Читать книгу El guardián de la capa olvidada - Sara Maher - Страница 15

8 Zacarías

Оглавление

Caminaron arropados por la primera luz del alba, evitando los senderos más transitados, ocultándose tras los gruesos troncos de los robles y amparándose bajo sus extensas ramas. No podían arriesgarse a que los detuvieran. Al fin y al cabo, eran humanos de un alto interés para las tropas que una vez fueron aliadas, aunque estas ignoraran todavía que habían regresado a Silbriar. No era el caso de Coril. A él le habían colocado una diana en la frente. Era un fugitivo molesto y escurridizo que vagaba por los bosques como un ermitaño sin hogar, o eso al menos era lo que pensaban.

El elfo avanzaba con semblante severo, apartando los arbustos que enlentecían su marcha. Marcaba un ritmo ágil y sin descanso. De vez en cuando, observaba de reojo a los chicos, quienes seguían sus pasos con cierta fatiga. Pero no se quejaban, y eso era de agradecer. Eran conscientes de la importancia de la misión que tenían encomendada. Apagó un creciente bufido que brotaba de sus entrañas y que habría delatado su incipiente preocupación: no confiaba en Zacarías, no tenía motivos para hacerlo. Valeria pensaba que era un títere más en la maraña de enredos que había tejido Belemis y ella quería apelar a su cordura. Él dudaba de que el famoso mago de las Montañas Sagradas tuviera siquiera juicio. Era un plan arriesgado, y aunque aprovechasen la invisibilidad de Érika para entrar en el campamento, Zacarías podría dar la alarma en cuanto ellas se descubrieran ante él.

Cuando el sol llegó a su punto más álgido, decidieron hacer un descanso. Apenas hablaron. El silencio fue su compañía más fiel, evitando así que sus voces alertaran a los posibles soldados que transitaban por el bosque buscando alguna pobre alma con la que poder entretenerse. Érika agradeció la parada; sus cortas piernas trabajaban el doble y se fatigaba continuamente. Su hermana y sus dos amigos se turnaban para cargarla sobre sus espaldas cuando se quedaba rezagada. Ella no quería entorpecer el viaje, pero debía admitir que estaba exhausta. Se bebió casi una cantimplora de agua, y aprovechando que un pequeño riachuelo discurría a varios metros de allí, se alejó para llenarla. Se agachó, y durante unos segundos se distrajo contemplando su reflejo en el arroyo transparente.

De pronto, sorprendida, advirtió cómo su imagen se difuminaba. Se desvanecía ante ella formando ondulaciones que se perdían al acariciar la otra orilla. Entrecerró sus enormes ojos verdes al comprobar que una nueva figura se modelaba en las aguas tranquilas. Al principio, no la reconoció. Después arqueó las cejas, que desaparecieron tras su flequillo rubio, al mismo tiempo que su boca se abría de manera inverosímil. ¡Lidia estaba allí! Parecía que estuviese en la sala de un cine disfrutando de una película entretenida. ¡Claro, que la pantalla era el río! Su hermana se encontraba en una habitación repleta de espejos y no estaba sola. Lorius Val se hallaba con ella y le entregaba un puñal. Ella lo aceptaba sin más, asintiendo con mirada fiera mientras lo recibía.

—¡Ah, estás aquí! Érika, no puedes alejarte tanto. —Valeria le ofreció su mano y ella la aprovechó para levantarse—. ¿Qué estabas haciendo?

—Nada, llenaba la cantimplora —se excusó, volviendo la vista atrás. Pero Lidia se había ido, ya no había rastro de ella en el agua.

Retomaron la marcha y, durante horas, ascendieron por intrincados atajos herbosos y empinadas colinas plagadas de flores silvestres. Érika no mencionó la extraña aparición de su hermana en el río, ya que no quería agitar aún más los ánimos de sus amigos. No comprendía por qué la había visto ni tampoco el significado de tan singular escena. Observó al elfo, quien, a pesar de moverse con dinamismo, se deleitaba apreciando los prodigiosos paisajes que iban dejando atrás. Se habían desviado del camino que los conduciría a los Lagos Enanos para adentrarse en el Bosque de las Almas Perdidas, su antigua morada.

Al llegar a la cima, Coril distinguió el campamento principal. Allí debía encontrarse Zacarías. Unos kilómetros más allá divisó los límites de los desaparecidos bosques élficos: los Bosques Altos. Aunque las ciénagas se hubieran secado y los árboles muertos comenzaban a resucitar, nutriéndose de la nueva vida que bullía bajo la tierra, la estampa que contemplaba estaba muy alejada del paraíso que recordaba, aquel donde sus sueños lo transportaban cada noche antes de que la guerra lo hubiera destruido. «Las Almas Perdidas... En eso se ha convertido mi casa: en un cementerio de cuerpos».

Agazapados tras una imponente mata, el elfo escudriñaba el terreno mostrando un semblante preocupado. Numerosas tiendas de campaña se aglomeraban alrededor de una improvisada cabaña de madera. Demasiados soldados rasos vigilaban los alrededores mientras los magos, supuso, debían estar refugiados bajo el frescor de sus lonas hechizadas.

—No creo que deban entrar ellas solas —sugirió Daniel—. Yo podría acompañarlas. Si ese Zacarías no entra en razón, quedarán expuestas ante cientos de enemigos.

—No, te necesito aquí. Si algo va mal, tendremos que impedir que los soldados entren en la cabaña —le contestó el elfo—. Yo cubriré la puerta desde lo alto de ese árbol, tú lo harás desde la parte opuesta y Nico se quedará aquí. Si ese mago decide detenerlas, actuaremos. Será tu hermano quien irrumpa en la cabaña con la ayuda de sus botas. Él puede sacarlas sin que sufran ningún rasguño.

—Podré hacerlo, no hay problema. —Nico asentía, apretando el mentón.

—¡Bien, nos toca! —los informó Valeria al tiempo que ella y Érika se volvían invisibles.

Se dirigieron a la entrada de la cabaña con las manos entrelazadas, llenas de confianza, sin sobresaltarse por las continuas risotadas que soltaban un grupo de hombres a su derecha. El poder de la pequeña estaba creciendo, su seguridad impedía que la invisibilidad fluctuase. Lo único que debían temer era que alguien tropezase accidentalmente con ellas. Esperaron pacientes a que alguno de los soldados que hacía la ronda de vigilancia abriese la puerta. Se habían percatado de que, a pesar del numeroso trasiego que había en la zona, muy pocos eran los que atravesaban el umbral que las llevaría ante el mago. Aun así, no desistieron. Tarde o temprano alguien debía informar del avance del enemigo, de las noticias que podían llegar de otros regimientos o, simplemente, el mago necesitaría estirar las piernas. No se quedaría encerrado contando cómo pasaban las horas del día.

Por fin, sus súplicas fueron escuchadas y un hombre bajo y con aspecto desaliñado tocó a la puerta portando una olla que desprendía una jugosa fragancia a guiso recién hecho. Valeria contuvo la respiración. Había llegado su momento. Se infiltraron sin problema en el interior aprovechando las cortas zancadas del hombre, quien trataba de cruzar con premura la sala, y así pudieron adelantarlo y observar mejor sus movimientos. Valeria reparó en lo acogedora que resultaba la estancia, con muebles cómodos e intimistas. Después de haber escuchado decenas de reproches contra el mago de las Montañas Sagradas, los cuales criticaban su excentricidad, su aburrida retórica y su especial narcisismo, le extrañó encontrarse con una habitación decorada para recibir con cordialidad a sus subordinados.

El curioso hombrecillo, de manos peludas y nariz ancha, golpeó con sus nudillos una puerta que se encontraba a su derecha mientras con la otra mano hacía malabares para que el caldero no cayera al suelo. Esta se abrió y las dos hermanas se deslizaron con presteza para introducirse en la nueva estancia. Allí descubrieron a un anciano de hermosa barba blanca y discretos ojos marrones, sentado tras un pequeño escritorio repleto de pergaminos. Zacarías le indicó con un gesto al sirviente que depositara la comida sobre la mesa y abandonara su aposento. Este obedeció sin apenas levantar la cabeza y ambas escucharon el sonido de la puerta cerrarse tras de sí.

Las hermanas se miraron extrañadas, sin saber muy bien cómo proceder a continuación. El mago continuaba ensimismado, leyendo una misiva que lo obligó unos segundos a entornar los párpados y estirar sus labios finos. Después, sopló la hoja que aún sostenían sus dedos temblorosos y esta empezó a arder desde el centro hasta las esquinas, evaporándose en el aire segundos después. Entonces, el mago, con rostro compungido, hizo ademán de levantarse. Fue en ese instante cuando Érika decidió soltar la mano de su hermana y retirar la caperuza de sus cabellos dorados, haciéndolas visibles ante los ojos perplejos de Zacarías.

—¿Esther? —se atrevió a pronunciar, aún confundido mientras miraba a la niña con nostalgia—. No, ella murió... hace demasiado tiempo —susurró con voz afectada. Examinó entonces a la guerrera y esbozó una sonrisa de medio lado. «Su misma energía».

—Somos...

—Ya sé quiénes sois —se adelantó a decir antes de que Valeria pudiera presentarse—. ¡Las descendientes! ¡Dos de las hijas de Esther! —Confuso, se incorporó y se acercó a ellas—. Pero ¿qué estáis haciendo aquí? ¿Acaso ignoráis que hay una guerra ahí fuera? ¡Aquí corréis un grave peligro!

—Lo sabemos —le contestó Valeria, acusando un tono grave en su voz—, por eso hemos venido. Hace muchos años se orquestó una conspiración delante de sus narices. Lorius reclutó a varios magos del Valle, prometiéndoles más poder y una justicia más severa. —El mago la observó con desconcierto—. Mi madre comenta en su diario que nunca lo creyó partícipe de esa locura, y aunque pensaba que podía confiar en usted, les prometió a otras personas que jamás le revelaría sus averiguaciones. Mi pregunta es muy sencilla: ¿Es verdad que podemos confiar en usted?

—Niña, ¿de qué rayos estás hablándome?

—¿Por qué está custodiando el Bosque de las Almas? ¿Quién le ha dicho que miles de lopiards volverán a arrasarlo y continuarán su camino hacia la capital?

—¡Este es el bastión más codiciado por Lorius Val! ¡Quiere reconstruir aquí su Fortaleza, en el norte! —exclamó, sin dar crédito todavía a lo que estaba sucediendo dentro de esas cuatro paredes—. Aún posee tres de las cuatro brújulas y la capacidad de lanzar un conjuro de traslación. Existe una probabilidad muy grande de que Lorius quiera reunir a sus tropas en la que fue su casa.

—¿Y fue usted, como presidente del Consejo, el que dio la orden de dispersar a los soldados por todo Silbriar?

—Creo que estoy siendo muy amable con vosotras, dada la admiración que le profesaba a vuestra madre. He podido llamar a los guardias y hacer que os detengan de inmediato. ¡Y no lo he hecho! Pero... no puedo permitir este interrogatorio y que se cuestione mi autoridad.

—Señor Zacarías —Érika alzó la barbilla y clavó sus centelleantes ojos verdes en él—, ¿quería usted a mi madre?

El mago contuvo el aliento y emitió un leve suspiro que aguijoneó su corazón maltrecho. No había podido proteger a una de sus mejores guardianas. Ella había decidido no regresar a Silbriar, y nunca llegó a comprender del todo sus motivos. Ni siquiera pudo disuadirla, convencerla de que su alma, en parte, pertenecía al mundo mágico. Ella se fue para no regresar, y esa negativa, de alguna manera, quebró su espíritu. Años después, recibió la funesta noticia de que su alumna más perspicaz había muerto.

Acusando cierta fatiga, se sentó en el borde de la cama, la cual ocupaba gran parte de la habitación. Volvió a examinar a las dos descendientes, quienes habían irrumpido en su cuarto con una envidiable valentía.

—¡Por todos los ancestros! ¡Claro que la quería! —confesó, con los ojos húmedos.

—¿Y por qué permitió que unos locos cegados nos sentenciaran a muerte y recluyeran a Bibolum? ¡Nosotras somos sus hijas! —le espetó Valeria con crudeza—. ¡Por las que dio la vida! ¡Porque hasta el final quiso protegernos! ¡Y se supone que usted fue su maestro! ¿No debería al menos otorgarnos el beneficio de la duda?

Zacarías ocultó su rostro ensombrecido enterrándolo bajo una de sus cumplidas manos.

—Juro que lo intenté. —Negaba con la cabeza, arrepentido—. Defendí a Bibolum hasta que me flaquearon las fuerzas. Todos estaban convencidos de que era lo mejor. El gran mago anteponía sus sentimientos sobre el bienestar de Silbriar..., o de eso lo acusaban.

—Bibolum es un mago bueno y siempre ha tratado bien a todo el mundo, no solo a nosotras. —La pequeña se acercó a él y lo obligó a mostrar su cara afligida de nuevo. Entonces, el mago escudriñó sus ojos bondadosos, tan brillantes como los de su madre, y la rodeó con sus brazos.

—Zacarías, ¿por qué no ha mezclado a las tropas, procurando así que la hermandad sagrada pudiera existir? Un mago, un artesano y un guerrero en cada una de ellas, como Bibolum instauró hace años —insistió Valeria con firmeza—. Ha enviado a un escuadrón inexperto de gnomos al sur. ¡Nims y su gente corren peligro!

—Solo tienen que informar sobre el terreno y crear uno de sus artilugios tan famosos para que los enanos puedan usarlos —se excusó, sin escuchar sus propias palabras.

—Los enanos podrán contra los orcos. ¡No lo dudo! Pero caerán ante decenas de hechiceros que no dudarán en exterminarlos.

El mago torció el gesto y recapacitó sobre lo que acababa de pronunciar la guerrera. Las hadas defendían el este. En el oeste se encontraban los elfos junto con un grupo de duendes indisciplinados. Ellos, los magos, defenderían el norte. Sin embargo, el sur estaba siendo vigilado por los temerosos gnomos y cientos de enanos enaltecidos. Había supuesto que se trataba de un gran plan, pero ahora comenzaba a dudar. Había alejado a los enanos de su entorno, ese que conocían hasta con los ojos cerrados, y los había colocado en unas tierras casi llanas, áridas, donde el verdor se perdía una vez que te alejaras de los Bosques Plateados. Ellos pertenecían a una comunidad acostumbrada a respirar humedad, a luchar bajo una incesante tormenta, incluso a extraer minerales de hermosas cuevas. Pero el sur... ¡El condenado sur! Una vez que te adentrabas en el Sendero de las Piedras Silentes, las colinas doradas apenas salpicadas por unos árboles enclenques y sus enormes rocas tan ardientes como el mismo sol convertían el sur en una maldición para los viajeros.

—Por las barbas de los antepasados… ¿Qué he hecho?

—¿Lo ha hecho usted o se lo ha sugerido Máximus Belemis? ¿Por qué usted está aquí y él, asegurando las defensas del Refugio?

—Niña, ¿qué pretendes decirme? —soltó sin ocultar su profunda confusión—. Yo no soy un estratega. Mi labor, desde que recuerdo, consiste en adiestrar a nuevos guardianes. Incluso cuando me refugié en las Montañas Sagradas, no abandoné mis obligaciones hasta que se cerraron los portales. Pero yo no soy un general.

—Ya es hora de que conozca la verdad. —Con un gesto, le indicó a su hermana que le entregara el diario de su madre. Entonces, ella se sentó junto a él y le mostró las páginas que debía leer.

Turbado, el mago leyó algunos de los párrafos mientras mostraba su asombro y, a veces, una cierta incomodidad. Se preguntó cómo había estado tan ciego, cómo se había fortalecido una conspiración sin que él siquiera la percibiera. Pero fue una página en concreto la que perforó sus entrañas, ocasionándole un gran pesar.

Esta noche me he reunido con Hanis y le he asegurado que Lía se encuentra bien, que ha llegado a su casa después de rogarle a su maestro que la dejara recuperarse de su «enfermedad» en nuestro mundo. Hanis se ha sentido aliviado, pero sigue preocupado por la situación. Su padre sospecha que le oculta algo, y como buen mago, no tardará en averiguarlo. Si se entera de que ha dejado embarazada a Lía a pesar de que ha intentado inculcarle que la relación entre especies está prohibida, se desatará su ira. Y, para colmo, están llevando a cabo una investigación meticulosa para descubrir toda la rama genética de cada uno de los guardianes que llevará al nacimiento de los descendientes. ¡Lía está en peligro!

Le he prometido que haré de mensajera entre ambos si es necesario y él ha aceptado agradecido. Su padre lo vigila muy de cerca, pero eso también le brinda la oportunidad de descubrir los planes de algunos magos insurrectos del Valle. Hay que truncar sus intenciones antes de que sus ideas incendiarias se extiendan por toda la región.

Al mago le temblaron las manos al pasar varias páginas y concentrarse en el nuevo párrafo que la guerrera le señalaba.

Llamo a Lía una vez por semana, a veces incluso dos. No quiero levantar sospechas manteniendo una comunicación diaria con ella. Ayer me confirmó sus temores: que la siguen. Lo descubrió mientras caminaba en compañía de su madre en dirección al ginecólogo. Está preocupada por los trillizos. Los descendientes son ahora la salvación para un Silbriar cada día más caótico. Hay revueltas y desconfianza en las distintas comunidades. Y aunque todavía no resuenan los tambores de guerra, todos dan por hecho que están posicionándose los diferentes bandos, como las piezas en un tablero de ajedrez.

He vuelto a Silbriar y he informado a Hanis de los últimos acontecimientos. Está dispuesto a venir a la Tierra para proteger a Lía. Me ha dicho que su padre ha firmado un pacto con un mago poco conocido pero con grandes ambiciones. No es un hechicero del Valle. Lo ha identificado como perteneciente a la escuela del Cosmos. Debo imaginar que muchos magos que forman parte de esa escuela se han sumado a su causa también, aunque ignoro cuántos preparan la rebelión. Quizá debería romper mi juramento e informar a mi maestro. Somos pocos los que tratamos de sacar a la luz la verdad, y puede que necesitemos la ayuda de Zacarías. Pero Hanis no se fía del mejor amigo de su padre. Dice que podría estar involucrado. Me cuesta mirar a esos ojos honestos y pensar que, tras ellos, se encuentra escondido un extremista.

Valeria posó su mano sobre la del mago antes de que pudiera pasar la página y adentrarse en los secretos que su madre guardó durante años.

—¿Conocía la relación de Hanis y Lía? ¿Sabía usted que tanto ella como sus hijos murieron durante el parto?

Él entornó sus ojos húmedos y asintió con lentitud.

—Máximus me contó que descubrió la relación —confesó apesadumbrado—. Pero él intentó ayudarlos. Dejó que Hanis partiera hacia vuestro mundo y así su hijo pasó los últimos días con ella. Lo que sucedió a continuación fue otra de las aberraciones causadas por Lorius Val. Él supo que la guardiana estaba a punto de alumbrar a trillizos. Pensó que se trataba de sus ansiados descendientes y decidió intervenir. Envió a uno de sus secuaces a la Tierra y acabó con la vida de Lía en cuanto sustrajo a los niños de su vientre. Tiempo después asesinó a Hanis. Máximus, para honrar su nombre, dijo que su hijo había muerto combatiendo contra una veintena de lopiards. No quería que el nombre de su hijo fuera mancillado por mantener una relación con una humana. —El mago lanzó una sentida exhalación—. Pero te equivocas en algo, querida, solo murió un varón. Dos de los niños sobrevivieron: otro varón y una fémina. Kirko y Kayla son los nietos de Máximus —Valeria palideció, y por un momento sintió que desfallecía—. Mi amigo siempre ha tratado de recuperarlos. Ignoro si por ello ha hecho un pacto con Lorius. Pero esos chicos son lo único que le queda después de que Hanis muriera. Le prometí a Máximus que jamás le contaría a nadie que los hijos adoptados por ese malnacido eran en realidad sus nietos. Pero, como veis, acabo de romper mi juramento.

Valeria se levantó y, escondiendo la boca tras su mano, deambuló por la estancia, todavía aturdida por la información que el maestro de su madre acababa de revelarle.

—¿Cómo puede estar tan seguro de que, después de lo que ha leído en el diario de mi madre, Belemis no estuviera al corriente de la orden de asesinar a Lía y a su propio hijo?

—Ahora mismo, ya no estoy seguro de nada —admitió, con semblante abatido—. Acabo de recibir un mensaje en el que me informan de que varios pueblos de sur, los más cercanos al desierto, han sido arrasados por las arpías. Y un ejército de orcos ha tomado el sendero. ¡Pronto llegarán a la posición de los enanos!

—¡Tiene que ayudarnos! —exclamó Érika, esperanzada—. Esos monstruos no pueden llegar al Refugio.

—Tienes razón, pequeña. ¡Es hora de pedir explicaciones y liberar al gran mago! Para mí sería un honor que me acompañarais.

—No podemos —se lamentó Valeria—. Tenemos otra misión que podría acabar con esta guerra. Nos vamos a las Islas Sin Nombre.

El mago arrugó el entrecejo al no comprender del todo qué podía ser más importante en esos momentos que recuperar la casa de Bibolum. Entonces, escuchó golpes en la puerta que interrumpieron sus cavilaciones; alguien se disponía a entrar. Alertó a las dos hermanas y, en cuanto estas se refugiaron bajo la invisibilidad, él, con un gesto delicado de sus dedos, hizo que la puerta se abriera. No se asombró al distinguir a su primer oficial, un experimentado mago del fuego, inquieto en el umbral.

—Pensaba derribar la puerta si no abríais. —Entró inspeccionando la habitación—. Algunos sirvientes han escuchado voces y temía por vuestra seguridad.

—Hablaba conmigo mismo, reflexionaba sobre algunas cuestiones que me preocupan. Soy viejo, ¿qué esperabas? —dijo, restándole importancia al asunto—. Por cierto, ¿tus soldados han visto algún lopiard por aquí? —El joven mago negó, todavía confuso—. Es lo que me temía... ¡Prepara a tres cuartas partes del regimiento para volver al Refugio de inmediato!

—Pero, Zacarías, las órdenes...

—¡Las órdenes las doy yo! Para eso me han nombrado presidente del Consejo. Ah, y también quiero que prepares un carromato con víveres, agua y algunas esferas mágicas. Eso es todo por el momento, puedes retirarte.

Observó cómo el joven, todavía perplejo, abandonaba impetuoso la estancia. En cuanto se cercioró de que ya no se encontraba cerca, se sentó detrás de la escribanía y comenzó a dibujar en el aire con su varita unas letras azules que terminaron impregnándose en el papel. Las dos descendientes se acercaron a él y examinaron con curiosidad el misterioso papiro.

—Se trata de un salvoconducto —les aclaró—. Con esto podréis transitar por todo Silbriar sin temor a que nuestros soldados os detengan. Si queréis llegar a esas islas, no podéis perder el tiempo cruzando bosques intransitables. El carromato también es para vosotras, iréis más rápido.

—¡Muchas gracias! —Érika se abalanzó sobre el mago y lo rodeó por el cuello.

—Es lo menos que puedo hacer; por vosotras, por vuestra madre...

—¿Podría hacernos otro favor? —Valeria esperó a que asintiera para continuar—: Hay varias órdenes de captura que pesan sobre nuestros amigos. ¿Podría ingeniárselas para hacerlas desaparecer?

—Por supuesto. Me pondré a ello de inmediato. —Soltó una exhalación que evidenció su incipiente preocupación—. Imagino que sabréis hacia dónde os dirigís. Las Islas Sin Nombre son salvajes, inexploradas, y cuentan con numerosas leyendas que advierten de su peligro. Necesitaréis toda la ayuda posible. Por eso quiero que os acompañe mi guardiana más fiel.

—¡Ni hablar! No confiamos en los guardianes. Quisieron matarnos.

—Siguiendo unas órdenes poco acertadas. También tengo pensado reunirme con todos los maestros y anular ese decreto. Eliminaré la orden de ejecución que pesa sobre vosotras. Los guardianes deben protección a las descendientes, pero... —hizo una pausa que pesó en su rostro envejecido—, entendedme..., no puedo hacer lo mismo con vuestra hermana.

—Pero, señor Zacarías, Lidia no es mala... —comenzó a explicarle la pequeña.

—Lo entendemos —zanjó Valeria, evitando que la niña prosiguiera con su defensa.

—Entonces, si me permitís, me sentiría más aliviado si Nizhoni os acompañara. Se trata de una de las mejores guardianas a las que he entrenado. Es valiente, leal y la más útil que conozco para la campaña que estáis a punto de empezar. —Valeria torció el gesto, evidenciando su plausible incomodidad—. Hacedme este favor para reparar todo el daño que he causado.

Encaramado al árbol, Coril vigilaba la entrada a la cabaña como un águila de tres ojos, dispuesto a saltar sobre sus presas en cualquier momento. De reojo, advirtió cómo el guardián de la espada se incorporaba despacio sobre una rama al reparar en que un mago joven reunía a unos cuantos soldados justo delante de la puerta por la que habían desaparecido las hermanas. El elfo bufó, arrugó el rostro y le hizo una señal a Nico para que estuviera preparado. A continuación, tensó el arco, dispuso una primera flecha y la dirigió hacia la frente del oficial. Observó entonces cómo los soldados se dispersaban corriendo de un lado para otro, abandonando sus posiciones. ¿Qué demonios estaba sucediendo?

Por fin, divisó a las descendientes. Salían de la cabaña tras los pasos de Zacarías. «Algo va mal. ¿Por qué las expone ante todos? ¿Acaso piensa ejecutarlas ahí mismo?». Estiró aún más el brazo musculado y lo dirigió lentamente hacia el cuello de Zacarías. No iba a fallar; rara vez lo hacía. Solo estaba esperando a que el viejo mago se moviese un poco más a la derecha; ahí, el tiro sería mortal. De pronto, escuchó un suave silbido que lo distrajo. Desplazó su mirada a la izquierda y descubrió a Daniel, que le hacía aspavientos con ambas manos mientras le señalaba a Valeria. Él, sin aflojar la tensión del arco, reparó en que la guerrera mantenía alzados de forma discreta los dedos índice y corazón, formando una extraña V que lo desorientó aún más. ¿Qué clase de mensaje estaban enviándole?

Entonces, se percató de que Nico, mostrando una gran sonrisa, abandonaba su emplazamiento y se dirigía hacia las chicas. Después fue Daniel, quien de un salto se alejó del árbol que lo cobijaba y se acercó con gran seguridad a la cabaña. Él maldijo para sus adentros y volvió a introducir la flecha en el carcaj. No comprendía lo que había ocurrido, pero presenció cómo Zacarías se abrazaba y se despedía de la niña en cuanto vislumbró un ligero carromato aproximarse a su posición.

El guardián de la capa olvidada

Подняться наверх