Читать книгу El secreto del elixir mágico - Óscar Hernández-Campano - Страница 12
ОглавлениеCapítulo Siete
más sorpresas
Nos quedamos perplejos. No podíamos asimilar lo que nos acababa de revelar mi padre. Él nos miraba sonriendo y en silencio, aliviado en cierto modo. Con la mirada todavía perdida, me senté en la silla que había junto a la cama, tanteándola con los dedos, sin verla. Gabi movía las manos como si estuviese palpando algo con la punta de los dedos; miraba hacia abajo, con la mirada extraviada y balbucía palabras sueltas, ininteligibles. Finalmente, comenzó a dar pequeños pasos en círculo hasta que se volvió hacia mi padre y, con los ojos abiertos como platos, con la misma mirada alegre y triunfal que ponía cada vez que inventaba algo, rompió el silencio exclamando:
―¡¡La Fuente de la Juventud!! ¡El elixir de la vida eterna, de la eterna juventud! El tesoro más buscado de la historia de la humanidad, el objeto más codiciado por reyes, emperadores, faraones, caudillos y por todos los dignatarios y poderosos del mundo… Pero ¿no estaba en la Atlántida? ―preguntó recordando viejos conocimientos adquiridos en sus largas estancias en la biblioteca.
―Eso pensaba yo ―contestó mi padre, contagiado de repente por la excitación que nos embargaba―. Todas las referencias históricas, literarias y mitológicas la situaban en el continente legendario de la Atlántida. Sin embargo, está en el Tíbet. Yo la vi. ¡La vi con mis propios ojos! ―exclamó.
―¡¿Dónde?! ¡¿Dónde?! ―preguntamos los tres a coro―. ¡¿Dónde está?!
―No lo sé. No recuerdo el lugar exacto ―admitió, derrumbándose en su cama―. Sé que era un templo, o un monasterio, pero he olvidado casi todo.
―¡¿Cómo que no lo sabes?! ―pregunté sorprendido y frustrado―. Eso no se puede olvidar. Una cosa así no se puede olvidar. ¡Es imposible!
―Veréis ―dijo lacónicamente tratando de darnos una explicación―, apenas la recuerdo, pero sé que justo después de verla, cuando todavía la tenía ante mí, alguien me golpeó en la cabeza. Caí al suelo aturdido y acto seguido me obligaron a beber algo que debe de haberme hecho olvidarlo todo: dónde está, cómo llegar hasta allí, las pistas que seguí, con quién hablé, todo ―repitió, y vi la angustia que le producía bucear en la sima oscura en que se había convertido su memoria.
―Pero, entonces, ¿por qué le advierten que no busque la Fuente si lo ha olvidado todo? ―preguntó oportunamente Andrés.
―Bueno, no llegué solo hasta la Fuente de la Juventud. Me acompañaba un muchacho tibetano. Cuando recobramos el sentido, embarcados en un vuelo rumbo a Occidente, me contó que a él también le habían hecho beber algo que había nublado su memoria. Aunque parece que no bebió lo suficiente para olvidarlo todo, y me contó lo que recordaba. Me ayudó a rescatar imágenes sueltas, fragmentos del viaje. Como me dolía mucho la cabeza, no sé si por el golpe que me dieron o si debido al brebaje que me hicieron ingerir ―prosiguió narrando mi padre―, decidí dormir un rato. Cuando desperté, mi amigo había desaparecido. Quizá los mismos que nos golpearon junto a la Fuente volaban con nosotros para vigilarnos y lo secuestraron. No lo sé. Una vez de vuelta en casa me puse a investigar. Tenía que dar con ese muchacho y, sobre todo, tenía que encontrar la Fuente de la Juventud. Supongo que me vigilaban también y que de ahí proviene la advertencia.
―No lo comprendo ―dijo Andrés verbalizando sus pensamientos―. Si esas personas poseen la Fuente de la Juventud, ¿por qué no quieren compartirla con todo el mundo?
―Es obvio ―señaló Gabi―. Si la gente se entera de que en el Tíbet está la Fuente de la Eterna Juventud cundirá el caos. Imaginad cómo reaccionarían los gobiernos del mundo, empezando por el chino. Se destruiría todo lo que hay allí. Construirían hoteles, balnearios, tiendas… Estallarían guerras. Por no hablar de las repercusiones económicas que ello tendría: ¿cuánto pagaríais por ser eternamente jóvenes? ¿Quién tendría acceso al elixir?
Por un momento guardamos silencio intentando comprender la magnitud del descubrimiento y la importancia que tenía guardar el secreto que acabábamos de conocer. Gabi tenía razón; debíamos ser muy cuidadosos.
―Dígame, señor Monreal ―dijo Andrés―, ¿cómo es la Fuente? ¿Es un caño que brota de la montaña? ¿O algo enorme tipo la Fontana di Trevi?
―Ojalá lo recordara ―respondió entristecido mi padre―, pero apenas me quedan imágenes en la mente. Por eso quería encontrar a Lang Ching, el chico tibetano que me ayudó a encontrarla.
―¡Bien! ―exclamé animado― Entonces hablaremos con él.
―Por desgracia ―se lamentó cabizbajo mi padre―, como os he dicho, desapareció. Y no he podido encontrarlo. Desde que regresé he estado haciendo llamadas, pero ha sido inútil. Es como si nunca hubiera existido. Tal vez sea mejor así. Es muy peligroso; esa gente no se anda con bromas. No quiero que lo busquéis ―nos ordenó―. Lo mejor es dejarlo así. Vais a devolver la flecha y la nota, y os iréis a jugar a cosas de vuestra edad ―concluyó de manera categórica.
―No, señor, lo siento pero no ―resolvió Gabi, y los demás asentimos―. Aunque como científico me cuesta creer en estas cosas, deseo conocer la verdad.
―Chicos…
―Papá, ¿crees en serio que se van a detener ahí? Si te han estado siguiendo ya sabrán que la flecha ha sido robada. Y si son un poco más eficientes que el Cerilla, ya habrán averiguado que la tenemos nosotros.
―Y que tenemos la nota también. Seguro que estaban vigilando cerca del lago ―observó Gabi.
―Y que hemos traducido el mensaje ―añadió Andrés.
Mi padre nos miró alternativamente, viendo la determinación en nuestros ojos, en nuestros rostros, y la voluntad inquebrantable que nos movía.
―Hay otra persona. Alguien que puede ayudaros. Fue quien me habló de la Fuente por primera vez. Recuerdo que me puso en contacto con Lang.
―¿Quién es? ―preguntó Andrés, impaciente.
―Casi no la recuerdo. Es una mujer, una mujer con el cabello largo y claro… ―dijo con los ojos cerrados, presionándose las sienes, con una voz vacilante, rescatando de su mente retazos de memoria, vislumbrando la imagen borrosa de aquella mujer, una imagen sin rostro y sin nombre.
―No se preocupe ―dijo Andrés, decepcionado, aunque tratando de consolarlo―, tal vez recuerde algo más dentro de unos días.
De nuevo, el silencio invadió la habitación. Nos sentíamos impotentes, en un callejón sin salida. Acabábamos de conocer que la legendaria Fuente de la Juventud era real, no una quimera. Y la única persona que la había visto no recordaba más que jirones de una realidad que se deshilacharía en su memoria con el tiempo. El secreto de la vida y la juventud eternas estaba en la cabeza de mi padre, perdido en algún recoveco de su mente. Y mis amigos y yo no sabíamos cómo llegar hasta esos recodos de su memoria.
De improviso, la doctora Estevil entró en la habitación acompañada por un enfermero. Sorprendida al encontrarnos allí, quiso saber cómo nos habíamos colado durante el horario de comidas. Le respondimos que habíamos pasado un momento para ver cómo estaba mi padre, pero que ya nos marchábamos. Se mostró comprensiva, aunque nos reconvino a respetar los horarios de visitas. Nos pidió que la dejásemos a solas con mi padre para poder hacerle la revisión y la cura y, tras despedirnos, nos marchamos.
Caminábamos en dirección al ascensor, avanzando por un largo y frío pasillo blanco. Avanzábamos despacio, en silencio, cabizbajos, pensando en aquella reveladora aunque no muy fructífera conversación. De vez en cuando nos cruzábamos con alguna enfermera, con algún enfermo y, poco después, con el carrito de la comida, que ya iba recogiendo las bandejas vacías por todas las habitaciones. De repente, algo me vino a la cabeza. Un pensamiento se me fijó en la mente; era una duda, un dilema, una pregunta que precisaba urgentemente de una respuesta para poder colocar otra pieza en aquel rompecabezas. Pedí a mis amigos que me esperasen y regresé a la habitación de mi padre. La doctora Estevil aún no había acabado su visita, así que esperé escondido tras una columna del pasillo hasta que salió. En cuanto el pasillo quedó despejado, entré. Mi padre, recostado en su cama, se sorprendió al verme de nuevo.
―Papá, dime la verdad ―le insté en tono cariñoso―. Estamos solos. Puedes hablar con sinceridad. Creo que nos has ocultado algo. ¿Por qué fuiste a buscar la Fuente de la Juventud? ¿Fue un encargo? ¿Por qué nos mentiste y dijiste que ibas a unas excavaciones en Pompeya? ¿Qué es lo que pasa en realidad? Vamos, papá, dímelo, confía en mí ―le rogué.
Me miró y pude ver que estaba sorprendido. No respondió de inmediato, simplemente miró al horizonte a través de la ventana, me hizo un gesto con la mano para que me sentara a su lado, suspiró, me miró fijamente y comenzó a hablar.
―Está bien; veo que no te puedo engañar. Ya eres un hombre, Dani, y te mereces saber la verdad. Tienes razón, hay algo que os he ocultado. Es algo muy importante ―confesó en voz baja antes de inspirar profundamente y cerrar los ojos durante un momento―. Quiero que sepas que esto no lo sabe nadie, ni siquiera tu madre, y así debe seguir, al menos de momento ―me advirtió antes de hacer otra breve pausa. Cogió un vaso de agua de la mesilla y tras darle un sorbito, continuó―. Solo te pido una cosa, que no me interrumpas. Ya me preguntarás lo que quieras después ―dijo e hizo otra pausa; volvió a beber―. Hijo, estoy enfermo, gravemente enfermo. Tengo una enfermedad que va a acabar conmigo. El verano pasado me hice un chequeo general al volver del Amazonas y encontraron algo extraño en la sangre. Tras varios análisis me diagnosticaron un grave trastorno degenerativo. Es una enfermedad muy rara: apenas se registran al año media docena de casos en todo el mundo. Por lo visto se transmite por la picadura de un insecto de la selva ―explicó y guardó silencio durante un momento; miró de nuevo por la ventana y prosiguió―. No me preguntes cómo se llama, porque se asemeja mucho a un apellido noruego pronunciado en latín clásico ―bromeó, esbozando una leve sonrisa que me esforcé por corresponder―. El caso es que me debilita, mina mis reflejos, me afecta a los movimientos, a la fuerza muscular, produce envejecimiento prematuro de las células y aniquila mi estado de ánimo haciéndolo descender hasta el mismísimo infierno ―añadió con un hilo de voz. Le cogí una mano, sin decirle nada, solo para recordarle que estaba a su lado y que contaba conmigo―. Hijo, soy un aventurero, un enamorado de mi trabajo y de la vida ―añadió, emocionándose―. Aún soy joven, acabo de pasar la barrera de los cuarenta. Tengo mucha vida por delante, muchos viajes que hacer, muchas aventuras que vivir. Quiero veros crecer a tu hermano y a ti, quiero hacerme viejo junto a tu madre, quiero saber cómo será el mundo dentro de veinte o treinta años. ―Tuvo que detenerse; la emoción lo vencía. Le acerqué el vaso de agua, bebió y continuó su estremecedor relato―: Los médicos me dijeron que en unos dos años no me podré mover de la cama, y que en otros dos, moriré, envejecido, débil, frágil, destruido ―explicó y me miró; ambos teníamos los ojos rebosantes de lágrimas. Al poco continuó―. ¿Te imaginas lo que supuso escuchar eso? No podía creérmelo. Me puse a investigar, consulté con los mejores especialistas del mundo en microbiología, en infecciones, en virus, pero todos me contestaron lo mismo: no existe ningún remedio contra esta enfermedad, ni siquiera hay droga alguna que retrase sus efectos; nada, es incurable. Pero ya me conoces; no me di por vencido. El tiempo corría y no encontraba ninguna solución, hasta aquel día ―añadió de manera misteriosa. Inspiró con fuerza, casi suspirando―. Estaba leyendo el periódico cuando me topé con el anuncio de una exposición arqueológica sobre el Tíbet en el Museo Metropolitano. Me pareció interesante y me venía bien distraerme, así que fui a verla. La verdad es que no era muy original: collares, trajes, utensilios del hogar, en fin, una muestra etnográfica sobre la vida en el Himalaya. Pero algo me llamó la atención. Y es justo en este punto donde empiezan las lagunas de memoria. Recuerdo que vi una vasija, un cántaro o un ánfora para transportar agua o leche; nada extraordinario. Sin embargo la iconografía que la decoraba era única. Los dibujos, en bandas horizontales, mostraban a un hombre que recogía agua de un manantial, después se la daba a una anciana y en la siguiente escena aparecía el mismo hombre junto a una bella joven. Aquello excitó mi curiosidad. Busqué a la comisaria de la exposición y le pedí que me hablara sobre aquella ánfora. Me dijo que la arqueóloga que la había conseguido y que la había donado al museo ―la misma de la que solo recuerdo los rasgos― le había asegurado que se la había comprado a una anciana que juraba ser la muchacha del dibujo, y que tenía ciento cuarenta años tras haber rejuvenecido y vuelto a envejecer. Sé por experiencia que los mitos y las leyendas siempre encuentran una base factual real. Por lo que vislumbré un rayo de esperanza. Pensé que si aquella fuente otorga la juventud, y si realmente existía, tal vez podría curarme. Conseguí que la comisaria me facilitara el contacto de la mujer que había donado el ánfora y después ella me puso en contacto con Lang Ching y… A partir de aquí los recuerdos se disipan como si se apagara la luz dentro de mi cabeza. Sé que llegamos hasta el templo, Dani, sé que estuve delante de la Fuente, que iba a beber de ella ―me dijo con una impotencia que se le salía por los ojos―. Existe de verdad. Y puede curarme.
―Gracias, papá ―le dije conteniendo la emoción, antes de abrazarlo, darle un beso y marcharme rápidamente.
Andrés me invitó a comer a su casa para que sus padres no se enfadaran con él, ya que cada vez que faltaba a dormir imaginaban mil y una mentiras de su hijo y, como confiaban en mí más que en él, mi testimonio fue su coartada. Desde casa de Andrés llamé a mi madre para decirle dónde estaba y que ya había pasado a ver a papá. Mi madre se sintió contrariada porque en aquellas circunstancias quería que pasara más tiempo con ella y con mi hermano. Sin embargo, lo que estábamos haciendo era demasiado importante, ya que, a fin de cuentas, la vida de mi padre estaba en juego.
Después de comer nos dirigimos al Cuartel General. En el cruce de los Tres Robles nos reunimos con Gabi. Minutos después, protegidos y aliviados del calor por la sombra de los árboles de la colina, llegamos a nuestro destino. El paisaje era precioso; los sonidos de la naturaleza me ayudaban a relajarme y, en parte, a olvidar el horror que había invadido mi existencia y la de mi familia. Sin embargo, aquella calma iba a durar poco. Al acercarnos a la cabaña nos percatamos de que la puerta estaba abierta.