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Capítulo Nueve

el cazador negro

Era media tarde. Estábamos bajando de la colina donde se ocultaba el Cuartel General. La carretera no era muy ancha y estaba en mal estado, con un asfalto antiguo por cuyas grietas despuntaba la hierba. No íbamos muy deprisa; el paseo hasta el hospital era largo aunque muy agradable: amigos, buen tiempo, un hermoso paisaje y juventud. Circulábamos en parejas: Susana y Gabi, delante; Andrés y yo, detrás, a unos metros. Recordé que Gabi me había dicho que había instalado nuevos dispositivos en la Special Bike. Presioné un botón verde e inmediatamente se iluminó una pequeña pantalla esférica. Era el nuevo radar. Junto al punto central, que era mi bicicleta, aparecieron tres puntitos blancos, que debían de ser mis amigos. Pero entonces vi otra cosa que me preocupó.

―¡Gabi! Creo que viene alguien siguiéndonos. Hay una luz detrás de nosotros y viene más o menos a la misma velocidad. Se mantiene constante ―le informé, sin quitar ojo de la quinta lucecita.

―Lo comprobaremos aminorando y viendo si el que viene detrás lo hace también ―propuso el inventor.

Redujimos la velocidad y enseguida comprobamos, después de una curva que nos ocultó a la vista de nuestro perseguidor, que una enorme limusina de color negro metalizado, con los cristales tintados y sin matrícula, nos seguía a poca velocidad. Debido a la curva, no se percató de nuestra maniobra y se vio descubierta. Lejos de intentar disimular, el coche aceleró de improviso y se lanzó hacia nosotros.

―¡¡Corred!! ―gritó Susana acelerando.

Huimos lo más rápido que pudimos de las fauces de aquel cazador negro que amenazaba con arrojarnos colina abajo o arrollarnos con su enorme cuerpo metálico. Susana, que iba en cabeza, le exigía a su motocicleta un esfuerzo para el que no estaba diseñada. Detrás de ella, pedaleando como si nos persiguiera el diablo, Andrés y yo, casi a la par, y en último lugar, mirando a la limusina cada pocos segundos, Gabi. A nuestro favor teníamos la estrechez de la carretera y las numerosas curvas que obligaban a nuestro perseguidor, un vehículo demasiado largo, a frenar para no salirse de la calzada. Las bicicletas y la moto eran más lentas pero más ágiles y manejables, lo que nos daba ventaja mientras siguiéramos en la colina. Sin embargo, tras numerosas curvas, llegamos a una zona llana. Al enfilar una recta, el coche aceleró y se acercó peligrosamente, rozando la rueda trasera de Gabi, lo que le hizo tambalearse hasta casi perder el equilibrio. Un poco más adelante había un tramo repleto de curvas en forma de S y eso nos permitió ganar ventaja. No quedaba mucho para llegar a la periferia de la ciudad y confiábamos en que en zona urbana y en pleno día, nuestro perseguidor desistiera en su empeño. Enseguida llegamos a otro tramo de rectas. La limusina se nos abalanzó de nuevo. Por el espejo retrovisor de mi bicicleta contemplé horrorizado que la ventanilla del copiloto se abría y aparecían unos brazos blandiendo una ametralladora. Avisé a mis amigos del peligro mortal. Aceleramos justo en el momento en que empezaron a dispararnos. La primera de las ráfagas pasó muy cerca de Gabi. Estábamos muy asustados, no podíamos parar y ya no éramos capaces de pedalear más rápido. Comenzamos a ir de un lado a otro de la carretera, tratando de esquivar las balas que, como rugidos de un dragón, se lanzaban sobre nosotros cada pocos segundos. Una de ellas alcanzó la motocicleta de Susana, aunque, por fortuna, no afectó al motor ni al depósito.

―¡¡Seguidme!! ―gritó Andrés, que se había colocado en primer lugar, levantando el brazo―. ¡¡Por el atajo del río!! ―nos indicó abandonando la calzada y adentrándose en la frondosidad del bosque.

Lo seguimos sin rechistar. Avanzamos rápidamente entre encinas, pinos y viejos olivos, alejándonos de la carretera y despistando a los asesinos. No obstante, el terreno se volvió muy accidentado y peligroso. Había muchas piedras, hoyos, peñascos, ramas caídas, raíces superficiales y arbustos que dificultaban mucho nuestro camino.

―¡¡Volvamos a la carretera!! ―gritó Susana― ¡No puedo seguir por aquí con la moto!

―¡Tenemos que cruzar el río! ¡Si volvemos a la carretera nos alcanzará enseguida! ¡Hay que pasar al otro lado! ―le indicó Andrés.

Poco después el camino se volvió más transitable. La frondosidad del bosque dio paso a un claro. Tras sortear dos rocas de considerable tamaño, alcanzamos el río. No era un cauce muy profundo, pero la abundancia de rápidos impedía cruzarlo por aquel lugar. Andrés frenó y se quedó mirado el caudal.

―¡Maldita sea! ―gritó― ¡Nos hemos desviado!

Tras unos momentos de incertidumbre, nos ordenó seguirlo y nos dirigimos río arriba por la orilla. Enseguida vislumbramos un viejo puente de madera que cruzamos sin pararnos a pensar en las pésimas condiciones que presentaba. Volvimos a adentrarnos en el bosque. Doscientos o trescientos metros más allá dimos a parar a la carretera. Nos detuvimos para recuperar el aliento.

―¿Estáis todos bien? ―preguntó Andrés, jadeando.

―Sí ―respondimos casi a la vez, con el corazón en un puño.

―¡Daniel, el radar! ―me indicó Gabi.

Inmediatamente, fijé la mirada en la pequeña pantalla. Mis amigos, nerviosos, asustados y exhaustos, aguardaban mis palabras. Les dije en apenas un susurro que nuestro cazador se aproximaba a gran velocidad, que no debía de estar a más de doscientos metros, quizás tras aquella curva que Gabi miraba.

―Vámonos ya. Hay que llegar a la ciudad ―dijo el genio señalando la curva por la que vimos aparecer la limusina.

―¡Rápido! ¡¡Corred!! ―grité.

Susana aceleró al máximo. Su moto rugió con rabia dejando a sus espaldas una nube de humo gris que se disolvió enseguida. La seguimos pedaleando tan rápido como nos fue posible. Por el retrovisor, sin embargo, vi con pavor que la limusina se acercaba a gran velocidad dispuesta a arrollarnos. Un miedo helado me recorrió la espalda y, pese al esfuerzo, sentí que el final era inminente.

―¡¡La tenemos encima!! ―gritó Susana.

―¡¡Corred todo lo que podáis!! ―les grité a mis amigos justo antes de frenar en seco, derrapando sobre el asfalto y haciéndoles señas para que siguieran sin mí―. Yo me encargo de estos malnacidos ―me dije a mí mismo dispuesto a proteger a mis amigos de aquel peligro, harto, enfadado y cansado, pero consciente de que aquello había dejado de ser un juego de niños, una interesante investigación, una aventura de verano. Era muy real, tan real como el atentado contra mi padre y como las balas que nos acababan de disparar. Decidí enfrentarme al peligro, decidí salvar a mis amigos, aunque para ello tuviera que pagar un precio inasumible. Tomé conciencia de ello y decidí quitarme la máscara de niño que juega en su jardín a superhéroes, de muchacho que fantasea con volar más allá de su imaginación. Aquello era real, nuestra vida estaba en juego: debía luchar y demostrar que era capaz de enfrentarme y vencer mis miedos.

Mis amigos ya se habían alejado bastante y la limusina se acercaba de forma imparable. Entonces presioné un botón del cuadro de mandos al tiempo que pedaleaba a toda velocidad haciendo eses. De un depósito cilíndrico de la parte trasera de la Special Bike comenzó a fluir aceite de motor. Me moví en zigzag para cubrir toda la calzada. Cuando la limusina llegó a la zona mojada, perdió el control y comenzó a dar violentos virajes. El coche resbalaba y derrapaba, fuera de control, acercándose al terraplén. Al final, se estrelló contra un muro de contención, a un lado de la carretera, quedando empotrado y fuera de combate.

Sin perder un instante me reuní con mis amigos, que me esperaban un poco más abajo, desde donde habían visto todo. Me sonreían y prorrumpieron en aplausos y vítores.

―¡¡Yujuuu!! ―grité victorioso al alcanzarlos frenando con un elegante derrape.

―¡¡Olé!! ―exclamó Andrés, aplaudiendo.

―Muy bien hecho, Daniel ―me dijo Susana regalándome una sonrisa benefactora que borró toda preocupación de mi mente.

―Estaba convencido de que el sistema de propulsión de aceite te sería de utilidad, aunque no creí que lo sería tan pronto ―dijo Gabi estrechándome la mano―. ¡Ah! Creo que es muy posible que el coche explote; deberíamos alejarnos más ―añadió, señalando el humo que ascendía desde el motor de la malograda limusina.

―Sí, o que salgan esos tipos con sus ametralladoras ―apuntó Andrés.

En efecto, vimos con sorpresa que unos encapuchados armados con ametralladoras salían del coche y caminaban cojeando hacia nosotros. Cuando nos disponíamos a salir corriendo, la limusina explotó. Una gran bola de fuego la envolvió y la onda expansiva nos dio una bofetada de calor. Nuestros perseguidores, que se encontraban en la zona de la carretera impregnada de aceite, no se dieron cuenta de que una lengua de fuego corría hacia ellos. En un instante los alcanzó y, envueltos en llamas, los vimos saltar ladera abajo. Sin perder un segundo nos marchamos a toda velocidad, mientras una columna de humo se alzaba hacia el cielo, siendo visible a varios kilómetros a la redonda.

Al entrar a la ciudad, nos cruzamos con un camión de bomberos, dos coches de policía y una ambulancia que se dirigían hacia la colina. En lugar de ir directamente al hospital, decidimos pasar por mi casa para comer algo y reponernos del susto. A llegar, más tranquilos porque estábamos en un entorno conocido y seguro, aparcamos en el porche.

―¡Dani, mira! ―exclamó Andrés, señalando una ventana rota a través de la cual pudimos ver mi casa revuelta.

El secreto del elixir mágico

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