñas del cielo cuando el sol se debilitaba y se ocultaba tras las montañas. Sobrecogidos, los lugareños contemplaban su despedida temiendo que el astro moribundo no reanudara su labor al día siguiente. El firmamento se teñía poco a poco de colores poco habituales, constatando el poderío indiscutible de los jinetes. Sin embargo, las estelas naranjas que dominaban la Tierra no estaban presentes en la noche silbriariana. Las estrellas parecían difuminarse hasta perder su solidez, bañadas por un morado fantasmagórico que las hacía inanes al desvanecerse la calidez de su existencia. Las dos lunas se fundían en un abrazo ecléctico mientras asistían impávidas a cómo a su alrededor se formaban cúmulos verdosos ansiosos por devorarlas.

Érika sujetó con brío la mano de su hermana y caminó cabizbaja, evitando así explorar los inciertos cataclismos que estallaban sobre sus cabezas. Habían acordado atravesar los muros del Refugio cuando se produjese el cambio de guardia, y quedaban pocos minutos para ello. Invisibles, recorrieron los últimos metros que las separaba del portón más cercano, el del este. Esperaron impacientes a que sus puertas se abrieran y, con celeridad, se internaron en el patio. Contempló disgustada cómo decenas de soldados maltrataban el césped sin ningún remordimiento. Organizaban peleas entre ellos y entrenaban sin escrúpulos, dejando las huellas de sus salvajes botas sobre la hierba y las flores que tanto había cuidado Libélula. De reojo, observó a Valeria, quien, boquiabierta, debía pensar que habían emplazado a los más idiotas a cubrir los muros. Sí, ella también opinaba igual. No había mucha diferencia entre los lopiards descerebrados y esa gente.

Ya en el interior, comprobó que todo parecía más organizado. Atisbó a varios grupos de magos charlando en el fondo, y al asomar la cabeza en el salón, descubrió que este se había convertido en el centro de mando. Había un enorme mapa del continente ocupando la mayor parte de la pared, y algunos se afanaban en marcar con círculos verdes, rojos y negros las distintas regiones de Silbriar. Palpaba el nerviosismo que su hermana le transmitía. Pero ella no estaba asustada. Ya había caminado entre orcos y arpías, por lo que unos cuantos magos soberbios y repeinados no la amedrentaban. Achicó la vista, esperando encontrar una pista que la llevase directamente hasta la habitación del gran mago, pero allí no había nada de interés. Entonces, un viejo mago llamó su atención. Aunque parecía haber gozado de un cabello fuerte y sano, la calvicie había hecho su fatal aparición en su coronilla. Aun así, mantenía alrededor de esta una pelambrera canosa y vigorosa.

—Deberías mantener a tus hombres a raya —le escuchó decir—. ¡No pueden parecer una panda de inútiles en un campamento de verano! ¡Estamos en guerra!

—Sí, mi señor. Es que se aburren y buscan un poco de diversión, eso es todo.

El mago le lanzó una mirada reprobatoria que lo dejó petrificado. Érika escrutó entonces en sus ojos marrones, los cuales, a pesar de aparentar integridad y poseer un sentido respeto por la tradición, albergaban una profunda codicia, una indescriptible crueldad. Pero ella no receló de estas particularidades. Muchos de su especie eran ambiciosos por naturaleza, el poder les nublaba a veces la razón. A Érika, ese hombre autoritario, más que nada, le resultaba familiar.

De pronto, su hermana tiró de ella, desestabilizando por un momento su invisibilidad. La reprobó apretando los labios y negando con la cabeza, pero ella se limitó a señalarle uno de los corredores. Las reglas eran claras: no soltarse, mantener el silencio y no tomar iniciativas sin el consentimiento del otro. Valeria le pidió excusas mostrando arrepentimiento en su rostro, y Érika alzó el pulgar para manifestarle su conformidad y se encaminó hacia el pasillo.

En las veces que había correteado por el Refugio, jamás había visto el estrecho corredor que ahora pisaban. Las piedras que conformaban sus gruesas paredes eran rugosas, y podía respirarse una humedad espeluznante, gélida. Sonrió al distinguir la figura de Libélula Morrigan detenerse en el rellano, al amparo de un candil que abultaba de forma grotesca la proyección de su sombra en el muro. Después de examinar los alrededores y asegurarse de que nadie la seguía, desapareció tras descender unos cuantos escalones. Las chicas apresuraron el paso para evitar perderla de vista, y al llegar al final de los cuatro peldaños, descubrieron una estancia pequeña cuya única luz procedía de una ventanilla reforzada con barrotes, situada en lo más alto de la pared. Libélula hablaba casi en susurros con un aburrido soldado apostado en una silla, quien custodiaba con una evidente desgana un portón de gruesa madera atrancado con varias cerraduras. El joven, tras recibir en sus manos un saquito de terciopelo verde, le entregó las llaves a la rolliza mujer. Con impaciencia, esta abrió los cierres y se adentró en la misteriosa habitación. Érika le hizo una señal a su hermana y ambas se deslizaron con presteza por la ajustada abertura antes de que la puerta volviera a cerrarse.

La pequeña contuvo una mueca de sorpresa al encontrarse en una estancia mucho mayor que la anterior, ampliamente iluminada por la presencia de varios candiles y con varios muebles que la decoraban; entre ellos, una inmensa alfombra roja, una repisa con algunos libros, un escritorio viejo y una cama adecentada con varios cojines. Sobre esta reposaba un hombre de grandes dimensiones al que pronto reconocieron. Bibolum Truafel se incorporó, no sin acusar cierta fatiga, y se sentó en el borde del camastro al ver a su amiga Libélula entrar con claras evidencias de nerviosismo.

—Creo que las sales curativas que estoy preparando para la madre de ese soldado melindroso pronto dejarán de surtir efecto —se quejó ella mientras se llevaba la mano al pecho.

—No te preocupes por eso —le respondió él, soltando una risita—. Hace tiempo que son sabedores de tus visitas.

—¡Oh, Dios santo! ¿Y cómo es que no me han detenido?

—Mi querida Libélula, te consideran inocua. Y, al mismo tiempo, otorgándome el placer de tu compañía y la información que puedas darme, piensan que me tienen bajo control. Y, en cierto sentido, así es. No he perdido la cordura para estallar en cólera y hacer que todo el Refugio se desmorone sobre nuestras cabezas y, por supuesto, las suyas. —El mago entrecerró sus intensos ojos azules y escudriñó cada milímetro de la habitación, para después volver a reparar en el rostro de su amiga—. ¿Y cuándo pensabas comentarme que hoy no has venido sola?

—¿De qué estás hablando? —Giró la cabeza y miró por encima de su hombro.

—Creo que el soldado ha vuelto a dormirse —continuó él—, así que nadie reparará en vuestra presencia. Podéis volveros visibles.

Libélula arrugó el rostro y observó al gran mago como si hubiera enloquecido. De pronto, y para su sorpresa, aparecieron ante ella dos de las descendientes. Érika se abrazó primero a la robusta mujer, quien la recibió con lágrimas en los ojos, y luego saltó al cuello del noble grandullón.

—Queríamos estar seguras —se disculpó Valeria por no haberse presentado antes—. Esto está plagado de gente que quiere nuestras cabezas.

—Creía que no ibais a volver —les confesó la señora Morrigan con voz afectada.

—Teníamos que hacerlo. Las brechas amenazan con destruir nuestro planeta —le respondió.

El gran mago la invitó a tomar asiento en la única silla de la que disponía, mientras que Érika se acomodó junto a él. Libélula se apoyó ligeramente sobre el escritorio, todavía impresionada por la repentina presencia de las humanas en el Refugio. El Consejo tenía oídos en cada rincón de la hermética construcción. Había espías en las calles. ¡Rayos, hasta en las mismísimas cloacas de la ciudad! Las descendientes corrían un gran peligro mientras permanecieran allí.

Valeria se acercó al mago y, en voz baja, comenzó a hacerle un breve resumen de todo lo acontecido en el castillo de arena, desde su incursión hasta su fuga a través de uno de los portales del oasis. Cogió aire varias veces antes de confesarle que su hermana Lidia se había negado a volver con ellas, y no omitió detalle alguno sobre la aparición de las estelas naranjas en el cielo y el posterior descubrimiento del diario de su madre.

—En sus últimos viajes a Sibriar, descubrió toda una trama de corrupción que afectaba a magos y a sacerdotisas de Tirme. De hecho, creemos que una tal Moira es la bruja del castillo. Es más, fue ella la que incendió la biblioteca, para después arrasar la ciudad.

El gran mago palideció. Un nudo enorme taponó la boca de su estómago y no pudo permanecer sentado mucho más.

—¿Moira? —Se levantó y se dirigió a la única ventana que lo conectaba con el mundo exterior. Estaba recluido en un sótano, pero desde allí podía oler la hierba fresca del patio, ultrajada por los toscos soldados que vigilaban los muros del Refugio—. ¿Estás segura, mi niña? —De reojo, comprobó cómo ella asentía—. ¡Es algo muy grave! Moira... es la tía de Samara.

—Entonces, ¿fue capaz de matar a su propia hermana? —No era una pregunta como tal. Valeria había caído en lo trágico de la situación—. ¡Esa mujer está chiflada! ¡Ha sido capaz de quemar su propio pueblo! Pero ¿por qué?

—Ahora no importa el porqué, sino que una descendiente camina al lado de los dos brujos más ambiciosos y desalmados que jamás haya conocido Silbriar.

Bibolum se dio la vuelta y observó a la guerrera, que esquivó su mirada para clavar sus ojos miel en el suelo. La traición de su hermana le escocía, todas las células de su cuerpo le hervían. Era un fuego insoportable, un dolor que consumía su alma lentamente. Habría preferido haber sido atravesada por una espada. Esa habría sido una muerte segura y rápida, mejor que tener que enfrentarse a la traición de Lidia.

Apretó los labios para no gritar y, desafiante, le devolvió la mirada al gran mago.

—Por eso tenemos que liberar la capa y encontrar a su guardián. Es el único en grado que puede devolverles la fe a todos los que la han perdido, incluido a los guardianes que nos han dado la espalda.

—Lo sé, mi niña, lo sé... —Apoyó la mano en su hombro y le lanzó una mirada lastimera a Libélula. Esta alzó la barbilla ligeramente, intuyendo la desagradable conversación que tenía pendiente y que no podría eludir por mucho que lo deseara.

—Nos dirigimos a las Islas Sin Nombre. Allí podría encontrarse la capa, bajo un hechizo de sometimiento. Pero Coril ha dado con un conjuro que podría liberarla y está reuniendo a un grupo de aliados para que nos acompañe. —Valeria hablaba atropelladamente, como si no quisiera admitir todas las fisuras que tenía el descabellado plan—. Por eso hemos vuelto.

—¿Y para eso has arriesgado la vida de tu hermana y la tuya entrando en esta celda? ¿Para contarme vuestro plan? —le preguntó, con rostro afable.

—Queríamos conocer..., quería saber su opinión... —titubeó unos segundos en los que las palabras se le atragantaron—. Y si tenía noticias del señor Moné... Todos estamos preocupados por él, pero no podemos ir a rescatarlo. Yo quería saber si él...

—Te sientes culpable por haberlo dejado atrás —la ayudó el mago a continuar— y quieres saber si se encuentra con vida. —Bibolum le cogió la mano a la guerrera y observó los grandes ojos verdes de Érika, abiertos de par en par, conteniendo las lágrimas a la espera de su respuesta—. No tengo comunicación con él desde que el nuevo Consejo invadió mi casa, pero si de algo estoy seguro es de que Aldin continúa con vida. Y no lo digo porque se trate de un mago habilidoso y experto, sino porque todo el universo lloraría su muerte. La tierra se volvería árida e infértil, los lagos se secarían, y la hecatombe sería tal que caeríamos en una noche eterna.

Valeria frunció el entrecejo mientras intentaba descifrar las palabras del gran mago. Érika se acercó a ella y, con semblante confuso, le suplicó que le tradujera lo que acababan de oír. Era pequeña, pero tenía derecho a saber, más cuando iban a embarcarse en una misión sin su maestro y donde ella sería la única maga, por lo tanto, la única capaz de despertar a la capa. Bibolum Truafel lanzó una prolongada exhalación y mostró una sonrisa amarga. Había llegado el momento que nunca creyó que ocurriría.

—No solo estáis aquí porque os preocupe el estado de mi buen amigo Aldin. También queríais preguntarme por vuestra hermana. —La guerrera torció el gesto y asintió levemente—. Queréis saber si Lidia está totalmente perdida. Es eso lo que más te aflige, ¿verdad, Valeria? Una parte de ti quiere recuperarla y..., la otra... —Se calló al observar el rostro de la pequeña nublarse por completo—. Bien, no voy a mentiros. Se han roto dos de los tres sellos necesarios para que ella abrace la oscuridad: el primero fue despertar con el beso de un maligno y el segundo fue entregarle su corazón, pero todavía nos queda su alma. Para romper el tercer sello, debería renunciar a su maestro y aceptar a uno que se nutra de las tinieblas, es decir, a Lorius, ya que su hijo Kirko no es un maestro como tal. Pero para convertirse en una descendiente oscura, no solo tiene que aceptar la mano de Lorius, sino también aniquilar cualquier rastro de magia blanca que haya en su alma asesinando a su predecesor. Por eso sé que Aldin sigue con vida. Si Lidia hubiese cumplido su cometido, la naturaleza habría rugido y escupido fuego al sentir su transformación. Y eso no ha sucedido.

—¡Lidia nunca mataría al señor Moné! —protestó Érika—. ¡Ella no haría eso! ¡No es mala, solo está enamorada!

Libélula apartó a la niña del mago para tranquilizarla. Había alzado demasiado la voz y temía que el soldado hubiese despertado. Tocándose la boca con el índice, le pidió que mantuviera silencio y, desesperada, se encaminó hacia la puerta. Apoyó la oreja sobre la madera y no escuchó movimiento alguno. Aun así, permaneció custodiando la entrada por si el desganado joven decidía curiosear más de la cuenta.

Mientras tanto, Bibolum mantenía la mirada clavada en el rostro de la guerrera. La había visto dudar, revolverse mientras él se explicaba. Era evidente que algo se había quebrado en su espíritu.

—Querida niña, necesito saber si antes de que eso ocurra, tendrás el valor para hacer lo correcto.

El mago hablaba casi en susurros para evitar que su hermana pequeña pudiera escuchar lo que estaba pidiéndole. Ella se pellizcaba el labio inferior con saña. Tenía el corazón en un puño, y parecía que este se esforzaba en estrujarlo cada vez más. No lo había dicho. No había sido necesario. Ella había recibido el mensaje desde que le había explicado en qué consistía la ruptura del tercer sello. Era la vida de Aldin o la de su hermana. Era salvar millones de galaxias o sumirlas en la oscuridad más absoluta. Pero ¿cómo ayudar al maestro cuando se dirigía a las Islas Sin Nombre? Por el momento, debía confiar en la astucia del señor Moné y en que su hermana no estuviese preparada para cometer un acto tan vil. Érika tenía razón: sencillamente, estaba enamorada. Pero ¿podría el amor ser tan ciego como para asesinar en su nombre?

Sus prioridades no habían cambiado. Primero debía encontrar esa dichosa capa y luego ayudar al nuevo guardián a liderar un ejército capaz de derribar el castillo de arena con un simple soplo. Y si Lidia tenía las agallas de matar al que fuera su maestro, ella misma acabaría con la vida de su hermana.

Se acercó al mago, se colocó a su altura y, ladeando la cabeza, le prometió:

—No voy a dejar que Lorius gobierne Silbriar, mi mundo o cualquier otro. ¡Esta vez llegaré hasta el final!

Escuchó los pasos de Érika aproximarse ligera y se calló. La niña parecía exaltada. Hacía aspavientos con las manos, hasta que por fin se las llevó a la boca mientras negaba con la cabeza, sorprendida ella misma por el revuelo que acababa de ocasionar.

—Ya sé dónde he visto antes a ese mago calvorotas —desembuchó, todavía impresionada—. ¡En el castillo de la bruja! Estaba junto a Lidia en la fiesta.

—Pero ¿de qué estás hablando? —Valeria la instaba a calmarse.

Libélula abandonó su puesto de vigilancia en la puerta y corrió hacia la pequeña, quien aún trataba de explicarse.

—Creo que está hablando de Máximus Belemis —afirmó el mago, torciendo el gesto—. No sé por qué no me extraña.

—¿Él es el traidor? —preguntó la mujer, enarcando las cejas—. ¿Y por qué ha insistido en colocar a Zacarías en la presidencia?

—Porque así no levantaría tantas sospechas. Todas las malas decisiones parecen salir de la boca del mago de las Montañas Sagradas, así que cuando Lorius avance sin piedad por el norte, todos lo culparán a él —reflexionó Bibolum—. Belemis saldría reforzado y dispuesto a aceptar una alianza con el hechicero que, evidentemente, ya está pactada de antemano.

—¡Será canalla! —lo insultó Libélula, demostrando su profunda rabia—. ¿Cómo ha podido aliarse con semejante bellaco? Él, que perdió a su hijo Hanis a manos de un puñado de lopiards.

—¿Hanis, has dicho? —Confusa, Valeria trataba de organizar sus ideas en la cabeza—. ¡Érika, dame el libro de mamá! —La niña se lo entregó sin dilación y ella comenzó a pasar las páginas con celeridad—. Si no recuerdo mal, mi madre citaba al padre de Hanis como uno de los cerebros conspiradores de la trama. Estuvo en los Valles Infinitos, y allí también coincidió con uno de los esbirros de Lorius: Peval Nortal. ¡Aquí está! —exclamó, señalando la parte en la que los mencionaba. Bibolum sujetó el diario con una mano y leyó varios fragmentos—. Es evidente que en esa escuela de magos se inició la sublevación. Puede que Zacarías también esté implicado en todo este asunto. A lo mejor es solo un peón al que sacrificar, pero necesario.

El mago levantó la vista del libro y examinó a la guerrera. Era inteligente, muy astuta. Y pensó cuánto le habría gustado que ella fuese la que dirigiese las tropas contra el enemigo. Así debería haber sido: la descendiente guerrera liderando el levantamiento contra los traidores que se habían sumado a Lorius. Se estremeció. Aquello ya no podía ser debido a que el brujo les había asestado un duro golpe reclutando a otra de las descendientes: a la artesana. Ahora debía confiar en que ese guardián, recién despertado, comprendiese la necesidad de una contienda y no dudara ni un ápice en demostrar su fidelidad y valentía.

—Belemis era un reputado profesor en la escuela del Valle cuando la guerra comenzó, y desconozco los motivos que lo mueven a renunciar a la magia blanca. Si alguien puede ayudarte a responder esas preguntas, es uno de sus mejores amigos: Zacarías. Este ha consagrado su vida a ayudar a los nuevos guardianes. Aunque es un mago del aire, dejó de impartir sus clases a los pupilos de la academia para entrenar a los humanos elegidos. Él insistió muchísimo en la necesidad de adiestrar con técnicas más combativas a los guardianes.

—Pero también los guardianes se han sublevado —insistió ella—. Y son muchos los mentores de esa escuela implicados en esta absurda conspiración. ¿Acaso Lorius estudió allí?

—No, él no es un mago de los elementos —reflexionó Bibolum, frunciendo el entrecejo mientras acariciaba su larga barba—. Él estudió en la escuela del Cosmos, como Aldin, como... yo. Su poder no proviene de la naturaleza, sino de la energía del propio universo.

—¿Y por qué colaboran con él? Parece que Lorius tuviese un millón de amigos allí.

El gran mago mostró una sonrisa burlona que no pasó desapercibida para el resto. Meditabundo, se dejó caer en la cama, todavía contrariado por las acertadas observaciones de la descendiente. ¿Amigos? Lorius ignoraba el significado de la palabra lealtad. Mantenía a algunos muy cerca de él, pero no por apego o un sentimiento de compañerismo, sino porque les eran útiles para sus propósitos. Y él lo había descubierto demasiado tarde. Sin embargo, ¿por qué acudir a los magos del Valle?

Postrado en la cama, hacía grandes esfuerzos por aguantar el dolor que le ocasionaba la pierna. Estuvo a punto de perderla cuando se precipitó junto con su dragón desde el cielo. Había intentado guiarlo, darle ánimos, pero Mivial, malherido, ya había cerrado los ojos. Fue entonces cuando perdió el control total del vuelo y ambos giraron en el aire como pájaros insignificantes a merced del viento.

Se incorporó y tomó su medicina para apaciguar el resquemor, el cual le ascendía desde el dedo gordo del pie hasta la ingle. Se agarró a la muleta y, manteniendo el equilibrio, consiguió dar unos pasos. Necesitaba respirar aire puro. Estaba harto del olor a desinfectante, de cataplasmas a base de hierbas y de ese aroma nauseabundo que provocaba la enfermedad en sí. Examinó esa especie de tienda de campaña improvisada para atender a los heridos de guerra y se compadeció de todos ellos, incluso de sí mismo. No debería haber terminado allí junto a esos valientes que lo habían dado todo por salvar la magia. Él no. No se lo merecía. Debería estar enterrado bajo tierra, con su compañero, con su amigo Mivial.

La guerra duraba demasiado, más de lo previsto. Había perdido la cuenta de los años que habían transcurrido e ignoraba cuántos más debían pasar. Pero para él ya había terminado.

Dejó que una bocanada de brisa fresca hinchara sus pulmones y se sentó en uno de los bancos que rodeaban la enfermería. Entornó los párpados y respiró la tranquilidad del lugar, esa que le fue arrebatada a diario durante la contienda, y por primera vez se sintió en paz consigo mismo.

—¡Tienes un aspecto penoso! —Reconoció esa voz irritante al instante, pero prefirió continuar en silencio y con los ojos cerrados—. He sabido que habías resultado herido en el combate aéreo justo cuando apenas unas semanas antes te habían ascendido a capitán. ¡Mírate, Bibo! Ni en tus sueños habrías imaginado convertirte en el capitán de un pelotón. Siempre has sido algo soso y pusilánime. Y los dirigiste como un auténtico valiente, surcando los cielos y ganando numerosas batallas. Lástima que haya muerto el dragón.

—¡Se llamaba Mivial! —le reprochó, abriendo de par en par los ojos—. ¿Qué estás haciendo aquí, Lorius?

Reparó en el extraño atuendo del hechicero. Siempre vestía con pantalones oscuros, pues odiaba las túnicas. Sin embargo, una con tonos violáceos se deslizaba hasta sus tobillos, ocultando sus enclenques piernas.

—Ya te advertí que esta guerra estaba perdida antes de que comenzase. ¡Ha sido una completa pérdida de tiempo!

—Todavía no ha terminado.

—Oh, sí, mi querido amigo, lo ha hecho —dijo, mostrando su habitual narcisismo.

—Hace años que no tengo noticias tuyas. No has contestado a ninguna de mis cartas, ¿y ahora te presentas aquí como si nada?

—Bueno, he estado algo ocupado —confesó sin una pizca de arrepentimiento—. Al llegar a mis oídos tus hazañas aéreas, pensé en hacerte una visita, ver cómo te encontrabas, y decirte que me has sorprendido gratamente. Tienes carisma para el mando. Tu nombre, junto con los más grandes, resuena por todo Silbriar como si fueras un auténtico héroe. Al final, la escuela sí que te sirvió para algo. Forjó tu carácter, aunque haya tenido que despertar precisamente ahora. ¡Un héroe, Bibo!

—Yo no me siento así.

—Siempre tan humilde. ¡Es lo que más me enerva de ti! Podrías ser alguien importante, alguien que rescribiera la historia de este mundo. —Lorius mantenía el puño alzado a la altura del pecho como si estuviera dando un discurso motivador—. Por eso, amigo mío, he atravesado estas tierras infestadas de enanos para verte y... proponerte que seas mi general, mi hombre de confianza.

Bibolum estalló en carcajadas.

—¿General de qué? ¿No ves que no puedo ir ni de aquí a la esquina? Esta guerra se ha acabado para mí.

—¡No seas necio! No hablo de esta guerra, sino de la que habrá cuando los magos se den cuenta de que los mestizos se reproducen como conejos y de que necesitan a alguien que guíe a este pueblo descontrolado. Todavía hay mucho por hacer, y volveré a ti el día que estés preparado para dirigir a mi ejército.

—No sé si estás tomándome el pelo o si te has vuelto un insensato, pero esas profecías tuyas son una quimera. ¡Te has obsesionado con ellas! Y algún día verás que todo resiste el papel, pero la realidad en la que vivimos es bien distinta.

—Te equivocas, amigo mío. Llegará el día en el que tú mismo contemplarás maravillado mi labor y no habrá mejor escuela que la mía.

Lorius se marchó en el elegante carromato que lo había llevado hasta allí. Nunca fue muy diestro montando a caballo ni a ningún otro animal habilitado para el transporte. Ni siquiera se atrevía con los dragones, que eran seres más inteligentes e intuitivos. Sin embargo, Bibolum siempre sospechó que detrás de ese miedo camuflado en aristocracia existía otra razón: ¡asco! Su cuerpo no podía entrar en contacto con el pelo de los animales. Sintió lástima de él. Se había convertido en un triste ermitaño alimentado por fantasías imposibles y sueños delirantes. Él ya no lo reconocía, su transformación en un ser arrogante y déspota no tenía vuelta atrás. El niño asustadizo, objeto de burlas y bromas desagradables, era ahora un hombre temerario e irracional. Ese que se despedía ya no era su amigo, sino un completo desconocido.

—Venganza —masculló el mago entre dientes tras volver de sus amargos recuerdos—. Esta sinrazón no solo trata de gobernar todos los mundos posibles. Es su venganza a la escuela del Cosmos, de la que nunca se sintió partícipe ni integrado. Cuando acabó con los Bosques Altos, dirigió su destrucción a las tierras donde se asentaba la escuela, a las afueras de Cernia, y allí se cebó con ella. Todos pensamos que había sido la mejor forma de acabar con un posible contrataque. Destruyendo la academia, aniquilaba a los mejores magos de nuestro mundo, aquellos que podían hacerle frente, pero... no era eso. Quería asesinar a los que una vez se burlaron de él, a quienes opinaron que no tenía las aptitudes necesarias para estudiar allí.

Enterró el rostro entre sus manos, hundido por las terribles revelaciones que azotaban su mente. Lorius siempre le reservó un asiento en primera fila. No quería que se perdiese ni el más mínimo detalle de su espectáculo. Quería demostrarle que su plan demente había funcionado.

—Tenéis que iros ya de aquí. Estáis en grave peligro. —Bibolum intentó disimular sus ojos húmedos—. Nos equivocamos pensando que ahora volvería a castigar a las hadas y a los elfos primero. ¿Cómo no lo he visto antes? Lorius no trata de conquistar de nuevo el norte. Va a cortar de raíz su mayor problema. ¡Viene hacia aquí!

—Puede venir con nosotras —le propuso Érika—, esconderse bajo mi capa y salir de aquí.

—¡Mi pequeña! Los objetos no funcionan con los magos, ¿acaso no lo recuerdas? —Con el mentón apretado, se atrevió de nuevo a mirar hacia el exterior por la ventanilla—. Mi sino es proteger este lugar, el último reducto de una escuela agonizante. No voy a permitir que los magos del Cosmos sean exterminados de este mundo.

—Antes de irnos, hay una cosa más —añadió Valeria—. Fue usted quien le habló a mi madre del guardián de la capa cuando la recibió aquí. ¿Por qué lo hizo? Siempre ha defendido que solo las tres descendientes estábamos capacitadas para derrotar a Lorius.

El gran mago se apoyó en el escritorio y, soltando un suspiro nostálgico, posó su tierna mirada sobre las hermanas.

—Atrapado en estos muros, lo único que pude hacer fue leer todos los libros de la academia que rescatamos y algunos de la biblioteca tirmiana. Así estuve años elaborando un conjuro eficaz para que las descendientes, si es que la leyenda era cierta, llegaran hasta mí. Y fue una inmensa alegría ver aparecer a vuestra madre. Era valiente, entusiasta, pero también temerosa. Me contó que algunos guardianes habían desaparecido en la Tierra, que había alguien más buscando a las descendientes, y supuse que Lorius trataba de adelantarse a la profecía de las tres hermandades. Él la estudió con más ahínco que yo.

»Esther tenía miedo de que algo terrible os pasara, así que, en sus escasas visitas posteriores, la ayudé a buscar una salida. Ella no quería esta responsabilidad para vosotras, por lo que la animé a buscar al guardián de la capa. Con las tropas de Lorius desplegadas por todo Silbriar, yo apenas podía hacer nada. Pero ella me prometió que lo encontraría y que combatiría junto a él si fuera necesario, siempre que sus hijas estuviesen al margen. Silbriar no tendría que esperar a que la última descendiente naciera.

—Ella no le falló. Encontró la capa —reveló la niña, emocionada—, pero no llegó a tiempo para decírselo porque un mago malo la mató.

—Lo sé, pequeña, lo sé.

—¿Sabe quién pudo ser? —Bibolum negó con tristeza—. Vamos a cumplir la promesa que un día le hizo mi madre. Encontraremos a ese guardián.

El guardián de la capa olvidada

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