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Capítulo Cinco

Los primeros descubrimientos

No sé cuánto tiempo estuve allí sentado, solo y en silencio. Necesitaba calmarme. Por mi mente pasaban una y otra vez las imágenes que había vivido durante los angustiosos minutos en la comisaría. No podía quitarme de la cabeza la idea de que aquella secretaria me había visto, de que podía denunciarme, y de que, sin embargo, no había salido tras de mí, gritando y acusándome. De repente la puerta del copiloto se abrió y yo solté un alarido, asustado.

―Cálmate, Dani, somos nosotros ―dijo Andrés, esbozando una sonrisa―. Ha salido todo como lo habíamos planeado, ¿verdad?

―¿Qué tal, Daniel? ―preguntó Gabi montando en el asiento trasero tras colocar la bicicleta en la parte descubierta del todoterreno―. ¿Cómo te ha ido? ¡Menuda cara llevabas cuando has salido!

―¿Vosotros estáis bien? ―pregunté en un susurro.

―Sí, sí, nosotros bien. Cuando te hemos visto salir nos hemos reconciliado y nos hemos disculpado. Así que nos han dejado marchar.

―¿Ah, sí? ¡Qué fácil! ―ironicé―. Pues a mí no me ha ido tan bien.

―¿Qué ha pasado? ―preguntó Gabi con preocupación―. ¿No has conseguido la flecha?

―¡Aquí tienes la maldita flecha! ―exclamé lanzando al asiento trasero la bolsa de plástico donde la guardaba―. Será mejor que nos larguemos ―añadí arrancando el motor.

―¿Qué te ha pasado? Cuéntanoslo ―me pidió Andrés.

Mientras conducía hacia el Cuartel General les expliqué lo sucedido en el archivo de pruebas. Gabi se quedó pensativo y Andrés comenzó a lamentarse porque ya se veía entre rejas como cómplice del delito que yo había cometido.

―Daniel, comprueba si nos sigue alguien ―me pidió Gabi.

―¿Seguirnos? ―pregunté sintiendo que los nervios volvían a apoderarse de mí―. Creo que no ―respondí tras escrutar por los espejos retrovisores la carretera que quedaba a nuestras espaldas y comprobar que estaba despejada―. ¿Por qué no me ha delatado? ¿Por qué no ha salido dando la voz de alarma? ―me pregunté en voz alta, descargando mi temor sobre el volante en un golpe.

―A lo mejor la has empujado tan fuerte que la has matado ―aventuró Andrés provocando una estruendosa carcajada en Gabi y poniéndome aún más nervioso―. Lo digo totalmente en serio, chicos. A ver, Dani, ¿la viste levantarse?

―No, pero…

―¡Ay, madre mía! ―exclamó Andres―. ¡Somos asesinos! ¡La has matado!

―¡¿Qué dices?! ―protesté a punto de caer en la histeria―. No, ¡no! No la he empujado tan fuerte… Yo…

―Ha podido golpearse la cabeza con un archivador… ―imaginó un Andrés desesperado.

―¡Basta! ¡Basta ya! ―chilló Gabi tratando de evitar que cundiese el pánico―. No le hagas, caso, Daniel. No has matado a nadie ―intentó tranquilizarme Gabi al tiempo que me apretaba el hombro para que sintiera un alivio que no lograba vislumbrar―. Ya nos enteraremos de qué ha ocurrido. Es solo cuestión de tiempo ―insistió mi amigo tratando de mantener la calma en aquel coche que atravesaba la noche a toda velocidad.

Llegamos al Cuartel General en unos minutos. Rápidamente y en silencio, guardamos la flecha en la caja fuerte, dejamos la Special Bike en el laboratorio y escondimos los guantes, la linterna y las ganzúas en el fondo de un cajón. Gabi decidió quedarse a dormir en el cuarto de arriba y, como yo seguía muy alterado, le pedí a Andrés que viniera a dormir a mi casa. Aquella noche necesitaba sentirme protegido, y la compañía de mi amigo siempre me había calmado.

Al filo de la medianoche aparqué frente a mi porche. Entramos en silencio y, sin apenas hablar, cosa harto complicada tras la aventura vivida, nos fuimos a dormir. Sacamos la cama supletoria que había bajo la mía. Andrés se durmió enseguida. Yo no conseguía conciliar el sueño, así que, tras dar varias vueltas y obsesionarme con el silbido que producía la respiración de mi amigo, que dormía plácidamente, me levanté y bajé a la cocina para beberme un vaso de leche caliente. Lo tomé en silencio, incapaz de deshacerme de aquel desasosiego que me torturaba. Sentía una extraña presión en el pecho, una corazonada que me impedía pensar con claridad. Pero, sobre todo, me acechaban las preguntas sin respuesta: quién había disparado a mi padre, por qué habían intentado matarlo y qué había detrás de todo eso.

A la mañana siguiente me desperté bastante tarde. Un ruido me sacó del sueño. Salté de la cama sobresaltado. Agucé el oído y me tranquilicé al distinguir las voces de Andrés y de mi madre, que habría vuelto del hospital y se habría encontrado a mi amigo atiborrándose en la cocina. Aquellas voces familiares me calmaron, así que decidí darme una ducha antes de bajar a desayunar. Cuando entré a la cocina, tuve que inventarme una historia que explicase por qué Andrés se había quedado a dormir. Le conté a mi madre que habíamos salido a dar una vuelta la noche anterior, que se había hecho tarde, que Andrés me había acompañado a casa y que, como vio que lo estaba pasando muy mal por lo de mi padre, no había querido dejarme solo. Mi amigo asentía rítmicamente sin dejar de comer las magdalenas que había encontrado en un armario. Mi madre le dio las gracias y le animó a comer una más, cosa que hizo encantado.

Por fin, cuando se acabaron las magdalenas, nos marchamos, no sin antes llamar a casa de Andrés para tranquilizar a sus padres. Caminamos hasta el Cuartel General. Yo no tenía muchas ganas de hablar, en cambio, Andrés no callaba. Me explicó que había ideado un plan para huir del país y empezar una nueva vida en Sudamérica trabajando en un chiringuito de alguna playa tropical. Viviríamos preparando cócteles y tocando música con unos instrumentos hechos de cocos. Yo asentía a todas sus rocambolescas ideas deseando llegar cuanto antes a nuestro refugio. Eran más de las doce cuando divisamos la cabaña. Gabi estaba junto a la entrada, enfrascado en la reparación de mi bicicleta.

―¡Hola, dormilones!

―Perdona, Gabi, necesitábamos descansar y pasear.

―Y desayunar bien ―añadió Andrés.

―Pues yo he estado toda la mañana investigando ―nos informó poniéndose en pie, limpiándose las manos con un trapo e invitándonos a acompañarlo dentro con un gesto de la mano―. Ya verás la Special Bike cuando la acabe; le estoy instalando nuevos dispositivos, incluso un radar.

―¿Un radar? ―preguntó Andrés―. ¿Para qué necesita Dani un radar? ¿Por si le disparan misiles?

―¡Qué exagerado eres! ―protestó Gabi y, centrándose en el tema que lo ocupaba, continuó―: Dani, la aventura de anoche ha resultado ser vital para resolver el misterio. Verás, resulta que…

―Un momento ―lo interrumpí―, lo que hicimos anoche es grave. Estoy preocupado por aquella oficinista. Si está bien y me denuncia, mal, pero si le hice algún daño, será mucho peor.

―Si no te ha denunciado ya es que está fiambre ―dijo Andrés.

―¿Quieres parar de decir eso? No puede estar muerta. No la empujé tan fuerte ―insistí―. No soy tan bestia como tú.

―Tranquilizaos, chicos. Tengo información. Si me prestáis atención os la cuento.

―Está bien, Gabi; te escuchamos ―suspiré.

―Por lo que he podido averiguar ―prosiguió mi amigo―, no se ha denunciado ningún crimen en la comisaría, ni ningún ataque violento; así que nadie ha muerto ni ha resultado herido ―remarcó mirando a Andrés por encima de sus gafas―. Sin embargo, se ha descubierto que alguien entró en los archivos y se llevó la prueba de un intento de asesinato. Deduzco que aquella secretaria no te delató a propósito. Sus razones son aún un misterio.

―¿Cómo te has enterado de todo eso? ¿Has pirateado la frecuencia de la policía?

―Ha sido más simple que eso; lo han dicho en la radio. En las noticias han hablado de un robo en la comisaría, pero no se sabe cuántas personas intervinieron en él. El inspector Delagua ha dicho en antena que él personalmente se encargará de la investigación del robo.

―¡¿El Cerilla?! ¡Bien! ―exclamó Andrés aliviado―. Entonces ya no tenemos de qué preocuparnos: el astuto y sagaz inspector no nos descubrirá jamás. Casi me da pena. Me hacía ilusión lo del chiringuito en el trópico ―ironizó.

Aunque aquellas noticias me tranquilizaron en parte, continuaba preocupado por los motivos de la providencial complicidad que nos había brindado la secretaria de la comisaría. Algo en mi interior me decía que tendríamos que pagar un alto precio por su silencio. Me disponía a sentarme en uno de los sillones para reflexionar sobre aquel asunto cuando me fijé en algo que había visto de reojo al entrar al Cuartel General. Junto a las butacas había una mesa de camping repleta de libros abiertos y de folios escritos. Me acerqué para observarlos con atención. Andrés, que se había sentado, o más bien tumbado, en el sofá, me miraba sonriendo porque sabía lo que iba a ocurrir a continuación. Gabi se me adelantó y se colocó delante de la mesa, mirándonos al tiempo que su rostro se iluminaba con una enorme sonrisa. Colocó sus manos abiertas sobre los libros, inspiró profundamente y, acto seguido, me miró y borró la sonrisa de su cara.

―Como veis, amigos míos, madrugar tiene sus ventajas. Aparte de enterarme de todo el asuntillo de la comisaría y de ponerme manos a la obra con la bicicleta, también he pasado por la biblioteca y he tomado prestados unos tomos de las enciclopedias y diversos volúmenes sobre el sudeste asiático: India, Tailandia, Laos, Vietnam, Camboya, China, etc. He encontrado ciertos datos que me han parecido interesantes ―alardeó mostrándonos unos folios escritos―, y que después os explicaré. Lo primero que debéis saber es que la flecha en cuestión está limpia, no tiene ni una sola huella. Los asesinos eran profesionales.

―¿Qué más has descubierto? ―pregunté con ansiedad interrumpiendo a mi amigo, que amenazaba con extenderse en tecnicismos.

―Siéntate, Dani ―me pidió Andrés―. ¿Abro una bolsa de patatas? Esto va para largo ―me advirtió mientras me sentaba a su lado, acercándome una bolsa recién abierta, que rechacé preguntándome cómo podía seguir comiendo después de acabarse todas las magdalenas de mi casa.

―Si me lo permitís ―dijo Gabi, contrariado por las interrupciones―, continuaré. He estado estudiando los símbolos labrados en la flecha, y coinciden exactamente con los que hay dibujados en los bordes del papel que estaba enrollado en ella. En otras palabras: son idénticos.

―Sí, pero ¿qué son? ―interrumpió Andrés, con la boca llena de patatas.

―Y ¿qué significan? ―añadí.

―Esperad, esperad. Ya llegaremos a eso. Lo primero es lo primero ―dijo Gabi haciéndose el interesante, consciente de que había conseguido nuestra atención―. Y lo primero es saber por qué atacaron a tu padre.

La ansiedad que bullía en mi interior aumentaba por momentos: tenía la extraña sensación de que nos acercábamos a algo grande; la misma sensación que había experimentado la noche anterior.

―¡¡Sí!! ―bramó Andrés―. ¿Por qué le dispararían a tu padre? ¿Qué relación hay entre esos símbolos, la flecha, el mensaje y él? ―preguntó esperando que Gabi le respondiera.

Pero todos nos quedamos en silencio mirándonos. Comprendimos que eso era lo más extraño de todo, la relación de mi padre con los autores del intento de asesinato.

―Es extraño ―dije rompiendo el silencio, exteriorizando mis pensamientos, con la mirada perdida en ninguna parte―, pero juraría que todo esto ha empezado en su último viaje.

―¡Claro que sí! Fue a Oriente, ¿verdad? ―preguntó entusiasmado Gabi.

―No, no ―mascullé―, fue a Italia.

―¿Como que a Italia? ―cuestionó mi amigo, contrariado, sintiendo que su seguridad se resquebrajaba, contagiándonos a todos su decepción.

―Sí, a Italia. Pero ¿por qué creías que había ido a Oriente? ¿Tiene que ver con la inscripción? ¿Sabes lo que dice? ―insistí recordando sus libros.

Sin contestar, Gabi se quitó las gafas, las limpió con la bata, se las volvió a poner, ajustándoselas cuidadosamente, y comenzó a revolver los papeles que tenía sobre la mesa. Mientras ponía todos los apuntes patas arriba, farfullaba palabras que ni Andrés ni yo fuimos capaces de entender.

―¡Aquí está! ―exclamó mientras sostenía una hoja en alto―. ¡Bien, Daniel! ―la satisfacción regresó a su rostro. Se aclaró la garganta y me miró―. Esto que os voy a desvelar es, como tú dirías, alucinante. Para empezar, anoche, como no podía conciliar el sueño, estuve examinando la nota un buen rato. Pese a que está escrita en caracteres orientales, me dio la sensación de que los trazos eran muy violentos, además de ese extraño color granate, así que esta mañana se lo he enseñado a Matilde, la bibliotecaria, que además de una excelente estudiante y colega, es grafóloga titulada. Ella no sabe lo que dice, pero me pudo asegurar que lo escribió una persona zurda y que la tinta no es tinta normal y corriente. Haría falta un análisis para corroborarlo, pero ella opina que es sangre.

―¡¿Sangre?! ―preguntamos Andrés y yo incorporándonos al momento.

―Exacto. Matilde no pudo determinar nada más, así que me marché al gimnasio de artes marciales.

―Gabi, ¿a qué hora te has levantado? ―preguntó Andrés.

―¿A qué hora os habéis levantado vosotros, perezosos? ―Andrés y yo nos miramos y luego lo miramos a él sin decir nada más. Viendo la curiosidad dibujada en nuestros rostros, continuó relatando sus descubrimientos―. El monitor, a quien di clases de inglés el año pasado, es chino. Cuando le mostré la inscripción, se sorprendió mucho.

―¡¿Y?! ―pregunté impaciente.

―Y no supo contestarme… ―Andrés y yo nos lamentamos, decepcionados. Andrés le lanzó a Gabi la bolsa de patatas y yo me eché las manos a la cabeza temiendo estar en un callejón sin salida―. ¡Al principio no supo contestarme! ―exclamó entonces captando de nuevo nuestra atención―. Veréis, ya me marchaba cuando me llamó y me pidió que entrara en su oficina. Me dijo que esos caracteres le resultaban familiares. Me pidió que lo acompañara a su casa. Vive cerca, así que fuimos andando. Al llegar se puso a buscar entre sus cosas hasta que dio con un libro bastante antiguo, un libro que le había regalado su abuelo cuando era niño y que él releía de vez en cuando. Un libro de cuentos, fábulas y leyendas. Pasó adelante y atrás sus páginas hasta que dio con algo. Una de las notas a pie de página estaba escrita en los mismos caracteres que nuestro papelito ―y mostrándonos el papel en cuestión, exclamó―: ¡La nota que acompañaba a la flecha está escrita en magadhí!

Andrés y yo nos miramos, compartiendo la misma sensación de ignorancia.

―¿Magadhí? ¿Qué idioma es ese? ―le pregunté con ciertas dudas acerca de la verosimilitud de aquella información.

―Cierto es que la ignorancia es atrevida ―constató Gabi con una mezcla de ironía y altivez en su tono de voz, mientras arqueaba la ceja izquierda―. Magadhí, querido amigo, es el idioma que se hablaba hace unos dos mil quinientos años en una amplia zona entre el Himalaya y la India, más o menos el área que hoy ocupan el Tíbet meridional y Nepal ―nos explicó mientras paseaba de un lado al otro de la estancia―. El mismísimo Buda lo utilizaba para predicar.

Andrés me miraba como queriendo preguntarme si nuestro amigo estaba loco, y a continuación le dijo:

―Vamos, Gabi, no te pases.

―Es la verdad; no me estoy inventando nada ―protestó y, alzando con ambas manos uno de los tomos de las enciclopedias que había consultado, exclamó―: Daniel, tu padre ha estado en la cuna de civilizaciones milenarias, ¿no es cierto? Por lo tanto, no es ninguna locura pensar que haya tenido algo que ver con alguien que aún hable magadhí y que haya tenido problemas con quien sea que conoció en el Himalaya, ¿no?

Nos quedamos en silencio. La hipótesis de Gabi era verosímil. No era la primera vez, ni la segunda, que Eduardo Monreal había tenido que salir corriendo de algún lugar perdido, perseguido por ladrones, fanáticos religiosos, terroristas o policías. Incluso, una vez, lo persiguió el ejército entero de un pequeño reino gobernado por un sátrapa.

―Bien, supongamos que tienes razón, ¿qué dice la inscripción? ¿Has podido traducirla? ―le pregunté a mi amigo.

―Está bien, vayamos por partes ―nos rogó Gabi, ajustándose otra vez las gafas―. Este idioma es magadhí, o más exactamente, ardhamagadhí, la lengua de Buda. Mi amigo Lin, el del gimnasio, es budista y tiene un libro con sus enseñanzas, el Canon Pali ―explicó acercándose a la mesa y pasando hacia delante y hacia atrás las páginas de un libro, buscando algo que lo ayudase en su exposición―. Hace un par de años Lin asistió a unas conferencias en las que un maestro budista explicaba el Canon Pali y, entre otras cosas, aprendió que el pali, el idioma en el que está escrito el Canon, no es el idioma en el que Buda predicó; es decir, que el Canon Pali es en realidad una traducción del texto budista original, una traducción de las enseñanzas escritas en magadhí, o sea, una traducción del Canon Magadhí ―concluyó Gabi extendiendo los brazos, sonriendo satisfecho.

Andrés y yo lo mirábamos incrédulos.

―¿Y? ―pregunté por fin.

―Sí, todo eso qué nos importa, ¿eh? ―espetó Andrés, recuperando la bolsa de patatas y dejándose caer de nuevo en el sofá.

―Pues que les enseñaron algo de magadhí por si alguna vez encontraban textos en ese idioma.

―Y ¿cuándo iban a encontrarlos? ¿Al ir al súper? ¿En un cartón de leche caducado hace dos mil quinientos años? ―se burló Andrés, y rompimos a reír.

―No, idiota ―protestó Gabi, contrariado, lanzándole a Andrés una mirada centelleante―; en sus futuros estudios sobre Buda.

―Bueno ―intervine para reconducir la cuestión―, ¿al final te supo decir lo que pone en la nota?

―Sí. Aunque hace tiempo que lo estudió, todavía recuerda lo suficiente para decirme más o menos qué pone ―aseveró cogiendo el manuscrito con una mano y un folio en la otra―. Insisto en que no es una eminencia, pero, poco más o menos, viene a decir algo así. Os leo su traducción:

Olvide la Fuente. Sus aguas pertenecen

al destino y al sueño de la gran

Nindún-Rinpoché.

Son para su amor Eterno.

Olvídela o morirá.

―Bueno, hay amores que matan ―bromeó Andrés.

―Entonces ―dije recapacitando―, no querían matarlo. ¡Era una advertencia! ―exclamé.

―¡Exactamente! ―apostilló Gabi―. Imagina qué puntería hay que tener para dispararle al corazón para que parezca que querían matarlo y fallar adrede.

―Yo ya me lo imaginaba. ¿Para que mandarle una nota al tío que vas a matar? ¡No va a poder leerla! ¡Es de cajón! ―explicó Andrés mientras se sacudía los restos de patatas fritas de la camiseta haciendo que Gabi y yo cayéramos solo entonces en aquella perogrullada. Y rompiendo el silencio que se había adueñado de la habitación añadió―: ¿Y a qué Fuente se refiere la nota? ¿Qué misión? ¿Quién es Nindún-no-sé-qué? ¿Qué quiere decir todo eso?

―Paciencia. Si la nota os parece un sinsentido esperad a saber lo demás ―anunció Gabi despertando de nuevo nuestra curiosidad.

―¿Hay más? ¿Qué más? ―pregunté con temor al ver el gesto que ponía.

―Daniel, recuerdas que en el hospital nos llamaron mucho la atención los dibujos que rodean el mensaje, ¿verdad?

―¡Sí! Sí, claro, los símbolos en los bordes del papel. Cada vez que pienso en ellos me entran escalofríos. Sí, sí, los recuerdo perfectamente ―insistí cuando Gabi me entregó la nota y vi otra vez aquellas aterradoras figuras.

―Bueno, he investigado esta iconografía ―explicó buscando algo en la mesa; enseguida cogió un libro y se sentó frente a nosotros abriéndolo por donde había puesto un marcapáginas―. Mirad, estos símbolos reciben el nombre de mandalas. En esencia, un mandala es la representación alegórica del universo, de las fuerzas que lo rigen y lo ordenan. En la mística tibetana, según el autor de este libro, son dogmas esenciales. Se utilizan en rituales, en reuniones sociales y, en definitiva, en casi todos los aspectos de la vida tibetana. Lo importante y esencial ―añadió bajando la voz, como si temiera que alguien pudiera escucharnos―, es lo que está dibujado. Este libro explica que todos los mandalas simbolizan algo o representan alguna fuerza. Es decir, que son como mensajes subliminales. Estos ideogramas ―continuó mientras acariciaba con las yemas de sus dedos los dibujos del libro― son inductivos. Transmiten energía positiva si representan a deidades apacibles o negativa si muestran a dioses malvados. El conjunto que forman los dibujos geométricos y los símbolos provoca bienestar o malestar en quien los observa. Normalmente se utilizan para ayudar a la concentración, para alcanzar la sabiduría, el Nirvana o lo que sea. Pero también se pueden usar para hacer el mal, para causar dolor o sufrimiento ―concluyó cerrando el libro de un golpe que nos asustó.

Andrés y yo nos recostamos en el sofá con una extraña sensación en el cuerpo. Gabi nos había impresionado con su explicación.

―No me extraña que me diesen escalofríos ―dije levantándome y frotándome las manos―; incluso ahora estoy destemplado.

―Eso es, captaste su frialdad. Lograron transmitirte el mensaje del mal que llevan implícitos ―me aclaró.

El silencio se apoderó del Cuartel General. Y los nervios me dominaron otra vez. Me dirigí a las escaleras. Me senté, agarrando con fuerza los barrotes de la barandilla, con la mirada perdida más allá de la cabaña. Aún sentía la frialdad de aquellos terribles símbolos. Me preguntaba por el porqué de toda aquella trama de muerte, amenazas y sangre. Andrés también se lo preguntaba, pero él lo hizo en voz alta.

―Mi padre nos lo explicará. Tiene que hacerlo ―resolví con determinación sin dejar de mirar aquella nota maldita que descansaba sobre las rodillas de mi amigo, aquel mensaje en apariencia inocente, pero que escondía una amenaza que ya nos alcanzaba a todos.

El secreto del elixir mágico

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