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Capítulo Dos

Andrés, Gabi y el Cuartel General

Apenas quedaba tiempo. Me iba a estrellar contra un roble que, sin duda, me partiría en dos. Salvo que abandonase mi bicicleta y saltase. Pero no podía hacerlo: la Special Bike simbolizaba todos mis sueños e ilusiones. Intenté desengancharme del vagón de mil maneras, aunque todo esfuerzo resultaba infructuoso. Cuando quedaban ya unos pocos metros y la idea de saltar se iba convirtiendo por momentos en mi única alternativa, se me encendió la bombilla. Sin perder un segundo, me volví y desenganché los propulsores traseros que Gabi había instalado en la bici para permitirme saltar obstáculos con facilidad. Los coloqué apuntando al vagón y confié en que el trabajo conjunto de la propulsión y mi pierna izquierda liberase la Special Bike. Apreté el botón correspondiente en el control de mandos y los propulsores chispearon lanzando su chorro de energía contra el vagón. Al mismo tiempo, empujé con todas mis fuerzas y, a tan solo metro y medio del roble, escuché un crujido de madera, el manillar se desenganchó por completo y la bici y yo salimos disparados.

No sé exactamente cuántas vueltas dimos ―creo que una volando y dos o tres rodando por el suelo― hasta que chocamos contra unos arbustos. Creo que perdí el conocimiento porque, cuando abrí los ojos impelido por las palmadas en la cara que alguien me estaba dando, sentí que despertaba de un profundo sueño.

―Dani, despierta, ¡Daniel! ¡Vamos, despierta!

Solo veía una gran silueta borrosa a contraluz: seguía aturdido.

―Andrés… ―farfullé reconociendo aquella voz.

―¡Menudo golpe! Vamos, arriba, muchacho. Me imagino que vendrías haciendo el loco, para variar, y seguro que sin mirar, soñando con tus películas, olvidando los riesgos de la vida real, los peligros que una ciudad como esta encierra, donde el más pequeño de los detalles puede convertirse en una trampa mortal y…

―¡¡¡Andrés!!! ―grité, interrumpiendo unas de sus archiconocidas frases sin final―. Ayúdame a levantarme; estoy un poco mareado… Oye ―le dije cuando ya estaba de pie, recuperando el equilibrio―, ¿qué haces aquí? ¿No habíamos quedado en los Tres Robles?

―Sí, pero como te conozco, amigo mío, supuse con razón que llegarías tarde, como siempre. Así que decidí venir paseando y encontrarte por el camino. Y, mira por dónde, te veo aquí tumbado, tomando el sol. Yo podía haberme quedado esperándote hasta el día del juicio final. Aunque, conociéndote, seguro que me hubieras hecho esperar todavía más…

―¡Andrés! ¡Para ya! ¿No te das cuenta de que he tenido un accidente? Me quedé enganchado al tren y… ―callé de repente, al verla―. ¡¡No!!

―¿Qué pasa, Dani?

―¡¡La Special Bike!! ¡Está destruida! ―exclamé llevándome las manos a la cabeza.

Con mucho cuidado la levantamos del suelo. La rueda delantera estaba retorcida, la cadena hecha añicos, el manillar partido por la mitad, los propulsores traseros inutilizados y el cuadro de mandos convertido en un montón de cables y placas electrónicas inservibles. En fin, un siniestro total.

―Oh… Pero… No puede ser… ―me lamentaba una y otra vez mientras examinaba los restos―. ¡Qué desastre! ―repetía arrodillado bajo la mirada solidaria de mi amigo.

―Tranquilo, Dani, al menos tú estás entero; Gabi la reconstruirá ―me animó Andrés, palmeándome el hombro―. Por cierto, son las diez menos diez. Llegamos tarde, así que vas a ser tú el que le dé explicaciones a nuestro amigo ―resolvió.

Asentí y, cogiendo la malograda bicicleta entre los dos, nos dirigimos hacia el punto de encuentro.

Andrés era mi mejor amigo. Era un muchacho un poco nervioso e inquieto, pero con un corazón de oro. Era fiel, leal, honesto y todo lo que se puede pedir a una verdadera amistad. Tenía dieciséis años, como Gabi y yo. Íbamos juntos a clase desde pequeños. Andrés era más alto que yo y su cuerpo era dos veces el mío. Aparte de ser insaciable a la hora de comer, estaba hecho un verdadero toro. Su fuerza era legendaria. Además, tenía cinturón negro en kárate y se estaba especializando en la milenaria lucha de sumo. Solíamos bromear con él, porque, como tenía el pelo rizado, rubio y cortito, no podría lucir la coleta que acostumbran a llevar los luchadores de esa arte marcial. Sus ojos, pequeños y oscuros, desprendían una bondad enorme, aunque cuando se enfadaba, se transformaban en dos diminutas brasas de carbón. Pero si por algo era conocido Andrés, era por sus largas e interminables peroratas que repartía a diestro y siniestro cuando se le presentaba la ocasión de echarle a alguien un buen sermón.

Veinte minutos más tarde, comiendo los bollos que había cogido de casa, llegamos a nuestro Cuartel General. Era una pequeña cabaña de madera que nos había construido el padre de Andrés y que permanecía oculta entre los árboles de la cima de una colina cercana a la ciudad. Era un refugio, un santuario, un espacio solo nuestro en el que pasábamos gran parte del tiempo libre charlando, jugando, leyendo revistas y algunos libros, trabajando en nuestros proyectos, refugiándonos de un mundo que a nuestra edad nos resultaba hostil y demasiado extraño… La cabaña pasaba inadvertida a los ojos de cualquiera que paseara por la zona, ya que Gabi había plantado enredaderas que la habían cubierto casi por completo, camuflándola a ojos extraños. A pesar de su tamaño modesto, el cuartel se componía de dos pisos. En la fachada que daba al sendero principal, había dos ventanas disimuladas con cortinas hechas con tela de camuflaje militar. La puerta principal estaba pintada de los mismos colores. El interior era una sala dividida en dos espacios. A la derecha teníamos un sofá de escay azul algo roído, un par de sillones, uno verde oscuro y otro granate, y un escritorio de madera de pino con un par de cajones. Sobre esa mesa descansaba una máquina de escribir y una emisora de radio de medio alcance que había construido Gabi con piezas de otros aparatos. Sobre una mesita auxiliar, frente a las dos butacas, había un pequeño ordenador personal y una impresora. La verdad es que la computadora solo la usábamos para jugar durante horas a matar marcianitos de manera inmisericorde.

A la izquierda, y separado del resto de la estancia por un biombo, se encontraba el laboratorio de Gabi. Mi amigo solía hacer experimentos y dedicaba tardes enteras a construir artilugios que, casi siempre, acababan abandonados por inservibles o porque lo que él ideaba resultaba imposible de llevar a la práctica con la tecnología de aquellos años. Gabi era un adelantado a su época que, de vez en cuando, inventaba alguna maravilla, como la Special Bike.

El salón estaba adornado con pósters de películas de aventuras, de paisajes exóticos y, en el laboratorio, supervisando los progresos del joven científico, un retrato de Albert Einstein completaba la decoración.

Justo enfrente de la puerta se hallaba la escalera de caracol por la que se accedía al piso superior. Esa planta se dividía en dos partes, una cubierta y otra al aire libre. En la primera, adonde iban a parar las escaleras, había una habitación con una pequeña cama para emergencias, un armario donde guardábamos mantas, ropa y un montón de revistas viejas, y una cómoda sobre la que descansaba un botiquín de primeros auxilios. En los cajones había juegos de mesa y ropa pasada de moda. En un rincón se abría una minúscula habitación del tamaño de una cabina de teléfonos en la que habíamos instalado un retrete y un diminuto lavabo. Las cañerías, derivadas de las que suministraban agua a la ciudad desde el embalse, entraban por el techo y desembocaban en un arroyo cercano.

En la terraza, a la que se accedía desde la habitación, teníamos tumbonas para tomar el sol. También albergaba la estación meteorológica de Gabi: una caseta con pluviómetros, termómetros, una veleta, un anemómetro y otros aparatos para estudiar el tiempo. Era, además, el lugar idóneo para observar las estrellas y vigilar la tierra, ya que se divisaba la ciudad, el lago y el acceso a la colina.

Sobre el tejado de la habitación que hacía las veces de dormitorio, habíamos instalado la antena de la emisora de radio y la conexión de la electricidad, que, apoyada sobre las ramas de un enorme pino contiguo, llegaba a la red principal, donde estaba enganchada. El agua subía al piso de arriba impulsada por una pequeña bomba hidráulica.

En definitiva, nuestro Cuartel General era un espacio único en el que los tres amigos crecimos y compartimos conversaciones, risas y confidencias.

Cuando Andrés y yo nos aproximábamos a la entrada principal nos percatamos de que la puerta estaba entreabierta, cosa que nos preocupó, ya que siempre la dejábamos cerrada.

―Rodea la cabaña, a ver si hay alguien en la parte de atrás ―le indiqué a mi amigo en voz queda, apoyando la bicicleta sobre la hierba.

―No hay nadie ―me informó al volver a la encina tras cuyo robusto tronco lo esperaba, vigilando la entrada―. ¿Qué hacemos? ―preguntó, esperando que le respondiera con seguridad, a pesar de que yo estaba tan indeciso como él.

―Deberíamos entrar ―sugerí, no muy convencido―. A lo mejor Gabi se ha dejado la puerta abierta.

Nos acercamos con cautela, blandiendo unas ramas, y abrimos la puerta hasta atrás procurando no hacer ruido. Pero la suposición de que no había sido más que un descuido de nuestro amigo se esfumó enseguida. Lo que vimos nos dejó de piedra. Parecía como si un ciclón hubiera entrado en la caseta. Los sillones estaban volcados, las mesas patas arriba y el contenido de los cajones esparcido por el suelo. Las bombillas que colgaban del techo y que estaban conectadas a los cables del tejado estaban rotas, y el ordenador y la máquina de escribir habían desaparecido. La imagen era desoladora.

―¡¡La caja!! ―exclamó entonces mi amigo―. ¡Dani, la caja, la caja fuerte! ―repitió dirigiéndose al lugar donde escondíamos los ahorros comunes que íbamos aportando entre los tres para comprar comida, bebida o cualquier otra cosa que precisáramos en nuestro refugio, y que teníamos escondida en un hueco de la pared, detrás del sofá―. ¡Está abierta! ¡Vacía! ¡¡Maldita sea!! ―exclamó Andrés, dominado por la furia.

Tras un momento de silencio, el mismo pensamiento nos vino a la cabeza: el piso superior. Nos dirigimos rápidamente a las escaleras y, cuando íbamos a subir, una especie de alarido horrible nos detuvo. Alguien bajó las escaleras gritando y corriendo. Su cara no era normal, estaba deformada y resultaba monstruosa. Aquel ser se movía constantemente, como si sufriera espasmos, vociferando palabras sin sentido. No se detuvo; nos arrolló y nos tiró al suelo, sin que fuéramos capaces de reaccionar.

Cuando estaba a punto de escapar, Andrés lo agarró de un tobillo. El espantoso intruso perdió el equilibrio y cayó de bruces junto a la entrada. Entonces me levanté de inmediato y me lancé sobre él, inmovilizándolo. Mi amigo, furioso, se incorporó y lo amenazó con una de aquellas ramas, dispuesto a golpearlo.

―¡Suéltame, Daniel, soy yo! ¡Suéltame! ―exclamó el extraño―. ¡Soy yo! ¡Soy Gabriel! ¡Soy Gabi! ―insistió ante nuestra sorpresa.

Andrés se agachó y le arrancó lo que resultó ser una máscara, apareciendo bajo ella el rostro risueño de nuestro amigo.

―Pero… ¿qué significa todo esto? ―acerté a preguntarle mientras él no paraba de reír.

―¿De qué te ríes? ¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién ha destrozado el cuartel? ¿Y ese disfraz? ―preguntaba Andrés, sosteniendo la horrible máscara en la mano.

―Tranquilos, no ha sido nadie. Quiero decir que he sido yo. Pero calmaos, no es para tanto; solo he desordenado las cosas un poco. Vamos, Daniel, deja que me levante y os daré todas las explicaciones sobre el experimento que estoy llevando a cabo. Ahora voy a clasificaros, meteré los datos en el ordenador y listo.

―¡¿Clasificarnos?! ―preguntó Andrés, desconcertado.

―Sí ―respondió Gabi mientras se ponía en pie―, tengo que clasificar las reacciones que habéis tenido: histeria, nerviosismo, valor, cobardía, humor… ―explicó tras ponerse las gafas y sacar el ordenador de debajo de una manta. Lo colocó en su lugar e introdujo acto seguido la información―. Voilà! Ya está, ya estáis en el archivo. Sentíos orgullosos porque vais a formar parte de las estadísticas. Y ahora ordenemos todo esto.

Gabi era un genio, al menos eso pensábamos nosotros. Desde siempre se había interesado por las ciencias. Sentía pasión por la física, la química, la astronomía y las matemáticas. Con solo dieciséis años era un verdadero experto en todas ellas. Además de sus conocimientos, su aspecto desaliñado encajaba con el modelo de genio extravagante. Era alto y delgado, llevaba el pelo demasiado largo y revuelto, y sus de por sí ojos saltones destacaban más a través de los cristales de sus gafas redondas y de montura plateada. Era puro nervio y resultaba difícil encontrarlo sin hacer nada. Cuando estábamos en el cuartel se ponía una bata blanca en la que había bordado su nombre y en cuyos bolsillos llevaba varios bolígrafos y libretas para apuntar cualquier idea que se le ocurriese. Le apasionaba la lectura y era capaz de aprenderse de memoria los nombres de todos los animales que salían en los documentales que echaban en la tele. Sacaba muy buenas notas y, gracias a ello, había obtenido varias becas que invertía en ampliar su laboratorio. Además, era jefe del grupo de ciencias del instituto y disponía de libre acceso a la biblioteca del departamento de ciencias, así como a la sala de ordenadores, otra de sus aficiones. Su peculiar forma de ser y de vestir había chocado varias veces con el resto de los alumnos, que lo veían como un bicho raro, aunque para Andrés y para mí era Gabi, nuestro amigo; por eso lo defendíamos cuando algún macarra se metía con él. Nosotros sabíamos que detrás de todas sus excentricidades se escondía un gran corazón y un generoso colega.

―Oye, Gabi ―dijo Andrés recordando un detalle del experimento del inventor―, ¿dónde está el dinero de la caja fuerte?

―Andrés, te he dicho mil veces que tu excesiva preocupación por el vil metal oscurece tu limpio corazón.

―Déjate de rollos y dinos dónde está el dinero ―insistió Andrés.

―Bien, como quieras. Subamos a la terraza ―nos indicó el genio con su peculiar forma de hablar, haciéndonos un ademán para seguirlo escaleras arriba.

Al llegar, Gabi se acercó a un objeto que estaba cubierto por una tela gris.

―Eccolo qua! ―exclamó descubriendo un flamante telescopio.

―¿Un telescopio? ¿Has comprado un telescopio con nuestros ahorros de todo el curso? Esta vez te has pasado… ―dijo Andrés abalanzándose contra Gabi y dándole palmadas en la cabeza.

Tuve que intervenir para separarlos. Después, cuando se hubieron calmado los ánimos, le pedí a nuestro amigo que nos diera una explicación.

―Bueno, no hay mucho que decir. Fue un flechazo, amor a primera vista. Estaba paseando por la sección de novedades científicas del centro comercial y lo vi. Es tan hermoso, maravilloso… Así que no lo pensé más: vine, cogí el dinero y… ya está, aquí lo tenéis ―añadió de forma entusiasta, aunque nuestras miradas le dejaron claro que no nos bastaba con eso―. Vamos, chicos. Siempre estamos diciendo que desde aquí podemos controlar toda la ciudad, pero hasta ahora hemos tenido que usar esos viejos prismáticos que tienen un alcance bastante limitado. Ahora podremos verlo todo, ¡todo! ―exclamó eufórico, aunque nosotros lo mirábamos sin compartir su entusiasmo―. Pero venga, no os enfadéis. Mirad, se puede ver Venus como si estuviese aquí al lado, los cráteres de la Luna con total nitidez, los anillos de Saturno… ¡Ah!, y la ciudad, claro, incluso el lago… Podremos ver las lluvias de estrellas, las constelaciones, el cometa Halley…

―El cometa Halley, ¿eh? ―repuso Andrés―. Cuando el cometa Halley vuelva a pasar, quizá ya estemos muertos, ¡listillo! ―espetó el muchacho, recordando que el astro había sido visto por última vez en 1986, y que su próxima visita se esperaba para el lejano 2062.

Muy bien, de acuerdo ―aplaudió Gabi, queriendo apaciguar a nuestro amigo―. Veo que has estado atento en clase de astronomía.

―Venga, Andrés, déjalo, ya ―medié―. Tampoco es tan mala compra.

―Dani, parece mentira que digas eso ―se quejó Andrés―, sobre todo después de lo que te ha pasado con la bicicleta. Sí, Gabi, está para el desguace ―sentenció ante la mirada inquisitiva de nuestro amigo―. El dinero que te has gastado sin consultar habría servido para arreglar la Special Bike y para irnos de acampada, que ya está bien de estar siempre aquí encerrados.

―Eso también es verdad ―reconocí. Entonces, pensando en la acampada planeada, recordé algo―. Gabi, ¿has dicho que se ve el lago con el telescopio?

Mi amigo asintió con la cabeza y yo me precipité sobre el artilugio.

―Un momento, Daniel ―interrumpió Gabi, ajustando las lentes del flamante telescopio a la distancia que separaba la cabaña del lago.

―Sí, es verdad, se ve muy bien… ¿a ver?… Sí, ahí está… El todoterreno de mi padre… el lago… la barca y… ―les fui describiendo a mis amigos―. ¡Un momento! ―exclamé, inquietándolos―. Pero… ¡Oh, no! ¡No! ¡No puede ser! ―grité mientras salía corriendo hacia las escaleras.

El secreto del elixir mágico

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