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Capítulo Ocho

Susana

No había señales de que hubieran forzado la entrada, pero estábamos seguros de que la habíamos cerrado con llave. La cabaña albergaba pruebas demasiado importantes como para arriesgarnos a que cualquier curioso que pasara por allí diera con ellas. Después de la conversación con mi padre, y conscientes de que sus enemigos se habían convertido en nuestros enemigos, nos escondimos tras unos matorrales, asustados de verdad.

―¿Por qué no entramos y nos enfrentamos a ellos? Les daremos una sorpresa ―propuso Andrés, envalentonado por la ansiedad, blandiendo un palo que había cogido del suelo.

―Estoy de acuerdo. Sea quien sea debemos entrar y enfrentarnos a él. Somos tres y Andrés vale por dos, así que es como si fuésemos cuatro ―me avine.

―Habrá más de uno, y seguramente tendrán armas ―repuso Gabi, diciendo en voz alta algo que ya habíamos pensado los tres.

Durante unos instantes cruzamos nuestras miradas nerviosas. El miedo a enfrentarnos a aquellos que habían atacado a mi padre nos mantuvo ocupados un rato, haciendo conjeturas acerca de la identidad de los allanadores de nuestra cabaña. Gabi propuso volver a la ciudad y avisar a la policía. Andrés replicó que si pedíamos ayuda nos arriesgábamos a que los intrusos se marcharan mientras íbamos y volvíamos, y que, además, era probable que la policía registrara el Cuartel General y hallara la flecha y la nota ensangrentada. Tenía razón: no podíamos avisar a nadie. Debíamos encarar aquella situación nosotros solos.

Cogimos sendas ramas a modo de bate y, sigilosamente, nos dirigimos hacia la puerta principal. Caminamos deprisa, de puntillas, avanzando de árbol en árbol, para aproximarnos sin ser vistos. Andrés iba en primer lugar porque su tamaño infundía más respeto. Desde un viejo olivo, muy cerca de la puerta, corrimos hasta la cabaña. Andrés y yo nos pusimos de espaldas a la pared, a la derecha de la puerta, y Gabi hizo lo propio, en el lado izquierdo. Con gestos y sin hacer un solo ruido, conté hasta tres y, entonces, mi musculoso amigo dio una violenta patada a la puerta, como las que solía dar en sus entrenamientos de artes marciales, abriéndola de golpe hasta atrás. Andrés entró gritando a la cabaña, enarbolando el palo con ambas manos, dispuesto a aporrear a cualquiera que se encontrase en su camino. Un segundo después, Gabi y yo lo seguimos.

Nos encontrábamos en medio de la habitación principal, blandiendo nuestras ramas, sin resuello y esperando que nos atacaran en cualquier momento. Entonces, envueltos en el más absoluto silencio, descubrimos que todo estaba en orden. Gabi comprobó que su laboratorio estaba como él lo había dejado.

―Chicos ―dijo Andrés, aliviado―, aquí no hay nadie.

―¡Hola! ―saludó alguien desde lo alto de las escaleras.

Los tres gritamos dando un salto hacia atrás.

―Vaya unos miedosos que estáis hechos ―dijo la misma voz femenina mientras descendía lentamente, peldaño a peldaño, las escaleras de caracol.

La cabaña quedó en silencio. Solamente se oía el crujir de los escalones conforme descendía aquella desconocida de la que solo alcanzábamos a ver las piernas. En unos segundos, se detuvo al pie de la escalera sonriéndonos.

―¿A que jamás hubieras imaginado encontrarme aquí? ―me preguntó con aquella voz angelical que se me había quedado grabada en la mente desde la noche anterior.

―¡Dani! ―exclamó Andrés―. ¿Es, es, es la…?

―¡Calla! ―grité tapándole la boca a mi amigo―. No digáis nada.

―Vamos, entre amigos no tenemos secretos. Efectivamente, grandullón, soy la secretaria que pilló a vuestro amigo Daniel Monreal en la sala de archivos de la comisaría, anoche, hacia las diez y cuarto ―dijo aquella chica mirándome a los ojos―. Y vosotros dos debéis de ser los cómplices del señorito guantes de látex. Sí, los que representasteis ese espectáculo tan divertido que distrajo a todos los agentes mientras Daniel se colaba en el almacén ―añadió, y mis amigos y yo nos miramos con el corazón en un puño―. Entre los tres robasteis el arma de un crimen; ¿no sabéis que eso es un delito? ―preguntó en tono jocoso pero amenazante.

No fuimos capaces de articular ni una sola palabra. La secretaria hablaba con una gran seguridad en sí misma. Nos observaba en silencio, con las manos en jarra y la cadera algo ladeada, apoyando todo su cuerpo en la pierna izquierda, mientras mantenía la derecha relajada. Vestía un pantalón vaquero corto, una blusa blanca y calzaba unas zapatillas deportivas tan blancas como la nieve. No era muy alta y estaba en forma. Su rostro me pareció tan digno de un ángel como su voz. Tenía los ojos grandes, expresivos, del color de la miel. Su piel era clara, cuajada de pecas, y su cabello, cobrizo, liso, no muy largo. Dejé caer el palo al suelo. El estruendo hizo que mis amigos reaccionaran.

―No puede ser, ¡no puede ser! ―exclamó Andrés―. ¿Cómo has dado con nosotros?

―Calla, Andrés. No tiene pruebas de nada ―aconsejó Gabi, desafiándola.

―¿Queréis calmaros, por favor? ―nos pidió, acercándose a uno de los sillones y sentándose en el apoyabrazos―. Puedo daros una explicación ―comenzó despertando nuestro interés e invitándonos a tomar asiento con una señal; cosa que hicimos sin rechistar―. Veréis, en primer lugar no necesito tener pruebas materiales de que él ―dijo señalándome― fuera quien entró en el archivo. Estoy segura de que si mis colegas registran vuestra… ―añadió mirando a su alrededor― casita, encontrarán la flecha que robasteis anoche. Y quién sabe qué más. En segundo lugar, cuando me enteré de que se trataba de la misteriosa saeta que casi mata al eminente estudioso Eduardo Monreal, pensé que aquel muchacho asustado que se había colado en la comisaría tenía que ser el mismo que se la había pedido con insistencia al comisario. Llevo toda la vida rodeada de delincuentes de la peor calaña y los distingo a la legua. Y tú, cariño, no eres uno de ellos. Lo vi claro, anoche; por eso no te delaté ―explicó mirándome con una ternura que me sorprendió―. Así que esta mañana he hecho algunas averiguaciones, unas llamadas y he descubierto este refugio infantil ―relató con una mueca divertida que contrastaba con el enfado que dominaba a Gabi, con el pánico que se estaba apoderando de Andrés, y con las sensaciones contradictorias que se habían adueñado de mí―. Y en tercer lugar, no sois los únicos que sabéis forzar cerraduras ―concluyó sonriendo, enseñándonos un juego de ganzúas.

―No nos denuncies, por favor. No sabes de qué va todo esto ni lo que está en juego ―le pedí finalmente cuando fui capaz de reaccionar.

―No pensaba hacerlo, de momento ―matizó―. Siento curiosidad. Quiero saber qué se os pasó por la cabeza para hacer la estupidez de anoche.

―Y yo quiero saber por qué le mentiste a la policía ―le dije, recordando lo que nos había contado el inspector―. No llevaba puesta ninguna máscara.

―¡Vaya! ―exclamó sorprendida―. Eso parece una confesión.

―Dejémonos de juegos. ¿Qué quieres de nosotros? ―la desafié.

―Poca cosa ―respondió tras ponerse en pie, caminando de forma distraída por la cabaña―. Quiero que me contéis lo que está pasando.

―Nada. Robamos la flecha porque pensábamos investigar por nuestra cuenta. El inspector Delagua es un incompetente ―le espetó Andrés tratando de evitar que se enterase del misterio en el que estábamos involucrados.

―Mientes muy mal, grandullón ―dijo dirigiéndose al lugar donde teníamos escondida la caja fuerte―. ¡A mí no me la dais! Así que no pasa nada, ¿eh? Entonces, explicadme por qué tenéis todos estos papeles escritos con extraños mensajes, con datos sobre el Tíbet, con leyendas mágicas…

―¡Será…! ―exclamó Andrés.

Gabi corrió hasta la caja fuerte y comprobó atónito que la puerta había sido abierta usando la clave. De rodillas, ante la joven y nosotros, la miró con rabia.

―¿Cómo es posible que en tan poco tiempo hayas descifrado la combinación? ¿Sabes cuál es la probabilidad de acertarla? Teniendo en cuenta… ―iba a explicar Gabi cuando fue interrumpido.

―Teniendo en cuenta que son cinco ruedas con diez números cada una, la probabilidad es de una cada 100 000. Pero este modelo de caja fuerte no permite repetir números, de manera que la probabilidad se reduce a una entre 30 240. Finalmente, me decanté por combinaciones sencillas, poniendo fechas conmemorativas. Por vuestra edad decidí poner en primer lugar el mes y luego el año de nacimiento, 1972 o 1973. Al no acertar, deduje que esta caja había sido programada por alguien con un poco más de mollera. Me fijé en el retrato de Albert Einstein ―añadió señalando hacia el laboratorio―, probé la fecha de nacimiento del físico, marzo de 1879, es decir, 3, 1, 8, 7 y 9, y ¡bingo! ―explicó la joven.

―Me dejas alucinado ―le confesé, admirado.

―Bueno, la verdad es que mis resultados académicos son bastantes buenos, pero si te refieres a las deducciones y a lo de la caja fuerte, te recuerdo que he crecido entre chorizos y ladronzuelos. Sé más que nadie sobre pistas y delitos. Lo llevo en la sangre, mi padre es policía, un gran policía ―aseveró―. Es el inspector Delagua.

La sonrisa se nos borró de la cara. Aquella chica era la hija del ser más despreciable que había conocido jamás. Se lo acabábamos de decir. Y lo peor de todo era que, en aquel momento, me di cuenta de que ella me gustaba mucho.

―¡¿Eres hija del Cerilla?! ―preguntó Andrés sin poder contenerse.

Le di un codazo, pero era demasiado tarde. Gabi, que aún seguía de rodillas junto a la caja, se levantó y se colocó a nuestro lado.

―Pues sí, soy la hija mayor del inspector Delagua, del Cerilla. Me llamo Susana. Encantada de conoceros. Daniel ―dijo mirándome, y a continuación se fijó en mis amigos―, y vosotros Andrés y Gabriel, ¿verdad?

Asentimos acompañando el gesto de un ruido que no llegaba a ser ni un sí ni un hola ni nada con sentido, solo un sonido que decía todo y nada, que nos rendía ante Susana Delagua.

―Escuchadme, sé que mi padre no ha tenido muchos éxitos últimamente, pero debéis saber que fue condecorado con la medalla de oro al mérito policial hace doce años. Gracias a él conozco al dedillo el mundo criminal ―dijo para ayudarnos a sobrellevar la vergüenza que sentíamos en aquel momento―. Un día seré inspectora. Se me da bien esto, por eso creo que os vendría bien mi ayuda. Quiero unirme a vuestra investigación.

―Pero ¿cuántos años tienes? ―preguntó Gabi.

―Dieciocho. Y medio.

―Encima mayor de edad ―suspiró Andrés. Todos le oímos, pero ninguno le hicimos caso, ni siquiera ella.

―Hagamos un trato. Vosotros salís impunes de vuestro pequeño delito, y yo le demuestro a mi padre que ser mujer no me impide ser tan buena investigadora como cualquiera de sus hombres. Todos ganamos. ¿Qué decís? ―preguntó ofreciéndonos la mano extendida.

Mis amigos y yo intercambiamos unas miradas y, sin decir palabra, acordamos aceptar su ofrecimiento. Por un lado nos sentíamos obligados a trabajar con ella, pese a que se nos haría raro que alguien extraño anduviera por allí. Sin embargo, por otro lado, me hizo muy feliz saber que íbamos a vernos a menudo.

―Está bien ―dije dando un paso al frente y cogiendo su mano, que sacudimos con energía al mismo tiempo―, bienvenida al Cuartel General.

Había que ponerla en antecedentes. Gabi se ofreció para contarle toda la historia. Se sentaron en los sillones y él le explicó lo que sabíamos hasta ese momento. Ella escuchaba atentamente. Andrés y yo nos apartamos al laboratorio, desde donde los mirábamos mientras hacíamos como que poníamos en orden la mesa de trabajo. En realidad era Andrés quien la ordenaba, porque yo me quedé ensimismado observando a Susana. Me encantaba su forma de moverse y gesticular mientras escuchaba el fantástico relato, su manera de tocarse el pelo y atusárselo, su sonrisa, pero sobre todo, su mirada inteligente, despierta y vital…

―Dani ―dijo mi amigo dándome un pequeño codazo que me sacó del encantamiento―, ¿ya te has enamorado?

―No, no ―disimulé―, pero es que es muy guapa.

―El amor… ―suspiró mi amigo―. Siempre llega en el momento más inoportuno. Olvídate de ella. Es mayor que tú, y una pitagorina, como Gabi. No es tu tipo, para nada.

―¡Andrés! Que no es nada de eso. Es una chica lista y guapa. Me parece interesante, nada más. Tenemos cosas más importantes de las que preocuparnos.

―Vas a hacerme llorar. Mentiroso. Veo corazoncitos revoloteando a tu alrededor ―se burló mi amigo haciendo como que atrapaba pequeños corazones sobre mi cabeza.

―Bueno, vale ya ―dije dándole un empujón amistoso, sin poder evitar que una sonrisa bobalicona se me dibujara en el rostro―. Sigamos a lo nuestro, que nos va a oír.

Mientras acabábamos de ordenar el laboratorio, Gabi terminó de contarle lo que nos había revelado mi padre en el hospital. Después nos reunimos de nuevo los cuatro.

―Y ¿bien? Dinos, Susana, ¿qué te parece el lío en el que estamos metidos? ―le pregunté esperando que no tuviera respuesta.

―La verdad es que todo es muy raro, pero estoy intrigada y me muero de ganas por averiguar más. Debemos centrarnos en encontrar a ese Lang Ching y que nos haga un mapa para llegar a la Fuente. Quizá en la base de datos de la comisaría haya algo ―dijo volviendo a sorprendernos―. Vamos, chicos, la información está ahí fuera, solo hay que salir a buscarla.

―Las enciclopedias solo mencionan la Fuente de la Juventud como mito. Hablan de las leyendas y de los poemas que se escribieron sobre ella ―señaló Gabi, pensativo.

―Si el padre de Dani pudiera recordar… ―suspiró Andrés.

―Tal vez pueda… ―sugirió Susana de forma enigmática, llamando nuestra atención―. Veréis, a mí siempre me ha despertado la curiosidad todo lo relacionado con la parapsicología y el esoterismo. Da la casualidad de que hace unos meses asistí a un curso sobre estos temas. Hice amistad con la profesora; una gran profesional de lo paranormal y una mujer extraordinaria. Sabe muchísimo sobre ocultismo, nigromancia, videncia… En resumen: es una bruja; pero una bruja buena. Se llama Úrsula. Y lo más importante, es maestra en hipnotismo. Estoy segura de que podrá hacerle recordar algo a tu padre.

―Eso no son más que bobadas y supercherías ―espetó Gabi con vehemencia―. Como científico no puedo aceptar las artes del ocultismo: para mí son solo cuentos de hadas.

―No dirás eso cuando Úrsula te muestre sus poderes. De todas formas, creo que no se pierde nada por probar, ¿no estáis de acuerdo?

Decidimos intentarlo, aunque puse como condición que pasásemos primero por el hospital para preguntarle a mi padre si estaba dispuesto a someterse a una sesión de hipnosis. Todos estuvieron de acuerdo. Así que guardamos de nuevo la flecha, el mensaje y los papeles en la caja fuerte y salimos hacia el hospital. Susana iba en una motocicleta azul que había dejado escondida detrás del Cuartel General.

Ya bajábamos la colina cuando me percaté de algo extraño.

El secreto del elixir mágico

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