Читать книгу El guardián de la capa olvidada - Sara Maher - Страница 14
7 Sello
ОглавлениеSe colocó un delantal más largo que su falda y cubrió sus cabellos castaños con un paño que se ató detrás de la nuca. El calor de los fuegos de la cocina no hizo que renunciara a sus planes, a pesar de que su frente estaba impregnada de sudor y percibía un agua pegajosa que descendía por su espinilla dorsal. De los calderos emanaba un exquisito aroma que le recordaba al estofado de su madre, aunque era incapaz de distinguir uno de los ingredientes más básicos, y era ese el que más perforaba sus sentidos. No era tomillo, pero debía existir algo similar en Silbriar que la hacía evocar sin cesar la imagen de su madre cortando la zanahoria con esmero.
Una de las sirvientas le entregó la bandeja con la comida y se lamentó al examinar que no había rastro del excelente guiso que cocinaban. El plato estaba lleno del insípido puré, especialidad para los prisioneros de la casa, salpicado con algunos trozos de carne de lacomonte, bicho que afortunadamente no tenía el placer de conocer en persona.
Abandonó los fogones con paso firme, alardeando de sus dotes de camarera y evitando cruzar la mirada con algún que otro lopiard curioso. Sí, los caralobos volvían a entrometer sus apestosas narices en asuntos ajenos. Algo así había vociferado la bruja. No le había permitido a Lorius que entrasen en el castillo y a la mayoría los mantenía fuera, en los muros de vigilancia o acechando en las montañas circundantes por si a algún mago perdido se le ocurría asaltar su hogar. Pero no había podido impedir que una docena de ellos custodiasen los aposentos del mago oscuro y las estancias donde pasaba la mayor parte del tiempo.
Lidia ya no era una prisionera. Accedía con facilidad a todos los dominios del castillo, incluso podía salir al exterior para respirar ese aire amarillo que le provocaba alergia, aunque prefería permanecer dentro, porque, salvo escasos matorrales, no había nada de su interés ahí fuera. Había aprendido a moverse con gracia, a tratar con la bruja siendo condescendiente y educada, a ignorar los comentarios del mezquino hechicero, pero, sobre todo, a darle órdenes al servicio y a camuflarse entre él pasando desapercibida. A estos no les importaba que de vez en cuando los visitase, pues, de todos los señores del castillo, ella era la más alegre y bondadosa. Por eso colaboraban con sus travesuras de «princesa mimada», disfrazándola de lo que se le antojase, ayudándola a infiltrarse en habitaciones «prohibidas», para luego, a escondidas, obsequiarla con los mejores dulces.
Con un leve pestañeo, le indicó al guardián de la mazmorra que podía retirarse. Este le agradecía que ella se encargara de alimentar al prisionero y que, además, esperase hasta que terminase de comer. Era un tiempo precioso que él aprovechaba para estirar las piernas y cortejar a una de las doncellas más simpáticas, quien se había sumado a la servidumbre del castillo. Por esa razón, la saludó con una amplia sonrisa y le entregó el manojo de llaves. Ella no titubeó al entrar. Después aguardó unos segundos a que su vista se adaptara a la penumbra y, resuelta, se dirigió a la celda del fondo.
Distinguió al mago sentado en el borde del angosto lecho, con unos diminutos anteojos que se ajustaban a la perfección a su graciosa nariz. Estaba inmerso en la lectura de un manual para aprender a manejar la varita que ella misma había sustraído de la biblioteca de la bruja y le había proporcionado para que se entretuviera en los días más largos. Él, al advertir su presencia, arqueó las cejas con cierta indiferencia y dejó el libro en el camastro.
—¿Has descubierto dónde se encuentra Samara? —le preguntó Aldin, sin moverse de su sitio.
—Sí, está en una habitación cercana a la de la bruja. Moira pasa mucho tiempo con ella, pero no sé qué hacen en realidad. —Lidia dejó pasar la bandeja a través de la estrecha rendija situada en el suelo. —Al menos, ella tiene una cama y una ducha decentes.
—¿Has averiguado algo más? —insistió, ignorando su último comentario.
—Moira ha enviado una primera avanzadilla al sendero ese de las piedras. No sé de cuántos soldados se trata, pero están sus arpías y algunos orcos. Antes de dejar el castillo, quiere asegurarse el control del sur.
—Por supuesto, necesita el camino despejado para llegar a la capital y hacerse luego con el norte.
Lidia bajó la barbilla y observó la arena que cubría el suelo de las mazmorras. Había perdido el brillo dorado que le regalaba el sol cada mañana. Allí, entre esas cuatro paredes, parecía simple tierra, sucia y ordinaria, azotada por las sombras que habitaban en el calabozo.
—Debería comer algo —le sugirió ella—. Le conviene reponer fuerzas.
—¿Para qué?
La muchacha se sorprendió ante tal pregunta y lo miró fijamente sin saber muy bien qué responder. El mago se acercó a los barrotes que lo mantenían recluido y, con ojos compasivos, observó a la descendiente.
—¿Eres feliz, Lidia? —Ella se revolvió incómoda—. ¿No echas de menos a tu familia, a tus hermanas y a tus amigos?
—Claro que los echo de menos —le respondió con un hilo de voz apenas perceptible—. Siempre rezo para que tengan una vida feliz en la Tierra. Es lo que siempre quiso Valeria: vivir tranquila, alejada de las guerras mágicas.
—¿Y tú? ¿Es esto lo que querías? ¿Vivir en un castillo alejada de toda civilización y a merced de unos brujos despiadados? ¿Es este tu final feliz?
—No es tan malo como usted lo pinta. Quiero estar al lado de Kirko. Él me quiere y me hace reír... Y pronto dejaremos este castillo y podremos iniciar una vida juntos, lejos de su padre. Le ha dicho que nos dará unas tierras en el Valle y...
—¿A cambio de qué? —Ella volvió a mirarlo confundida—. Lorius jamás le ha regalado nada a nadie sin obtener algún beneficio. ¿Te ha contado sus planes? ¿Te ha dicho qué quiere de ti?
—No, pero Kirko no dejará que me haga daño. Él cuida de mí, me protege. No es como su padre. ¡Hay bondad en él!
—Incluso nuestras lunas brillan en la noche, pero lo hacen como reflejo de la luz del sol y no porque tengan luz propia. —Aldin cogió la bandeja y se retiró en silencio. Se sentó de nuevo en el lecho y comenzó a degustar el insulso puré.
Molesta, Lidia caminó en círculos para desahogar su frustración mientras le propinaba puntapiés a la dichosa arena que ensuciaba sus zapatos. La golpeó hasta dejar desnudo el suelo. De reojo, observaba cómo el mago tomaba pequeños bocados de la asquerosa comida y los masticaba con lentitud, deleitándose con su repulsivo sabor. Mientras, ensimismado, leía otra página del libro. Su actitud la desesperó hasta tal punto que emitió un bufido sonoro que no llegó a alterar el semblante del mago.
—¡Podrían haberle matado! ¿Sabe? Si por ellos fueran, usted no sería ahora un prisionero; le habrían asesinado nada más capturarlo. Pero hablé con Kirko, le supliqué por su vida y él habló con su padre. ¡Por eso está usted vivo! ¡No todo en esta vida es blanco o negro! Eso me enseñó mi padre. Hay un abanico de colores ahí fuera. Y aunque usted no pueda verlo, Kirko no es oscuro.
El señor Moné apartó la bandeja y clavó sus ojos olivastros en el rostro afectado de la muchacha.
—Tienes razón. —Asintió con una tranquilidad pasmosa—. No todo es blanco y negro, existen los matices, y nosotros somos los primeros responsables de nuestras elecciones. Pero, en la magia, todo es diferente. Jugar con los grises puede conducirte a las sombras.
—No sé si entiendo lo que quiere decirme.
—Querida niña, voy a confesarte algo que me inquieta. —Se acercó de nuevo a ella y le tendió la mano a través de los barrotes. Ella dudó un instante, pero después la aceptó de buen grado—. Estoy vivo. No porque hayas intercedido por mí, no porque ellos hayan querido concederte ese deseo. Lo estoy porque están esperando a que mi verdugo se presente. ¡Y esa, mi valiente alumna, eres tú!
Espantada, retiró la mano y retrocedió unos pasos.
—¿Qué? —soltó de forma autómata.
—Lidia, para que el vínculo sea indestructible, tienes que romper su último sello. Ya has entregado tu corazón, pero Lorius necesita tu alma. ¡Una auténtica transformación! Para ello, debes ser tú la que acabe con mi vida.
—¡Eso no es verdad! ¡Está mintiéndome! —le reprochó afectada.
—Mi niña, sabes que no. Yo no te mentiría jamás. —Aldin observó el disgusto que apareció en su rostro y se compadeció de ella—. ¿Por qué insistes en venir a verme, en traerme casi a diario la comida, si ya has tomado una decisión? ¿No es eso lo que me has dicho? ¿Que tu destino está junto a Kirko? Para conseguirlo, debes cometer un acto vil. ¡Tú tienes que ejecutarme!
Ella se llevó la mano al vientre y lo presionó para mitigar el dolor punzante que de repente brotó de él. No lo soportaba. Un inmenso agujero se abría en su estómago y no lo aguantaba más. Apenas la dejaba respirar. Tenía que retomar el control de su cuerpo como fuese. Se apoyó en la celda que estaba a su espalda y se aferró a los barrotes para no caer. ¿Por qué el señor Moné estaba manipulándola? ¿Por qué le contaba esas mentiras? Ella había cuidado de él desde el primer momento que fue encerrado. Le ofrecía libros para que no se aburriera, procuraba ser ella la que le llevase la comida, y por todo eso arriesgaba su vida. ¿Acaso el mago no valoraba su constante sacrificio? Cada vez que iba a visitarlo, debía comprobar primero que tanto Moria como Lorius estuviesen inmersos en sus tareas, y despistaba a Kirko diciéndole que necesitaba estar a solas. ¿Por qué el señor Moné estaba siendo tan cruel con ella? ¿Es que no conocía las profecías? ¡Su corazón pertenecía a Kirko! Y aunque luchó contra ese sentimiento durante mucho tiempo, tuvo que rendirse. ¡Su amor ya estaba escrito incluso antes de que ella naciera!
—Yo no... —Se esforzaba en emitir algún sonido, pero la voz se le quebraba en cuanto una palabra conseguía abandonar sus labios—. Las profecías...
—Las profecías solo son una orientación, no una realidad —le explicó con tono benévolo—. Por eso, por cada anunciamiento oscuro que florece, hay uno blanco que puede contrarrestarlo. Tú eres muy inteligente, Lidia. Y me lo has recordado antes con astucia. ¡Nosotros tomamos nuestras propias decisiones, y son estas las que inclinan la balanza hacia un lado u otro! —Ella lo miraba con ojos húmedos—. De entre todas las frutas que había en el cesto, tú escogiste la manzana. En el poblado de los gnomos, Kirko pudo matarte, pero decidió darte un beso. Y cuando tuviste la oportunidad, tú optaste por no matarlo. Es más, pudiste volver con tus hermanas, pero elegiste quedarte con él. ¿No lo ves, mi niña? Tus elecciones han hecho que la balanza se incline a favor de Lorius. ¿Y piensas que esto no trae consecuencias? ¿Qué crees que pasará cuando la bruja y ese demente lleguen a la capital? ¿De verdad supones que meterá a Bibolum, a Libélula y a todos los que han luchado por un Silbriar libre en la cárcel, como a mí? ¿Y que así tú podrás tener esa casa junto al lago con Kirko, alejados de la guerra? ¿Cerrarás los ojos cuando exterminen a cientos de inocentes? ¿Te taparás los oídos cuando escuches los lamentos? ¿Seguirás diciéndome entonces que todo es por amor?
—¡¡Baaastaaa!! —gritó desesperada mientras rompía a llorar.
Aldin sintió lástima por ella y, aunque quiso abrazarla, la dejó marcharse acompañada de su dolor. Él volvió a tumbarse en el camastro y, tras un prolongado suspiro, continuó la lectura por la página que había marcado con anterioridad.
Tras permitir que la costurera de la bruja le hilvanase los bajos de su túnica, Lorius se acercó a la ventana, impidiendo que ella continuase con su labor. De rodillas, la mujer lo siguió sin lamentarse. De todos era conocido el carácter déspota del mago, por lo que nadie se atrevía a hablar en su presencia a menos que él te concediese permiso. Procuró mantener el pulso de la mano con firmeza y atino mientras la aguja recorría la tela satinada. No quería arriesgarse a pinchar las enclenques piernas del hechicero, pues su ira no tendría límites.
Con las manos entrelazadas a la altura de su inexistente panza, Lorius oteaba el horizonte mientras dibujaba una sonrisa victoriosa en su rostro. Las arpías habían comenzado su ataque, saqueando a los campesinos más próximos al camino del sur, buscando espías, sometiéndolos bajo su yugo y librándose de aquellos que se rebelaban contra ellas. Al mismo tiempo, los orcos despejaban el Sendero de las Piedras Silentes, haciéndose con su control. Ningún comerciante, aldeano o bandido se atrevería a tomar esa ruta si no juraba lealtad a sus nuevos soberanos. Algunos eran reclutados para hacer los trabajos más tediosos, como montar los campamentos o cocinar para el regimiento. Ni las arpías ni los orcos eran famosos por sus dotes culinarias. Esos seres horripilantes se comían cualquier bicho que se tropezase en su camino. Pero pronto sus lopiards se unirían a ellos, y a pesar de ser unos descerebrados, apreciaban la buena comida. No eran soldados que se arrojasen a un enfrentamiento con el estómago vacío. Y él debía cuidarlos, porque eran leales, combatían con garra y jamás desobedecían una orden suya.
Sí, había conseguido gracias a los cuervos de Moira hacer llegar su mensaje hasta ellos. Muchos se habían ocultado en las montañas o en los bosques más indómitos tras la desafortunada caída de la Fortaleza. La caza al lobo se había convertido en una de las aficiones más salvajes de los lugareños y, ahora, ellos se alzaban más feroces que nunca, reclamando la posición que les fue arrebatada al desaparecer su amo. Por fin Lorius había resucitado de las cenizas, y tras un tiempo sometido a las órdenes de la bruja, había llegado la hora de hacerse escuchar. En el castillo, Moira era la dueña y señora, sin embargo, fuera, su liderazgo no encontraría oposición. Deseaba con ansia partir hacia el norte, a su hogar, visitar las ruinas de su malograda escuela y acabar con todos y cada uno de sus discípulos.
No obstante, antes debía resolver un asunto que lo azoraba, el cual le creaba cierto malestar y evitaba que su felicidad fuera completa. Por eso había mandado llamar a su hijo. Debían tratar una cuestión con urgencia, pero este, evidentemente, se retrasaba. Alzó el morro y frunció el ceño, lo que ensombreció su semblante. Entonces, escuchó la puerta y, sin alterarse, le lanzó una mirada reprobatoria al causante de su indisposición matutina. Kirko presumía de una sonrisa boba pegada a su cara, se rascaba la nuca revelando su nerviosismo y mantenía sus ojos negros fuera de su alcance. Él despidió a la sirvienta con un gesto desdeñoso y esta voló hacia la salida como un pajarillo al que acabaran de abrirle la jaula.
—Siento el retraso. Me he entretenido con... —comenzó a disculparse de forma torpe.
—¡No me importa el motivo de tu tardanza! Me importa más que en los últimos meses tu disciplina esté resintiéndose. No te he educado para que seas un calzonazos, sino un hombre. —Se sacudió la túnica con esmero para deshacerse de cualquier porquería que pudiera haberle dejado las manos mugrientas de la costurera—. La reconquista ha comenzado. Y tú deberías comportarte como mi general y no como un enano de feria tratando de hacer reír a la humana. Tengo grandes planes para ti, deberías entenderlo.
—Sí, padre, no volverá a suceder.
Lorius se conformó con esa disculpa escueta. Le bastaba con observar su rostro arrepentido, gacho y privado de ese gesto bobalicón que tanto lo enervaba.
—¿Y bien? ¿Has hecho progresos con la descendiente? —le preguntó tras un largo silencio en el que reafirmó su poder.
—No está preparada —le contestó Kirko, con semblante serio.
—Habrá que darle un empujoncito.
—Ella no funciona así. —Se atrevió a desafiar a su padre con la mirada—. Es complicada, padre. Si la obligas a hacer algo, lo más probable es que consigas todo lo contrario. Todavía me habla de sus hermanas, le encanta recordar los momentos buenos que pasó con su difunta madre y sonríe cuando me nombra a sus amigos. Creo que una parte de ella echa de menos su hogar.
—¿No te ha jurado fidelidad eterna?
—Los humanos son diferentes. Lo eterno es inconsistente. Por lo que he llegado a entender, rompen sus promesas continuamente, cambian de opinión varias veces en una misma jornada, los opresores hablan de libertad y los que se llaman a sí mismos salvadores amenazan con construir muros. Luchan por unos ideales que abandonan en cuanto les surge un inconveniente, sabotean sus propios sueños y prefieren quedarse con los brazos cruzados antes que defender su criterio. Procuran mantener su apariencia limpia, mientras por detrás son capaces de cometer actos deleznables.
—No sé cómo esos parásitos no se han extinguido todavía. ¡La imagen está sobrestimada! ¿Para qué aparentar lo que no eres cuando puedes mostrarte con total transparencia? A mí me temen, y no he conseguido ese respecto regalándoles dulces a los aldeanos. Me conocen, saben quién soy y que no desistiré jamás en conseguir un Silbriar limpio, puro y justo.
—Por eso hay que darle tiempo para que conozca nuestra verdad —insistió Kirko—. Sé que abrirá los ojos.
—Está bien, hijo. —Se rascó la frente para tratar de hacer brotar una de sus ideas brillantes—. No quería cargar con ese mestizo durante el viaje, pero quizá una ejecución en la plaza principal delante de todos esos magos medrosos sea lo que necesitemos para que hinquen la rodilla ante mí. Ya sabes lo importante que es para nosotros que el vínculo se complete. Te he prometido tierras, un castillo y tu propio ejército. ¡Ven aquí! —Con rostro henchido, Kirko se acercó—. ¿Sabes por qué? ¿Quieres saber por qué hago todo esto por ti? No solo porque seas mi hijo, sino porque eres mi legado. Eres un mago de los elementos, dominas el fuego mejor que nadie, y si continuamos con nuestras clases, pronto te convertirás además en el discípulo más aventajado de la doctrina del Cosmos. Un verdadero mago no tiene que conformarse con una enseñanza, porque lo limita, y la magia no tiene por qué tener restricciones. ¡Tú eres mi futuro! ¡Y la descendencia que tengas con esa... muchacha será indestructible! ¡Mi legado!
Orgulloso, Kirko se regocijó durante unos segundos, saboreando los planes que tenía su padre para él. Podría tener su propia guardia que vigilase su castillo, gobernar en sus tierras, amar a la mujer que deseaba y formar una familia lejos de los espías de la bruja y de su propia hermana. ¡Su hermana!
—¿Y qué será de Kayla?
—Ella es una gran soldado, fuerte y voluntariosa, pero por desgracia está contaminada con la sangre de vuestra madre. Ella no regenta un elemento puro, como es el tuyo. Los rayos, aunque son potentes, son producto de la combinación resultante entre una masa de aire que choca contra el hielo, es decir, el agua. Es un elemento secundario y, por lo tanto, aunque me empeñe en adiestrarla en mi disciplina, nunca será como tú. ¡Además, tú estás destinado a una descendiente! Es normal que centre todas mis esperanzas en ti. Por supuesto, Kayla obtendrá también su recompensa. Pero no será gobernar en Silbriar.
Kirko frunció el ceño, confundido. Lorius no era muy proclive a nombrar a su madre, y aunque corrían extensos rumores de que tanto su hermana como él eran huguis, nunca se atrevió a preguntarle a él directamente, quien los acogió con cariño y se convirtió en el único padre que habían conocido.
—¿Tú conociste a nuestros padres? ¿Es verdad que corre sangre humana por nuestras venas? —le preguntó por primera vez sin miedo, solo azotado por la creciente curiosidad y llevado por el entusiasmo al confirmar los grandes planes que tenía para él.
Lorius arrugó el rostro y disimuló una mueca de disgusto. No era una conversación de su agrado, pero debía achicar esos ánimos impacientes por conocer la verdad. Siempre era mejor que esta saliese de su boca y no de chismes ultrajantes que podrían minar su confianza en él.
—A tu madre no la conocí, pero..., sí, era humana. Tu padre biológico, un mago del agua, se enamoró de ella, y ya sabes que esas relaciones siempre han estado prohibidas. No pueden mezclarse especies, va contra natura. Por eso ella murió en el parto, y él, poco tiempo después.
—¿Contra natura? Pero Lidia también es humana. —Agachó la cabeza, sin entender.
—¡Oh, por favor! Ella es una descendiente. Su linaje es real, proviene de la casa de Ela, una estirpe de valientes magos y guerreros. Aunque, en mi más sincera opinión, sus ancestros eran unos botarates. —Soltó un bufido que sonó a un rebuzno—. Y ahora, si ya has saciado tu curiosidad, te ruego que vayas a llenar de halagos a tu amada. ¡Tiene una cabeza que decapitar! Y yo necesito tiempo para pensar en mi próximo paso. ¡Tenemos una guerra que ganar!
Kirko abandonó la estancia sin volver la vista atrás. Con las cejas arqueadas, Lorius lo examinó, dibujando una mueca de disconformidad, hasta que cruzó el umbral. Tenía que fortalecer el carácter de su hijo. Poseía unas cualidades inmejorables, sin embargo, le faltaba temperamento para llegar a ser un líder. En cambio, su hermana, a pesar de no contar con unas aptitudes deslumbrantes, era fiera y gozaba de una entereza inquebrantable.
Soltó un suspiro comedido. No quería sobresaltarse con nimiedades. Todo marchaba según lo previsto, pese a que tuviera que continuar alimentando al mestizo en su celda. Rio para sus adentros. Tendría que cebar al cerdo antes de repartir su carne.
Se sentó en el lujoso sofá que le había regalado Moira y, de nuevo, se concentró en la tarea que lo mantenía ocupado en las últimas semanas: escribir sus memorias. Debía plasmar sus vivencias y sus creencias en un libro que después todo el mundo leería. Él se había nutrido del conocimiento de muchos magos que habían dejado su huella en cientos de páginas. Y ahora debía devolverle el favor a la comunidad, enumerando sus hazañas, explicando los motivos de su rebeldía. Toda revolución comienza siempre con el inconformismo; había que sublevarse contra la apatía y la resignación. Los libros mal denominados «oscuros» no debían estar prohibidos. El conocimiento de la magia absoluta tenía que estar al alcance de todos. ¡Y él había sido un visionario! Sus memorias lo confirmarían y generaciones futuras podrían alimentarse de su conocimiento.
Sin embargo, su labor fue nuevamente interrumpida. La voz estridente de Moira perforó sus tímpanos y consiguió que profanara la página impoluta con un indeseable borrón. No escatimó en demostrarle a la bruja su desagrado, pues en su rostro se marcaron todas sus líneas de expresión. Crispado, la encañonó con una mirada belicosa.
—¿Acaso no has recibido mi mensaje? —le reprochó ella, visiblemente ofendida—. Llevo esperándote en la Sala de los Espejos una eternidad. Este no es el comportamiento de un caballero.
—Oh, disculpa, querida. Lo olvidé por completo. —Apoyó la pluma sobre el escritorio y, tras dedicarle una sonrisa burlona, se levantó—. ¿Qué te inquieta tanto para que tengas que presentarte en mis humildes aposentos?
—He tenido que enterarme por mis súbditos que mantienes bajo llave varios de los objetos mágicos que has requisado gracias a las escaramuzas de tus magos en el mundo humano.
—¡Ah, sí! Muchos guardianes están despertando y he ordenado interceptarlos antes de que se apoderen de sus objetos. —Chasqueó la lengua, contrariado—. El problema es que solo hemos podido requisar aquellos que son heredados y no los que se encuentran en esa estúpida tienda. No logro localizarla. Ha debido activar algún mecanismo de protección. Pero será cuestión de tiempo que caiga en mis manos.
—Podías haberme contado que ya habías enviado a emisarios en su busca. —Se cruzó de brazos, ofendida—. Sabes que yo puedo ayudarte.
—Lo sé, pero creo que tu magia será más útil aquí, en Silbriar. Aunque las fuerzas de nuestros enemigos estén mermadas, siempre es posible un contrataque. —Entrecerró los ojos con ira—. A esos bellacos les encantan las sorpresas, así que no pienso subestimarlos esta vez.
—Pero, Lorius, tenemos a una descendiente de nuestro lado y a su maestro, encerrado. Las tropas aliadas están descabezadas, sin un líder que los guíe. Bibolum Truafel tiene las manos atadas y no hay nadie que se atreva a ir en su ayuda. Además, Belemis, con mucha prudencia, está ayudándonos desde el norte. Los guardianes que no han regresado a casa obedecen sus órdenes y las dos hermanas deben estar llorando en su mundo, porque llueven estrellas y la artesana las ha abandonado. ¡Las descendientes, separadas, no son nada! —Ella se acercó con pasos cortos y agarró su barbilla, sometiéndolo a su pulgar—. ¡Querido, nunca hemos estado tan cerca de la victoria!
Él no la apartó. Sujetó su brazo y la atrajo aún más hacia su cuerpo. Escudriñó su rostro, demasiado acicalado para su gusto, demasiado bello como para dejarse engañar por esas pestañas tan largas y esos ojos inquietos.
—Por eso no debemos bajar la guardia —le trasladó con serenidad—. Sabes que estudié las profecías. Sé que la victoria está cerca, pero existe un guardián que podría enturbiar nuestro éxito.
Ella retrocedió unos pasos y, con los brazos en jarra, se compadeció de él:
—¡Oooh! Tanta derrota ha menguado tus ánimos —dijo mientras negaba con la cabeza con aire condescendiente—. ¡Esa capa es imposible de encontrar! ¿Por eso quieres asaltar esa tienda de cuentos? ¡No está allí! ¿No crees que si esos estúpidos la tuvieran, ya habrían localizado a su guardián?
—¡Ya sé que no se encuentra en la tienda! —exclamó molesto—. Pero el Libro de los Nacimientos sí que está en su poder. Si la capa despertara...
—¡Estás delirando! —Moira lo miró como si no lo reconociera—. Está apresada con un hechizo, oculta a saber dónde. ¿Y tú crees que un par de zoquetes cuentan con los recursos para encontrarla?
—Tú custodiabas la biblioteca. Tuviste que leer algo que pueda sernos de utilidad.
—¡Querido, estás exasperándome! Y sabes que no me gustan los sobresaltos, no le sientan bien a mi cutis. —Apretó los labios y después soltó un bufido—. Está bien, te ayudaré en la búsqueda de esa maldita capa. Pero como vuelvas a ocultarme algo que sea de mi interés, te juro que te convertiré en un sapo horrendo y te meteré en una urna de cristal. —Desplegó el brazo izquierdo e hizo llegar su escoba hasta ella. La agarró con las dos manos y apuntó el mango hacia el pecho del hechicero—. Y ya puedes pasarme la lista de los objetos que tienes en tu poder.
—Sabes de sobra que nosotros no podemos utilizarlos —le dijo, sin sentirse amedrentado por la escoba.
—Te conozco, Lorius. Y sé que estás pensando en entregárselos a tus hijos. Pero quizá te hayas olvidado de sus limitaciones: un objeto por persona y solo se ajustan a la perfección con su legítimo dueño. En manos de tus hijos podrían ser un completo desastre. —Soltó una risa triunfante que revolvió las entrañas del mago.
Después, besó una de sus mejillas, se giró y llegó hasta la puerta moviéndose con suntuosidad. Sus caderas bailaban a un ritmo libidinoso, y él se limitó a observarla sin inmutarse, aguantando su talante serio y arrogante.
—¡Maldita sea! —Estrelló su preciado libro contra la pared en cuanto ella desapareció.