Читать книгу El guardián de la capa olvidada - Sara Maher - Страница 9
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ОглавлениеUn alba tardía comenzó a despuntar tras los edificios, los cuales, inquietos, querían desprenderse de la multitud de sombras que los habían invadido. Un endeble alivio reavivó la esperanza de los ciudadanos, quienes comprobaban animados que el sol seguía vivo y que la Tierra continuaba girando alrededor de él como cada mañana, aunque esta se hubiera hecho esperar tras una noche longeva, agónica para todos los seres que habitaban en el planeta. Esa calma quebradiza alentó a muchos a abandonar sus hogares y buscar respuestas.
Unos se agolpaban en las comisarías de policía exigiendo explicaciones. Tampoco las oficinas centrales de los medios de comunicación se libraban de las decenas de curiosos deseosos de conocer las últimas noticias de primera mano mientras otros se reunían de forma espontánea en las iglesias. Algunos, simplemente, se marchaban de la ciudad pensando que todo lo que sucedía era el grito de la naturaleza clamando justicia por la creciente y desmesurada contaminación en el mundo.
Y justo por todo esto, el tráfico era imposible ese miércoles cualquiera. Demasiadas bocinas, numerosos desesperados al volante, niños que lloraban en los asientos traseros sin obtener consuelo... Habían avanzado unos kilómetros cuando el vehículo de Luis fue engullido por el atasco. Este resopló, soltó el volante y se recostó en el asiento, admitiendo así que su aventura llegaba a su fin. Nadie se movía. La entrada a Madrid Central estaba congestionada. Bajó del coche y analizó la magnitud del caos. Se trataba de un colapso sin precedentes. Los policías trataban de dirigir a cientos de vehículos, sin fortuna. Entonces, advirtió cómo numerosas gotas comenzaban a empapar su rostro. A pocos días de la entrada del invierno, una llovizna absurda hacía su aparición. Introdujo la cabeza dentro del Nissan y apreció los ojos temerosos de Valeria, quien sostenía a su hermana con garra.
—¿Podemos sortear la cola?, ¿coger algún atajo? —le preguntó Daniel desde el asiento del copiloto.
Él negó repetidas veces mientras entraba de nuevo en el coche. Las calles adyacentes se encontraban en la misma situación. No había salida. Y aunque se resistía a abandonar el vehículo, pensaba que quizá esa fuese la única opción viable si querían llegar a su destino. Debían continuar la travesía a pie.
—No llegaríamos nunca —objetó desesperado Daniel, arrugando el rostro—. Tiene que haber otra forma.
—Tardaríamos horas caminando —sentenció Jonay—. No sabemos cuántos guardianes han despertado ni si Prigmar puede hacer algo por ellos.
—¿Cuántos objetos hay? ¿Tú lo sabes? —le preguntó Daniel, visiblemente inquieto, imaginando a decenas de niños perdidos vagando por las calles.
—No tengo ni idea. Muchos se recogen en los cuentos de siempre; eso sí, obviando su capacidad mágica. Otros tantos son desconocidos para nosotros. No tuvieron la suerte de formar parte de una leyenda o de alguna historia que sobreviviera y llegara a nuestros días.
—Como la espada de mi madre, Silver —añadió Valeria—. No recuerdo haberla oído antes.
—Al fin y al cabo, todos provienen de Silbriar, eso es lo que importa. —Exasperado, Luis hizo sonar la bocina varias veces—. Deberíamos centrarnos en cómo salir de aquí.
—A mí se me ocurre una cosa. —Nico agrandó los ojos, esperando la reacción del resto, pero lo único que recibió fueron caras contrariadas y algo desconfiadas—. Es un plan algo descabellado, pero podríamos intentarlo.
—¿Quieres soltarlo de una vez? —Jonay le arreó un codazo en el brazo.
—¡Haremos que el coche vuele! —anunció entusiasmado. Luis lo miraba boquiabierto mientras percibía que él no era el único patidifuso—. Jonay lo hizo antes, con la balsa, pudo proyectar todo su poder sobre ella y conseguimos volar.
—¡Sí, durante unos segundos y porque había un portal justo enfrente! ¡¿Se te ha ido el baifo?!... ¿La olla?, ¿la pinza? —enumeró al ver que no había comprendido su primera referencia—. ¿Es que cuando atravesaste aquella pared del castillo se te fundió el cerebro?
—¡Estás loco! —remató su hermano—. Espera... ¿Atravesaste una pared? ¿Cómo no me lo has dicho antes?
—Entonces, ¿queda descartado? —Luis continuaba confuso. Ignoraba las habilidades que poseían los chicos. Ya había apreciado los dones de su mujer y su suegro, y debía admitir que lo habían dejado clavado al suelo, sin aliento, mientras sus pies buscaban raíces sobre las que sustentarse.
—A mí me parece una buena idea. —Érika chocó los cinco con el guardián de las botas.
—A ver, nuestros poderes están creciendo. Cada vez que entramos en combate, de alguna manera, se expanden —trató de clarificar Nico—. Es algo normal e intrínseco al objeto que poseemos. Érika puede envolver ya con su manto de invisibilidad a una persona más, incluso una vez creó un escudo impenetrable. Vale, eso fue con ayuda de la daga tirmiana. Pero puede que su poder evolucione hasta ahí. Val consiguió dar con nosotros en el desierto gracias a su visión, y yo... ¡Atravesé un muro, tío! ¡Fue flipante!
—Y yo conseguí que la tierra se partiera en pedazos clavando la espada en ella. —Daniel comenzó a considerar el plan de su hermano.
—¡Me alegro por todos ustedes! De verdad —exclamó Jonay, haciendo más evidente su acento canario—. Pero yo salto portales y vuelo solo... Bueno, puedo con un acompañante, pero... ¡casi me mato con dos en ese maldito desierto!
—Puede que sea porque nunca lo has intentado —siguió insistiendo Nico.
—¡¿Y quieres que pruebe ahora, con un montón de gente mirando y con el coche parado en seco?! Te recuerdo que la balsa ya estaba en movimiento.
—Eso podemos arreglarlo. —Nico sonrió de medio lado—. Mis botas te darán la fuerza de despegue que necesitas. Y cuando lo consigas, Érika nos hará invisibles.
—Creo que podría funcionar —asintió Daniel, orgulloso.
—¡¿Tú también?! Valeria, ¿quieres decirles a tus amigos que están chiflados?
Pero ella, de nuevo, estaba absorta en unos recuerdos que la torturaban, rememorando una y otra vez cómo Lidia le suplicaba que la soltase y cómo esta prefirió hundirse en el agua esperando rencontrarse con Kirko antes que regresar a casa con su familia. Aquella fatídica decisión había influido en la aparición de las brechas, en los continuos sismos que estaban padeciendo. Se preguntaba si su hermana conocía las consecuencias de aceptar a un ser oscuro en su vida. Se preguntaba si el amor era tan ciego que no vería el daño que estaba ocasionando esa elección. Y se preguntaba qué pasaría la próxima vez que la viese.
—Podemos intentarlo —se limitó a expresar sin más argumentos.
—Cariño, ¿estás bien? —Su padre la miró con rostro preocupado, y ella se limitó a asentir, gesto que no lo convenció en absoluto.
—Sigo pensando que esto es una bobería. Vamos a parecer dos idiotas intentando empujar un coche en medio de una cola kilométrica —expresó Jonay mientras bajaba del vehículo y se colocaba en la parte trasera.
—Será mejor que arranque y sujete el volante —le recomendó Daniel al señor Ramos—, por lo que pueda pasar...
Ambos guardianes se aferraron al maletero bajo la atenta mirada de Érika, que los observaba desde el cristal trasero. Nico puso sus botas en funcionamiento, caminando sin moverse del sitio. Jonay miraba receloso sus pies, hasta que estos se convirtieron en un borrón imperceptible. Había iniciado la carrera y conseguido una velocidad de vértigo; aun así, continuaba desconfiando de la idea de su amigo. Algunos conductores empezaron a increparlos. A sus oídos llegaban palabras como «imbéciles», «locos», y algunas más fuertes que decidió ignorar. Entonces, advirtió que el vehículo comenzaba a dar tumbos y que apenas conseguía mantenerse sujeto a él. Si no actuaba rápido, ¡el coche saldría despedido y terminaría arrollando a los vehículos delanteros! Percibió las gotas de sudor que se agolpaban en su frente y cómo el pulso se le aceleraba hasta terminar descontrolado. Tenía que concentrarse en el coche, tal y como había hecho con la barca en el río. Debía dejar fluir toda su energía y que esta envolviese el vehículo. Sin embargo, una voz profunda y visiblemente alterada lo obligó a girar levemente la cabeza hacia la izquierda.
—Pero ¡¿qué demonios estáis haciendo, idiotas?! —Un policía se había acercado hasta ellos debido al revuelo que estaban ocasionando mientras otro le pedía la documentación a Luis—. ¿No veis la que estáis armando? ¿Hasta dónde pensáis llegar empujando el coche? ¡¿Hasta Soria?!
—Jonay, lo que tengas que hacer, ¡hazlo ya! —le gritó Nico entre dientes—. Agente, estábamos comprobando que el motor no estuviese recalentado.
—¿Estáis tomándome el pelo? ¿Precisamente hoy, con lo que está pasando? —Con los brazos en jarra, blasfemó por lo bajo. Se aproximó aún más a ellos, alcanzando la altura de Nico. Miró sus pies y saltó hacia atrás, adoptando una postura defensiva—. Pero ¿qué leches es eso? ¡Vosotros dos, alejaos del vehículo! ¡Y usted, pare el motor y baje del coche!
Jonay chasqueó la lengua e intercambió una mirada de complicidad con Nico. No iban a abandonar ahora. No podían. Ignoraban lo que en ese momento estaría pensando el policía, pero ya era demasiado tarde para volver atrás. El guardián de Pan apretó los ojos con fuerza y centralizó todo su flujo energético en el Nissan rojo que tenía delante. Antes de que los policías pudieran intervenir, el vehículo levantó las ruedas delanteras y poco después desapareció del campo visual de quienes permanecían atentos a la escena.
Entonces, escuchó las ovaciones de los ocupantes del coche: Luis gritaba mientras golpeaba el volante, eufórico; Daniel parecía el animador número uno de un equipo de rugby; Valeria reía con desparpajo, soltando así toda la tensión acumulada, y Érika, con la caperuza puesta, mantenía los brazos abiertos, queriendo tocar con ambas manos los laterales del vehículo. Ni él mismo se creía lo que había logrado. ¡Estaban volando!
Giró la cabeza y descubrió el rostro aterrado de Nico, quien se sujetaba a la defensa como un cuadro a un clavo endeble mientras sus piernas ondeaban descontroladas de un lado para otro. Llegó hasta él sin soltar el coche y lo sostuvo por un brazo. Este se lo agradeció con una sonrisa nerviosa e intentó disfrutar de esa nueva sensación de libertad que ya experimentaba cuando corría, cuando se fundía con el viento. Pero en el aire era diferente, no poseía el control sobre sí mismo, y hacía que la adrenalina se le disparase hasta niveles insospechados. La lluvia empapaba su cara, apaciguando su ferviente nerviosismo. Quería reír, pero se atragantaba con su propia respiración. Al final, gritó, lanzando vítores que de alguna manera consiguieron relajarlo.
Volaban a baja altura, esquivando la copa de los árboles más altos y maniobrando entre los edificios. Desde arriba pudieron contemplar el tremendo embotellamiento del centro de la ciudad. Los semáforos eran cacharros inservibles que lucían sus colores sin más, y algunos atrevidos se movían entre la inmensa cola con sus motos, bicicletas e incluso con patinetes eléctricos.
—¿Cómo damos con la tienda? ¿Sabes que cambia su ubicación cada vez que da un salto? —preguntó Jonay, confuso.
—Estará en el lugar en el que la vimos por última vez —alegó Nico sin dudarlo.
—¿Cómo estás tan seguro?
—¡Porque nos necesita! ¡Silbriar nos necesita! ¡No va a ponérnoslo difícil ese duende del que tanto hablas!
Jonay resopló, expresando así sus dudas. Esperar que Prigmar se encontrase justamente allí, en esa ciudad, en la calle donde sus amigos lo habían visto por primera vez, era apelar a un milagro. Pero no quiso llevarle la contraria a Nico; ya buscarían otra forma de entrar a Silbriar todos juntos si la primera opción fallaba. Si no, siempre podría intentar lanzar el coche entero por el tubo volcánico, si es que el portal permanecía abierto. Apretó los ojos mientras negaba con la cabeza al considerar su ocurrencia. Demasiado peligroso. Debía confiar en Nico. Y confiar también en que el extraño duende hubiese tenido la misma idea disparatada que ellos y no se encontrara disfrutando de sus últimos días en una playa de Honolulú.
De pronto, advirtió un tenue destello que se elevaba en el horizonte y se introducía en las nubes más cercanas, iluminándolas. No, no era un halo ascendente. Nacía de los mismísimos cúmulos y se precipitaba sobre el asfalto, indicándoles el camino. Era una llovizna dorada. Quizá el guardián de las botas tenía razón. Puede que la tienda estuviese esperándolos. Buscó desesperado el edificio mágico, siguiendo la estela brillante. ¿Dónde estaba? ¿Dónde se había escondido?
Entonces, la vio. Alumbrada por unas farolas que habían perdido la noción del tiempo, se alzaba la tienda de los cuentos. Jonay admiró sus paredes verdes, las cuales le recordaban a los bosques de Silbriar, sus ventanales rojizos bañados por el misterioso sirimiri áureo y su impresionante luminoso adornado con varias hadas que se recostaban en sus letras candorosas. Nunca había visto la tienda. Esta nunca fue a visitarlo, pues heredó el objeto de su tío. Pero allí, frente a ella, una lágrima rodó por su mejilla, emocionado. Puede que también en Silbriar existiesen los milagros.
El Libro de los Nacimientos continuaba su frenética escritura sin que él pudiera detenerlo. Páginas y páginas repletas de coordenadas que no alcanzaba a leer por completo. No existían objetos para todos. Sin embargo, continuaban despertando, incluso aquellos que heredarían los suyos tras la muerte de algún guardián en activo. Disgustado, pensó que se sentirían indefensos, contemplando señales mágicas que no comprenderían, ansiando coger una espada cuando esta no llegaría, padeciendo un vacío desgarrador y creyendo encontrarse al borde de la locura. ¡Aquello era un completo desastre!
Suspiró resignado y observó las estanterías llenas de artículos mágicos. Si él pudiera hacerlos funcionar, si hubiera alguna manera de hacerlos llegar a sus destinatarios... Pero no podía arriesgarse. Un único salto y los hechiceros de Lorius podrían interceptarlo. Incluso permaneciendo allí, en esa calle, visible para todos, corría peligro. En cualquier momento podría entrar un brujo oscuro y acabar con su vida y, así, con la magia de Silbriar.
Volvió a mirar el reloj de cuco, que, majestuoso, continuaba dando la hora con precisión. Se le agotaba el tiempo, los escudos protectores no podrían aguantar mucho más. Los sismos se habían vuelto más fuertes, y cada vez que uno retumbaba bajo sus pies, una barrera caía. Resignado, pensó que su jubilación nunca llegaría y que quedaría sepultado entre los escombros de la tienda que durante tantos años había mimado. «Una forma poética de morir», pensó.
De pronto, escuchó el ansiado tintineo de la puerta. El corazón le dio un vuelco y, agitado, saltó del taburete para refugiarse detrás de él. Alguien había entrado. Deseó que no se tratase de uno de los esbirros de Lorius. No esperaba que hubieran dado con él tan pronto. Y, sin embargo, temía que así fuera. La campanilla volvió a sonar de nuevo, y luego otra, y otra vez más... Con las manos temblorosas, se aferró al asiento mientras estiraba el cuello para asomarse y descubrir quién lo buscaba. Escuchó murmullos en la entrada. Los misteriosos visitantes se movían con sigilo y mucha cautela. «Por favor, por favor, que no sean ellos», suplicó.
Entonces, sus ojos se agrandaron al reconocer la melena dorada de la pequeña maga y, tras ella, los inconfundibles ojos miel de la guerrera. No pudo ocultar su júbilo y profirió un sentido hurra que llegó a sobresaltar a sus esperados defensores. ¡Habían llegado! ¡Las descendientes estaban de nuevo en su tienda!
—¡Habéis seguido la señal! —exclamó, abandonando su ineficaz escondite y luciendo una sonrisa de oreja a oreja—. Estaba esperándoos ¡No tenemos tiempo que perder!
Boquiabierta, Valeria lo miró de arriba abajo. Recordaba al duende con un semblante más serio y algo taciturno. En cambio, ahora demostraba una alegría desbordada, casi arrolladora, incluso presumía de ser hospitalario. Los invitaba a pasar desplegando el brazo como si fuese un abanico. Ella lo miró desconfiada y se situó junto al libro, el cual permanecía abierto sobre el mostrador.
—Ya estáis viéndolo —dijo, señalando sus páginas escritas en negro—. ¡El Libro de los Nacimientos se ha vuelto loco! Los jinetes pronto llegarán aquí y, entonces, vuestro mundo, tal y como lo conocéis, habrá llegado a su fin. —Hizo una pausa que le permitió coger aliento—. Todavía no lo entendéis... Si los guardianes despiertan sin sus objetos, estarán desprotegidos. Podrán ser capturados por los soldados de Lorius, y el que se resista o se oponga, será ejecutado. Si no se restablece el orden, los guardianes de varias generaciones desaparecerán y, con ello, los protectores de la magia.
—Pero ¡¿cómo ha pasado todo esto?! —Valeria negaba, manteniendo la cabeza gacha.
—¿Y todavía me lo preguntas? —le contestó, arqueando las cejas—. ¡Una descendiente ha abrazado el mal!
—Perdone si me meto donde no me llaman —comenzó Luis, afectado—, pero se trata de mi hija y ella no es así.
—Y, sin embargo, las señales del cielo dicen todo lo contrario —objetó el duende, apretando los labios.
—¡No tenemos tiempo para esto! —los interrumpió Daniel, impaciente—. Debemos de encontrar al guardián de la capa.
—Jovencito, no conozco a su portador. Hace más de doscientos años que la capa no tiene dueño.
—Lo sabemos —se apresuró a decir Valeria—. Creemos que está hechizada. Tenemos que encontrarla y liberarla.
Con los ojos húmedos, el pequeño duende tomó la mano de la guerrera y asintió repetidas veces.
—Sabía que encontrarías la manera de deshacer este entuerto —admitió sin disimular su emoción—. Desde el momento en el que liberéis la capa, las coordenadas de su portador aparecerán en este libro.
—Prigmar, si eso sucede, ¿podrías dar un último salto? —Jonay lo miraba expectante—. ¿Podrías viajar hasta su ciudad, buscarlo en su casa y enviarlo a Silbriar?
—Yo solo no podré —se lamentó el viejo duende—. Si abandono la tienda para llegar hasta su casa, los escudos que la protegen desaparecerán. Tendría que esperar a que él sintiese la llamada y entrase a recoger la capa. Y, claro, después tenemos el problema del salto. La magia de la tienda se expondría y los brujos de Lorius... —Apagó su discurso y miró fijamente a los ojos del guardián de Pan—. Puede que ellos lleguen antes de que el futuro guardián pise la tienda.
—¡Mierda! —soltó Nico—. ¿Algún otro inconveniente?
—Yo me quedaré con él. —Luis se situó al lado del duende—. No soy un guardián, pero prometo que protegeré esta tienda con mi vida.
—¡Papá, no! —Érika se abrazó a él en un intento por hacerlo cambiar de opinión—. Yo quiero que vengas con nosotros, quiero que conozcas a Aldin y a Bibolum, y también a la señora Morrigan.
—Cariño, yo no puedo ir. —Luis se agachó y sujetó a la niña por ambos brazos—. Ya lo dije antes. No se permite la entrada a humanos corrientes, necesitaría un salvoconducto mágico. Me quedaré aquí y ayudaré en todo lo que pueda a este señor. ¡Lidia está en peligro! Es más, mi vida, creo que deberías quedarte aquí conmigo. Me quedaría más tranquilo si estuvieras a mi lado. ¡Eres muy pequeña para participar en esta locura!
Valeria apoyó la mano sobre su hombro. Un año atrás le habría dado la razón a su padre. Pero en Silbriar existían otras reglas, otras ordenanzas que no podían ser incumplidas.
—Papá, no puede. Tiene que venir con nosotros. Es la única maga con la que contamos para la expedición. No sabemos el paradero del resto, puede que ni los encontremos... Lo siento, pero las tres hermandades tienen que caminar juntas de la mano si queremos tener éxito.
Luis se incorporó y la atrajo a sus brazos. Tenía el mismo arrojo que su madre, utilizaba sus mismos argumentos, su misma pasión. Entornó los párpados y, ahogando un suspiro, le susurró:
—Sé que estás enfadada con Lidia y entiendo tu disgusto. Pero ella no escogió a ese chico por voluntad propia. Estaba escrito en un libro negro. ¿Desde cuándo nos rendimos en esta familia por un contratiempo? Tú lo has dicho antes: una sentencia oscura no es una realidad absoluta. Tienes que recuperar a tu hermana como tu madre hubiese querido. Debes tener fe en ella.
Valeria no fue capaz de mirarlo a los ojos. Mantuvo la cabeza gacha mientras apretaba los puños con fuerza.
—Todavía tenemos un problema —interrumpió Nico, impaciente—. ¿Cómo demonios vamos a llegar a Silbriar?
—Rompí el espejo —aclaró Valeria—. ¿Existe otra forma?
El duende sonrió de medio lado y se dirigió al trastero con paso solemne. Expectantes, todos siguieron sus andares pintorescos. Érika reconoció al instante la diminuta puerta por la que un año atrás habían escapado de los mellizos asesinos. Junto al duende, fue la única que no tuvo que agacharse para adentrarse en la pequeña estancia. Y fue la primera en expresar su sorpresa al descubrir otro espejo prácticamente igual que el anterior situado en el centro de la habitación. Relucía como la estrella más brillante, como una piedra preciosa escondida en las profundidades del mar. ¡Era tan hermoso! Se acercó a él e introdujo la mano, tal y como había hecho Nico la vez anterior. Percibió el frescor en sus dedos y jugueteó con ellos, hasta que por fin atrapó unas cuantas flores en sus manos. Entonces, las sustrajo y se las mostró a todos. Eran coloridas, rebosaban alegría y poseían esa vitalidad tan característica del otro mundo. Las olfateó hasta impregnarse de su magia y, a continuación, se las entregó a su padre.
—Para que conserves un pedacito de Silbriar. ¡Vamos a volver, papá!
—Pero ¿cómo...? —Nico señalaba el espejo, todavía incrédulo.
—Bibolum me ordenó que fabricara otro en cuanto la descendiente fue capturada, por si alguno de vosotros se dignaba a aparecer por aquí. —Acarició su obra maestra con mimo—. Bueno, los duendes no solo construimos puentes de arcoíris.
—Muy bien, gracias por todo, Prigmar. Estamos preparados. —Daniel se colocó delante del cristal con decisión.
—Antes de cruzar —sugirió el duende—, deberíais cambiar vuestro atuendo.
—¡Oh, no! ¡Otra vez no! —se lamentó Valeria, llevando la cabeza hacia atrás.
—No digo que os vistáis de monigotes. En esas cajas del fondo tengo varios mantos. Deberíais ocultar vuestros rostros. No sabemos qué está ocurriendo en Silbriar en estos momentos, pero me dejaría cortar la cabeza si Lorius no está esperando vuestro regreso. —Su rostro se tornó más severo y mostró una mueca de disgusto—. La pequeña ya cuenta con la capa invisible, pero vosotros... No tentéis a la suerte.
Con paso agigantado, Valeria se dirigió hacia las cajas, que se encontraban mal apiladas, y rebuscó con premura en ellas. Desechó un manto púrpura que le recordaba demasiado al atuendo que portaba siempre el mago oscuro y escogió uno más discreto, de color añil. Observó de reojo que Daniel comenzaba a anudarse uno gris, y Nico, uno verdoso. Sin embargo, se detuvo al comprobar que Jonay miraba las cajas con cierta reticencia.
—¿Qué ocurre?
—He estado dándole vueltas a todo esto y no voy a ir, Valeria. —Jonay observó su reacción manteniendo el porte—. Yo me quedo aquí.
—No puedes hacernos esto. ¡Te necesitamos! —le suplicó, sujetándolo por las manos.
—No es verdad. Ya tienes a un artesano en tu equipo —dijo, y desvió la mirada hacia Nico—. Es verdad que es un poco pesado y a veces tonto, pero...
—¡Oooye! —se quejó el guardián de las botas.
—¡Por favor, por favor, Jonay!
—Val, aquí me necesitan más —confesó—. Tu padre lo ha dicho antes: él no es un guardián. Y si los brujos de Lorius interceptan la tienda en el salto, estaremos jodidos. Yo soy de más ayuda aquí. En cuanto el libro escupa las coordenadas del guardián, saldré volando para traerlo hasta la tienda. Escogerá la capa, que ya estará en una de las estanterías, y yo mismito lo llevaré a Silbriar. ¡Es lo mejor! ¡No hay riesgos!
—Tiene razón —se apresuró a decir Daniel—. Él puede buscarlo en cuanto liberemos la capa y asegurarse de que atraviese el espejo.
—¡No, no, no! —negaba, con los ojos húmedos—. Somos solo cuatro. ¡Ya has visto lo que pueden hacer los jinetes!
—Mi niña —le sonrió mientras le acariciaba la mejilla—, aquí también estamos sufriendo su crueldad y, además, la tienda no tiene cómo defenderse.
Valeria se dio por vencida y se abrazó al guardián de Pan mientras Nico y Érika se aproximaban de nuevo al espejo. Daniel, cabizbajo, se acercó a ella y acarició con ternura su espalda.
—Val, tenemos que irnos.